CAPÍTULO XIII.
El general Verdier llega al campo enemigo con un gran refuerzo.—Los defensores cortan los olivares.—Se organiza un cuerpo de caballería.—Ardid para explorar el estado de la plaza.—Disturbios entre algunos militares y paisanos.
El 2 de julio, abominable para los franceses, glorioso para los zaragozanos como el día 15, deberá convencer a todas las naciones de lo que es capaz un pueblo entusiasmado. Tristes baterías, tapias débiles bastaron a contener soldados que, llenos de valor, avanzaron hasta abrazarse con las cureñas. Para asaltar algunas de las tapias no necesitaban escalas: los franceses treparon francamente, y sin tener que superar grandes fosos, hasta las mismas baterías: las puertas abiertas; ¿por qué no se apoderaron de ellas? Las custodiaban los padres de familia y una intrépida juventud que defendía sus hogares. El valor de los defensores de Zaragoza tenía el origen mas noble, y lo atizaba el justo odio que todo hombre debe profesar a la traición, a la mala fe y a la tiranía. Muchos que no tomaron parte en el combate salieron a ver la muchedumbre de cadáveres que cubría el campo. La admiración y el pasmo era grande; y el anciano, al volver la vista de aquel horrendo espectáculo hacia sus ufanos compatriotas, con una voz trémula gritaba: victoria; y sus ojos se enternecían. Unos acontecimientos tan brillantes inflamaban más y más el ardor y entusiasmo que reinaba indistintamente; y viéndose que la multitud y corpulencia de los árboles que hermoseaban la circunferencia de Zaragoza servían de resguardo al enemigo para aproximarse, salieron por todos los puntos a cortarlos y dejar rasa la campiña. A este objeto se ordenó por medio de un bando concurriesen los artesanos de toda clase con sus herramientas, como lo ejecutaron puntuales; y por la parte de santa Engracia lo verificaron ciento cincuenta hombres, a pesar de que no les designaron para proteger el corte sino diez y ocho soldados. Con esta ligera escolta treparon, poniendo tablones, por el río Huerva; y en medio del fuego que les hacía el enemigo subsistieron derribando trozos de los caseríos más inmediatos, y cortando los olivares más próximos. La misma gestión practicó por las cercanías de la puerta del Carmen otra cuadrilla dirigida por Manuel Fandos, aparejador del canal; y otra, apoyada de las compañías de Sas y de las de Cerezo, lo realizó por los olivares que existían cerca del edificio del castillo. Los franceses procuraron impedir esta empresa; pero favorecidos nuestros valientes por la hondura, apenas les ocasionaron daño de consideración.
El enemigo ocupó un campo santo, y al abrigo de sus tapias incomodaba a la guarnición del castillo; pero aprovechando un momento el capitán Cerezo, al frente de una de sus compañías, y armado como tenía de costumbre, con su rodela, los desalojó, derribó las tapias, y los persiguió hasta cerca de la Bernardona. Al día siguiente continuó el corte con más escolta; y por la puerta de Sancho llegaron algunos franceses a tiro de fusil de la batería, haciendo ademanes de que querían hablar; y viendo su insistencia salió Renovales, quien por su parte les hizo iguales señas para que concurriese algún jefe; y habiéndolo verificado un oficial, expresó éste trataba de pasarse una división entera; resultando de esta conferencia que Renovales volvió con siete franceses armados, que remitió al general. Éste recorrió los puntos, manifestando su complacencia a los defensores, colmándolos de justos elogios, y gratificando a los artilleros. A fin de observar el campamento del enemigo subieron el general, su hermano el marqués y comitiva a la torre del Portillo. Desde ésta, y también de la batería, vieron que algunos soldados tremolaban un pañuelo blanco; y aunque el brigadier don Antonio Torres expresó no debía hacerse caso, y que lo verdadero era contestarles con el cañón, salieron don Joaquín Sánchez del Cacho, un teniente y algunos guardias españolas con el objeto de explorarlos. A cierta distancia se avistaron, y la conversación giró sobre los triunfos que conseguían las armas del Emperador, lo inútil de la temeraria defensa que hacían los zaragozanos, y que debían entregarse para evitar los desastres de la guerra. Uno de los franceses les pidió tabaco, un peine y otras bagatelas, y habiendo solicitado el permiso se condescendió, y volvieron a conducirle, pero tuvieron la precaución de vendarle; y habiéndole explorado el comandante de ingenieros don Francisco de Gregorio en italiano, ponderó las muchas fuerzas del ejército sitiador, y le hicieron regresar a su campamento.
El descalabro que sufrieron los franceses en el furioso ataque de la mañana del 2 de julio fue tal, que de sus resultas pidieron refuerzos, con los que presentaron por la izquierda del Ebro una fuerza capaz de dividir la nuestra, en términos que pudiese facilitarles la ocupación de la ciudad. Efectivamente, llegó el 6 por la noche el general Verdier, que había entrado en España por el mes de junio con unas dos brigadas y el correspondiente tren de artillería. Se conceptuó que ascendería su fuerza de unos cuatro a seis mil hombres; y desde luego comenzó a dirigir las operaciones del sitio. Entretanto los paisanos continuaban cortando árboles y derruyendo las casas de campo inmediatas; y al ver los franceses semejante tesón, y que podían interrumpir sus trabajos, dispusieron desalojarlos bajando un cañón volante, que situaron frente a la torre de Estepa; y a pesar de que las guerrillas sostenían el fuego parapetadas con las ramas y troncos que hacinaban, fue preciso replegarse y continuar la obra por los olivares hondos inmediatos al río Huerva: siendo como quiera muy admirable y digno de los mayores elogios haber salido por diferentes puntos en algunos días consecutivos a destruir las preciosas heredades que circuían la capital, a trueque de ofender más abiertamente al enemigo. Manuel Salvatierra y tres compañeros que con el presbítero don Ginés Palacín fueron el 28 de junio a cortar el agua del canal para imposibilitar la conducción de granadas y bombas, participaron que en la noche del 29 habían realizado su comisión, echando las compuertas y rompiendo las roscas para que no pudieran levantarse; pero fue inútil, porque diez soldados de caballería precisaron a Martín Serrallo, encargado de aguas, a que las pusiese corrientes. La actividad era recíproca: los franceses no perdían de vista cuanto podía facilitar su empresa y aumentarnos las privaciones; y por nuestra parte no omitíamos tampoco ningún medio para desbaratar sus planes e impedir perfeccionasen sus trabajos.
La necesidad de atender a los extraordinarios gastos que exigían las urgencias de aquella época, produjo la publicación de un bando para que, con arreglo a lo resuelto con fecha de 30 de mayo último, se confiscasen los bienes pertenecientes a vasallos del Emperador de los franceses y los de los españoles que se habían ido a Francia; prescribiendo reglas para recaudar los consistentes en metálico y conservar los demás fondos; imponiendo penas a los que protegiesen las ocultaciones, y premio a los que las delatasen.
Continuaba la entrada de soldados que habían podido fugarse, y muchos guardias de corps, que, contando coa la protección del general, deseaban ser colocados en los cuerpos que iba organizando en medio de tantas y tan extrañas tropelías. El coronel don Bernardo Acuña, encargado de formar uno de caballería de Aragón, logró perfeccionarlo algún tanto, y arregló el plan, fijándolo en tres escuadrones de cuatro compañías, cada una de doscientas veinte y seis plazas montadas y cuarenta desmontadas; componiéndose la plana mayor del coronel Acuña, del teniente coronel don Ramón Adriani, del sargento mayor ,don José Manrique, del ayudante el teniente de Borbón don Domingo Pavía, y del porta-estandarte el sargento de Borbón don Félix Carrasco. Para proporcionar a estas tropas y a las de línea, las correspondientes armas, el intendente Calvo mandó presentar en el término de veinte y cuatro horas las escopetas, pistolas, sables y espadas de montar; ofreciendo a su tiempo devolverlas o satisfacer su valor. La junta suprema de gobierno fijó un momento su atención sobre los infinitos desórdenes que ocasionaba la conducta de algunos paisanos que so color de celo y patriotismo vejaban a muchos vecinos honrados, aprisionándolos arbitrariamente, reputándolos por traidores; y para evitar tamaños excesos mandó que, no siendo in fraganti delicto, nadie prendiese sin autoridad de la justicia; imponiendo al que lo ejecutase dos meses de cárcel y la multa competente; previniendo al alcaide diese cuenta a la junta de los que le presentasen sin llevar orden de las autoridades constituidas. El ramo de hacienda se confió al intendente del ejército y reino don Lorenzo Calvo de Rozas; a don Elías Javier de Lanza, canónigo; al reverendo padre fray Felipe Andrés, del colegio de trinitarios calzados; a don Ventura de Elorduy, contador principal del reino; a don Tomás de la Madrid, tesorero del mismo; a don Pedro Cornel, intendente honorario de la provincia y administrador general de rentas; a don Juan de Marticorena, del comercio; y a don Eusebio Jiménez, racionero de la metropolitana de la Seo, y secretario de su ilustrísimo cabildo y de esta junta. Posteriormente se agregó a don Miguel Pescador, del comercio.
Impacientes los escopeteros voluntarios de la parroquia de san Pablo por batirse con el enemigo, salieron en número de doscientos hombres, y llegaron hasta el olivar situado frente al castillo, en donde hicieron un fuego muy vivo; y a pesar de que fueron reforzados los franceses, los hicieron retroceder, matándoles cinco hombres, con pérdida de uno solo por nuestra parte. A su imitación le molestaban los de los otros puntos; pero como estas operaciones eran aisladas, no producían grandes ventajas. Sin embargo, para excitar a los habitantes y a las tropas, el general publicó la siguiente resolución.
«Nada es preferible a la defensa de nuestra santa religión, del rey y de la patria; y nadie es más acreedor a los beneficios de esta patria que aquellos que en circunstancias críticas, como las presentes, se presten voluntariamente a salir a su defensa. En consecuencia, el excelentísimo señor capitán general y la suprema junta de gobierno del reino han resuelto: que si alguno de los que hicieren una salida para derrotar a los franceses y salvar la patria muriese en la acción, se socorra a sus viudas o hijos con una suma en dinero para que no queden desamparados, y que se tenga toda consideración, y premie a los oficiales y soldados que se distingan, al paso que degradará y castigará a los que no hagan su deber. El general y la junta esperan que unidos a la tropa los valerosos habitantes de esta capital, y procediendo con toda armonía, se logrará un completo triunfo contra el enemigo. Zaragoza 13 de julio de 1808.=El gobernador y capitán general, José Palafox y Melci.»
Deseoso éste de aumentar el número de defensores, y cerciorado de que la falta de organización y orden había movido a algunos de los alistados a retirarse a sus pueblos, expidió, de acuerdo con la junta de gobierno, una circular a todas las justicias para que detuvieran a los soldados o paisanos alistados que no tuviesen licencia o pasaporte, y que los condujesen con sus armas a la capital; expresando que su omisión o malicia sería castigada con penas rigurosas; y en la misma orden se decía que circulaban algunas cartas de Madrid con el objeto de poner en duda la fidelidad de los generales y juntas supremas de las provincias, dando a entender obraban de acuerdo con el gobierno intruso; y disponía que al que le ocupasen papeles que pudieran turbar la tranquilidad pública sufriría la pena establecida para los cómplices de alta traición; y en confirmación, Palafox publicó algunas de las cartas que daban noticia de lo que ocurría.
Por más esfuerzos que hacía la junta suprema de gobierno, no podía dirigirse con igualdad el espíritu pública Faltos de aquella concentración que exigen las operaciones complicadas, nos veíamos luchando entre mil especies opuestas; y los genios fogosos., que creían estaban todos poseídos de un mismo ardor, prorrumpían en quejas, y no dejaban de suscitarse contestaciones entre los militares y paisanos. Los escopeteros, engreídos con sus triunfos, decían, que las reglas eran inútiles, y que el valor lo superaba todo. El militar sostenía que, a pesar del feliz éxito, obraban temerariamente y sin consideración: que no bastaba el arrojo si no le acompañaban ciertas medidas: que el defender las puertas, pertrechados de las baterías, y desde los edificios, no era lo mismo que batirse en el campo, donde el arte vence los obstáculos y arrolla las masas más grandes cuando no son dirigidas con la debida pericia. Palafox tocaba a cada paso dificultades muy arduas; y mandó que, para evitar la desunión, orillasen unos y otros semejantes debates; imponiéndoles las mayores penas si llegaban a insultarse con expresiones indecorosas; recomendando especialmente al clero y personas de algún influjo procurasen celar sobre este extremo para impedir que el enemigo sacase ventajas de semejantes disturbios. El decreto que se publicó con este motivo decía así:
«El gobernador y capitán general del reino y la junta suprema de gobierno, que incesantemente se afanan por el bien de la patria, han visto con el mayor sentimiento la desunión que algunos espíritus perturbadores han intentado sembrar entre la tropa y los paisanos. Están persuadidos de que unos y otros caminan a un mismo fin, y desean sacrificar su vida por la causa más justa; pero para precaver las funestas consecuencias que necesariamente debían resultar de esta división, manda: que todo oficial y soldado que insulte a cualquiera paisano con alguna voz odiosa, verificado el hecho será castigado inmediatamente con todo el rigor de la ley militar: que todo paisano, de cualquiera estado o sexo, que insulte a cualquiera militar con expresiones indecorosas o no correspondientes a tan honrada profesión, inmediatamente sea preso y castigado militarmente con el mayor rigor. Se espera del noble carácter de los aragoneses y de las exhortaciones pacíficas y poderosas del clero y personas de influjo, que se logrará conservar reunido el ánimo de todos los defensores de la patria, y se privará al enemigo común del recurso que de lo contrario podría resultarle. Zaragoza 14 de julio de 1808.»
En las conmociones populares reina siempre un espíritu de agitación y credulidad. La muchedumbre acoge con facilidad especies que deberían examinarse con mucha madurez, pues algunos encubren intenciones dañinas con la capa de celo y adhesión al gobierno. Todo esto no dejaba de producir obstáculos; y por más que ansiábamos ver consolidada la autoridad para que el verdadero amante y defensor de la patria tuviese un escudo contra la perversidad y malicia, quedaron sin cumplirse nuestros deseos.