CAPÍTULO X.
Prende el fuego en un almacén de pólvora.—Ocupación de Torrero.—Llega artillería gruesa.—Agregacion de individuos a la junta.—Descríbense las obras.—Mutación de comandantes.— Estado de nuestra fuerza.
El extraordinario consumo de pólvora exigía que se ocupasen sin cesar eclesiásticos regulares y seculares, y otras personas, en hacer cartuchos. El 27 extrajeron con los carros de la brigada algunos barriles de los doscientos quintales que contenían las escuelas. La negligencia y desaliño era general; y con este motivo, a las tres de la tarde sobrevino una horrenda explosión, que por el pronto heló la sangre de nuestras venas. Al estrépito y terretiemblo todos los habitantes salieron despavoridos a la calle, y muchos pasmados no podían romper la voz al ver la atmósfera cubierta de un humo denso. El edificio del Seminario, obra sólida y crecida, en el que estaba la escuela de matemáticas surtida de libros, globos e instrumentos exquisitos, y hasta catorce casas de la testera, y de las contiguas por la parte de la plaza de la Magdalena, todo se desgajó repentinamente. Volaron las vigas, los carros y los hombres, y cayeron a varias distancias los miembros mutilados de algunos infelices. Unos achacaban el daño al descuido, otros gritaron, traición, a voces descompasadas; y muchos apoyaban la especie. Lo cierto es que el efecto se vio; la causa se ignora todavía. De todas partes concurrieron los ciudadanos a ver si podían salvar a alguna de las víctimas.
Yo mismo llegué con pasos vacilantes hacia el sitio. ¡Cielos, cómo describir aquella escena lúgubre! Edificios hermosos convertidos en un cúmulo de escombros humeantes, paredes inclinadas, masas de edificio que iban rodando por falta de apoyo, vigas cruzadas y encendidas; estos fueron los primeros objetos que se presentaron a la vista. Sigo adelante, y colocado sobre las mismas ruinas, mi corazón comprimido apenas podía lanzar un ay al escuchar los que salían de varios ángulos. Acá percibía las voces desoladas de seres que todavía conservaban un resto de existencia; acullá las de los patriotas que pedían auxilio para remover las paredes y extraer a los miserables agobiados bajo su enorme peso. Unos estaban pendientes de un trozo de casa que había quedado sin derruirse, otros cubiertos de tierra y medio sepultados. A las señoritas de Molina y su madre las desprendieron por los balcones felizmente; y al subteniente de la segunda compañía del segundo batallón del regimiento infantería de África don Antonio Mendoza, que estaba alojado en el Seminario con oficialidad y tropa de los batallones de su regimiento y del Inmemorial del Rey, le extrajeron, haciendo antes una excavación considerable; siendo uno de los pocos que se salvaron en este tremendo día.
¡Con qué ardor y empeño acudían todos cuando se descubría un miserable para salvarle la vida! Las mujeres solícitas en número excesivo volaron a traer cántaros con agua para apagar el incendio, mientras que paisanos armados se dirigieron a la almenara que hay en el camino de la torre de Montemar para poner la agua corriente. Fueron bastantes las víctimas que perecieron en tan terrible fracaso. Entre ellas el comisario de guerra don Pedro Aranda, su señora y criados; don Juan Martín de Ballesteros, agente y comisionado que fue de la compañía de Filipinas en Manila y en Macao, con su señora, cinco hijos y tres criados; una señorita, hija de don José Molina; el procurador don Manuel Sola; y los presbíteros don Vicente Tudó, don Gabriel Lagraba y don José Enjuanes; las pocas que se restauraron fue a costa de muchas fatigas. El intendente Calvo y las autoridades dieron las órdenes más eficaces. ¡Qué contraste tan singular! De un lado la horrorosa vista de la desolación, llamas, cadáveres, ayes, gritos lastimosos; de otra un celo encantador y el patriotismo más sublime. Por fortuna el terretiemblo no causó daño en el Seminario sacerdotal, separado de la línea del conciliar, al que se comunicaba por un arco; pues estando allí acuartelados los voluntarios, que era nuestra mayor fuerza organizada, su pérdida hubiera sido de mucha trascendencia. Con este motivo los trasladaron al palacio arzobispal.
En este mismo día dispuso el marqués de Lazán una salida para desbaratar los trabajos de la batería de la Bernardona; y al intento lo verificó una partida de tropa del castillo y otra de la puerta inmediata; la primera al frente, y la otra a flanquear la derecha, al paso que Renovales los atacaba por su izquierda. Este tomó doscientos cincuenta hombres, que dividió, encargando parte a don Pedro Francisco Gambra, y parte al capitán don Juan Mediavilla. Todos avanzaron con intrepidez, pero el enemigo reforzó los puestos; y aunque sostuvieron el fuego largo rato, fue preciso retirarse, por la superioridad de fuerzas, escasez de municiones, y porque no concurrieron los que debían ejecutar el movimiento acordado. En este choque quedaron once muertos y veinte y ocho heridos.
Luego que el enemigo percibió la explosión se puso sobre las armas, y avanzaron algunas tropas con intención de ver si las puertas estaban abandonadas para asaltarlas. Creyeron que la falta de disciplina en los paisanos motivaría algún descuido; y aunque muchos indiscretamente excitados de la curiosidad o del deseo de socorrer a sus hermanos, dejaron sus puestos, otros subsistieron; y notando los movimientos, una voz general gritó: a las puertas, a las puertas; con lo que no fue menester más para que los útiles volviesen sin demora a sus sitios. Apenas se aproximaron los franceses les saludó la artillería y fusilería; con lo que, viendo nuestra vigilancia, desistieron de su idea. Este suceso tan extraordinario acrisola más el heroísmo de los zaragozanos, pues con tantos desastres y motivos para desfallecer no se abatió su espíritu. La explosión ocurrida hubiese consternado a la guarnición de la plaza más fuerte; y muchas han capitulado con menos motivo. En Zaragoza, cuando ardían las teas, humeaban los edificios y clamaban las víctimas expirantes, resonaba la voz de alarma, tronaba el cañón majestuoso, y las montañas inmediatas repetían su bronco sonido a lo lejos. En aquellos días llegaron doscientos artilleros que habían conseguido fugarse con mucho riesgo de Barcelona.
Reforzados los franceses, atacaron el día 28 al monte Torrero. Este punto, que posteriormente no pudo sostenerse con seis mil hombres, estaba guarnecido como ya se ha dicho. En el alto de Buenavista, cuya batería estaba principiada, había solo tres piezas de a cuatro, y dos sobre el puente de América. Los franceses asomaron por el llano de las Sobrinas con intención de tomarlo uno o dos días antes, pero desistieron. Conociendo los nuestros su intención hicieron en el puente varias cortaduras, y quisieron abrir hornillos para volarlo; pero no dieron lugar, ni había operarios al intento. Al anochecer lo reforzaron algunos soldados del regimiento de Extremadura. Con estos débiles preparativos creía el pueblo que no era posible apoderarse de aquellas alturas. Amaneció el 28, y desde luego se descubrió una columna que venía por el cajero del canal a tomar de frente la batería de Buenavista; otra fue doblando los montes que la dominan, camino de Cuarte; y por los olivares hondos de la Huerva apareció la tercera; todas apoyadas por la caballería. La artillería comenzó a obrar inútilmente; pero viendo que iban a ser cortados se retiraron, salvando los cañones. En cuatro horas tomaron este punto; y posesionados de él llegó una columna hasta el puente de la Huerva, que está cerca de la puerta de santa Engracia, y otra hasta el que se halla inmediato al convento de san José. Las partidas de descubierta fueron rechazadas por ambos puntos.
Esta pérdida la atribuyeron los paisanos a la inteligencia que suponían haber entre algunos con los franceses; y aunque esta idea no fuese infundada, sin embargo, se aplicaba a todos los sucesos desgraciados, y ponía a Palafox en un conflicto; y así es que a cada momento y horas desusadas iban sus edecanes don Manuel Ena, don Manuel Pueyo, don Mariano Villalpando, don Rafael Casellas, Marqués de Artasona, y don Juan Pedrosa, a recorrer las puertas y puntos para cerciorarse de las especies que con este motivo se promovían.
La pólvora existente en los almacenes de las fábricas de Villafeliche consistía en ochenta y ocho arrobas y quince libras de la real, o de sello azul; doscientas treinta arrobas y once libras de la fina en grano; y trescientas una arrobas y veinte libras de la de munición. Se ofició a don Alejandro Campillo, participándole la desgracia ocurrida, y que luego, luego, sin perdonar gasto, hiciese conducir cuanta fuese posible, escoltada, y con la seguridad debida. Por los partes de los vigías de la línea se sabía que al enemigo le llegaba artillería gruesa y convoyes de granadas y bombas; y el gobernador de Lérida, Lavall, hizo partir el 26 tres morteros, dos cónicos y uno cilíndrico, trescientas balas rasas de a veinte y cuatro, y dos cañones de este calibre con sus cureñas; cuyo convoy salió escoltado de un cabo, seis soldados y algunos paisanos armados: y encargaba Lavall mucho le devolviesen los soldados y carros.
La junta militar con las personas agregadas sostenía todo el peso del gobierno; pero viendo faltaban representantes por el ayuntamiento y cabildo, procedieron a nombrar por el primero al regidor don Manuel Arias y al síndico procurador don Ángel Ramón de Oria, y por el segundo al canónigo don Tomás Arias y al doctoral don Joaquín Pascual; y en esta forma continuaron celebrando sus sesiones, dando parte a Palafox, que aprobó dichas gestiones; y esta junta tomó el connotado de suprema. El pueblo estaba fluctuante en sus ideas: una parte creía que con los cañones de a veinte y cuatro y los morteros nada había que temer: otros, viendo de más cerca los trastornos que iban a seguirse, se quejaban del desorden y desarreglo. Decían que, ausente el general Palafox, el conde de Sástago era el presidente de la junta gubernativa y el padre del reino; y pedían reuniese los vocales, y que tomase las riendas del mando para consuelo de los infelices aragoneses, que estaban mandados de muchos que no eran patricios. Hasta algunos individuos de la junta no pudieron menos de instar al marqués de Lazán para que escribiese a su hermano manifestándole la situación de Zaragoza. En verdad que no podía ser ni más escabrosa, ni mas crítica. Ocupado Torrero, tenía el enemigo un fácil acceso a las puertas, sin más óbice que pasar los vados. Las conferencias entre el marqués de Lazán, el intendente y otras personas de distinción, eran censuradas por los descontentos. Viendo que a un mal sucedía otro, todo era clamar contra los traidores, y que estábamos vendidos. El pueblo, en suma, era el que daba el tono, y los que tenían la autoridad estaban aislados hasta cierto punto. Querían una junta, y nadie designaba el modo de crearla.
El 14 partieron casi todos los nombrados en la reunión del 9 de junio. El obispo de Huesca escribió desde Calanda, fecha 22 de junio, expresando que al ver era cierta la aproximación del enemigo, se había salido paseando hasta la cartuja de la Concepción; y que viendo que los religiosos y otras personas seguían su emigración, llegó al santuario de santa María de Zaragoza la vieja, y después continuó su marcha: que juzgaba faltaría la quietud y seguridad necesaria para celebrar nuevas sesiones, y que le parecía oportuno convocar a paraje seguro las personas elegidas en las cortes para componer la junta suprema.
El punto interesante que merecía ventilarse, era como resistir los ataques de los franceses y hacer frente al bombardeo que nos amenazaba, pues el enemigo incomodaba ya nuestros trabajos con el cañón de la batería de la Bernardona. En el edificio de la Misericordia, cuyas puertas exteriores estaban terraplenadas, abrieron aspilleras para la fusilería, y colocaron tres cañones, cuyos fuegos eran cubiertos y rasantes; otros dos en el cuartel de caballería, y en sus ventanas fusileros. En la tapia de la huerta del convento de monjas que está a la derecha del Portillo no había troneras para que los fuegos de éstas no incomodasen a los defensores del castillo; y en los tres frentes de éste, que lo forma un cuartel con su foso ancho y profundo, había siete cañones. En la huerta del convento de agustinos descalzos estaban repartidas cinco piezas y doscientos hombres, y cincuenta en las eras del Rey. El parapeto del reducto del Portillo no tenía sino cuatro pies y medio de elevación: en su frente pusieron dos cañones de a veinte y cuatro que en aquel mismo día llegaron de la plaza de Lérida, con otro de a doce, y en cada costado un obús y un cañón de a cuatro; que servían, los de la izquierda para flanquear el cuartel de caballería, y los de la derecha cruzaban sus fuegos con tres piezas de la batería de la puerta de Sancho, la que también tenía otras tres en la dirección del río; con todas las cuales protegía las continuas guerrillas que durante el sitio salieron contra las avanzadas enemigas. La puerta de santa Engracia tenía una batería de cinco piezas; y en las calles inmediatas hicieron cortaduras. Además colocaron dos piezas en la huerta de la derecha basta la torre del Pino, y tres en la de la izquierda; todo coronado de aspilleras para la fusilería, las que continuaban hasta el molino de aceite, en donde había una batería alta y otra baja; extendiéndose los fuegos de fusil hasta la puerta del Sol, a cuya derecha había dos piezas en su correspondiente batería, y sobre la izquierda un reducto circular, en el que colocaron cinco cañones sobre una pequeña elevación que domina algún tanto las margenes del río. También habilitaron parte del convento de monjas del Sepulcro para colocar algunas piezas, y uniendo así por ambos lados las defensas del recinto al gran muro terraplenado que termina por parte del Ebro. Teníamos dos morteros que situaban, según las circunstancias, donde les acomodaba; y a lo último sirvieron de pedreros.
Los comandantes principales de las puertas eran: de la de Sancho, el coronel don Mariano Renovales; de la del Portillo, el coronel don Juan de Dios Cabrera; de la del Carmen, el coronel don Pedro Hernández, y su adjunto el capitán graduado de teniente coronel don Francisco de Paula Bermúdez; de la de santa Engracia, el coronel graduado don Felipe Escanero, y su segundo el teniente coronel graduado don Fernando Pascual; al teniente coronel don Cayetano Samitier, que lo era de la del Ángel, se le agregó de segundo el guardia de corps teniente agregado don Salvador Santa Romana; y además se nombró comandante del punto del molino de aceite al coronel don Francisco Milagro; y de la cortina y edificio de la casa de Misericordia, al coronel don Joaquín López Santisteban; continuando, fuera de dichas variaciones, los indicados anteriormente. La dirección del ramo de ingenieros se confirió desde un principio al coronel comandante de dicho cuerpo, y del batallón de gastadores, don Antonio Sangenis; y la del ramo de artillería, al comandante principal don Francisco Camporredondo. Los fuegos de cañón de la batería de Sancho eran dirigidos por el coronel don Antonio María Guerrero; los de la batería del Carmen por el capitán de ingenieros don José Cortines; los de la de santa Engracia, por el teniente coronel don Evaristo Grau; los de la batería de los molinos, por el teniente coronel don Joaquín Urrutia. La comandancia general de la artillería de la izquierda del Ebro se confirió al coronel don Juan Calixto de Ojeda.
El 29 de junio salió el comandante Cerezo a entregarse del conde de Fuentes, a quien los franceses habían nombrado capitán general de Aragón, y fue preso en el campo por el herrero de Valtierra, y lo condujo al castillo, evitando fuese víctima del acaloramiento del pueblo.
Nuestra fuerza consistía en veinte y cinco capitanes, treinta y seis tenientes, cincuenta y siete subtenientes, ciento noventa y tres sargentos, treinta y seis tambores, doscientos cuarenta y siete cabos, cuatro mil quinientos noventa y nueve soldados; al todo cinco mil ciento noventa y tres hombres. Los cuerpos de que se componía esta fuerza, aunque incompletos, eran: regimiento infantería de Extremadura; batallones de voluntarios cazadores de Fernando VII; primer batallón de voluntarios de Aragón; tercer tercio, cuarto tercio, quinto tercio; tercio de Caspe; primer tercio de nuestra señora del Pilar; compañías de Tauste; compañías de cazadores Valonas. De los cinco mil ciento noventa y tres hombres resultaban por vía de bajas, empleados de guardia en las puertas, destacamento de san Gregorio y castillo, en los vados, de retén, trabajando en los escombros, guardias de prevención, rancheros, cuarteleros, enfermos en el hospital, y tambores con plaza de músico, cuatro mil ciento doce. El tercio de jóvenes constaba de treinta y ocho sargentos, seis tambores, sesenta y siete cabos, seiscientos ochenta y dos soldados; total setecientos noventa y tres.
En aquella turbulencia y multitud de objetos conferenciaban los principales jefes militares, magistrados, regidores y prebendados; y de este modo venía a formarse una reunión mixta. Los convocados conocían lo arduo de la empresa; pero viendo el espíritu popular, atemperándose a las circunstancias, procuraban tomar medidas parciales, como hacer blindajes para precaver los estragos del bombardeo. ¡Qué contraste tan particular! Lefebvre con una fuerza respetable, y facilidad de conducir los pertrechos desde el bocal: los zaragozanos, abandonados a discurrir en materia que les era enteramente desconocida, comenzaron a desempedrar las calles, y luego conocieron que era una empresa inasequible. En la batería del Portillo jugaba el cañón de a veinte y cuatro, y los morteros despedían alguna granada, pero inútilmente, pues no les causaba daño; y así continuaron sus trabajos hasta perfeccionarlos.