CAPÍTULO I.
Se abren los tribunales.—Arribo de Sir Wilians Doyle.—El Ayuntamiento de la villa de Madrid felicita al general Palafox.—Generoso donativo de sus habitantes.—Privilegio a favor de los zaragozanos.—Junta suprema de sanidad.—Posiciones de los ejércitos nacionales.—Obras de fortificación en la plaza.—Estado de nuestras fuerzas.
Si los sucesos referidos son sorprendentes, extraordinarios y heroicos, no lo son menos los que ocurrieron en adelante hasta el desastroso momento de posesionarse de Zaragoza el ejército francés. A pesar de tan terribles males coma acabábamos de sufrir, todo estaba animado. Tan lisonjera y satisfactoria es la complacencia que inspira el triunfo. Los ciudadanos volvieron a emplearse en sus respectivas tareas, y los tribunales y autoridades a desempeñar sus funciones. El real Acuerdo expidió el 5 de septiembre a los corregidores, alcaldes y justicias del reino, para que la publicasen en la forma acostumbrada, y uniesen a sus libros capitulares, dándola el debido cumplimiento, la siguiente circular:
«Cuando la invencible ciudad de Zaragoza tomó las armas en los días 24 y 28 de mayo, tuvo la Audiencia la satisfacción de ver un pueblo armado, sin organizarse en cuerpos militares, sin jefes, ni disciplina; y esto no obstante, sujeto constantemente a los principios de justicia y de equidad. Esta memorable ciudad, que lo será más en adelante, se ha distinguido por todos términos en esta época. Apenas habrá ejemplar en el mundo de un pueblo armado por sí mismo, y que respeta la espada de la justicia. La Audiencia, que conoce la honradez de este noble vecindario, y tiene constantes pruebas de su amor y respeto a los magistrados, creyó desde luego que así sucedería; y por eso procuró por medio de los lumineros de las parroquias, y de los mayordomos de los gremios, que se fijase el sistema militar antes que viniesen de fuera gentes mal intencionadas que, envolviéndose con los ciudadanos, cometiesen los desórdenes comunes en estos casos, y manchasen el honor de los inocentes y generosos vecinos. Los mayordomos y lumineros manifestaron con sinceridad los deseos que el pueblo tenía de vindicar los ultrajes que el Emperador de los franceses hacía a nuestra santa Religión, y a nuestro amado Soberano el señor don Fernando VII (que Dios guarde); que nunca, ni de manera alguna se sometería a la dominación francesa, y que no cometería exceso alguno.
»Con efecto, jamás se ha visto esta ciudad tan tranquila; jamás hubo tanto orden; jamás fueron tan respetados los ministros de justicia. E1 pueblo prendió a los que creía afectos al usurpador del trono, o poco adictos a nuestro legítimo Soberano; prendió a todos aquellos cuya permanencia entre los buenos creyó perjudicial; pero entregados en manos de la justicia, recibió con respeto sus decisiones; ya no receló de quien el tribunal no recelaba; y en una palabra, acreditó que no quería libertinaje, ni horror, ni desorden, sino conservarse en el mismo pie que nuestros padres cuando vencieron a los sarracenos, que por otra perfidia, no tan clásica ni escandalosa como la de Napoleón Bonaparte, invadieron este hermoso país. Defender a Dios y al Rey era el único objeto de los ciudadanos de Zaragoza, y castigar a esa nación que paga nuestra fiel alianza y nuestros poderosos auxilios robando nuestras propiedades, matando y talando, y arrebatando a nuestro augusto Soberano con toda la real Familia para usurparle la corona de un modo tan escandaloso, a que no se atrevió jamás ningún tirano, ni aun ocurrió a la imaginación vaga de ningún demente. Zaragoza, armada únicamente con tan piadosos y legítimos objetos, no podía dejar de triunfar, como se ha verificado. La fama de Bonaparte, el terror que infunde su nombre, la barbarie de sus tropas, el ardor y pericia del ejército que vino a combatirnos, los refuerzos que sucesivamente ha recibido de soldados afamados por sus hazañas en el Norte, el gran tren de artillería, la inmensidad de municiones, de bombas y de granadas, no han servido sino para confundir su soberbia, oscurecer su fama, manifestar al mundo que puede vencer a los franceses quien quiera vencerlos, acreditar evidentemente que son incapaces de conquistar la España mientras reine en ella el mismo espíritu que en Zaragoza, y coronar a esta imperial y augusta ciudad de los más hermosos laureles.
»No hay elocuencia bastante expresiva para dar a las naciones, y trasmitir exactamente a la posteridad una verdadera relación de su defensa: hombres y mujeres, niños y viejos, nobles y plebeyos han sido tan constantes, tan leales, tan valerosos, que es más que difícil pintar al vivo lo que han hecho por el Rey, por la Religión y por la Patria. La Audiencia se abstendrá de esta relación, ajena de su instituto, y se limitará a decir: que el nombre de plebeyos debería suprimirse en Zaragoza, pues sus habitantes han acreditado tanta nobleza en sus operaciones, que no hay quien no merezca ser reputado por caballero, cuyas heroicas proezas callará la Audiencia por la razón insinuada: pero, remitiéndose a lo que habrá dicho en su carrera el mismo ejército francés; y si no hubiese hablado por vergüenza, o por la precipitación de su marcha, o por la debilidad consiguiente a tanta sangre como ha derramado, informarán de la victoria de Zaragoza los muchos cañones y morteros, los fusiles y pertrechos, la infinidad de provisiones de boca y guerra que el enemigo ha abandonado para escapar más aprisa de los zaragozanos; quienes, lejos de intimidarse al ver derribadas las tapias que hacen veces de muros, incendiada y destruida la ciudad, y el enemigo cuasi mezclado con nosotros, sacaban nuevas fuerzas para confundirlo y exterminarlo, como sucedió, hasta ponerlo en precisión de huir tan vergonzosa como precipitadamente.
»Libre ya ésta capital del enemigo, que por espacio de dos meses no ha perdonado medio para afligirla, ha vuelto la Audiencia a desempeñar sus funciones, suspendidas en este tiempo porque no podían venir los negocios del reino, y porque en la ciudad no los había; pues sus leales habitantes, que abandonaron sus cosechas y sus talleres por la defensa de la patria, olvidaron todos sus derechos por defender los de nuestro amado Fernando VII. Cesaron las querellas particulares; y solo había una general contra el Emperador de los franceses, por el abuso que hacía de su poder, que él creía y llamaba irresistible; una querella general contra sus generales, oficiales y soldados, cómplices y ejecutores de la mayor maldad que se ha visto desde la creación del mundo. Sin embargo, durante este tiempo se han ocupado los ministros en varios objetos del real servicio, convenientes al público. Nada han omitido de cuanto podían hacer por su parte en favor de la causa común. Pero, libre ya esta capital de los enemigos, que por espacio de dos meses han porfiado tenazmente en apoderarse de ella, se ha abierto el tribunal (aunque no en las casas de su residencia, por hallarse maltratadas del bombardeo, e infectas, a resulta de haberse establecido en ellas el hospital general), y siguen el orden legal y debido todos los negocios civiles, criminales y gubernativos.
»El excelentísimo señor don José de Palafox y Melci, gobernador y capitán general del reino, y presidente de la real Audiencia, pone su primera atención en valerse de la fuerza armada, que tan dignamente dirige, para proteger a la justicia y sostener sus decisiones, manteniendo en todo su vigor la autoridad del tribunal. S. E. atiende a la breve expedición de las causas, seguridad de los presos, precaución contra malhechores, tranquilidad común, conservación de los derechos individuales, y a todo cuanto requiere un buen gobierno, como si no tuviera un poderoso ejército que mandar, ni enemigos que exterminar. Su constante aplicación y talentos son los que le hacen llenar tan gloriosamente los grandes cargos de gobernador, de general y de presidente. Es preciso que todo aragonés coopere a sus útiles justificadas ideas; y nada puede conducir a ello tan poderosamente como la observancia de las leyes, la sumisión y respeto a las justicias, ayuntamientos, y demás empleados en este importante ramo. La Audiencia espera que nadie manchará con delito alguno la palma de la victoria. Los aragoneses han sido colocados en la clase de héroes por el voto universal de las provincias; y ésta recompensa de su valor, al paso que los llena de honor, les precisa a observar por todo término una conducta correspondiente. Las armas se han de emplear únicamente contra el enemigo común; y si ocurriesen diferencias entre los particulares, oirá el tribunal sus pretensiones, y las decidirá con arreglo a las leyes. Los alcaldes y los ayuntamientos deben ser respetados y obedecidos como quiere nuestro augusto Soberano que lo sean; y en fin, la tranquilidad y buen orden en todo el reino, proporcionará emplear las tropas únicamente en completar la victoria, acosando al enemigo hasta que, oprimido del peso y rigor de nuestras armas, nos restituya la sagrada persona de Fernando VII, bajo cuyo gobierno se lograrán los preciosos frutos de la guerra, revivirán la paz y la justicia, la nación ocupará en el teatro del mundo el lugar que la corresponde, y será eternamente aplaudida por su conducta en la paz y en la guerra.»
Regresaron algunas de las familias que se habían ausentado después del 4 de agosto; y la población presentaba una concurrencia extraordinaria, y un aspecto belicoso. El objeto de la admiración universal era la ínclita Zaragoza; y sus defensores reproducían a la memoria, unos, las proezas singulares que habían ejecutado, otros, las que habían visto practicar mezclados en lo mas rudo de las lides. Como quiera, a vista de lo ocurrido, puede asegurarse que siempre que en la balanza no prepondere el peso de una fuerza extraordinaria, o calamidades que, debilitando la constitución física abatan el espíritu, la victoria debe estar por el valor y el tesón; pues si el arte y pericia militar salen mucho, no vale menos el batirse con entereza y aguijado del interés sólido de no querer admitir el pesado yugo de la servidumbre. Si los zaragozanos no hubiesen obrado con un valor a toda prueba, ¿cómo era posible no conociesen lo aventurado de la empresa? Si todos exaltados no hubiesen seguido un mismo impulso, ¿quién, sin incurrir en la temeridad, podía oponerse a unas tropas aguerridas? Se abandonó todo a la suerte, y ésta se decidió a nuestro favor porque los valientes sostenían sus derechos.
Así es como se nivelan los acontecimientos humanos. Poco importa que un orden de cosas produzca de la nada un coloso: un accidente frívolo viene a ser la causa de su aniquilamiento. Tal sucede, que al imperio de las pasiones se sustituye el de la razón; y si unos elevan en su delirio al malvado, otros le magullan y lo destruyen.
Llegó a lo más remoto el eco de tan brillantes acontecimientos. El gobierno británico, celoso observador de las operaciones del continente, conociendo lo que podía influir este ejemplo de heroísmo para las empresas ulteriores, fijó su atención sobre Zaragoza, y dio orden a Sir Wilians Carlos Guillermo Doyle, militar de graduación de los ejércitos de su Majestad Británica, que estaba en Madrid, para que viniese a enterarse de lo ocurrido. Arribó con efecto el 10 por la mañana, y fue recibido con todo el aparato correspondiente a su representado. En los tres días que permaneció, visitó las obras, almacenes y demás objetos de atención; y al contemplar las ruinas, y reconocer las tapias que sirvieron de baluartes a Zaragoza, exclamó atónito: ¡Es posible que los vencedores de Dantzig, Ulma y Magdeburgo se hayan estrellado contra estos frágiles muros! No creerán en Londres mismo tal entusiasmo y tales sacrificios, hechos por huir de la esclavitud.17 Palafox revistó a su presencia las tropas, y aun dispuso maniobrasen algunos cuerpos: viéndole deseoso de asociarse a los gloriosos esfuerzos de los aragoneses, le remitió el despacho de mariscal de campo; y en la contestación que dio, admitiendo esta distinción, encargó que sus sueldos y emolumentos los destinase al alivio de los habitantes de Zaragoza.
Todos rebosaban entusiasmo, y parecían revestidos de un nuevo espíritu. La justa admiración que habían atraído sobre sí los zaragozanos acaloraba todas las imaginaciones; y éstos, al ver los elogios que les tributaban, a una con su jefe, comenzaron a experimentar las sensaciones más halagüeñas. El ayuntamiento de la villa de Madrid, deseando dar una prueba del placer que tomaba en el resultado ventajoso de tan singulares triunfos, dirigió al general Palafox el siguiente oficio:
«Excelentísimo señor: El ayuntamiento de la villa de Madrid ha mirado con la mayor admiración los singulares esfuerzos de ese reino en defensa de nuestra sagrada religión, patria, y rey Fernando VII (que Dios guarde), de que no hay ejemplo en las historias; y deseoso de dar una idea de su reconocimiento, por el beneficio que, así al estado como a la villa de Madrid le ha resultado por la gloria de las armas que V. E. con tan incomparable acierto manda, tiene por su mayor satisfacción la de contar a V. E. en el número de sus individuos: así lo acordó en 25 de agosto próximo, según lo acredita la adjunta certificación; y se promete de la atención de V. E, que se dignará admitir esta pequeña prueba de su gratitud y consideración. Dios guarde a V. E. muchos años. Madrid 2 de septiembre de 1808.=Excelentísimo señor.=Ángel González Barreiro. Excelentísimo señor don José Palafox y Melci.»
Los habitantes de Madrid, a su vez, y a la menor insinuación que hizo el intendente Calvo, entregaron con el mayor desinterés camisas, dinero y alhajas para surtir de lo necesario al ejército de Aragón, que los directores de los cinco gremios recaudaron, con el mayor celo y exactitud; y por lo que, agradecido Palafox, quiso darles un testimonio público de su aprecio dirigiéndoles una gratulatoria en estos términos:
«El capitán general de Aragón a los benéficos madrileños, que han contribuido generosos a socorrer las necesidades de sus tropas con dinero, ropas y otros efectos.—Me llamo mil veces dichoso al ver la actividad con que los compasivos vecinos de Madrid se apresuran a dar consuelo a mis amados aragoneses. Nada más noble, nada más digno de grandes corazones que el demostrar un verdadero patriotismo en beneficio de estos tan valientes como honrados hijos de Fernando. Su desnudez llamaba tiernamente la compasión de los pechos generosos: tanto más que empeñados en las lides, nunca los vi buscar abrigo, nunca los oí quejarse. A morir vamos, me decían; me lastimaba; les miraba con aflicción; y me consolaban diciendo: No sabemos rendirnos; y nuestras carnes solo se visten de gloria. ¡Qué acciones les he visto hacer en la desnudez! ¿Y qué no les veré hacer ahora con los auxilios que les preparan los dignos corazones de los habitantes de Madrid?, Vosotros, que en el centro de esta monarquía no habéis sufrido menos que nosotros, bien sabíais que vuestra hermosa caridad había de brillar en las provincias: estabais bien seguros que Aragón sería el teatro de la guerra, y así vuestros esfuerzos benéficos querían ya de un principio dirigirse aquí. ¡Oh, cuán dulce es la beneficencia, y cómo empeña el agradecimiento de los que reciben sus dones! Sí, Madrid; sí, digna capital de España; sí, valientes del dos de Mayo; los pechos de Aragón serán vuestra valla y vuestra defensa: aun no han vencido cuanto tienen que vencer; aun no han acabado de pelear; aun les falta sentar en vuestra capital al mayor de los reyes, a nuestro prisionero Fernando. Proseguid, nobles corazones, en vuestros loables beneficios; y yo, que moriré defendiendo vuestros hogares y nuestra patria, bendeciré vuestras manos dadivosas, y pediré al Cielo os haga siempre felices. Cuartel general de Zaragoza 30 de septiembre de 1808.=Palafox.»
¡Qué complacencia ver a todos los pueblos de una gran nación hermanados y respirando los más sublimes sentimientos! El extraordinario afecto que los zaragozanos profesaban al memorable Palafox hizo que la especie suscitada por los que llevaban su adhesión al más alto punto de erigirle una estatua tomase el mayor incremento. Los mayordomos y lumineros de las parroquias lo solicitaron: el ayuntamiento hubiera querido hallarse en disposición de acceder a sus miras; pero consideró que las urgencias y estado de cosas llamaban imperiosamente los desvelos patrióticos hacia otros objetos, y que debían esperarse tiempos mas felices. Si el vecindario se afanaba por ensalzar al benemérito hijo de Zaragoza, que tuvo denuedo para hacer frente a las huestes agresoras cuando todos no veían sino imposibles: éste no se interesaba menos en corresponderles, procurando en cuanto podía recompensar el extraordinario mérito que habían contraído. A este fin publicó con la mayor pompa la concesión de un privilegio a favor de los zaragozanos para que no se les impusiese por ningún tribunal pena infamatoria.
«Lo heroico de la defensa que han hecho de Zaragoza los magnánimos vecinos de ella y sus arrabales es el objeto de la admiración de todas partes, y lo será de las edades venideras. Su constancia, su imperturbabilidad, aquella serenidad con que supieron resistir a los continuos esfuerzos de un enemigo que cada día atacaba, y cada día era vencido, acreditan que en sus pechos se abrigaban las calidades más nobles; descubrieron no haber desaparecido del suelo español las virtudes civiles, que son las que mejor aseguran la independencia de un pueblo; y al mismo tiempo enseñaron lo que se puede hacer cuando se quiere no dejar de ser libre. De su bizarría y valor fui constantemente testigo; y los vi de continuo tan grandes en sus resoluciones como nobles en los hechos. Será el más agradable de mis días aquel en que informe a nuestro amado rey Fernando VII de lo que merecieron por su fidelidad, por su valor, por su lealtad, y por el tiernísimo amor con que le adoran; pero mientras aquel llega, no puede tanto como hicieron de ilustre quedar sin una distinguida señal que perpetúe su memoria. Por tanto, y reservándome el repartir, como tengo prometido, los premios particulares a que se hicieron acreedores algunos individuos por lo sobresaliente y poco común de sus servicios, para cuando haya recogido los informes mas exactos que aseguren mejor su justa distribución, he venido en conceder, como concedo a nombre de nuestro augusto soberano el señor don Fernando VII, a todos los vecinos de esta ciudad y sus arrabales, que ahora son y en adelante fueren, el privilegio de que por ningún tribunal, ni por causa alguna (excepto las de lesa majestad divina o humana) se les pueda imponer pena alguna infamatoria; cuyo privilegio sea perpetuo, irrevocable, y trascendente a todos los ciudadanos de cualquiera clase, sexo, edad y condición que sean; sin que nadie contravenga, ni vaya contra su tenor, antes bien se guarde, cumpla y ejecute puntualmente; a cuyo fin se pase un ejemplar autorizado a la real audiencia, a la sala del crimen, y al ayuntamiento de esta ciudad. Y para que llegue a noticia de todos, y tengan esta satisfacción, se publique la víspera del día de la santísima protectora de ella, nuestra señora del Pilar, por bando, con clarines y timbales, en la forma acostumbrada, y se fije en los sitios públicos; circulándose además a todas las ciudades, villas y lugares del reino para que en todos ellos conste esta justa demostración de recompensa al valor, fidelidad y constancia de la capital, a que tan íntimamente estoy agradecido. Cuartel general de Zaragoza 20 de septiembre de 1808.=José de Palafox y Melci.»
Estas gestiones eran un incentivo que enardecía loa ánimos generosos. Palafox disfrutaba la satisfacción de verse admirado y aplaudido. Él hizo frente a una empresa la más extraordinaria: los aragoneses correspondieron a su entusiasmo; y su mérito en esta parte crecía en razón de la distancia, presentándolo bajo un aspecto ventajosísimo.
Al mismo tiempo que se proyectaron obras de fortificación y pidieron refuerzos, se excogitaron medios para vestir y alimentar la tropa. Formóse interinamente un tribunal de seguridad pública para conocer y juzgar de los delitos de traición a la patria, sublevación contra las autoridades constituidas, y adhesión calificada al gobierno francés. Considerando interesante evitar un contagio, creóse una junta suprema de sanidad de la guerra, compuesta del excelentísimo señor capitán general don José Palafox y Melci, presidente; del excelentísimo señor teniente general don Juan Butler, vicepresidente; y de los señores vocales don Juan Sánchez de Cisneros, teniente coronel del real cuerpo de Ingenieros; don Joaquín Fortanete, racionero del Pilar; don Francisco Zamora, caballero comendador de la orden de san Juan; don Pedro Miguel de Goicoechea, caballero de la real y distinguida orden de Carlos III; doctor don Pedro Tomeo, médico; don Mariano Andréu, profesor de química y farmacia; don Francisco Rocha, arquitecto, director de la academia de san Luis; doctor don Joaquín Lario, médico; y del secretario el doctor don Gaspar Allué, abogado de los reales Consejos. Instalada a nombre del Soberano, publicó Palafox un edicto el 7 de octubre que comprendía diez artículos, relativos a procurar la limpieza y aseo general, a que recogiesen los cadáveres, impidiesen el uso de las aguas del canal infestadas, a que recogiesen las maderas de los blindajes, y otros pormenores necesarios para la conservación de la salud pública.
Especificadas las disposiciones de buen gobierno, trataremos de las militares, del estado de nuestras armas, y de las obras de fortificación ejecutadas con el mayor entusiasmo y energía. Los franceses partieron anunciando nuevos furores y desastres; y nadie dudaba apurarían todos los medios, pues estaba comprometido el crédito del hombre extraordinario y la opinión de sus tropas aguerridas. Replegadas éstas a la izquierda del Ebro, ocupaban parte de la Navarra y Rioja; y los ejércitos de Castilla, vencedores de Dupont, entraron triunfantes en la corte, y permanecieron algún tiempo para arreglar los planes de una campaña que empezaba a tener los mas felices resultados. En el mes de agosto estaban (a excepción de Barcelona, Pamplona, y parte de estos territorios) libres del yugo enemigo todas las provincias de España; y nuestras fuerzas eran de alguna consideración. El ejército del centro, a las órdenes del general Castaños, constaba de veinte y seis mil hombres; el de la izquierda, a las del general Blake, donde estaban las tropas inglesas, de mayor número; y el de la derecha, o de reserva, de veinte y cinco a treinta mil hombres. Aunque las tropas francesas fuesen tan numerosas y tan disciplinadas y aguerridas, no podían menos de reconcentrarse. La operación indicaba bien que su objeto era ponerse sobre la defensiva; y sabiéndose que los refuerzos debían venir del grande ejército que estaba observando a las potencias beligerantes, todo brindaba a no perder un momento, y excitaba a perseguirlos con la mayor energía.
El pueblo, sin entrar en pormenores, y ansiando sólo repeler el yugo enemigo, clamaba y censuraba la inacción. El mismo general Castaños dirigió un oficio a la Junta Central manifestándole sus deseos de salir de Madrid, a lo que accedió, dándole una satisfacción la más completa para apaciguar los rumores.
Tamaños males agobiaron por espacio de sesenta días a los zaragozanos, pero también fue extraordinaria la gloria que adquirieron. Infatigables, y llenos de entusiasmo, se reputaban invencibles; y aunque las pruebas recientes de una defensa tan acérrima eran el mejor testimonio de lo que debía esperarse si llegaban de nuevo a ser acometidos, no obstante, suponiéndose vendrían fuerzas muy superiores, Palafox pidió auxilios, y resolvió fortificar todos los puntos, como si fuese Zaragoza una plaza militar de las de primer orden. El comandante coronel de ingenieros don Antonio Sangenís formó el plan; y encargado de tan importante objeto, algunos jóvenes que habían hecho el estudio de las matemáticas en las cátedras de la Sociedad coadyuvaron a la ejecución: uno de estos fue don Mariano Villa, que ideó y dirigió algunas baterías.
Zaragoza está situada en una espaciosa llanura, y las montañas mas inmediatas se hallan a distancia de hora y media junto al pequeño pueblo de Juslibol. Por la parte del monte Torrero hay otra cordillera, que discurre por el cajero del canal, y cuyas cimas sobrepujan a otras eminencias: todo lo demás es terreno llano, cubierto entonces de olivares y caseríos. En el camino de la Muela hay un puente por donde pasa el canal; y junto, un promontorio de tierra. En esta altura se construyó una batería. En la cabeza del puente de la Casa blanca, y también delante del alto que hay junto a los edificios donde remansa el agua para dirigirse a los molinos, formaron dos: y también en el monte que está próximo a Torrero, llamado Buenavista, y en la entrada de la calle que hay frente al canal y astillero; con lo que quedó fortificada toda la línea que forma el canal, que había de treparse por un punto u otro necesariamente. Para conservarla era indispensable no sólo dotar de gente y cañones las baterías, sino poner un cordón extenso; pues no teniendo el canal sino nueve pies de París de altura desde la solera hasta la superficie del agua, y sesenta y cuatro de latitud, podía formarse a poca costa un puente, y pasarlo sin oposición por diferentes puntos. Todas estas obras estaban distantes de Zaragoza una media hora.
Otra línea más inmediata la constituía el río Huerva, que discurre de mediodía a oriente; y así es que forma una paralela con la Casa blanca y la ciudad hasta san José, donde hace un semicírculo para desaguar en el Ebro. En el trecho, pues, que hay desde el puente llamado de la Huerva, inmediato a la puerta de santa Engracia, hasta el que existe junto al convento de san José, se reputó por una línea; y sin contar que el río es vadeable, formaron en el de la Huerva un reducto con foso y troneras para ocho cañones; fijando a ]a entrada sobre un madero una tabla con la inscripción siguiente: Reducto de la virgen del Pilar, inconquistable por tan sagrado nombre. Zaragozanos: morir por la virgen del Pilar o vencer. Como el convento de san José está a la cabeza del puente, algún tanto elevado, lo rodearon de una zanja crecida, y colocaron cañones en unas troneras que trazaron a manera de almenas, convirtiendo en lo posible en fuerte aquel edificio. No cabían en este trecho otras obras; y para enlazar esta línea corría una muralla recta de tepes y ladrillos, de diez pies de altura y diez y seis de espesor, desde el mismo puente o reducto hasta el castillo. Por delante había una buena zanja; y en lo interior levantaron parapetos para ocupar las aspilleras en que debía obrar la fusilería. De trecho a trecho colocaron varios cañones; y como el convento de Trinitarios estaba situado en la misma línea, era un segundo fuerte desde donde podían cruzarse los fuegos con los del castillo y sostener la derecha e izquierda de la muralla, y también los de los reductos salientes que hicieron, en especial sobre el campo del Sepulcro, por ser bastante la distancia que hay desde Trinitarios hasta el castillo. Del mismo modo quedó incluido el convento de Agustinos, que estaba inmediato a la puerta del Portillo; y este edificio era reputado como otro fuerte, en el que terminaba aquella línea.
Zaragoza quedó murada, pues desde el extremo donde desagua el Huerva hasta la puerta de Sancho, inmediata al castillo, está el caudaloso Ebro; y no quedaba ciertamente flanqueado ningún punto, por cuanto en las Tenerías había un reducto en el sitio único por donde, desviándose de los edificios, podían, cruzando el Huerva, venir a tomar la orilla del Ebro, y otro en la puerta de Sancho. Seguía el castillo, y desde éste comenzaba hasta el de Trinitarios un parapeto con su cortadura, y en el medio un reducto; y desde este convento hasta el puente de la Huerva corría una muralla de diez pies de altura y diez y seis de espesor, con su foso, estacada y banquetas, todo con bastante solidez; luego seguía el Huerva, que sin embargo de ser vadeable, como tan inmediato, podía defenderse el paso desde los caseríos y baterías puestas en la línea del muro.
Sobre las ruinas del monasterio de santa Engracia se formó una batería con el nombre de los Mártires, otra en el jardín Botánico, otra en el molino de aceite sobre el muro antiguo, y también en el referido jardín, que viene a estar en el centro de la línea de edificios; las tres con objeto de impedir la aproximación del enemigo a la parte opuesta del Huerva, y en especial la del molino de aceite, para sostener el puente caso de perderse el fortín de san José. Continuó el cerramiento por las Tenerías, de modo que con el reducto mencionado quedaban aquellos edificios dentro de la línea murada de la ciudad. En la puerta del Portillo se construyó una batería muy crecida que abrazaba el convento de Agustinos, y servía para proporcionar la comunicación con los del castillo.
Con esto quedó fortificado el cerco de Zaragoza; pero era preciso contar con los arrabales que están a la izquierda del Ebro, y son de consideración, los que si ocupaban los franceses, les hubiera sido fácil apoderarse del puente, e internarse por la puerta del Ángel. Los arrabales tienen cuatro caminos; uno que desde Juslibol termina en los Tejares, que es la parte más avanzada de los edificios; el de los Molinos, que es la carretera de Zuera; el de Barcelona, o puente de Gállego; y el del vado que principia desde el mismo punto que el de Barcelona, en el sitio donde está el magnífico edificio-convento de san Lázaro, que el rey don Jaime I el conquistador fundó en el año de 1224. A esta parte, e izquierda del camino de Barcelona, existía el convento de franciscanos, llamado de Jesús, el que con poca diferencia venía a estar paralelo a la batería de los Tejares, que se formó sobre la elevación del terreno, y en los caminos de Villanueva y de Barcelona, se levantaron otras iguales de tepes, y también delante de Jesús; y abrieron sus zanjas correspondientes. En las entradas respectivas al Macelo eclesiástico, y convento de san Lázaro, se construyó en cada uno su batería; formando algunas empalizadas, y cerrando bien la entrada que a espaldas de los Tejares hay frente a las balsas, por si, huyendo aquellos fuegos, venían a tomar la ribera del Ebro, o paseo llamado antiguamente arboleda de Macanaz.
Todos los trabajos que se hicieron, y quedan referidos, se designan en el plano grande topográfico con la nota de Obras de los sitiados, y se distinguen con la mayor claridad. Sin embargo, los labradores y artesanos, satisfechos de que, aunque viniera (como decían) el mundo entero, no habían los franceses de conseguir sus fines, creían que la mejor barrera era el valor y el heroísmo de que estaban poseídos.
Cualquiera que reflexione en las obras referidas, quedará sorprendido; pues parece increíble que en el espacio de cuatro meses escasos se perfeccionasen unos trabajos tan sobre todo encarecimiento. Los materiales se acopiaron de los edificios arruinados; pero su trasporte, el abrir tanta zanja, y algunas de consideración; los macizos que hicieron en el jardín Botánico y molino de aceite (como que para subir los cañones fue preciso desmontar los edificios de la espalda y formar una rampa de mucha consideración), todo bien examinado, era para emplear mucho mas tiempo, aun con igual número de trabajadores: pero lo que no puede concebirse a no haberlo visto, es el ardor y energía con que los habitantes de todas clases concurrían a tomar parte en estas tareas. Eclesiásticos, religiosos, abogados, alcaldes de justicia, propietarios, todos alternaban con el labrador y artesano, manejando los pisones, tomando las espuertas de tierra, suministrando el ladrillo. Por todos lados no se veía sino una muchedumbre de gentes que obraban sin intermisión; y así las obras tomaban instantáneamente un aspecto que imponía. Por un cálculo moderado se invertirían unos cuarenta mil duros, que aprontaron los propietarios más acaudalados.
Estas líneas necesitaban un ejército. Entre los voluntarios de Aragón, de Cataluña y Guardias españolas escasamente compondrían cuatro mil hombres. La división valenciana, al mando del mariscal de campo don Felipe Saint Marc, según el aviso de la junta suprema de Valencia, constaba de cinco a seis mil hombres; y los restos de los tercios existentes por él partido de Calatayud, con los de Perena, ascenderían a unos cuatro mil; de modo que la total fuerza del ejército combinado de Aragón y Valencia sería de catorce mil hombres de infantería; y últimamente los escuadrones de caballería, reforzados con los doscientos cuarenta y cuatro que remitió Valencia, que compondrían unos cuatrocientos caballos, casi todos soldados bisoños.
La junta suprema de Valencia dispuso que, además de la división al mando de Saint Marc, viniesen al auxilio de Zaragoza setecientos hombres que componían la fuerza del segundo regimiento de Valencia, ciento cincuenta caballos y dos obuses, al cargo del mariscal de campo don Juan O-neille, como lo participó a Palafox en oficio de 9 de agosto; y también previno al general en jefe don Pedro González de Llamas con fecha de 22 del mismo mes que con sus tropas y las del reino de Murcia, al mando de don Luis Villava, pasase a Jadraque y Sigüenza; situándose de modo que, según lo exigiese la urgencia, pudiera socorrer en todo o parte a Zaragoza o Madrid; poniéndose de acuerdo con los generales Castaños y Cuesta, si creían ventajosa la reunión de todas las fuerzas; y asimismo lo manifestó a Palafox en la contestación de 24 de agosto.
Por el pronto, la división de Saint Marc partió a perseguir a los franceses en su retirada por la ribera del Jalón con ánimo de incorporarse con los tercios existentes en aquel territorio. Con fecha del 15 ofició a la junta de Valencia desde la Muela, pueblo distante cuatro horas de Zaragoza, dándole cuenta de sus operaciones. El 29 de septiembre salió con parte de la misma para Ejea de los Caballeros con la dotación correspondiente de artillería, zapadores e ingenieros. La tropa bajó desde Torrero, y atravesó la ciudad para que Palafox la revistase. El batallón de Perena, unido a los voluntarios y demás que estaban durante el asedio, partieron hacia las Cinco Villas con dirección a Navarra, para estrecharlos conforme fuese progresando el ejército de Castilla; y el 30 de septiembre salió para Cataluña la vanguardia do otra división a las órdenes del marqués de Lazán.