CAPÍTULO XXII.
Los sitiados conquistan y reconquistan el convento de santa Catalina.—Arriban las tropas auxiliares y un convoy de víveres.—Acciones parciales en varios puntos de la línea.
La Entrada de los Guardias, y remesa de pólvora que José Moneva, Francisco Bagés y Vicente Langa, de Villafeliche, introdujeron, tanto esta vez como la otra cuando los escoltaron desde los vados las compañías de Sas, causó una alegría general; y los zaragozanos de cada vez se creían más invencibles. Sin cesar fueron conducidos a reforzar los puntos; y el marqués de Lazán comenzó a subsanar en lo posible el desorden general que había ocasionado la lucha del día 4; y a fin de reunir la tropa de puestos para atender al relevo y manutención de la misma, publicó un bando el 6, destinando como cuartel para el regimiento de Extremadura la plaza del Mercado, para fusileros del reino la plaza de san Antón, y la de san Felipe para que sin confusión se reuniesen los individuos de otros cuerpos o compañías sueltas; y se nombró un ayudante para alistar a los que se presentasen.
Considérese cuál estaría la población: merced a que todos trataban de defenderse y ofender al enemigo, pues sin este entusiasmo era imposible continuar en un estado tan terrible. Renovales consiguió desalojar con su gente a los franceses de las casas del hospital, salvando de ellas muchas alhajas de valor, en especial de la casa en que habitaba el comerciante Carbonell: tuvo el arrojo de salir al Coso por la puerta que había en el ángulo que aquella formaba con la iglesia del hospital, y comenzar con sus compañeros a abrir brecha para entrar en la sacristía, lo que consiguió, sufriendo entre tanto el fuego que el enemigo hacía desde la torre y edificio del convento de san Francisco. Apenas entró, extrajo todos los ornamentos, que remitió con un ayudante al marqués de Lazán; y además dos pares de timbales con sus fundas bordadas, y seis estandartes, correspondientes al regimiento de dragones del Rey. Creyendo el enemigo que iban a cargarle, incendió una de las casas contiguas al hospital para contenerlos, pero Renovales lo apagó con parte de su gente, y con la restante se apoderó de la puerta que sale al Coso, desde donde comenzaron a hacer un fuego vivo, que apoyaron los que ocupaban las casas de frente bajo la dirección del capitán don Pablo Casamayor y del teniente de Extremadura don Francisco Cáceres, contra la batería enemiga, que lograron desbaratar enteramente.
El hospital era un edificio muy crecido, y además tenía a su derecha, como lo indica el plano, huertas, corrales y cementerio, que enlazaban con los del convento de santa Catalina, aunque en el medio había una calle que circunvalaba el espacio. El día 4 anduvieron errantes los franceses por todo aquel distrito; pero por la noche se ciñeron a conservarlo. Como casi todas las operaciones eran hijas del celo patriótico, advirtió un paisano que aquel punto estaba con poca fuerza para contener una invasión, y dio cuenta a su comandante don Miguel Oñate: éste dispuso reforzarlo, pero no pudo impedir el que por las huertas se introdujese el enemigo en el convento de santa Catalina, y se posesionase de la casa del abogado don Genaro Rodríguez, desde la cual enfilaban sus fuegos al Coso por la calle de Zurradores. Renovales formó el proyecto de desalojarlos; y habiendo tomado una partida de Guardias españolas y otra de voluntarios, los sorprendió, y huyeron, con lo que quedaron los voluntarios de guarnición en el convento, los cuales, pasados dos días, fueron a su vez sorprendidos; pero conociendo lo importante que era aquel punto, entraron doscientos paisanos con una porción de voluntarios del segundo por la iglesia y portería tiroteando y luchando por los claustros y corredores, de modo que huyeron los franceses precipitadamente. Los oficiales de las compañías de voluntarios don Juan y don Miguel Frasna dirigieron los esfuerzos de éstos con la mayor energía; y el sargento Martín Brun y sus compañeros hicieron un fuego tan- terrible con las granadas de mano, que el enemigo no pudo resistirlo. Conseguido esto, Renovales, para hacerles abandonar un cañón que habían colocado junto a la pared que en otro tiempo separaba la calle del Cementerio de la de Zurradores y santa Catalina, colocó parte de sus compañeros en una casa frente al patio del convento, para que desde allí hiciesen fuego a los que ocupaban la casa de Rodríguez, y luego subió con otros a los tejados de aquel, desde donde, con granadas de mano y cascos de ladrillo, consiguió su intento. En este punto quedó herido gravemente el comandante don Rafael Estrada, y murió un guardia española.
El marqués de Lazán y su hermano don Francisco no cesaban de tomar aquellas disposiciones más oportunas, al paso que el capitán general Palafox trabajaba ahincadamente para activar la marcha de las tropas auxiliares y del convoy de víveres. El día 5 al amanecer llegaron a Osera seis cañones volantes de Lérida, que conducía el capitán Sara. Incorporados en este punto don Carlos Miguel Artazcos con el oficial y tropa que envió Palafox escoltando una porción de pólvora, partieron con dirección a Zaragoza; pero, noticiosos de que habían salido de la Puebla bastantes franceses, retrocedieron, refugiándose en el castillo de Alfajarín, y la pólvora continuó hacia Villamayor, según el aviso que dio Artazcos a las once de la noche, hora en que insinuaba iba a salir el general don Luis Amat excitado por Palafox; y viendo el interés y ardor que reinaba en las tropas. comenzó a dar órdenes; y, entre otras, previno desde Perdiguera a don Felipe Perena amaneciese el 7 situado con las fuerzas que pudiese reunir en las alturas de Villanueva de Gállego; y aun Perena por su parte dispuso, con acuerdo del edecán don Juan Pedrosa, colocar en ella dos violentos. Arreglado el plan, emprendieron los voluntarios y catalanes su marcha; y éstos, como los de Perena, fueron a ocupar los puntos convenidos. Junto a las balsas de Villamayor hubo un ligero encuentro con una porción de caballería francesa que iba al campamento de las torres del Hornero y de los Cipreses. Anticipadamente partieron de Villamayor con carros cargados de tablones los doscientos miqueletes que habían venido de Lérida, a los que se agregaron cien paisanos, los cuales, dirigidos por don Francisco Tabuenca, habilitaron el día 8 por la noche los puentes, en especial el de Gállego, como también los vados y pasos necesarios; por manera que a las tres de la mañana del 9, estaba el convoy en el camino de Barcelona, y el general Palafox en la torre del Arzobispo. El enemigo en una de sus correrías, aprovechándose de nuestra negligencia, viendo varios carros que, entre otras cosas, traían el vestuario de los voluntarios con sesenta hombres de escolta, los atacó y ocupó, haciendo algunos prisioneros.
Entraron, pues, en aquella mañana por la puerta del Ángel los voluntarios de Aragón y de Cataluña, que al todo compondrían la fuerza de dos a tres mil hombres; y el general Palafox, después de haber disipado las partidas enemigas de la orilla izquierda, tuvo la satisfacción de encontrar siempre libres y victoriosos a sus compatriotas. El pueblo salió acelerado al camino, y algunos anduvieron toda la noche por anticiparse el placer de encontrar con los que, arrostrando por todo bajo la dirección del ínclito marqués de la Romana, venían huyendo de los países en que la perfidia los retenía para auxiliar a los zaragozanos. Personas de todas clases esparcidas a lo largo del magnífico puente de piedra y sus inmediaciones esperaban a aquellos valientes, que por fin aparecieron tremolando sus banderas, e inspirando su música marcial la alegría del triunfo. Espectador de esta escena, mi corazón palpitaba de gozo. Rodeado de objetos sublimes, recorría las filas: «estos son dignos, exclamé, de pisar este suelo. El que no ame a su patria y aborrezca la esclavitud, huya de entre nosotros, y no profane jamás estos umbrales.» Toda la columna marchó en derechura a la plaza del Pilar, y entró a rendir sus homenajes en el suntuoso templo de María. A las nueve de la mañana fueron a tomar cuarteles en los conventos de san Ildefonso y de la Victoria. Durante su tránsito, los vivas resonaban de todas partes, y los semblantes rebosaban de puro gozo. Sin reposar emprendieron las fatigas, ansiosos por coronarse de laureles. Estimulado su valor al contemplar las ruinas, y penetrados de tan heroica defensa, exclamaban: «Si así han obrado los bisoños, ¿qué podemos hacer? Imitarlos, ya que no podamos competirlos.»
Destinados los voluntarios de Cataluña a la huerta del convento de santa Catalina y al jardín botánico, con su traje provincial de gorro encarnado y zaragüelles, sus fusiles y puñalejos, gobernados por el toque de un caracol, y llenos de coraje, divididos en cuadrillas comenzaron a perseguir a los franceses, que, esparcidos por aquel terreno, se iban guareciendo de los corpulentos olivos para hacer fuego. Los encuentros eran personales, pero obstinados y vivos: luchaban con la arma blanca brazo a brazo, y llegaron a arredrar a los enemigos. Por la parte opuesta de Convalecientes, los voluntarios hacían huir a cuantos divisaban. Desde las torres se veía que para pasar por el camino de un lado a otro de la puerta del Carmen, lo hacían de corrida, y muchos cargados con colchones y efectos del botín, que almacenaban en el convento de Trinitarios.
Noticiosos los franceses de los refuerzos que habíamos recibido, y que ocupaban los conventos de san Ildefonso y Victoria, comenzaron a bombardearlos; y particularmente con un obús despedían granadas a la batería y huertas inmediatas donde subsistía la tropa. Irritados los catalanes que fueron a reforzar el edificio de Convalecientes de que no se presentasen a lidiar a cuerpo descubierto, y que los querían sacrificar por medio de las explosiones, no titubearon en acometer a los artilleros: se preparó desde luego una compañía, y caminando con firmeza, sorprendieron a los que servían el obús: unos huyeron, otros espiraron al filo de sus aceros; y como estaba tan inmediato, lograron antes que pudiesen impedirlo ponerlo en salvo. Al ver los voluntarios el feliz resultado de esta acción, ejecutaron otra igual con los que en el ángulo de la huerta inmediata hacían fuego con un cañón, que ocuparon y condujeron sin pérdida de tiempo a su línea. Las expresiones de desafío e insulto eran continuas; y los excitaban a que dejasen sus troneras.
Replegado el enemigo a la orilla derecha del Ebro, comenzaron a entrar por la puerta del Ángel cincuenta carros de las Cinco Villas, y ciento cincuenta de la Tierra baja con trigo, harina, pan, arroz, tocino, y otros comestibles que los pueblos aprontaron con la mayor generosidad para suplir la escasez que experimentábamos, especialmente de pan y carne. Infinitas familias carecían de lo más necesario, y aun muchas de las acomodadas lo comían de munición. En las alturas de san Gregorio y Juslibol estaban las tropas que don Felipe Perena había formado de los jóvenes del partido de Huesca, y venían a tomar parte en los triunfos de los zaragozanos. No bien se situaron en las alturas, cuando luego salimos a cerciorarnos. El sol acababa de ocultarse: el horizonte estaba claro y hermoso. Próximos a gozar de una entera libertad, la naturaleza parecía más risueña. Perena no tenía más que ochocientos hombres armados, aunque ascendían a dos mil. Situado en dicho punto, procuró aparentar una fuerza mayor; y al día siguiente, una crecida avanzada de caballería francesa, pasando el puente provisional, se acercó a hacer un reconocimiento.
Previendo que el enemigo procuraría vengar los insultos que le hacían, reforzamos en la noche del 10 al 11 la batería de Convalecientes con un cañón de a ocho; y sobre el parapeto fijaron los patriotas una bandera con esta inscripción: Por Fernando VII vencer o morir. Al ver que no podían superar ni el edificio de Convalecientes, ni la batería que enlazaba con el convento de san Ildefonso, y les cerraba el paso para avanzar y apoderarse de la puerta del Portillo por la espalda, intentaron derribar las tapias de la huerta de san Ildefonso para introducirse en el convento y explayarse a su comodidad por la parroquia de san Pablo; pero como dieron con una batería construida en la enfermería baja del mismo, y el lienzo paralelo a la tapia estaba aspillerado y guarnecido de una inmensa fusilería, después de dos tentativas en que les mataron bastante gente, vieron era imposible superar una resistencia capaz de consumir ejércitos enteros.
El punto de la casa de Misericordia llamó también la atención del enemigo; y deseoso de ocuparlo, construyó una batería, formando la trinchera con la mesa del altar mayor del convento de Trinitarios descalzos, que ocupó por haberlo abandonado los nuestros, a causa de estar separado de la línea, y enteramente derruido, pues cayeron sobre él mas de doscientas cincuenta bombas y granadas, y multitud de balas rasas; pero no hizo un gran fuego, porque vieron que el comandante don Joaquín Santisteban, y el capitán de ingenieros don José Armendáriz, que el 11 quedó herido, estaban muy alerta con los demás que lo guarnecían.
Con más o menos actividad el fuego no cesaba un momento: los paisanos, aun por la noche, escopeteaban: tal era el furor de que estaban poseídos: de día atravesaban por las casas, y en ellas tenían los choques: sucedió varias veces abrir un tabique, encontrarse en el aposento a los franceses, y luchar con las bayonetas. Todas las noches a la hora acostumbrada salía la retreta del palacio; y desde la plaza de la Seo, alternando los tambores con la música, seguía su marcha hasta el convento de la Victoria, donde la tropa estaba acuartelada. Un grupo de gentes, como sucedía en tiempos tranquilos, iba disfrutando de aquel estrépito marcial. El campo de batalla distaba sólo de muchas casas doscientos pasos, y sus habitantes no las abandonaban sino para salir a batirse. No había rincón en donde no se persiguiese a los franceses, quienes se contentaban con aparentar iban a dar ataques, y expedir bombas y granadas, tanto a los sitios donde estaba acuartelada la tropa, como a los puntos que sostenían los patriotas; y aun las extendían a los arrabales, a donde se habían retirado muchos habitantes; pero sin fruto, pues infinitas cayeron sobre el río Ebro y las balsas, sin que hiciesen desistir de sus faenas a las mujeres que estaban lavando por las orillas.
En los puntos iban a competencia los veteranos con los bisoños, los patriotas con los militares. Viendo don Baltasar Pallete y Lanuza, teniente de la quinta compañía del quinto tercio, lo ejecutado por los miqueletes catalanes, solicitó le permitiesen salir con treinta soldados; y comenzó a perseguir y hacer fuego al enemigo, de modo que al ver los que le seguían su intrepidez, sin embargo de su poco ejercicio, obraron con el mayor denuedo. Tomás Martínez, granadero del regimiento de Extremadura, en la calle de san Ildefonso desarmó a tres franceses, y los hizo prisioneros. El sargento de artillería Francisco González en estos días consiguió desmontar un cañón de a doce a los enemigos; y sin permitir lo relevasen, murió gloriosamente después de cinco horas de fatiga. En fin, cada hora, cada momento ocurría una u otra proeza, pues poseídos todos de un ardor sin igual, buscaban medios de señalarse; y como la situación era la más delicada que puede concebirse, nada se comunicaba; y por esto, y las ocurrencias posteriores, han quedado sepultados muchos hechos en un profundo olvido.
Sería nunca acabar querer dar idea de la multitud de cortaduras, parapetos, comunicaciones cubiertas y otros preparativos de defensa ejecutados sin intermisión, y a los que todos coadyuvaban con el mayor esmero, no obstante que el enemigo nos causaba incesantes daños, y que eran muchos los trabajadores que perecían por todos los puntos. El empeño no podía ser más extraordinario de una parte y otra; y viendo nuestra tenacidad, dieron fuego por la espalda a las casas de la acera que ocupaban de la calle nueva de san Ildefonso, y a la iglesia del hospital. Uno de los generales franceses que estaba en casa de Sardana, plaza del Carmen, tuvo que retirarse a las habitaciones interiores, pues el primero o segundo día, habiéndose presentado en el balcón otro de brigada con la señora doña María Engracia Pascali, viuda de don Francisco Sardaña, a quien obligó le acompañase, con prevención para que no le tiraran desde la torre de san Ildefonso, que domina toda la plaza, lo dejaron yerto en el sitio. Todavía subsiste la señal de la bala; y este suceso lo refirió la misma señora, que sufrió las más duras vejaciones, y fue testigo de los ultrajes que cometieron por todo aquel recinto. El presbítero Sas, después de la refriega del 4, quedó ocupando con su gente los puntos del arco de san Roque, casa y jardín de Fuentes, hasta la esquina del convento de santa Fe; y se sostuvo en ellos seis días y medio, matando al enemigo más de ochenta hombres, entre ellos dos oficiales.