CAPÍTULO XXIII.
Palafox inspecciona los principales puntos.—El enemigo entrega los prisioneros, y levanta el campo a media noche, volando el monasterio de santa Engracia.
La capital de Aragón presentaba en estos días el cuadro más lúgubre: edificios enteros ardiendo; las bombas girando sobre nuestras cabezas en todas direcciones; heridos que conducían por las calles, unos en hombros, otros en parihuelas; tiroteos incesantes; hogueras formadas en la calle del Coso para quemar los cadáveres franceses; choques por las casas y claustros de los conventos; alarmas continuas como la del día 7, en que dos dragones a caballo vinieron a las once de la mañana por el Azoque al Mercado, carrera tendida, gritando avanzaba el enemigo. Al oírlo, no pudieron menos las gentes de conmoverse y comenzar a cerrar ciertas bocacalles. Pasada la primera sorpresa, vieron que la alarma era infundada; y como se sospechaba de todo, el alcalde Moya prendió al uno, y lo mismo ejecutaron los paisanos con el otro. Perena con su campo volante hacía por las alturas varias evoluciones; y los defensores seguían llenos de entusiasmo, ya con los refuerzos recibidos, ya con las noticias lisonjeras publicadas y corroboradas acerca de la rendición del ejercito del general Dupont, y las insertas en la gaceta extraordinaria [en la] que, con referencia a una carta de [Madrid, contaba] haberla abandonado los franceses.
También se enteró al público de que por las valijas que habían estado detenidas, y acababan de llegar, el ministro de la audiencia y auditor general del ejército de Valencia don Ramón Calvo de Rozas, participaba a su hermano el intendente don Lorenzo la agradable noticia de haber dispuesto la junta suprema de aquel reino, accediendo a las repetidas instancias oficiales del general Palafox, enviar una división de su ejército, compuesta de tropas de Cartagena y valencianas, a las órdenes del brigadier Saint-Marc, y del conde de Montijo, con lo que conceptuó que el enemigo desistiría de su empresa.
Al ver que en Zaragoza todo era heroico y sublime, comenzaron a disponer su marcha, y destacaron entre el día 11 y 12 una división con gran parte del bagaje. Los vigías daban continuos avisos de los movimientos que observaban; pero por el pueblo corría la voz de que iban a dar un ataque formidable. Como quiera, las operaciones del 12 indicaron claramente que iban a levantar el sitio, pues arrojaron artillería al canal, y se observó una extraordinaria agitación en todos los campamentos. El 13, los vigías afianzaron más la idea de que los franceses iban a retirarse. No obstante, las avanzadas enemigas, y las guardias de contravalación seguían sosteniendo el fuego; y lo mismo ejecutaban las tropas y paisanos, continuando con el mismo ardor y vigilancia en todos los puntos. Palafox los recorrió, animando con su amable presencia a los defensores, colmándolos de elogios, y dándoles a entender terminarían prontamente los desastres, y que a tan terrible tempestad sucedería el reposo. Con este objeto publicó la siguiente exhortación:
«Aragoneses y soldados que defendéis a Zaragoza: Dos meses ha que los llamados invencibles ejércitos franceses tienen sitiada esta capital; y han usado de cuantos medios puede sugerir la crueldad y la vileza para afligiros. No contentos de ejercer el robo de las cosas más sagradas, de incendiar los campos, de degollar a los rendidos e inocentes, y de violar sin pudor a las infelices que la casualidad y la desgracia han hecho caer en sus manos, han arrojado en la ciudad más de cinco mil bombas y granadas, han atacado con furor, y a un tiempo mismo repetidas veces, todos los puntos y baterías, y por fin no os han permitido un solo día o noche para el descanso. A todo habéis sabido resistir: vuestro valor, vuestra constancia, y el fuego sagrado de la religión y de la patria os han hecho olvidar el descanso, y preferir la muerte a la humillación y abatimiento del nombre español. Vuestras mujeres las zaragozanas, cuyo valor admirable las hace superiores a cuantas la historia nos recuerda, han desplegado su extraordinario espíritu y esfuerzo, presentándose en medio de los peligros para animaros y suministraros generosamente, durante los combates, los alimentos y auxilios necesarios. La Europa admira la defensa que ha hecho Zaragoza. Toda la nación española dirige sus votos al Altísimo en favor nuestro; y cuando llegue a saber que la vista misma de tantas desgracias como han sobrevenido, la ruina de muchas casas, y los robos cometidos por los viles esclavos de Bonaparte, no han podido arrancar una sola lágrima ni queja, y que tan sólo respiráis armas y venganza, la posteridad llegará a dudar de tanto heroísmo; mas no podrá dejar de venerar la memoria de tanto oficial de mérito, y tantos héroes, ya paisanos, ya militares, como se han distinguido, y cuyos nombres se publicarán en días de más quietud. Soldados: ya la suerte está decidida: nuestro triunfo es seguro: completad la obra que tan dignamente habéis sabido sostener: que no se salve, ni escape uno solo de estos pérfidos destructores de la paz del género humano. Ya corren presurosos a vuestro socorro los valerosos ejércitos españoles, acostumbrados a vencer siempre. Estad preparados, y cuando llegue el momento de llamaros, que será en breve, acudid, obedeced a vuestros jefes, y acábese de exterminar ese ejército francés que tan mal se ha conducido en España. Cuartel general de Zaragoza 13 de agosto de 1808.=José de Palafox y Melci.»
Por la tarde se anunció un parlamento, que creímos por el pronto se dirigiría a renovar sus acostumbradas pretensiones; pero fue para hacer entrega de las religiosas y otras gentes que tenían prisioneras; entre ellas al padre Basilio, maestro que fue del general Palafox, el cual, habiendo salido de Villamayor el 11 a las siete de la mañana creyendo no habría ya franceses en la orilla izquierda, fue hecho prisionero a la media hora, y conducido a Torrero ante Lefebvre, ¡Qué escena ésta tan singular y extraordinaria! En medio de la más funesta desolación salir los zaragozanos a recibir a sus compatriotas, y presenciar el enemigo las efusiones de ternura y gozo que experimentaron unos y otros al verse reunidos. Al anochecer incendiaron los edificios de Torrero. El depósito de maderas del parque, situado a la izquierda, y paralelo a los molinos, ardía furiosamente, y las llamas piramidales en la oscuridad presentaban un golpe de vista lúgubre. En medio de que todo marcaba íbamos luego a vernos libres de franceses, los patriotas no podían contenerse. Observaron que delante las gradas de la puerta de la iglesia de san Francisco había un obús abandonado; y el comandante de la parte superior del Coso don Benito Piedrafita proyectó tomarlo. A este objeto salieron de las casas inmediatas a la subida del Trenque Magín Salas, artillero del segundo de voluntarios, en compañía de Cristóbal Tolosa. Éste ató una cuerda, pero al tiempo de tirar los paisanos, se rompió; y don Juan Jimeno, de oficio cerero, proporcionó una maroma; pero como una de las ruedas de la cureña estaba rota, fueron precisos muchos brazos para aproximarlo. Igual operación ejecutaron algunos voluntarios que estaban a las órdenes del teniente coronel don Felipe Escanero con un cañón violento, que ocuparon del mismo modo, aunque con más dificultad, pues estaba ardiendo la cureña, y era necesario evitar pegase el fuego en las cuerdas con que lo arrastraban. Todo esto fue ya en los últimos momentos, y acaso después de haber abandonado la línea el enemigo.
Los habitantes iluminaron sus fronteras por si ocurría alguna novedad ; y estábamos en la más viva expectación, cuando dadas las doce sentimos una explosión tan horrenda, que todos los edificios se conmovieron. Aquel terretiemblo inesperado suspendió los ánimos por un momento; pero a seguida supimos habían volado el monasterio de santa Engracia, y que huían. A las tres de la mañana del día 14 caminaban los paisanos a Torrero saltando los parapetos; y por medio de los colchones y muebles que ardían esparcidos por las calles, y a la escasa luz del alba, observaban los despojos de que estaba sembrado todo el camino, y aun de cadáveres de varios paisanos asesinados al tiempo de entrar por las casas en el día 4 de agosto. Llegaron a Torrero, y examinaron hasta los sitios más ocultos. El pan recién amasado, los víveres, armas y pertrechos que hallaron daban idea de que su partida había sido precipitada. También hallaron ejemplares de la constitución formada en Bayona, y otros papeles publicando sus victorias, y las acciones de Alagón y Mallén. Los zaragozanos quedaron atónitos al contemplar a buenas luces las ruinas del monasterio. El subterráneo o iglesia de los Mártires, donde existía el pozo y catacumbas que cerraban los venerables restos de los que con tanto heroísmo habían perdido la vida en apoyo de su creencia, estaba cegado con las ruinas del edificio superior, del cual sólo se descubría un lado de la nave que formaba la iglesia principal, y algunos medios arcos de la bóveda. Entre las masas enormes de las paredes desgajadas aparecían trozos de arquitectura. El pórtico de mármol, obra de Juan Bautista Morlanes, quedó en pie, aislado, aunque con muchos balazos; y también la torre, y otras dos que adornaban los costados del pórtico. A la parte exterior quedó colgado un trozo de corredor con los artesonados, y varias hileras de columnas pequeñas; presentando por ambas caras una vista interesante de ruinas.
Todas las calles de aquel distrito ofrecían el cuadro de la desolación mas espantosa: vigas ardiendo, edificios amenazando una próxima caída, otros que conservaban sólo las paredes forales, la mayor porción convertidos en montañas de escombros. El hospital, aquel asilo de la humanidad desvalida, que antes ofrecía un aspecto consolador viendo la distribución de sus oficinas, las salas de los enfermos, según la clase de sus indisposiciones, y todo cuanto podía contribuir al alivio de los infelices, en la mañana del día 14 aumentaba más y más el desconsuelo: paredes, techos, escaleras todo asolado, todo derruido. En las iglesias, los altares por tierra, consumidos los retablos, pues las maderas sirvieron para hacer los ranchos. Las fronteras de la casa de Lloret, frente a san Francisco, e inmediatas, todas cubiertas de balazos, y las puertas de los balcones hechas astillas. Por el suelo había infinitas balas; y a cada paso se conocía que aquellos sitios habían sido el teatro de la guerra. Cerciorados de la retirada de los franceses, la anunciaban todos con el mayor júbilo: a muchos les parecía un sueño; y en verdad que el peso era demasiado enorme para concebir y acoger de pronto una nueva tan lisonjera.
Aquella misma tarde se cantó un solemne Te Deum en la metropolitana del Pilar. El ayuntamiento fue a las seis a palacio. La tropa estaba tendida desde éste hasta la iglesia. Palafox, acompañado del conde de Montijo, corregidor, regidores y jefes militares, llegó entre el estrépito marcial de música y cañones, toque de campanas y vivas de la muchedumbre al templo, donde el cabildo le recibió con el aparato que las circunstancias permitían. Este acto solemne acabó de explayar los ánimos piadosos de los zaragozanos. La religión, que contribuyó no poco a revestirlos de energía, derramaba sobre los corazones una efusión inocente y pura. Atribuían el éxito a su Protectora y Patrona; y con esta agradable sensación derramaban lágrimas de ternura. Terminado el Te Deum, regresó Palafox con su comitiva al palacio, recibiendo los vivas y aplausos que le prodigaba el entusiasmo de la muchedumbre.
El general Palafox mandó saliesen a reconocer el campamento don Fernando Gómez Butrón y don Mariano Renovales, los cuales tomaron medidas para cortar el fuego y salvar un sin número de provisiones de boca y guerra. En la casa Blanca hallaron cincuenta y seis cureñas de buen servicio, a excepción de algunas pocas que el fuego comenzaba a consumir, y las provisiones siguientes:
Trigo, 600 cahíces.
Harina, 120 costales.
Aceite, 400 arrobas.
Vino, una barca con cajones de botellas.
En san Lamberto, 300 talegas de harina.
También salió el teniente de ingenieros don Mariano Villa a deshacer las trincheras y baterías de los enemigos, dispuestas en la forma siguiente:
3 obuses en la huerta de capuchinos.
2 morteros en el conejar de la torre de Forcada.
4 obuses en la ribera derecha de la Huerva.
29 cañones y 1 mortero en la batería levantada contra las tapias de santa Engracia.
Los pertrechos de guerra que dejaron los franceses, según la nota comunicada por el comandante de Artillería, fueron:
Morteros de 12 pulgadas, 5
Obuses de 8 pulgadas, 5
Cañones de a 18, 2
Id. de a 16, 4
Id. de a 12, 3
De diferentes calibres, 35
Además encontraron una crecida porción de granadas, fusiles, balería y otras municiones: en el hospital se encontró una porción de costales de grano, otra de vino y aceite. Varias partidas que salieron a picar la retaguardia al enemigo condujeron la mañana del 15 tres polacos, que ahorcaron en el Mercado a vista de un inmenso pueblo.