CAPÍTULO XVI.
Se atenta contra los franceses asegurados.—Segréganse algunos individuos de la junta militar. —Formación de otra consultiva.
El general Palafox se trasladó al palacio del arzobispo por ser más a propósito para la distribución de oficinas. La multitud de concurrentes a él ofrecía una escena interesante. Rodeado de algunos militares que nada les parecía bien, y de paisanos que no se conformaban con su lenguaje, tenía que acomodarse a las circunstancias. Muchas operaciones se ejecutaban sin su conocimiento, y otras, aunque las reputase importunas, era preciso tolerarlas; y así, al paso que parecía ilimitada su autoridad, no dejaba de ser contrarrestada; pues en una época como aquélla de efervescencia popular, ni el que mandaba podía hacerlo como en tiempos tranquilos, ni los que obedecían se penetraban de lo indispensable que es la subordinación para conseguir un buen éxito. A las veces se daban órdenes verbales, que desfiguraban; lo cual producía desórdenes, vejaciones, y males difíciles de remediar en tan apurada situación. Un eclesiástico llamado García fue al cuartel de san Miguel pidiendo gente para degollar a los franceses reunidos en las casas de la real academia de san Luis; y decía que un edecán, que designó, había dado la orden; pero el capitán que custodiaba aquel punto receló de ella, arrestó a García, y dio parte en seguida a la junta. Estaba a la sazón congregada, y le hizo comparecer, mandando redoblar las guardias. Reconvenido, confesó había oído dentro de palacio a un edecán mandar que degollasen a los franceses. Sacrificar a sangre fría a unos miserables a quienes el pueblo acertadamente había puesto a cubierto de todo insulto, fue cosa que los horrorizó; y viendo García pintada la cólera en sus semblantes, con la misma bajeza con que dio los primeros pasos imploró la conservación de su vida. La junta acordó su prisión y la del edecán, y comisionó a un magistrado para que averiguase la certeza de lo ocurrido. Palafox mandó que el edecán quedara desde luego arrestado en su palacio. A la una de la mañana hubo una reunión extraordinaria, a la que concurrieron cuatro individuos; pero nada se resolvió, y quedó todo paralizado.
Este mismo eclesiástico, según se divulgó, fue el que por los días últimos del mes de junio proyectó ir a casa de don Pedro Lapuyade con ánimo de matarle por traidor, y a dos generales franceses que decía tenía escondidos; y habiéndole el intendente Calvo hecho responsable con su cabeza, partió a contener su gente, que había entrado ya en la casa a fuerza mayor. Fuese por las contestaciones que mediaron, o por algún otro motivo, lo cierto es que al día siguiente fueron arrestados en sus casas los magistrados don José Villa y Torres y don Pedro María Ric, y presos el cura de san Felipe don Felipe Lapuerta, y el racionero don Manuel Berné.
En semejantes agitaciones siempre hay partidarios ocultos y agentes diseminados para introducir el desorden. En palacio y en las plazas oíamos quejarse a muchos que el no hacer más progresos era por los muchos traidores que había en Zaragoza. Las cartas publicadas y papeles anónimos apoyaban la idea: ésta llegó a tal punto, que el pueblo creyó, no sólo que los franceses tenían sus espías, y que sabían por las gentes que salían a sus trabajos las noticias y cuanto pasaba en la capital, sino que las mujeres y los muchachos les llevaban pólvora y cartuchos; y para remediar este exceso colocaron en la puerta del Ángel a una mujer que registrase los líos de cuantas salían. Éstas y otras particularidades demuestran el espíritu público que reinaba en aquella época.
Una mañana ocurrió que una anciana llevaba cartuchos y unos papeles que dijo los habían cogido en la mochila de un francés: los que estaban en el Mercado, que es una de las plazas más concurridas, la sorprenden, la tratan de traidora, y la maltratan en términos que de las resultas perdió la vida. Algunos propusieron que los eclesiásticos y ciudadanos honrados hiciesen guardias en las puertas y rondasen, y así se verificó. El general publicó un bando, por el que indicaba ser sabedor de que algunos soldados del ejército enemigo se introducían con el traje de paisanos, y prevenía a los vecinos anduviesen con precaución, y a los comandantes de las puertas celasen.
Sin embargo de las órdenes de la junta suprema sobre la arbitrariedad con que se hacían varias prisiones, y la de que no se insultasen militares y paisanos, siempre continuaban los abusos, pues la complicación de objetos y las incesantes alarmas no dejaban a la autoridad tiempo para consolidar su obra. De aquí incidentes desastrosos y resoluciones aventuradas. Por estos días extrajeron de la prisión a don Rafael Pesino, corregidor de Sos, y lo condujeron a la puerta de Sancho, donde fue pasado por las armas, en el concepto de traidor según el lenguaje del pueblo. En las épocas de turbulencia es triste el estado del que manda y de los que obedecen; y así es que la efervescencia, al paso que sirve para ejecutar cosas grandes, también produce extravíos.
Si era arduo atender a la defensa de tantos puntos, no lo era menos la dirección de los diferentes ramos de administración pública. La agregación de individuos a los que ya componían la junta militar, según lo acordado en la gran reunión del 25 de junio, produjo intrincadas contestaciones. La más interesante fue la que suscitó el intendente Calvo. A resultas de haberse recibido algunas cartas que se incluyeron en la gaceta extraordinaria del 17 de julio, sobre que Murat trataba de introducir la anarquía en la provincia de Aragón, fue preciso tomar medidas extraordinarias: y al ver el retraso con que se recibía la correspondencia, se suscitaron repetidas quejas; por lo que, observando la junta que el confiar su escrutinio a otras personas era un agravio, consiguió el que uno de sus individuos hiciese el reconocimiento con las debidas precauciones. El intendente ofició a la junta para que su comisionado se abstuviese de dicha operación. Le contestó ésta no sabía tuviese tal encargo, ni podía figurarse lo apeteciese: que hallándose complicado con objetos tan arduos, ventilaría si era mejor cortar la correspondencia de Madrid, o sujetarla a un rigoroso registro; y por último, añadían que si gustaba, para evitar contestaciones y adelantar el servicio de S. M., acudiera la junta, quedaba desde entonces nombrado individuo de la misma.
Esta contestación irritó al intendente Calvo; y con fecha de 22 ofició a Palafox, manifestando que la junta que se titulaba suprema no era sino la agregación de algunos individuos a la militar, y que no resultaba título formal; que extrañaba le nombrase individuo, cuando lo era nato por ordenanza de las juntas y consejos de guerra, correspondiéndole el primer lugar después del general; que había sido secretario en la junta de las cortes, y que no debía admitir títulos de quien no podía legalmente dárselos; se quejaba a seguida de que la junta disponía de los caudales de tesorería; avocaba a sí el conocimiento de las causas pertenecientes a la hacienda; y que aunque conocía que los individuos agregados estaban llenos de buenos deseos, expedían infinitas órdenes sin tener facultades; y que, como no se acordaban, o no tenían a la vista los antecedentes, todo lo complicaban, entorpeciendo el curso de los negocios. «Yo no reconozco, decía, otra autoridad legítima que V. E., y así no puedo obedecer otras órdenes: solo por amor a V. E. me constituí en abrazar los destinos de intendente y corregidor; lo que importa es que cada jefe sea responsable de su ramo.» Y después de hablar largamente, concluía haciendo dimisión de sus destinos.
Con vista de esto, y de cierta conmoción que promovieron algunos paisanos pidiendo la disolución de la junta, el 23 fueron segregados los individuos unidos a la militar; y con la misma fecha, después de indicar algunas causales de las producidas por el intendente, y dando a entender que aquellos se habían excedido, Palafox nombró una junta consultiva, compuesta del conde de Sobradiel, del barón de Purroy, de don Juan Francisco Martínez arcediano de Daroca, de don Mariano Sardaña y don Pedro Miguel de Goicoechea; y se les ofició para que concurriesen a las casas de S. E. mañana y tarde. El general quería acertar en asuntos tan arduos, pero tenía que chocar con las rivalidades, que no dejaban de producir sinsabores.
De cada instante nuestra situación era mas crítica. Los comestibles escaseaban, los molinos estaban inutilizados, apenas teníamos municiones. El intendente expidió una orden para que los géneros se vendiesen a los precios que tenían en el mes de junio, bajo la pena de perderlos; y para mayor exactitud arregló con los datos de introducción un arancel equitativo. Fue preciso construir tahonas, y entretanto suplieron las harinas de algunos vecinos, conventos y pabostrías, satisfaciendo su importe. Para ocurrir al terrible fallo que había de pólvora comisionó al administrador general de salitres don José Jiménez de Cisneros, y al catedrático de química don Esteban Demetrio Brunete, para que desde luego comenzasen la elaboración. A instancias de un oficial de artillería construyeron un gran cilindro para hacerla por el método de compresión; y destinaron al efecto el molino de aceite de la Vitoria, entarimando la rueda horizontal; pero conocieron lo inútil y peligroso de la operación, atendida la escasez de medios y lo defectuoso del sitio. Los comisionados hicieron conducir al edificio de la inquisición los morteros de los confiteros, tintoreros y otros artesanos; y reunieron hasta setenta, pues todos los vecinos se prestaron inmediatamente a hacer este servicio. En la maestranza construyeron con la mayor actividad más de cien mazas: y habiéndose encargado don Pablo Esteban Yagüe, fiel primero de la fábrica de salitre, de hacer las mezclas de salitre, carbón, azufre, y otras maniobras, se destinaron los demás empleados a desempeñar varios cargos, auxiliados de dos compañías de soldados de Caspe y de la Almunia. Luego que tuvieron sesenta morteros elegidos comenzaron a trabajar sin interrupción; y aun así, sólo proporcionaban una escasa cantidad de pólvora, incapaz de ocurrir al extraordinario consumo. Llegaron a faltar también las balas para los cañones de grueso calibre; y sin embargo de carecer de todos los medios para fundirlas, se presentó al general una de a veinte y cuatro de hierro, de buena calidad. Por fin, se comisionó al magistrado don Pedro Silves para que en un pueblo de la sierra de Daroca estableciese una fábrica de pólvora como las de Villafeliche. Es de todo punto admirable el tesón con que los zaragozanos superaron las más arduas dificultades para continuar su acérrima defensa.