CAPÍTULO XII.
Los franceses ocupan las ruinas del convento de las Mónicas y asaltan el de San Agustín.—Choques singulares en lo interior del mismo y en la calle de Palomar.—El enemigo vuela varias casas por el recinto de Santa Engracia.
El ejército sitiador comenzó a perfeccionar sus comunicaciones, y fortificarse más y más en las casas que iba ocupando, y también en el convento de Trinitarios, donde el choque que acababa de experimentar había sido acérrimo, y por ello reparó el espaldón levantado detrás de la puerta de la iglesia, procuró cerrar la brecha, y para mayor seguridad dio principio a la construcción de una batería delante del convento por si los patriotas insistían en su empeño.
A vista de las ventajas obtenidas por el punto de Santa Mónica, los que guarnecían el convento de San Agustín intentaron hacerlos saltar por medio de las minas. El enemigo lo conoció y se previno. Sus minadores imposibilitaron a los nuestros el que completasen la obra: tan grande era la obstinación de los sitiados y el empeño de los sitiadores.
A costa de duras penas y trabajos ímprobos iban los franceses avanzando a la vez por derecha y centro. Posesionados de Santa Mónica, fueron ocupando las casas de la línea del muro hasta llegar a la Puerta Quemada: pero conociendo Saint-Marc lo importante que era contenerlos, desde la plaza de San Miguel donde estaba, tomó las disposiciones mas activas. La resistencia que hicieron en fa9 últimas casas de la calle de Pabostre fue tan obstinada, que los mismos franceses han confesado no pudieron ocuparlas a pesar del fuego de artillería, y de sus reiterados ataques. Los comandantes de paisanos, al frente de los mas esforzados, sostuvieron encuentros y choques muy singulares, unos con granadas de mano, otros cargando a la bayoneta. En esta lucha ocurrieron acciones parciales dignas de los mayores elogios.
Como no cesaban los trabajos para fortificarse, al paso que atacaban en un extremo, preparaban en otro nuevas y terribles explosiones: cinco casas volaron a la vez a su izquierda en las manzanas inmediatas a la calle de Santa Engracia, dejando sepultados a sus defensores entre las ruinas. Todavía volaban los trozos del edificio y vigas por el aire, cuando, favorecidos de la densidad del polvo, creyendo confundidos a los patriotas, apareció el enemigo sobre los escombros para apoderarse de los edificios inmediatos: pero un fuego vivo de fusilería lo escarmentó en términos que, después de quedar algunos exánimes, tuvo que retroceder. La serenidad y calma fría de los defensores les dio a conocer que las explosiones les perjudicaban, porque no apoderándose del sitio quedaban al descubierto, y para ganar terreno tenían que sufrir mayores pérdidas.
«La experiencia nos hizo conocer (dice Rogniat) que las casas derribadas totalmente por las minas eran en lo general un obstáculo a nuestros progresos, porque sus ruinas no proporcionaban el menor cubierto a las casas vecinas, y no podíamos atravesar por estas ruinas sino con mucho trabajo y riesgo. Los oficiales ingenieros calcularon la carga de los hornillos de manera que abriesen brecha sin derribar las casas, y emplearon con particularidad las minas para abrir brecha en los conventos y edificios grandes que formaban como ciudadelas en. lo interior de la población.»
También es digno de trasladarse lo que dice sobre las conquistas de esta clase Mr. Daudebard.
«Se trabaja mucho en tomar las casas. Es necesario para conseguirlo minarlas y volarlas unas detrás de otras, abrir sus tabiques y avanzar sobre los escombros. Un día se conquistan cinco o seis casas, otro un convento, y otro una iglesia. Ha sido preciso formar en medio de las ruinas calles interiores para trasladar la artillería y municiones. En fin, se han construido baterías en las calles y sobre las ruinas de los edificios. Este es un nuevo modo de tomar las plazas. Los ingenieros han tenido que abandonar la táctica o sistema antiguo, y discurrir nuevos métodos para atacar. Éste es muy peligroso, y han perecido en los caminos subterráneos muchos zapadores y minadores. Los españoles se defienden a pie firme en sus casas. Se tirotea sin cesar de un lado a otro, todas las extremidades y avenidas están pertrechadas con reductos de artillería.»
Dueños por fin del convento de las Mónicas, y a sazón que estaban los Voluntarios situados en las casas inmediatas, intentaron salir por la puerta de la iglesia. Apenas la entreabrieron cuando les saludaron con la fusilería de los edificios de en frente, y volvieron a cerrarla atrincherándose y fortificándose para que. no les desalojasen de un puesto que habían ganado a costa de mucha sangre. Por la noche volvió al punto el comandante Villacampa, a quien por sus señalados servicios en la defensa del convento de Santa Mónica le condecoró Palafox con el grado de brigadier, y también ascendió a los oficiales que mas se habían distinguido. A seguida recibió una orden para trasladarse, como lo verificó, a cubrir la batería de los tejares, y este batallón, que no era sino un esqueleto por la mucha gente que había perdido, dejó aquel sitio que será eternamente un monumento que publicará a la más remota posteridad las proezas de tan esforzados y valientes aragoneses. Este batallón perdió en este sitio cuatro capitanes, siete subalternos, y unos mil hombres: los restantes quedaron heridos o contusos, y fueron relevados alta noche por el regimiento de Extremadura.
Con estas ventajas desmejoró mucho nuestra situación, y todo presagiaba que el enemigo iba a extenderse cuanto le fuera posible. Las tropas que guarnecían el convento de San Agustín y entre ellas el batallón del Infante don Carlos y el ligero del Portillo, viendo flanqueada su derecha, creyeron no podían subsistir, y sin considerar que por alguno de los puntos de contacto con el convento de las Mónicas podían ser sorprendidos, no se curaron sino de contener a los que avanzasen por la brecha exterior del camino, que era por donde parecía debían acometer. El enemigo, que veía por experiencia lo caro que le estaban tales choques, excogitaba ardides para hacer la guerra con la mayor economía. A este efecto preparó unos hornillos al pie de una tapia divisoria de ambos conventos, y realizada la explosión, entraron los franceses por aquella abertura. Esta sorpresa, como era regular, produjo el efecto apetecido. Por el pronto no les opusieron resistencia; mas como el convento de San Agustín es un edificio crecido, comenzó el tiroteo en la iglesia (porque justamente la tapia volada estaba contigua a la sacristía y a otros recintos que había a espaldas del altar mayor) y esto dio margen a que en medio de la confusión comenzase la lucha más singular que puede concebirse. Los franceses, siempre con reserva, introdujeron unas compañías que, parapetadas del ara del altar mayor y de las mismas ruinas, hacían fuego a los que la ocupaban. En esto, militares y paisanos viendo donde estaba el enemigo, vuelan a las armas, y unos se dirigen al coro, otros a las tribunas, y todos comenzaron un tiroteo tan extraordinario que ocasionó algunos daños. Los sitiadores se posesionaron por fin del convento dando vuelta por todas sus barricadas y cortaduras interiores; pero pasadas algunas horas, y viéndose los que defendían aquella línea amenazados, se dirigieron por la calle de los frailes a atacarlos bruscamente para reconquistarlo. El enemigo había establecido ya sus puntos de apoyo, con lo que, a pesar de los grandes esfuerzos que hicieron los patriotas y de los arrojos que ejecutaron, dignos de la mayor loa, no pudieron desalojarlos. Posesionados ya los franceses del convento, vieron con sorpresa que desde la torre o campanario tiraban a la plazuela de frente a la iglesia muchas granadas de mano con las que les herían bastantes soldados. Efectivamente, se habían situado y pertrechado en ella siete u ocho paisanos con víveres y municiones para hostigar al enemigo, y subsistieron verificándolo por unos días sin querer rendirse.
Si en este punto había estrépitos, confusión y alboroto, no eran menores los de la Puerta Quemada, pues el enemigo atacó de recio las casas inmediatas. Introducido en algunas, fueron persiguiendo a los que las ocupaban por las mismas comunicaciones hasta muy cerca del ángulo que está más inmediato a la plaza de la Magdalena, frente a las ruinas del Seminario. Noticiosos de los progresos que hacían los franceses, se formaron; diferentes cuadrillas de militares y paisanos, y sin mas combinación que tomar unos las avenidas, activar otros los parapetos, y tenderse por los edificios que formaban nuestra línea, los mas esforzados entraron en las mismas casas ocupadas por el enemigo. Trabáronse a un tiempo mil choques y encuentros parciales en los aposentos, bodegas y sótanos, en los que no usaron por lo común sino del arma blanca. Los zapadores franceses, que vieron tal arrojo cuando iban a tomar algunas disposiciones para tabicarse y afianzar su conquista, quedaron confundidos, y después de perder cien hombres, tuvieron que abandonar toda la hilera de casas que habían ocupado, bien escarmentados de aquella tentativa. El derribo de tabiques y puertas, las carreras que daban trepando por las comunicaciones, los tiros continuados, las voces de los que prevenían a otras cuadrillas tomasen estas o aquellas avenidas, todo presentaba unos objetos tan nuevos, tan singulares en los anales de la guerra, que no hay seguramente con qué poderlos comparar.
El día 2 volvieron a reconquistar una gran parte de las casas de que habían sido expelidos el día anterior. Cuando esto sucedía, posesionados los sitiadores de San Agustín y las Mónicas, trataron de salir con bastante fuerza por la calle de Palomar y la de San Agustín, con el objeto de reunirse a los que por la de la Quemada iban avanzando al punto céntrico de la plaza de la Magdalena. Observado esto, comienzan los toques de cajas y campanas, y una alarma general puso en acción a todos los defensores. Corre la voz del inminente peligro que amenazaba, y marchan desaforados a encontrarlos. Los que había en el convento ocuparon las casas de la segunda calle que hay contigua a la de San Agustín, y desde ellas y los edificios de enfrente contuvieron a las compañías que venían atacando. Como la calle de Palomar está paralela a la de San Agustín adelantaron mas por esta parte, pues aunque de los edificios de la plaza de la Magdalena, que daban al frente, les hacían fuego, el ser bastante ancha y larga impedía ocasionarles daño considerable; y así, aprovechándose del mismo desorden, llegaron algunos osados a entrar en ella. Los fusileros que habían ido a reforzar el punto de la Universidad fueron trasladados a las tres de la tarde oportunamente a las ruinas del Seminario, y como desde allí podían enfilar mejor sus tiros contra los que llegaban a la plaza, comenzó un fuego terrible. La pelea iba empañándose por grados, y todo aquel recinto ofrecía una escena sangrienta. En los cortos intervalos que despejaba el humo la atmósfera, aparecían acá y acullá unos expirantes, y otros cadáveres en medio del campo que querían conquistar. Las Zaragozanas, excitadas por la proclama de su general, renovaron las acciones del 15 de junio, 2 de julio y 4 de agosto, mezclándose en lo más rudo de la lucha, animando y reforzando a loa patriotas, de modo que algunas saltaron por los parapetos, y fueron víctimas de su inconsiderado denuedo. El enemigo, a pesar de verse rechazado, insistía con tesón, esperando con él fatigar a nuestros valientes; pero sus esfuerzos se estrellaron como el navío que impelido del huracán va a dar contra las rocas.
Por el centro experimentábamos a esta sazón iguales apuros. Los sitiadores habían construido dos minas a derecha e izquierda del convento de Santa Engracia. Apenas saltaron, cuando aparecieron varias compañías de polacos dirigidas por el general de ingenieros Lacoste, y se arrojaron sobre las brechas. El coronel Fleuri con los Voluntarios de Aragón y paisanos que ocupaban las casas inmediatas les hicieron un fuego tan vivo, que sólo unas tropas aguerridas, y excitadas por la presencia de su general, podían arrostrarlo, dejando infinitos cadáveres sobre las ruinas de unas miserables casas que no podían proporcionarles la mayor ventaja. Esta conquista tan mezquina les costó la pérdida de muchos valientes, y sobre todo la del general Lacoste, que les fue muy sensible. En aquel día se confirió la comandancia de ingenieros al coronel Rogniat.
En todo el día cesó el fuego por una y otra parte. El enemigo sufrió una gran pérdida. Los defensores se colmaron de gloria, siendo sensible que estos esfuerzos no ofreciesen más resultado que el aniquilamiento recíproco de los combatientes. Lo doloroso y sensible era que muchos escaseaban de lo necesario, y ni había medios, ni la generosidad de los habitantes podía sufragar a tamañas urgencias. Sujeto todo a los trastornos que multiplicaban las circunstancias, no había otro recurso que excitar y aplaudir tanta proeza por medio de proclamas escritas entre la premura, confusión y desorden. El pueblo, siempre amigo de novedades, ansiaba por saber su estado, y no conocía que sólo podían dulcificarse unos males que ya no admitían remedio. A vista de tan heroicos esfuerzos, Palafox manifestó su satisfacción, y procuró interesar a los defensores con un nuevo rasgo de su acendrado patriotismo.
«Vecinos y habitantes de Zaragoza: acabáis de ver lo que saben y pueden hacer los valientes paisanos de esta invencible ciudad. Su valor ha llegado hoy a tal grado, que debemos reconocer se debe a la infinita misericordia del Señor, y a la especial protección que nos dispensa María Santísima del Pilar. Seamos agradecidos, reformemos para siempre nuestras costumbres, y conózcase en cada uno de nosotros que somos hijos favorecidos de María. Seamos también agradecidos a esos valerosos paisanos, que unidos a los bizarros soldados de nuestro ejército, libran la ciudad de la más amarga y afrentosa esclavitud. El enemigo creería ya haber degollado mañana las personas más dignas de la ciudad, tener aprisionados a los paisanos para llevarlos a morir en el Norte, haber abusado de las virtuosas mujeres, y tener despedazadas por esas calles a las inocentes criaturas. ¡Terrible día de horror y espanto se preparaba para Zaragoza! Los paisanos y los valientes soldados del ejército la han libertado de esta desgracia, y ahora no hay remedio, se ha de seguir la victoria; y continuando en el valor y celo que hoy, espero que dentro de pocas horas no habrá un francés, y podremos respirar alegremente. Estos valientes defensores de la patria deben ser socorridos, como en efecto he dispuesto que se les suministre cinco reales de vellón diarios a cada uno, y ración de vino. Varias personas pudientes se han adelantado a ofrecer sus caudales, y he comisionado al regente de la audiencia para recibirlos, y entregar lo que se les vaya librando al intento. Yo le he remitido mis relojes, mi plata labrada y todo cuanto tenía, sin reservarme más que la espada para vengar las injurias que os ha hecho esa infame y cobarde nación. He mandado que mi mesa se reduzca al rancho de soldado raso, y que todo mi sueldo se invierta en beneficio de los defensores de la ciudad. Zaragozanos, desahogad ahora vuestra fidelidad y patriotismo, y entregad al regente cuanto os dicte vuestro celo para socorrer los paisanos, pues si logramos la victoria antes de acabarse el fondo, se invertirá el sobrante en premiar a los que se distingan, socorrer a las mujeres de los que mueran, y dotar a sus hijas. Ayudadme, Zaragozanos, y os aseguro que venceremos, y que iremos todos juntos con la mayor devoción y reconocimiento a dar las gracias a la Virgen Santísima del Pilar, que tan visiblemente nos protege y defiende. Cuartel general de Zaragoza 1 de febrero de 1809.=Palafox.»