CAPÍTULO XVI.
Ocupación del arrabal.—El enemigo toma por asalto la Universidad.—Enferma Palafox y deposita el mando en una junta.—Parlamentos y contestaciones de Lannes.—Estado deplorable de la ciudad.—Alarma extraordinaria.—El mariscal ordena se le presente la junta.—Los franceses se posesionan de Zaragoza.
Por el centro tuvieron mejor suerte, porque después de alguna resistencia ocuparon las casas que no habían podido conquistar los días anteriores, y estas ventajas las consiguieron porque ni los puntos se reforzaban, ni se relevaba a los que los guarnecían, y abrumados de la escasez y penuria, era preciso sucumbiesen, Esto es lo que ocurría por lo interior de la ciudad el 18 de febrero: pero es preciso fijar la vista en el arrabal de la otra parte del puente, contra el que desplegaron en este día los franceses todos los recursos del arte.
Descubiertas las baterías números 3, 4, 5 y 6 construidas en la segunda paralela a derecha e izquierda del convento de Jesús, comenzaron desde el amanecer a tronar cincuenta bocas de fuego que, con un estrépito continuado y cadencioso, presagiaban escenas horrorosas y sangrientas. Al mismo tiempo la formada a la desembocadura del Huerva núm. 14, obraba contra el puente y entrada del arrabal cruzando los fuegos. Discurrían de una y otra parte las balas rasas que desgajaban trozos de piedra del puente. Su rápido y continuado silbido no dejaba prevenir el riesgo, y al percibirlo estaba el estrago hecho. El edificio del convento de San Lázaro era el blanco principal, con el objeto de abrir brecha. El arrabal lo guarnecían tres o cuatro mil hombres, casi la mayor parte tropa de línea. Entre otros jefes estaban los mariscales de campo don José Manso y don Mariano Peñafiel; pero al verlos tan amenazados fue preciso encargar el mando principal del punto al barón de Warsage, a quien al pasar el puente una bala de cañón le quitó la vida. Era por cierto bien arduo andar un largo trecho, siendo el blanco de una multitud de cañones que no cesaban de vomitar la muerte. Varios infelices quedaron exánimes; y sus miembros arrojados con un extraordinario ímpetu: algunos consiguieron ir y venir por tres o cuatro veces sin recibir lesión, y el presbítero Sas ejecutó este arrojo para dar algunas órdenes dictadas más por el celo patriótico que por combinación, pues era ya imposible obrar de concierto: también murió de un casco de granada en la batería de los tejares el capitán de voluntarios don Agapito López.
A medio día. estaba por tierra una porción de edificio a espaldas del convento de San Lázaro, y ardían los arrabales con la multitud de explosiones de bombas y demás género de proyectiles. Los defensores, escasos de víveres y municiones, apenas sabían qué hacer, y en esto llegó la hora crítica en que las tropas de la división Gazan; no habiendo hallado una gran resistencia, se introdujeron en las casas inmediatas al convento. A poca costa entraron en él por la brecha que ya estaba practicable; y aunque el corto número de Guardias españolas y Voluntarios de Fernando VII que lo guarnecían hicieron frente, a pesar de hallarse sobremanera fatigados y faltos de recursos, perecieron algunos y otros cedieron a la superioridad de las fuerzas. La restante tropa al ver que iba a cortárseles la retirada, se batieron en las calles, pero habiendo avanzado el enemigo por la espalda del convento de Altabás precisó a una porción a replegarse por el puente a la ciudad, en cuya confusión perecieron algunos de las infinitas balas de fusil y de obús que lo enfilaban, y otros trataron de abrirse paso por las huestes enemigas.
Los franceses, que no creían lograr esta conquista tan pronto, aprovechando los instantes ocuparon el convento de las religiosas de Altabás, y cabeza de puente, formando con sacos a tierra un parapeto para resguardarse de los fuegos de la parte de la ciudad y de los cañones colocados sobre el Arco de la puerta del Ángel, que no llegaron a obrar. Dado este brillante paso, el general Gazan atacó con la caballería la columna que discurría por la campiña, la que sostuvo un combate: pero faltos de municiones y debilitados con tamañas fatigas rindieron las armas, y quedaron mil y quinientos hombres prisioneros de guerra. Una porción de mujeres, ancianos y niños que habían permanecido en sus hogares, viendo el riesgo, huyeron azorados por la orilla del Ebro, y habiendo llamado la atención con voces y extendiendo sus brazos pidiendo socorro a los que guarnecían la batería, y punto de la puerta de Sancho, prepararon un barco y tuvieron la complacencia de salvar la vida a aquellos infelices.
A la misma hora de las tres en que fue tomado el arrabal, y al tiempo en que todo era pavor y confusión, viendo entrar por la puerta del Ángel a los que habían pasado el puente en medio de una lluvia de balas, el enemigo dio fuego a los hornillos que tenía de antemano preparados con mil y quinientas libras de pólvora cada uno para destruir el edificio de la Universidad. La horrenda explosión causó un espantoso estremecimiento, y produjo dos brechas muy considerables, y de fácil acceso, pues la abierta por el cañón situado en la calle de Alcover la hacía impracticable la elevación del terreno. Dos columnas enemigas se presentaron, a pesar del fuego que les hacían desde la puerta del Sol y estrada cubierta que manteníamos, a dar el asalto, resueltas a ganar a toda costa este interesante punto. El ataque fue vigoroso, y aunque recibieron los nuestros la carga con tesón, la insistencia hizo que por fin conquistasen el edificio. Quisieron ufanos extenderse por su derecha, pero desde las estancias del convento impidieron el que entrasen en la iglesia. Para igualar su línea revolvieron contra la casa del ángulo que defendía la entrada, y después de mucho trabajo y pérdidas, únicamente se apoderaron de una parte, y quedaron por consiguiente ocupándola franceses y españoles. Observaron que el empeñarse en tomar el indicado convento podía serles muy costoso, y llegada la noche se alojaron y pertrecharon en la Universidad, formando una comunicación con sacos a tierra para atravesar el Coso hasta la calle de las Arcadas, y comenzaron a preparar un hornillo para abrir brecha en la tapia de la iglesia de que no habían podido apoderarse por la tarde. En las inmediaciones de Santa Catalina se fortificaron en las casas conquistadas, y seguía el trabajo de las minas. Los defensores incendiaron en el Coso algunas casas, pero el enemigo apagó el fuego inmediatamente. Al ver dirigíamos un ataque subterráneo contra Trinitarios extramuros, destinaron los franceses dos brigadas de minadores para destruirlo. En la orilla del Ebro trabajaron con ahínco para formar un camino cubierto y fijar sus baterías. Por nuestra parte hacíamos cortaduras y cerrábamos las calles para formar segundas líneas, sin embargo de que todo estaba en el estado mas lastimoso.
El enemigo alentado con los rápidos progresos que acababa de conseguir cobró vigor. Apenas amaneció el 19 cuando la terrible explosión abrió brecha a la parte de la iglesia de Trinitarios calzados, y esta fue la señal del combate. Comienza el tiroteo en la misma iglesia, y luego por los claustros y aposentos, acometiéndose y persiguiéndose recíprocamente. La confusión y el desorden no daban margen a obrar de concierto, ni para tomar medidas: la mayor parte de loa defensores fueron a guarnecer los parapetos; y como todo ocurrió con precipitación, no hubo lugar para retirar dos cañones que había puestos en batería al último de la subida de la Trinidad, y dos tomó el enemigo. Dueños por fin de la calle de las Arcadas, llegaron hasta la puerta del Sol, y no pudiendo apoderarse todavía de ella, comenzaron dos ataques de minas para situarse en las casas de la otra acera de la subida y manzanas de las de la espalda que forman el cerco o muro de la ciudad.
Cuando estaban apurados y confusos los defensores por esta parte, en media del tiroteo y estampido de las bombas percibimos un nuevo estrépito y temblor que arredró los ánimos de todos los habitantes. Cebados los hornillos que estaban con mil seiscientas libras de pólvora para volar el palacio del Conde de Aranda, se desplomó casi todo causando un estrago formidable, y sepultando doce o veinte paisanos que estaban contraminando, muchos de ellos del pueblo de Alagón, y además otros de los que lo guarnecían. Sólo quedó un trozo de la parte del jardín, y de la izquierda, viéndose los aposentos y corredores que quedaron descubiertos en medio de las ruinas. A seguida atacaron el resto del edificio explayándose por el jardín que está casi paralelo al botánico; y como el día anterior hizo la suerte que al tiempo de ir el ingeniero Villa a dar sus disposiciones para sostener la tapia que daba a la huerta de Jerusalén lo hiriesen gravemente en un ojo que perdió, de aquí fue el que aflojaron rendidos al enorme peso de tanta fatiga. No obstante cargaron con algún tesón para reconquistar el edificio, y durante el día hubo con este motivo varias escaramuzas.
Conociendo Palafox, que ya estaba indispuesto, la necesidad de dar algún paso, en medio de la divergencia de opiniones y rumores que circulaban, dirigió con su ayudante de campo Cassellas una carta al mariscal, diciéndole que con arreglo a su anterior propuesta suspendiese las operaciones por tres días, a fin de que pudiesen salir algunos oficiales a cerciorarse del estado y progresos de las tropas francesas; añadiendo que si llegaba el caso de .capitular, la guarnición debería incorporarse a los ejércitos españoles, y extraer una porción de carros cubiertos; pero Lannes recibió estas demandas con mucho desagrado e irritación y le contestó en estos términos:
«Trinchera abierta delante de Zaragoza 19 de febrero de 1809.—General.=Acabo de recibir vuestra carta en este momento. Me han exasperado sobremanera las proposiciones que me hacéis. Cuando un hombre de honor como yo dice una cosa debe mirarse su palabra como sagrada, y os aseguro que jamás he faltado a ella. Os acompaño las capitulaciones de la Coruña y del Ferrol. En cuanto a refuerzos, repito bajo mi palabra que no tenéis que esperarlos. Ya no hay ejércitos en España, todo está destruido. El rey ha entrado en Madrid. Todas las ciudades le han enviado diputaciones, y así es que reina en España la más perfecta tranquilidad. Varios regimientos españoles han entrado al servicio del rey José Napoleón, y las grandes naciones están coaligadas para sostenerlo. Ésta es, general, la pura verdad. Son bien conocidos de toda el mundo los sentimientos de la nación francesa para que pueda dudarse de su lealtad y generosidad. Estoy pronto a conceder un perdón general a todos los habitantes de Zaragoza, y ofrezco que serán respetadas sus vidas y sus propiedades.=El mariscal duque de Montebello.=Lannes.»
Poca margen daba en verdad esta contestación: no obstante se conceptuó debía repetirse nuevo parlamento insistiendo en lo mismo, y recordándoles que en Portugal habían tenido iguales condescendencias; pero Lannes, que estaba bien convencido de nuestra situación, despidió al enviado con el mayor desabrimiento, y continuó el fuego y los ataques con la mayor entereza y energía.
A esta sazón el general Palafox atacado de la fiebre fue trasladado del subterráneo del palacio, al que hacía algunos días se había retirado, a una casa inmediata a la de la inquisición en la calle de Predicadores, y formó una junta nombrando al señor barón de Valdeolivos, don Pedro María Ric, regente de la audiencia, a los señores generales don Juan Boutler, gobernador interino de la plaza, y don Felipe Saint-Marc, al señor duque de Villarhermosa don José Antonio de Aragón Azlor y Pignateli, al señor intendente don Mariano Domínguez, al señor oidor don Santiago Piñuela, al señor fiscal de lo civil don José Antonio Larrumbidé, al señor fiscal del crimen don Pedro Ruiz, a los señores regidores don Alejandro Borgas, don Joaquín Gómez, don Joaquín Ignacio Escala, y don Joaquín Barber, a los señores arcedianos de Belchite y de Zaragoza don Francisco Biruete y don Pedro Atanasio Pardo y Arce, al señor canónigo don Juan Irrurrigarro, al señor Marqués de Fuente-olivar don Joaquín Pérez de Nueros, al señor barón de Purroy don José Dara Sanz y Cortés, a los PP. Basilio de Santiago, escolapio, y José de la .Consolación, agustino descalzo, a los presbíteros don Santiago Sas, don Miguel Marraco, y don Nicolás García, a los señores propietarios don Pedro Miguel de Goicoechea, don Cristóbal López Ucenda, don José Zamoray, don Mariano Cerezo, don Manuel Forces, don Gregorio Sánchez, don Domingo Estrada; don Manuel Irañeta, don Vicente Alonso, don Felipe San Clemente y don Miguel Dolz. El oficio se dirigió al señor Ric en la noche del 19 de febrero, y éste los convocó a la una para instalarla.
Dados los avisos, concurrieron todos los designados, a excepción de los cuatro regidores, el señor arcediano Pardo y Arce, el presbítero Marraco, Zamoray y Estrada. Leído el oficio de Palafox en que depositaba su autoridad, quedó reconocido por presidente de ella el señor regente, y nombrado por secretario don Miguel Dolz. Acto continuo se principió a tratar sobre el deplorable y crítico estado de la ciudad; pero no teniendo todos los datos necesarios para formar la debida idea, hicieron llamar a las dos de la mañana a los mayores generales de caballería e infantería el señor conde Casaflores,y el señor don Manuel de Peñas, y a los señores comandantes de artillería e ingenieros don Luis de Villava y don Cayetano Zappino. Todos concurrieron, y enterados, manifestó el primero que no podía disponer sino de doscientos sesenta caballos, mal mantenidos por falta de paja; el segundo presentó un estado en que aparecía no podía contarse sino con dos mil ochocientos veinte y dos hombres para el servicio; el tercero informó no había más pólvora que los seis quintales que se elaboraban en cada treinta horas, y era muy poca la que podía emplearse, pues la recientemente trabajada .no estaba seca todavía; por último Zappino expuso que la única fortificación que podía llamarse tal, era el castillo de la Aljafería, y que de todas las baterías formadas solo subsistían las de las puertas de Sancho y del Portillo.
Enterada la junta de estos pormenores, dispuso que los expresados jefes volviesen a continuar sus funciones; y habiendo comenzado a discutir sobre lo que debería practicarse, el general Saint-Marc manifestó que si el enemigo llegaba a dar un ataque general, como era de temer según sus disposiciones, era imposible de todo punto contener el ímpetu de las tropas francesas, y que Zaragoza presentaría el cuadro de la mas funesta desolación; pero que si se ceñía a dar ataques parciales, dándole mas gente para reforzar los puntos y atender a los trabajos, ofrecía por su parte resistir por tres o cuatro días. Como se había hablado tanto de que venían grandes refuerzos para levantar el sitio, y el pueblo estaba imbuido de estas lisonjeras esperanzas, para mayor seguridad quisieron tomar algún conocimiento sobre este extremo. Pasó el duque de Villahermosa al alojamiento de Palafox, y con vista de la propuesta, su secretario entregó al duque las cartas, documentos y papeles enigmáticos que tenía sobre el particular. Unos y otros eran de fecha atrasada, y la junta conoció que no estaba en el caso de confiar en los apetecidos refuerzos. Todos veían era imposible continuar la defensa por mas tiempo, y sin embargo nadie se atrevía a hablar con entereza y resolución. Esparcida la voz de que cuando vio Palafox la negativa del Mariscal había dicho era preciso de que se derramase hasta la última gota de sangre, el espíritu popular y arrojo de algunos temerarios les hacía estar perplejos, y así es que cuando trataron de fallar hubo ocho individuos que propendieron a que continuase la defensa, creyendo posible el que podía llegar algún socorro que sacase a Zaragoza de tan tremendo apuro; repitiendo el P. Consolación las mismas expresiones de Palafox.
La premura iba acrecentándose por momentos, de tal manera que nadie vivía ni sosegaba. Alarmas incesantes, toques de generala con cajas y campanas, estrépitos continuados del bombardeo, voces lúgubres de patriotas celosos que excitaban a los militares y paisanos a que concurriesen a los puntos, azoramiento de los que iban y venían con órdenes de todos los que tenían prurito de mandar: tal era el cuadro terrible que presentaba en aquellos aciagos momentos la desgraciada Zaragoza.
Los franceses ocupaban en el ataque de su derecha desde la plaza de san Miguel hasta la puerta del Sol todo el terreno que comprende aquella línea con algunas diferencias, y además el arrabal de las Tenerías, y el de la otra parte del puente. En el del centro la hilera de casas que había desde el convento de san Francisco hasta la de Aranda, y todo lo correspondiente a su espalda en aquella extensión, y por la izquierda llegaban a los conventos de Descalzas, Capuchinas y San Diego, como Ib manifiesta el plano. El incendio de varios edificios cubría de humo la atmósfera; y por la calle del Coso, plaza de la Magdalena, y demás que fijaban los límites de la conquista, se conocía bien que aquel era el teatro de la guerra. Las puertas y ventanas estaban tabicadas con sacos, colchones y tablas, las bocacalles en igual forma cerradas con maderos, sacos y muebles, delante de estos parapetos había fosos y cortaduras: en una parte se descubrían las simas que habían abierto las explosiones, en otra se veían los claros y ruinas de los edificios que éstas derruían; una multitud de escombros y sobre ellos cadáveres y trozos de miembros mutilados inspiraban horror.
Apenas había municiones, porque consumían muchas más de las que podían elaborarse después de apurados los repuestos. Los víveres escaseaban igualmente, pues aunque existía en los almacenes una porción crecida de grano, las tahonas y el molino construido junto a la ribera del Ebro para moler con las aguas de las balsas no podían proporcionar la necesaria para el consumo. Los vecinos habían cedido su harina, y las familias más acomodadas comían un mal pan. Ya no se hallaban a ningún precio comestibles. Las bodegas y subterráneos abrigaban multitud de habitantes, de los que infinitos estaban postrados y próximos a la muerte. La humedad, las agitaciones, todo influía sobremanera en el espíritu de los Zaragozanos, y donde quiera no se veían sino enfermos y moribundos. Más de cuarenta casas y conventos que servían de hospitales encerraban una porción de tropa que apenas tenía asistencia de ninguna clase, y así fallecían infinitos en el mayor abandono y desconsuelo. El triste artesano y jornalero, acabando de perder su mujer y dejando sus hijos en la agonía, faltos de sustento, tenían que salir a batirse; unos lo hacían de la mejor voluntad, otros impelidos de las disposiciones que daban los cabezas de las cuadrillas. Como los hospitales estaban abandonados, salían especialmente de las tropas valencianas y murcianas infinitos que parecían esqueletos ambulantes, y muchos llegaron a dar en las mismas calles el último suspiro. La plaza del mercado ofrecía a la vista una escena que arrancaba lágrimas. Muchos infelices arruinada su casa, y otros que iban huyendo los furores del bombardeo, situaron su estancia en los portales, y así por todos ellos había unos tendidos sobre un mísero colchón, otros en el suelo prorrumpiendo en ayes y gemidos; aquí expiraba uno, acullá se sentían los lamentos de otro, ora aparecía una familia sumergida en el dolor por la pérdida de los autores de sus días, ora se escuchaban las quejas que la hambre desastrosa suscitaba en medio de la mas funesta desesperación. Por las calles a cada paso hallábamos caballerías y hombres yertos. En las iglesias del centro como la de san Felipe hacinados los cadáveres, porque ya no había quien les diese sepultura, los perros hambrientos se cebaban en los infinitos que había enteramente desnudos. Estos recuerdos hielan la sangre, y hacen caer la pluma de las manos. La muerte estaba entronizada en el recinto de Zaragoza, e insaciable, multiplicaba de cada día más las víctimas. En estos últimos llegaron a perecer de quinientas a setecientas en cada uno, y ya no se hallaba quien quisiese ni conducirlas a los pórticos de los templos, de modo que yacían en las casas en medio de otros próximos a seguir el mismo destino. Las alarmas, tiroteo y estampidos de las bombas y de los cañones acrecentaban estos horrores, y no parecía sino que las furias se habían desencadenado para exterminar a Zaragoza.
Tal es en bosquejo el deplorable y mísero estado en que estaba la capital de Aragón el 19; y no habiendo concluido ningún convenio, continuó el bombardeo con la mayor furia. Entrada la noche, el enemigo se internó en la calle del Sepulcro por el foso de la batería colocada a su embocadura. A vista de semejante riesgo hubo una alarma general, y a las dos de la mañana iban sueltos los relojes de san Pablo, la Magdalena y el mayor, las cajas tocaban generala, y algunos eclesiásticos y otras personas iban conmoviendo a todo el mundo, tal que parecía comenzaban a derramarse los franceses por la ciudad, degollando y cometiendo todo género de excesos. Sin embargo, no fue más que procurarse un punto de apoyo para el ataque que tenían premeditado, y por ello al amanecer emprendieron un terrible tiroteo. No sólo trataron los patriotas de hacerles frente, sino que, viendo no habían retirado los dos cañones abandonados el día anterior, intentaron recobrarlos a toda costa. Ya iban a lanzarse sobre ellos, cuando salieron al encuentro algunas compañías de polacos, y principió una lucha empeñada, de la que tuvieron que desistir por haber cargado fuerzas mayores. En este día por la tarde quedó herido y falleció de sus resultas el teniente coronel de infantería y sargento mayor del cuarto tercio de Voluntarios aragoneses don Joaquín Urrutia, oficial de mérito y que había hecho servicios muy interesantes en el primer sitio. Las cincuenta bocas de fuego, de la batería núm. 7 obraban a la vez contra los edificios del muro, y el enemigo procuró explayarse por las manzanas contiguas a la puerta del Sol. Hallándose practicable la brecha de una casa que sostenía un parapeto del pretil, cerca de la torre o resto del edificio que formaba el arco o entrada al puente de tablas, avanzaron algunos polacos hasta lograr internarse y alojarse en ella, tomándonos dos piezas que había detrás de la traversa formada en aquel punto.
Estaban ya terminadas las seis galerías que atravesaban la calle del Coso, y comenzaron a cargar los hornillos con tres mil libras de pólvora cada uno, para darles fuego a la mañana siguiente, y esparcir la confusión y horror entre los habitantes.
Convencida por fin la junta de que no debía llevarse la temeridad hasta el frenesí, y que debían salvarse los tristes restos de unas familias que tanto habían padecido; viendo que, a pesar de los exhortos, no comparecía gente para la defensa, y que en todos los partes pedían tropa, municiones y trabajadores, presentando los puntos en el estado más lastimoso, y casi enteramente abandonados, envió nuevo parlamentario al mariscal Lannes, solicitando les concediese veinte y cuatro horas de treguas para proponerle la capitulación, y a seguida dispuso que los lumineros enterasen a sus parroquianos de lo que se trataba, y que trasmitiesen su opinión y modo de pensar para proceder con el debido acierto.
Estaba todo en la mayor confusión, cuando hizo llamada un parlamentario francés, y habiendo entrado por la puerta del Ángel con un oficial de artillería, fue al alojamiento del señor don Pedro María Ric, expresándole que el mariscal había resuelto se presentase la junta dentro de dos horas. Diéronse las órdenes para congregar a los individuos, en cuya virtud se reunieron el señor don Mariano Domínguez, el señor marqués de Fuente-olivar, don Joaquín Pérez Nueros, el señor barón de Purroy, don José Dara Sanz y Cortes, don Mariano Cerezo, don Manuel Forcés y don Miguel Dolz; y viendo que los demás no concurrían, y que el oficial instaba fuertemente, expresando que, si se dejaba expirar el término, el mariscal no oiría ninguna proposición, el señor don Pedro María Ric resolvió salir con dichos individuos, y el conde de Casaflores, mayor de caballería, encargando que los que llegaran permaneciesen hasta su regreso. Dada la orden para que cesase el fuego, partieron con el oficial a las cuatro de la tarde del día 20 por la puerta del Ángel, y se encaminaron a pie por la ribera del Ebro hacia el castillo, y de allí a la Casa Blanca en donde estaba el mariscal Lannes. Apenas les vio, principió a declamar sobre el empeño y temeridad de llevar la defensa a tal extremo, atribuyéndola a influjo de los clérigos y frailes, y censuró la conducta de los que habían tomado parte en la lucha. A seguida, dirigiéndose a un plano que tenía allí cerca, les fue mostrando todo lo que ya ocupaban las tropas francesas, y que tenía dada orden para que el día siguiente se cebasen las seis galerías que atravesaban la calle del Coso, lo cual verificado a las doce, hubiese dado un ataque general, entrando por todas partes a sangre y fuego. Por fin, después que desplegó su arrogancia, entró en contestaciones, y a presencia del duque de Abrantes, del general Musnier y otros jefes que le rodeaban, comenzó a dictar que concedía perdón a los habitantes de Zaragoza, bajo las condiciones siguientes:
«Art. 1. La guarnición de Zaragoza saldrá mañana 21 a mediodía de la ciudad con sus armas por la puerta del Portillo, y las dejará a cien pasos de dicha puerta.
»Art. 2. Todos los oficiales y soldados de las tropas españolas harán juramento de fidelidad a S. M. C. el rey José Napoleón primero.
»Art. 3. Todos los oficiales y soldados que habrán prestado el juramento de fidelidad quedarán en libertad de entrar en el servicio en defensa de S. M. C.
»Art. 4. Los que de entre ellos no quisieren entrar en el servicio, irán prisioneros de guerra a Francia.
»Art. 5. Todos los habitantes de Zaragoza y los extranjeros, si los hubiere, serán desarmados por los alcaldes, y las armas puestas en la puerta del Portillo el 21 al medio día.
»Art. 6. Las personas y las propiedades serán respetadas por las tropas del emperador y rey.
»Art. 7. La religión y sus ministros serán respetados, y serán puestas centinelas en las puertas de los principales templos.
»Art. 8. Las tropas francesas ocuparán mañana al medio día todas las puertas de la ciudad, el castillo, y el Coso.
»Art. 9. Toda la artillería, y las municiones de toda especie serán puestas en poder de las tropas de S. M. el emperador y rey mañana al medio día.
»Art. 10. Todas las cajas militares y civiles (es decir las tesorerías y cajas de regimiento) serán puestas a la disposición de S. M. C. Todas las administraciones civiles, y toda especie de empleados harán juramento de fidelidad a S. M. C.
»Art. 11. La justicia se distribuirá del mismo modo, y se hará a nombre de S. M. C. el rey José Napoleón primero. Cuartel general delante de Zaragoza a 20 de febrero de 1809.»
Lannes suscribió el escrito, y lo mismo los individuos de la junta, con cuyo ejemplar se quedó, dándoles otro por duplicado para que lo firmasen los que no habían asistido. El mariscal preguntó por el conde de Fuentes, y habiéndole contestado permanecía en la cárcel, dispuso lo trasladaran allí al momento, como lo hicieron a media noche; y al día siguiente, cuando fueron a llevar el papel firmado, lo que ejecutaron en coches, le presentaron al general Guillelmi por quien también había pedido. Aunque en esta segunda entrevista hicieron algunas indicaciones, fueron ya miradas con desprecio. Desde las cuatro en que cesó el fuego ya no percibimos estrépito alguno. Enterados los habitantes de lo que trataba la junta, oprimidos de un peso tan enorme, tuvieron por fin que sucumbir y recibir la dura ley que les quiso imponer el vencedor.
Comunicadas las órdenes al amanecer del 21, se vieron algunos soldados que habían superado las zanjas y parapetos. A las once de la mañana ya discurría una multitud de soldados y oficiales españoles por las calles que el día anterior estaban casi desiertas. Los semblantes demostraban la agitación y el sentimiento: todo era ir, venir y tornar de una parte a otra para disponerse a la partida. A la hora prefijada comenzaron a desfilar por la puerta del Portillo las tropas, y entregaron las armas: desde allí fueron conducidas a la Casa-blanca, en donde permanecieron hasta que emprendieron su marcha, después de haberlas despojado de sus mochilas.
Según un cálculo prudente, el número de prisioneros ascendía de diez a doce mil hombres. El resto fue víctima de la epidemia, a excepción de los que quedaron en los hospitales. Los habitantes entregaron las armas y demás pertrechos que tenían, y a seguida ocuparon las tropas francesas las puertas y puntos principales de la ciudad, y subsistió el ejército acampado, temiendo sin duda los efectos del contagio.
Aunque los franceses cometieron diferentes robos e insultos, no ejecutaron el saqueo que era de temer, y para esto influyó el no haber permitido la entrada a la tropa por la razón indicada. Efectivamente el cuadro que presentaba esta ciudad era el mas espantoso y terrible. A cada paso tropezaba la vista con cadáveres, animales muertos y espectros. Las calles estaban inmundas, y en muchas partes embarazadas con vigas, cortaduras y parapetos: los aspectos de los que habían quedado con vida estaban cubiertos de una lúgubre palidez, y de todo el peso del dolor. La mayor parte parecían asombrados, y como quien ve la muerte preparada a tender sus descarnados brazos para arrebatar la víctima. Todos temían seguir a tantos y tan innumerables compatriotas como yacían en los sepulcros, y sin esperanza de conseguir este triste consuelo, porque ni había quien los extrajese de las casas, ni quien los removiese de los atrios de los templos donde permanecían desnudos. La nueva de que estaban posesionados los franceses de Zaragoza cubrió los afligidos y apocados ánimos de tal amargura, que sobrevino después la mas horrorosa mortandad. La hermosa Zaragoza no era más que un vasto cementerio, pues no presentaba por sus calles y plazas sino cadáveres, huesos, espectros ambulantes, y ayes y gemidos que exhalaba el hambre y la desesperación; porque al ver el resultado de tantos sacrificios, se hacía más duro y pesado el funesto yugo de la esclavitud. Entonces fue cuando, mirando cada uno en torno suyo, el esposo vio que había perdido la esposa, el padre al hijo, la hermana al hermano, y todas las familias estaban cubiertas de luto. De cincuenta y tres a cincuenta y cuatro mil muertos a que ascendió el estado que se formó, por lo menos una mitad eran vecinos y paisanos de la provincia, y la otra militares, la mayor parte de los cuerpos formados. La pérdida de los franceses, según sus relaciones, ascendió a setecientos hombres del quinto cuerpo, dos mil del tercero, trescientos de zapadores-minadores y artilleros, y veinte y siete oficiales de ingenieros y artilleros, al todo tres mil hombres: no hablan de los heridos, y solo especifican que de los veinte y siete oficiales murieron once.
Olvidado Lannes de que había ofrecido serían respetadas las personas y propiedades, sacrificó a los manes de su desenfreno al P. Basilio de Santiago y al presbítero Sas, a quienes extrajeron por la puerta del Ángel, y después de muertos, según se divulgó a bayonetazos, los arrojaron al Ebro. Don Ignacio Asso, redactor de la gaceta, más cauto, supo evadirse de sus pesquisas, pues de lo contrario hubiese sufrido la misma suerte. Esta conducta, los repetidos robos e insultos que en todas partes cometían las tropas, su aire feroz, la epidemia, las ruinas, tantas y tan enormes pérdidas, todo llegó a consternar a los zaragozanos en términos que no hay voces para describir lo que padecimos en aquellos días aciagos y desastrosos. Palafox seguía postrado por la enfermedad, y le pusieron una guardia para custodiarle. La junta de gobierno continuó tomando aquellas medidas mas oportunas para evitar tomase incremento el contagio, y este fue el término que tuvo la célebre y heroica defensa que hizo en el segundo sitio la ciudad de Zaragoza.