CAPÍTULO IV.
El marqués de Lazán da a reconocer a las tropas a su hermano don Francisco.—Batalla de Mallén.—De la conmoción extraordinaria ocurrida el 13 de junio.—Batalla de Alagón.—Exhorto a Palafox para que hiciese desistir de su empeño a los aragoneses.
El 11 de junio llegó el marqués a Mallén, y después de haber dado a reconocer a las tropas por jefe a su hermano don Francisco, despachó un tercio a sus órdenes hacia el camino de Borja. Se recibieron unos carros de pólvora con cincuenta mil cartuchos, y con ellos se municionaron los tres o cuatro mil hombres que quedaron a las órdenes del marqués. Entre Mallén y Tudela, casi a igual distancia, toma el canal imperial sus aguas del Ebro, y corre paralelamente a éste, dejando Mallén a su derecha. Con este punto y el de Tudela forma un triángulo equilátero la posición de Tarazona, que ya está fuera de las llanuras; y por si convenía caer sobre el flanco o retaguardia del enemigo, la ocupó con un destacamento. Sabedores de esto, hicieron alto los franceses, y enviaron parte del ejército a reconocer las alturas y ciudad de Tarazona, donde entraron sin oposición. También expidieron sus descubiertas, y fueron treinta de caballería a intimarles se rindiesen. El general francés dirigió por medio de un paisano una carta al marqués para Palafox. Al fin, llegaron los cincuenta dragones más, y el 12 por la tarde los franceses.
La posición de Mallén en una colina accesible a la caballería y artillería volante no era nada ventajosa, pues las columnas enemigas podían atacarla por todas partes sin romper su orden: nuestras tropas, reunidas al toque de generala, comenzaron a caminar para salirles al encuentro, y las avanzadas se tirotearon. Observando el enemigo que nuestra columna ocupaba mucha extensión, pues a las tropas indicadas se reunieron las compañías de los pardos de Aragón y los tercios de los navarros; por el pronto retrocedieron, sin duda para cerciorarse más y tomar posiciones. Como esto aconteció al caer la tarde, llegada la noche fijaron su campo, y no faltaba ardor a los españoles, los cuáles al siguiente día creían que iban a reconquistar a Tudela. El 13 al amanecer se replegaron nuestras tropas hacia la población; y este instante en que todos los cuerpos estaban en movimientos encontrados y arbitrarios, lo perdieron los franceses no atacando hasta después de haber tomado ya posición.
El ataque principal fue por el frente: antes de principiarlo, una columna amenazó la derecha a lo largo, y parte de la caballería a la desfilada iba por la izquierda a cortar la retirada. En esta disposición, cincuenta caballos, dos piezas montadas en carri-cureñas, casi sin artilleros de plaza, y cuatro mil hombres de infantería, o más bien de paisanaje, en la débil formación de dos de fondo, sin ninguna idea de táctica, no podían menos de sucumbir. Así sucedió: después de una leve resistencia que hicieron los fusileros, todos abandonaron el campo. El marqués de Lazán con algún otro jefe permaneció para ver si podía restablecer el orden; pero al fin tuvo que trepar el Ebro y salvarse en un barquichuelo. Don Francisco Palafox, que en virtud de orden del marqués había salido a situarse por la venta de Agua-salada en las alturas de Ablitas y Tudela, apenas pasó el Buste cuando percibió algunos tiros; y deseoso de auxiliar a su hermano, trepando cerros se situó en unas alturas que dominan a Mallén, y envió una de sus dos columnas al mando del mayor don Agustín Dublaissel, que llegó hasta Frescano, y le dio cuenta de que los franceses habían pasado por allí y estaban en Mallén. Este fin desastroso tuvo aquella jornada, en la que quedó desorganizada la división del marqués. Dueños los franceses de Mallén, avanzaron sus partidas a Gallur, cuyo pueblo sufrió un horroroso saqueo.
En aquella mañana entraron en Zaragoza con tambor batiente unos trescientos voluntarios de Aragón. Desfilaron por delante de casa de Palafox, y el pueblo reunido prorrumpió en los más expresivos vivas y aclamaciones. El espíritu y serenidad de los zaragozanos era tan grande, que casi miraban con indiferencia la aproximación del enemigo. Confiados en las fuerzas que dirigía el marqués, contaban por cierta y segura la victoria; no obstante esto, algunos magistrados, títulos y sujetos distinguidos dispusieron su marcha, que verificaron al otro día. Por la tarde ya tuvimos noticias poco favorables; quisieron inundar con las aguas del canal el tránsito, pero no se verificó. Los rumores pasaron a ser realidad. Dispersas las tropas del marqués, y viendo perdidos tantos afanes, muchas gentes pedían pasaportes, y todo era consternación. En este estado de perplejidad se tomó una medida desesperada. A las diez de la noche la conmoción era general. Comenzaron a cargar carros de víveres para la salida proyectada, y el entusiasmo aragonés llegó al más alto punto. En lugar de dirigirse a buscar el reposo, todos caminaron fuera de sí al depósito de armas, que arrebataron con el mayor empeño. La campana o reloj de la Torre Nueva anunciaba con bronco sonido la premura: varias gentes iban removiendo a los que o por timidez o por precaución no querían comprometerse. El silencio lúgubre de la noche interrumpido con las azoradas voces de los labradores y artesanos, el estrépito de los caballos y carruajes, la idea de un riesgo inminente, todo hacía en los ánimos una impresión sobremanera triste. ¡Qué ventajas se hubieran podido sacar bajo otro sistema de hombres semejantes! ¡Qué lástima ver abandonado el valor a sola su energía! Se señaló; por punto de reunión la llanura inmediata al castillo llamado las Eras del Rey, o campo del Sepulcro, a causa de los muchos cadáveres que sepultaron en él cuando las guerras de sucesión. Allí llegaron sucesivamente de todas clases hasta el número de seis mil; y para formar compañías se echó mano de aquellos que manifestaban saber algún tanto el manejo del arma, sin más formalidad que designarlos arbitrariamente. Aun esto fue un trabajo inútil, pues la mayor parte, especialmente los tiradores, se acuadrillaron, y otros por razón de su amistad o relaciones se incorporaron, obrando todos a su fantasía. El coronel don Benito Piedrafita y los jefes Cucalón y Lagarde salieron de vanguardia con cuatrocientos hombres, doscientos cincuenta, entre voluntarios y extranjeros, con algunos dragones, y los demás paisanos: también partieron dos oficiales de artillería con otros tres agregados y algunos artilleros con los sirvientes necesarios para manejar cuatro piezas., dos ingenieros y algún otro oficial. En seguida fueron destacándose varias cuadrillas, armados unos con chuzos y otros con malos fusiles.
Ya convenidos, Palafox marchó con su séquito al romper el alba a la villa de Alagón. Parecerá increíble a la posteridad que un número semejante de hombres, de los cuales la mayor parte apenas habían manejado el arma, pudiesen conformarse y resolverse a batirse con unas tropas cuyo número ignoraban, disciplinadas y aguerridas: pero este paso tan extraordinario no fue sino preludio de hazañas de un orden superior. El camino de Alagón parecía cubierto de una sombra; tal era la multitud de gentes que a pie y a caballo caminaban en su dilatado y anchuroso distrito. Los primeros que salieron llegaron a tiempo que en la posada de Alagón había once soldados franceses, a los cuales hicieron prisioneros y condujeron en seguida a Zaragoza, lo que enardeció más y más a los combatientes, que con tan feliz principio aseguraban el más completo triunfo. Unos iban a emboscarse por los olivares, otros cometían mil excesos sacrificando a algunos infelices que por su delicadeza no podían sufrir la marcha y el calor excesivo, dándoles muerte porque los suponían traidores; y con este desorden, que no se podía contener ni refrenar, perecieron cinco soldados italianos y algunos otros que designan las listas anunciadas. En esta forma llegó entre diez y once de la mañana aquel pueblo entusiasmado a la villa de Alagón, distante hacia el poniente cuatro leguas de la capital. En el flanco izquierdo situó el general como unos quinientos hombres de tropa de línea, unos doscientos caballos, que estaban resguardados por la inundación del terreno, y en el centro los escopeteros sostenidos por un número considerable emboscado en los olivares de la derecha. Colocaron un cañón en el puente, otro por las inmediaciones, y dos en las eras. Dadas estas primeras disposiciones por el general Palafox desde un punto cuya elevación le permitía dominar el campo, los voluntarios llevados de su ardor principiaron el ataque. Las tropas de la izquierda sostuvieron el fuego con algún tesón, y aun los paisanos del centro, resguardados, conservaron sus puestos con firmeza hasta que comenzó a obrar la artillería enemiga y a avanzar la caballería.
Venían los franceses en tres divisiones, una por el camino de Borja, otra por el de Mallén, y la tercera por la huerta de Cabañas. Las órdenes no surtían ningún efecto. Mientras los paisanos estaban eligiendo aquellos sitios que juzgaban más a propósito para resistir al enemigo, las guerrillas militares sostenían el fuego. Faltos de datos, sabían que iban a presentarse los franceses, pero ignoraban su número. Continuaba el fuego de las guerrillas y el que hacían de los olivares; pero como no cargaban las masas, todos estaban en expectación, y no advirtieron que podían ser cortados por el paso de Figueruela, trepando por el ojo del canal. Por fortuna algunos valientes exploraron con mucho riesgo la dirección de las columnas francesas, y viendo que huían del puente de Pamplona, y que iban a tomarles la espalda, dieron el parte en los momentos críticos. Efectivamente, cuando comenzaron a dispersarse, el enemigo entraba casi por las puertas de Alagón. ¡Qué escena de confusión y atolondramiento! Por el pronto trataron los paisanos de retirar la pieza colocada en el puente de Jalón, pero fue luego preciso abandonarlo todo, y elegir caminos inusitados para salvar la vida. Los zaragozanos, poco acostumbrados a tales operaciones, después de una marcha incómoda, sin tomar alimento ni reposo, tuvieron que hacer frente al enemigo; y en medio del calor partieron exánimes, y perecieron al rigor de la sed y de la fatiga. Los franceses al ver desvanecida la muchedumbre entraron en el pueblo, cometiendo por el pronto algunos excesos, y haciendo muchos prisioneros, a quienes Lefebvre dio libertad fiado en que este paso le facilitaría la posesión de Zaragoza, donde, según expresó a algunos compadeciéndoles, había de entrar a pesar de los treinta mil idiotas que querían oponerse a los esfuerzos de sus tropas aguerridas.
Los pocos ciudadanos que quedaron, comenzaron a tomar aquellas medidas que les sugería su celo para defender la ciudad. Entre otras, una fue remitir al coronel don Francisco Marcó del Pont con unos mil hombres entre voluntarios y paisanos a ocupar las alturas de san Gregorio, a donde llevaron las correspondientes municiones. Comisionaron al académico de mérito y director de arquitectura don Francisco Rocha, a don Matías Tabuenca, don Vicente Gracián y otros para que colocasen algunos cañones e hiciesen parapetos y cortaduras. Considerándose que el enemigo vendría por el camino de san Lamberto, condujeron dos cañones a aquella parte, derribaron varias tapias inmediatas al camino que había frente al caserío de Torres, se hicieron aspilleras en todas aquellas cercanías hasta la torre de Iturralde, y lo mismo ejecutaron por algunas de las del circuito de la ciudad. En este día presentaba Zaragoza el aspecto mas lúgubre. Las puertas cerradas, un silencio tan profundo como extraordinario, el alboroto y confusión de la noche anterior; algunos ancianos decrépitos que patrullaban por las calles, y armadas sus trémulas manos de espadas y chuzos, se disponían a hacer el último esfuerzo; semblantes pálidos; madres y esposas taciturnas, que no sabían si volverían a ver sus esposos e hijos; tales eran los objetos que de todos lados se ofrecían a la vista.
A las cuatro de la tarde los fugitivos indicaron el éxito de la empresa. Entraban por la puerta del Portillo agobiados, pero con espíritu. Pocos sabían dar razón de su compañero; infinitos fueron víctimas de la sed y del cansancio; algunos quedaron prisioneros. Palafox, desviándose del camino real y seguido de pocos, tuvo que venir por los senderos inmediatos a la ribera del Ebro. El general Cornel permaneció con algunos militares valientes hasta el último apuro; y el enemigo respetó la constancia y tesón de los zaragozanos en su retirada, a pesar de que no tenían a retaguardia ningún cuerpo ordenado que pudiese sostenerlos. Al anochecer presentaba la ciudad el cuadro más lastimoso; pero en medio de la consternación se veía una entereza de ánimo poco común. Luego que llegó Palafox mandó reunir los dispersos, y todo era dar órdenes que o no se realizaban, o se confundían.
Frustradas estas tentativas, parecía inevitable la entrada de los franceses al día siguiente. Así se lo persuadió sin duda Lefebvre, quien, satisfecho y engreído de unos triunfos conseguidos a tan poca costa, no quiso apresurarse. Al anochecer del 14 entraron en Alagón tres personajes, y a las once de la noche encargaron a don Felipe Arias, que había caído prisionero, condujese un pliego al general Palafox, como lo verificó, llegando a alta noche expuesto a los peligros consiguientes a unos momentos en que todos estaban exaltados y conmovidos. El pliego estaba concebido en estos términos:
«Excelentísimo Señor:=Traspasados de dolor con la noticia de lo ocurrido ayer en Mallén, y llevados del deseo de salvar, si es posible, a esa ciudad y al resto de Aragón, tomamos otra vez la pluma para rogar a V. E. y a cuantos tengan algún influjo con el vecindario se presenten a la conferencia que les hemos propuesto. ¿Qué perderán en oír a unos amigos y a unos hermanos que por todo el proceso de su vida se han mostrado buenos españoles, y nada han hecho por donde puedan ser sospechosos de otra afición, o desmerecer la confianza, ni de otra provincia del reino? Si nuestras razones fueren vanas, V. E., o los que vinieren de su parte y de la de los vecinos las despreciarán; pero si no, ¿qué dolor no será para V. E. y para nosotros ver enteramente perdido ese reino por no haberlas entendido, a su hermosa capital convertida en un montón de ruinas, a sus habitantes tratados con todo el rigor de las leyes militares, y pasados a cuchillo, o vagando o mendigando su sustento? Esto prevemos que va a suceder si los casos de Tudela y Mallén no abren a todos los ojos para conocer la diferencia de fuerzas y el modo de usar de ellas; y si V. E., pues son tan pocos los momentos que faltan para una completa resolución, no se apresura a abocarse con nosotros, que en desempeño de nuestra comisión estamos prontos a tomar la parte de medianeros, sacrificándolo todo al bien de este reino y al general de toda la nación, y que a este propósito, para proporcionar la mayor brevedad, vamos a partir para Mallén y acercarnos al ejército francés. Dios guarde a V. E. muchos años. Tudela 14 de junio de 1808.»
Habiendo descansado Lefebvre en Alagón aquella noche, salió ostentando que por la tarde entraría en Zaragoza. Así como contaba con la pericia de sus tropas, los habitantes de Alagón se figuraron que, a pesar de tanto trastorno, sería tenaz la resistencia. El coronel don Jerónimo Torres se situó por la noche en el puente de la Muela con cuatrocientos cincuenta hombres del segundo batallón de fusileros que acababa de formarse, y algunos de la compañía del capitán Cerezo con dos piezas de artillería. A la Casa Blanca fue una porción de paisanos con algunos voluntarios a las órdenes del marqués de Lazán; colocaron en el embarcadero dos cañones, y otros en el puente de América; encargándose de defenderlo el sargento mayor don Alonso Escobedo. En el puente de piedra y puerta del Ángel había también sus cañones, y lo mismo en los puentes de la Huerva, pero todos sin parapeto ni zanjas: por la parte del Ebro, desde la puerta de san Ildefonso hasta frente el convento de dominicos, hicieron con maderos varias encrucijadas para entorpecer el paso a la caballería.