CAPÍTULO XXIV.
Palafox decreta un distintivo para los defensores.—Nombra diputados para la Junta Central.—Proclaman los zaragozanos a Fernando VII.—Salen tropas contra el ejército francés.—Conclusión.
El júbilo era tan extraordinario como el suceso que lo motivaba; y para manifestar el capitán general Palafox la parte que le cabía, publicó el siguiente manifiesto.
«Después de tantos días de penalidad y de aflicciones, llegó por fin la deseada época que podía prometerme de la constancia y del valor con que habéis defendido esta ilustre capital. Testigos ya de la vergonzosa huida de los esclavos franceses, que han abandonado la artillería, municiones, y los víveres que su detestable rapiña había amontonado, llenemos nuestra primera obligación, que es dar gracias al Todopoderoso, que ha dado el bien merecido castigo a esos miserables soldados, que profanan templos, ultrajan las imágenes sagradas de la divinidad, y no conocen la moral, ni son dignos de alternar con los demás hombres. Dejemos a su Emperador entre los remordimientos y aflicciones, único patrimonio de todos los malvados, y roguemos al Altísimo que bendiga de nuevo nuestras armas, para que los dos ejércitos que marchan en seguimiento de la fugitiva canalla logren su completa derrota. Los campos de Zaragoza, sus puertas, y algunas de sus calles manchadas con la sangre de más de ocho mil franceses que han pagado con la vida la temeridad de su jefe, es el fruto que han cogido hasta ahora de su entrada en Aragón. Toda la Europa, y aun el universo oirá con horror el detestable nombre de Lefebvre y Verdier sus generales, que olvidados del buen tratamiento que se ha dado en Aragón a los prisioneros franceses, y a los naturales de aquel país, han cometido las mayores iniquidades. Apreciarán justamente la diferencia que hay de un sistema de gobierno ambicioso y falaz al de una nación que cimenta su felicidad en principios justos, y que no considera como enemigos verdaderos a los que no tienen parte en los delirios de su gobierno. La Francia llorará muchos siglos el mal que le ha preparado la guerra con España; y no podrá sin vergüenza pensar en los medios que se han empleado para hacerla. Labradores, artesanos, huérfanos, religiosos, viudas y ancianos que habéis quedado reducidos a la indigencia y a la miseria por haber incendiado vuestros campos, destruido vuestras haciendas y casas, y robádoos los franceses una propiedad que, aunque limitada, constituía vuestra fortuna, y era vuestro único consuelo, tranquilizaos. Tenéis la fortuna de vivir en España, y la gloria de haber defendido la capital de Aragón, impidiendo que nuestros enemigos asolasen el resto de esta hermosa provincia. Habéis sufrido con resignación vuestros quebrantos, disimulando vuestras penas, desestimado vuestra fortuna, y aun despreciádola por atender sólo al bien general: mi corazón no puede ser indiferente a tantos rasgos de heroísmo, ni sosegará hasta proporcionaros algún alivio. He encargado muy particularmente al intendente general del reino don Lorenzo Calvo que, cuando las graves y urgentísimas ocupaciones del día se lo permitan, piense los medios de acudir a vuestro socorro; y cuento con la generosidad de todos los corazones sensibles de los españoles y la de nuestro amado Rey, cuya causa hemos defendido, que harán un esfuerzo capaz de indemnizaros. Cuartel general de Zaragoza 15 de agosto de 1808.=Palafox.»
Deseoso de condecorar a los defensores que habían sobresalido, publicó el decreto siguiente:
«A fin de que todos los individuos del ejército que se han distinguido en los diferentes ataques contra los enemigos tengan la justa recompensa debida a su valor, he resuelto que a todos los oficiales, sargentos, cabos, paisanos alistados y soldados que hubieren hecho, o en lo sucesivo hicieren alguna acción valerosa y digna de recompensa, se les dé un escudo de premio y distinción para que su mérito no quede oscurecido. Esta honrosa distinción deberá adjudicarse con conocimiento de causa, sin que tenga lugar el favor, la parcialidad, parentesco, ni otra consideración más que el mérito personal de los que hayan de ser agraciados; y para ello, los comandantes de los cuerpos y puntos, con informe de testigos presenciales, me propondrán los sujetos en quienes deba recaer esta gracia. El escudo deberá tener las armas del Rey y las de Aragón, con la inscripción siguiente: Recompensa del valor y patriotismo. El presente decreto se publicará en todo el ejército, y se insertará en la gaceta y diario de esta capital. Cuartel general de Zaragoza 16 de agosto de 1808.»—Para hacer estas adjudicaciones se nombró posteriormente una junta.
Abierta la comunicación, comenzamos a conocer el estado de las demás provincias, y a recibir las noticias más satisfactorias. A semejanza del que después de una larga oscuridad le deslumbra la luz y queda extático y confundido, del mismo modo parecía increíble el que con la pequeña diferencia de días ocurriese el levantamiento de todas las provincias. ¡Qué complacencia tan extraordinaria se experimentó entonces! Vencidos en el Bruc, en las puertas de Valencia, delante de los muros de Tarragona, en donde, después de varios ataques que intentaron contra ella en el espacio de mes y medio, tuvieron que evacuarla el 14 de agosto; arrollados en Bailén, y detenidos sesenta días delante de las tapias y bardas de Zaragoza, regando con su sangre la arena de sus paseos, y tiñendo las piedras de sus calles, nadie podía concebir una campaña tan brillante, cuando sin gobierno, sin tropas, invadidos y ultrajados, todo anunciaba la más dura esclavitud. Hacía tres meses que, inundada la España de ejércitos, ocupadas las fortalezas de Barcelona y Pamplona, y tremolando las águilas imperiales en Portugal, amenazaban con altanería al poder británico; y por un conjunto inesperado de sucesos, abandonan la corte el 1 de agosto, y se reconcentran en Navarra, sus provincias y las fronteras de Cataluña.
Todas las conversaciones giraban sobre estos particulares, que el sabio e ignorante miraban con asombro; y éste se acrecentaba más y más si se descendía a hacer comparaciones. Sin recurrir a tiempos remotos, y sin salir de los veinte años últimos, ¡qué triunfos no había conseguido la Francia! ¡qué conquistas más rápidas! ¡qué rendir las plazas de primer orden! Mantua, en Italia; Ulma, en Alemania; Stetin y Danzik, en Prusia. ¡Qué arrollar las masas más respetables! ¡qué domeñar las potencias que antes servían a nivelar la balanza de los intereses de la Europa! ¡qué agitar los tronos! Un engrandecimiento colosal, un poder ilimitado apenas daba margen a combinaciones políticas. Tres coaliciones formadas y deshechas consecutivamente, era la prueba más clara de la debilidad de los gabinetes. El hombre extraordinario conoció su situación, de tal manera, que de las mismas desgracias sacaba partido. Su conducta, superior a los principios del más refinado artificio, era tan temible como sus ejércitos: aquella hipocresía de estar prometiendo siempre una paz sólida; prestarse a hacerla en los momentos que reinaba un terror pánico; sentar desde la primera las bases con que debía ir encadenando el grande edificio de sus conquistas; hallar pretextos para romperlas en el punto que le convenía intrigar entre tanto con sus mismos aliados, ¿a qué potencia no debía imponer? A todas, menos a la España. Los españoles, que miraban con desprecio las estudiadas narraciones de los periódicos franceses, viendo había llegado el momento de abandonarlos a una irrupción, y que los depositarios de la autoridad no contaban con el yugo que les amenazaba, rompieron justamente los diques, despertaron de su letargo, y sus primeros pasos fueron dignos ya del lustre de sus progenitores. Una monarquía vasta tiene muchos recursos, y sus habitantes unidos pueden hacer titubear al poder mas cimentado, e influir en variaciones que a su vez causen, como se ha visto, la ruina del mayor de los imperios.
Si el levantamiento uniforme de las provincias es uno de los sucesos más admirables de esta época, no lo es menos el que tratasen de reconcentrar el poder en un punto para evitar rivalidades, que de necesidad debían ser funestas a la nación. En casi todas las capitales, el primer paso fue crear una junta, compuesta de las personas de la primera jerarquía. Este nombramiento popular se hizo con una uniformidad extraordinaria. El voto público se insinuó sin rodeos; y todos marcaron los sujetos en quienes querían residiese la autoridad. Castilla y León establecieron la junta suprema en León; pero como los franceses ocuparon esta ciudad, se trasladó a Ponferrada, desde donde estuvo en comunicación con las juntas de La Coruña, Oviedo y Badajoz. En las capitales de Galicia, Asturias y Extremadura se crearon iguales juntas; y también en Sevilla, Granada, Cartagena, Mallorca, Murcia, Valencia, y en Molina de Aragón; y lo mismo ejecutó el Señorío de Vizcaya luego que estuvo libre de la opresión de los enemigos. En Zaragoza se nombró capitán general a Palafox. La junta suprema formada en la célebre sesión del 9 de junio no llegó a instalarse; y ya se ha visto del modo con que se procuró desempeñar el gobierno político.
Obtenidos los primeros triunfos, era preciso reconcentrar el poder; y el primero que anunció la necesidad de esta operación fue el capitán general de Castilla la vieja don Gregorio de la Cuesta, quien, con fecha de 4 de julio, dirigió una circular a los capitanes generales, o juntas en quienes residía el mando de cada provincia. La de Valencia, penetrada de las mismas ideas, y como estaba en un punto ventajoso, y disfrutaba en aquella época de más tranquilidad que otras poblaciones, en la sesión del 15 de julio acordó expedir otra a todas las juntas, con inserción de la del general Cuesta, excitándolas al nombramiento de una central. La de Granada, Cartagena, Mallorca y Murcia contestaron a la de Valencia, y dieron giro a la circular, remitiéndola a la de Sevilla y demás de aquel territorio. Uniformes en la necesidad de un gobierno central, variaron en cuanto al sitio y número de diputados.
La junta suprema de Sevilla, creyéndose con ciertas prerrogativas sobre las demás, despachó la suya a todas con fecha del 3 de agosto, acompañando un impreso, en el que, después de hacer varias reflexiones sobre la materia, y rebatir algunas opiniones y especies suscitadas por otras juntas; censurando la conducta del Consejo de Castilla, y manifestando que ni éste, ni las ciudades y villas de voto en cortes, que, aunque habían obrado con prudencia, no habían hecho con esta calidad ningún esfuerzo; concluía con que el poder legítimo lo habían reasumido las juntas supremas, que todos habían reconocido; y que por lo tanto era privativo de las mismas elegir las personas que debían componer el gobierno supremo; y que éstos debían ser miembros de las mismas; designando para el sitio de la reunión a Ciudad Real o Almagro, en La Mancha.
La salida de los franceses de Madrid hizo que repitiese con fecha del 8 nuevo oficio, en que, refiriéndose al antecedente, indicaba que el gobernador interino del Consejo de Castilla con fecha del 4 escribía al presidente de la junta ofreciendo tomar las providencias convenientes para la defensa de España, y concurrir con el influjo y luces del Consejo en la materia a los diputados que las juntas provinciales (así las llama) nombrasen, y se le reuniesen al efecto; y que remida copia de la contestación dada para que se enterasen de su modo de pensar; insistiendo en el punto de Ciudad Real, a donde partían los diputados que por votación secreta acababan de elegirse. La de Valencia contestó que, habiendo variado las circunstancias, encontraba muy propio que la reunión fuese en Madrid; y que desde allí, si se juzgase más del caso otro sitio, lo eligiesen los mismos individuos. La junta suprema de León y Castilla, después de hablar largamente sobre la materia, y esparcir especies en cuanto a la organización, tratamiento, y otros pormenores de la junta Soberana, consideró por punto más oportuno a Lugo por el pronto, para la más fácil reunión de los reinos de Castilla, León, Galicia y Extremadura, sin perjuicio de lo que determinase el nuevo gobierno en orden al pueblo donde debería fijarse en lo sucesivo. Otras juntas propusieron por punto a Ocaña, Guadalajara o Cuenca. La de Asturias se dirigió a la de Valencia con fecha del 18 para saber con exactitud el lugar en que se convenían dos o más provincias, para agregarse, pues no se atrevían a resolver viendo la diversidad que había entre las de Andalucía, Badajoz, Valencia, León y Galicia. La de Extremadura, con fecha del 19 se adhirió a la propuesta de la de Sevilla, juzgando a Ciudad Real por la más a propósito para celebrar el congreso.
Palafox, con fecha del 9 de agosto, escribió a los generales y juntas supremas de Valencia, Cataluña, Asturias, Galicia, Andalucía, Castilla y Extremadura participándoles había recibido dos oficios de don Arias Mon y Velarde, gobernador interino del Consejo de Castilla, y remitiéndoles la contestación que dio al mismo, y que quería contar con ellas antes de designar el lugar y época donde podían juntarse los diputados, insinuando desde luego a Teruel, Guadalajara o Cuenca; y les daba noticia del estado y riesgo en que se hallaba la capital: y con fecha del 13 escribió a las mismas, comunicándoles que los franceses habían abandonado su empresa, y que convenía acelerar la reunión de diputados, fijando el 10 de septiembre; pero por último, con fecha del 6 de este mes contestó a la de Valencia, conviniendo en el punto de Madrid.
Finalmente, prevaleció el que la reunión fuese en éste, pues el 25 de septiembre se instaló la Junta Central suprema gubernativa, compuesta de más de las dos terceras partes de diputados de provincia, nombrando presidente interino al excelentísimo señor conde de Floridablanca, quienes, prestado el juramento, declararon legítimamente constituida, sin perjuicio de los ausentes, la junta que, según el acuerdo del día anterior 24, debía gobernar el reino en ausencia del Rey Fernando VII. Esta instalación se ejecutó con absoluta complacencia del vecindario de Madrid y aplauso de todas las provincias, solemnizándose este paso con demostraciones religiosas y regocijos públicos. El intendente Calvo manifestó a Palafox deseaba restituirse a Madrid, por haber cesado los motivos que le obligaron a servir los destinos que le había conferido; y éste le confirmó en ellos, expresando debería continuar sin excusa desempeñándolos con el celo y extraordinario patriotismo con que lo había hecho hasta aquel día.
El general Palafox nombró para concurrir a la Central al conde de Sástago, a su hermano don Francisco, y al intendente don Lorenzo Calvo: verificado el nombramiento, convocó a algunas personas del ayuntamiento, cabildo, y aun del comercio, quienes no pudieron menos de aprobarlo; y con esto les confirió poderes, incluyendo tan solo a su hermano y al intendente Calvo, no obstante que se anunció al público que de los tres los dos primeros se iban a poner inmediatamente en camino, y que el intendente lo verificaría en los tres o cuatro días precedentes al que se designase para la junta general, a fin de que, llevando instrucciones mas recientes, ampliase las de los demás diputados, y entre tanto tomase disposiciones para la asistencia de los ejércitos.
He reasumido lo mas interesante de este suceso, porque, aunque por lo respectivo a Zaragoza bastaba indicar la contestación dada a la junta de Valencia, no obstante, como esto ha de ocupar un lugar distinguido en la historia general, he creído útil enlazar los pormenores ocurridos en una empresa que hace mucho honor a los españoles. Llegará un tiempo en que el crítico analizará, y querrá discutir si la voluntad general se exprimió o no bastantemente en las elecciones parciales, y si éstas concurrieron para la formación de la junta suprema gubernativa central; pero entre tanto admiremos la energía y unión de los españoles, que en el primer momento de desahogo, conociendo sus verdaderos intereses, consiguieron establecer una junta suprema, de donde, como punto céntrico, derivasen las disposiciones que debían contribuir al sostenimiento de la monarquía.
Teniendo presente que en la sesión única, celebrada el 9 de junio, se había acordado proclamar a nuestro augusto monarca el señor don Fernando VII, y que no se realizó por la invasión del enemigo, determinaron ejecutarlo el 20 de agosto con las formalidades de estilo. Al intento construyeron cuatro tablados en las plazas de la Seo, Pilar, Mercado, y en la cruz del Coso: también pusieron otro delante del edificio de la audiencia para que asistiese el tribunal: y llegado el día, tendida la tropa por toda la carrera, salió de palacio a pie la comitiva, precedida de una brillante escolta de infantería y caballería, y compuesta de las personas más distinguidas y condecoradas, que concurrieron a obsequiar al ayuntamiento, el cual, presidido por su corregidor, y llevando el real pendón los reyes de armas, proclamaron por legítimo soberano a Fernando VII, resonando por las calles y plazas los ardientes vivas con que un inmenso pueblo se congratulaba, dando rienda suelta a su entusiasmo y acendrado patriotismo. Los tribunales, autoridades, jefes, oficialidad y demás personajes pasaron a felicitar al capitán general, quien recibió sus obsequios y tuvo un espléndido convite, a que asistieron las personas más distinguidas. En las casas consistoriales estaba colocado con la debida ostentación el retrato del Rey, y el real pendón, que subsistió por tres días, en los cuales hicieron los honores los Guardias de corps y una compañía de walonas. Todos los habitantes adornaron sus fronteras, que iluminaron por tres noches con el mayor esmero; y hubo varias músicas y festejos que manifestaban el regocijo público. El día 25 se celebró un solemne aniversario en la metropolitana del Pilar a la memoria de los patriotas que habían fallecido.
No se perdieron de vista los objetos de utilidad pública, pues con fecha del 18 de agosto publicó el general un bando, por el que, al paso que disponía se retirasen los labradores a sus casas para atender a sus faenas, daba órdenes para reunir toda clase de armamento; permitiendo sólo que los que tuviesen escopetas propias las conservasen, tomando razón los alcaldes y el intendente corregidor; mandó por otro cubrir los fosos y cortaduras que había por las calles, depositando los sacos y tablones en poder de los comisionados de la real hacienda; haciendo lo mismo en la maestranza con los picos y demás herramienta distribuida; y que los comerciantes y corredores recogiesen las sacas de algodón y lana que habían prestado para las baterías.
La división valenciana fue a caer sobre Daroca, al paso que Warsage se puso de observación y llegó el 14 con tres mil hombres a la venta de La Muela; pero el enemigo no dio lugar a que le cerrasen el paso, y desde luego procuró retirarse a la ciudad de Tudela. Para estrecharlo a que abandonase este punto, salió el marqués de Lazán a los tres o cuatro días mandando la vanguardia de los batallones de voluntarios de Huesca y Aragón, y se dirigió a Sos, de donde desalojó al enemigo. Al mismo tiempo, las tropas a las órdenes de Montijo y Warsage, a las que se incorporaron las que salieron de esta capital en persecución de los franceses, avanzaban; y el enemigo, al verse apretado, desalojó el campo de Fontellas, con lo que el 20 de agosto al amanecer dejaron libre a Tudela. El ayuntamiento lo comunicó así al general Palafox felicitándole, y rogándole no los desamparase. Con fecha del 22 les contestó quejándose no habían correspondido a las ideas ventajosas que había formado de sus ofrecimientos cuando a principios de junio fue el marqués de Lazán con su tercio y remesa de armas y municiones; pero que esperaba desplegasen más celo en lo sucesivo; y que nombraría un gobernador y comandante militar para establecer el orden y disciplina; y además acompañaba una proclama para excitarlos a que imitasen la constancia y tesón de los aragoneses. Posteriormente, el general manifestó que los habitantes de Tudela eran acreedores a la estima y aprecio de los aragoneses, y que las expresiones y especies divulgadas sólo debían entenderse con los malvados que protegían la causa del déspota.
El 23 de agosto se publicó un manifiesto, en el que, renovándose las órdenes circuladas en 30 de mayo, 7 y 22 de julio para aprontar las cantidades existentes en los fondos públicos, haciéndose efectivas las no recaudadas, se mandó proceder al secuestro de los bienes de los franceses residentes en Aragón, y que no estuviesen domiciliados; y que los corregidores, justicias y administradores del partido rindiesen cuentas de los caudales que hubiesen ingresado en su poder. La junta de hacienda con fecha del 30, de acuerdo con el general, dispuso que por el mes de septiembre se entregasen los tres tercios de contribución de aquel año, de los que había ya dos vencidos, con el importe de las bulas, sal, y todos los atrasos de estos ramos. Aunque los donativos fueron muy cuantiosos, las urgencias eran mayores, y no cabe concebirse cómo pudo atenderse a tan arduos y extraordinarios objetos.
La defensa que hicieron los zaragozanos no sólo impuso a los franceses, sino que asombró a todas las naciones extranjeras. En Londres, Petersburgo, Berlín, Varsovia y Viena se hablaba con entusiasmo de los sucesos que la fama iba divulgando; no pudiendo concebir cómo una ciudad abierta, sin más baluarte que los pechos de sus habitantes, había hecho frente a unas huestes que acababan de arrollar los ejércitos más aguerridos. Cuando lean esta narración, aunque débil, de las acciones y proezas ejecutadas, con especialidad el 15 de junio y 4 de agosto, sin duda exclamarán: ¡Zaragoza es un pueblo de héroes! y lo propondrán por modelo los Soberanos a sus súbditos.
El interés que los habitantes de la provincia tomaron fue extraordinario, pues sobre los auxilios con que contribuyeron generosamente para el mantenimiento de las tropas, de todas partes venían a recorrer los sitios que habían sido el teatro de la guerra, y a contemplar las memorables ruinas de que nos hallábamos circuidos. Cada paso era una sorpresa: aquel monasterio suntuoso, objeto de veneración, trasformado en una montaña de escombros; tanto edificio derruido, tantas paredes hendidas de balas; los templos deshechos; los altares abrasados: estos objetes los abismaba en una tristeza profunda. «Nosotros, decían, estábamos en una agitación continua: subíamos a los sitios elevados para distinguir por el estrépito si seguía la resistencia. De día y de noche percibíamos con toda claridad el horroroso estampido del cañón y del bombardeo. No hay remedio, exclamábamos; a Zaragoza la reducen a cenizas. Ya no tendremos otro consuelo que prorrumpir: AQUÍ EXISTIÓ AQUELLA CIUDAD POPULOSA, CUYOS HABITANTES, POR VENGAR UNA PERFIDIA Y EVITAR EL YUGO PESADO DE LA ESCLAVITUD, PREFIRIERON MORIR GLORIOSAMENTE ENTRE SUS RUINAS.»