CAPÍTULO XI.

Nombramiento de comandantes para dirigir a los patriotas.—Heroica defensa del convento de las Mónicas hasta que lo tomaron los franceses.—Los patriotas atacan el convento de Trinitarios.

 

En medio de terribles explosiones comenzó el tiroteo al rayar el alba del día 28, como si nada hubiese ocurrido en el anterior. El enemigo intentó apoderase de las casas contiguas al molino de aceite de la ciudad, y explayarse por el frente. Nuestros defensores, sin embargo de las enormes fatigas que experimentaban sin gozar el menor reposo, no solo les recibieron con entereza, sino que no perdonaron medio para aislarlos. Aspillerados los edificios, tabicadas las ventanas, se acometían con granadas de mano en los aposentos, y después de muchos debates quedaron posesionados de una gran casa situada en el ángulo de la manzana, de donde ya no fue posible desalojarlos, pues aunque les cortaron la comunicación abriendo troneras en otra inmediata a su derecha, la restablecieron por medio de una caponera en el foso, y de una zanja de que en el día anterior se habían apoderado. Entretanto seguían las baterías abriendo brecha en los conventos de San Agustín y de las Mónicas, porque, aunque los Franceses tenían algunas casas de la calle de Pabostre, desde las que podían dirigirse hacia la Puerta Quemada, conocieron que no les proporcionaban un establecimiento seguro, y que necesitaban de grandes edificios como los conventos para constituirlos en plazas de armas. Con este objeto asaltaron las brechas de la huerta de las Mónicas, pero se les rechazó como se verá, con las granadas de mano que les arrojaron con abundancia, arredrándolos e hiriéndoles mucha gente. Como teníamos dentro al enemigo, se tocaban las alarmas, y fue preciso mas vigilancia, y pensar no había mas remedio que morir matando. Palafox persuadido de que con este sistema de guerra llegaría a aniquilarse el ejército francés, y confiado en que sus hermanos vendrían por último a levantar el sitio, no perdonaba medio para sacar partido del ardor de los ínclitos militares, labradores y artesanos que lo manifestaban mas ahincadamente, ya por su carácter, ya por el interés que tenían en la conservación de sus familias, y al efecto publicó un exhorto que decía:

«Zaragozanos: Toda España y aun la Europa entera ha admirado y aplaudido vuestra conducta en las críticas circunstancias en que ha puesto a la nación el tirano universal. Nada aprecio yo tanto como ser zaragozano, por el honor que este nombre lleva consigo mismo desde el día 24 de mayo; pero con mucha amargura de mi corazón debo advertiros el gran peligro en que estáis de dejaros arrebatar de vuestras manos las palmas de tan señaladas victorias. Sí, Zaragozanos: estáis en peligro por falta de subordinación y de constancia. Apenas el enemigo puso los pies en la ciudad acudisteis con el mismo valor que siempre a rechazarlo, pero muchos de vosotros no obedecieron lo que les prevenían los jefes, y otros se retiraron a su arbitrio: es verdad que, llevados de vuestra honradez y valor, volvisteis presto a la pelea; mas ¿qué aprovecha si entre tanto expusisteis a la ciudad a ser perdida? Ya veis el ímpetu con que el enemigo desea apoderarse de ella, su ferocidad y su astucia. No sería extraño que aprovechase alguno de esos momentos en que desamparáis los puntos, y seáis todos pasados a cuchillo, que es la menor de las desgracias que experimentaríais si tuviésemos la de ser vencidos. Zaragozanos: valor y constancia. Ayer se hubiera desalojado a los franceses de la ciudad, si hubieseis obedecido ciegamente a los jefes. Hacedlo hoy y venceremos. Sí, pocas horas de combate bien sostenido y sin intermisión bastarían para libertarnos de esa pérfida canalla. Espero que al momento os decidiréis a tan justa resolución, pues no hay excusa para lo contrario. Ea pues, Zaragozanos, no hay causa alguna que os excuse, vosotros lo conocéis, y yo espero que no dejaréis las armas, ni os apartaréis un momento de la frente del enemigo hasta acabar con él. Si, contra mi justa esperanza, hubiese alguno de los vecinos y habitantes de esta ciudad que no acudan prontamente a los puntos o que los desampare, desde ahora lo declaro por traidor, y como tal sufrirá inmediatamente las penas de horca y de confiscación de bienes. Por lo contrario, cualquiera paisano que reúna ciento y se presente con ellos haciendo fuego al enemigo y obedeciendo exactamente a los jefes militares, obtendrá el grado de capitán: el que reúna sesenta el de teniente, y el que treinta el de alférez, todos en igual caso, y con la misma condición; y cada uno de los paisanos reunidos será premiado bien generosamente. Cualquiera que reúna cincuenta hombres inútiles para las armas, pero útiles para los trabajos, y persevere en ellos con la gente mientras sea menester y con toda aplicación, obtendrá el grado de alférez. Los que aspiren a estas gracias se me presentarán sin pérdida de momento con la lista de los hombres que han reunido para destinarlos a donde convenga: al fin recogerán certificación de haber cumplido del comandante del punto, y con ella se presentarán a recibir la patente que les corresponda. Ánimo, Zaragozanos: hoy es el día del honor: hoy vencemos y nos libertamos de ser esclavos. Venceremos, pues no dejaréis de ayudarme, y esto me basta con el auxilio de nuestra patrona la Virgen santísima del Pilar. Cuartel general de Zaragoza 28 de enero de 1809.=Palafox.»

Es preciso fijar la atención sobre estas producciones, pues descubren cierta contraposición que hace más admirables los sucesos que vamos a referir.

Para llevar adelante la especie mandó el general que, además de las partidas que reuniesen los paisanos, hubiese ciertos comandantes para procurar la unión en las operaciones, y a este fin nombró a varios eclesiásticos distinguidos por su popularidad y arrojo, como don Antonio Lacasa, don Manuel Lasartesa, don Matías Langa, don Miguel Cuéllar, don Antonio Bayo, don Pedro Lasala, don Policarpo Romea. Les designó barrios, y los alcaldes debían poner a los vecinos bajo las órdenes de estos jefes, a quien les dio por distintivo una banda blanca. Al menor toque renacían las premuras, y por más medidas que escogitaban se obraba turbulentamente. Conociendo era imposible servirse de la batería formada en la parte superior de la huerta del convento desde el muro hasta el ángulo del edificio, retiraron los cañones a la calle inmediata apoyados de una cortadura que hicieron durante la noche, y a seguida la oficialidad y tropa la cerraron. Esta operación arriesgadísima, se ejecutó sufriendo el terrible fuego que desde el molino de aceite de la ciudad hacía el enemigo a distancia de unas cien varas aragonesas, y a pesar de todo llegó a realizarse.

Semejante tesón ponía en grima y desesperaba a los vencedores del norte, que sin cesar tenían que redoblar sus esfuerzos. Efectivamente, reforzaron el destacamento que tenían en el molino de aceite, y llegada la noche a hora de las siete rompieron el fuego de los morteros y obuses sobre el convento y jardín, con tal actividad, que hubo ocasión de verificarse seis explosiones a la vez. Fatigados nuestros valientes de las duras penas que habían sobrellevado por el día, y hostigados con tan furibundo bombardeo, se guarecieron en el convento; lo cual observado por los franceses, avanzaron saliendo del molino al mismo tiempo que otros montaron la muralla con escalas. Posesionados del jardín introdujeron otras para proporcionarse la salida, y ver también si encontraban algún conducto para introducirse en aquel sitio. Nuestras tropas creyendo que iba el enemigo a cogerles la espalda salieron a la calle; pero cercioradas de que los franceses no ocupaban el edificio, y que tampoco salían de sus atrincheramientos, dispuso el comandante Villacampa volviesen a entrar; mas al tiempo de verificarlo, fue tan grande el fuego graneado que hicieron de frente los que, escalada la muralla, se habían unido a los del molino, que en pocos minutos perecieron de cincuenta a sesenta voluntarios, y por fortuna observaron podían libertarse entrando por la parte del locutorio que estaba a la derecha de la principal, como lo ejecutaron.

Dada la señal, el capitán don Pedro Perena por la puerta de la derecha, y el de igual graduación don Vicente López por la de frente volvieron a entrar, y los franceses dejaron el muro, abandonando siete escalas, varios picos, palas y morriones, tomando Perena y López las primeras escalas y las otras sus soldados. Entonces vieron con sorpresa que durante este intervalo había subsistido solo el capitán don Pedro Mendieta, haciendo fuego al enemigo con granadas de mano desde una ventana sita al un extremo, y contigua a la misma brecha, de modo que al tiempo de escalar el muro para introducirse en el recinto, les incomodó sobremanera, y les hizo creer subsistían los voluntarios; pues aunque por razón de la retirada reinaba el silencio, temieron fuese algún ardid, y esto sin duda los contuvo. En verdad que el denuedo de este oficial valiente produjo un servicio muy interesante, pues si el enemigo sabe la evacuación, aprovechando el momento, hubiese tomado a poca costa tan interesante punto. El objeto de este fue sin duda el reconocer las brechas, y lo consiguió, viendo que la del convento de Agustinos no era practicable a causa de una escarpadura interior de quince pies, y que la otra daba a un recinto casi circunvalado por el edificio del convento. Como quiera, a las dos de la mañana, considerando que la tropa abrumada con tanta fatiga sucumbiría, trataron de sorprenderla ; pero no bien conocieron sus intenciones, cuando al momento ocuparon los Voluntarios sus puestos, rompieron el fuego, y los obligaron a replegarse haciéndoles algunos de menos.

Al mismo tiempo que estaban cerrando la brecha de Santa Mónica, los que se hallaban en las inmediaciones del convento de la Encarnación trataron de inquirir si se habían alojado en él los franceses. Efectivamente, en la tarde del 27 todo fue confusión, y como los escarmentaron de tal manera en el trecho que hay desde la Puerta del Carmen hasta Trinitarios, obraban con cierta lentitud. Nuestros defensores en aquellos momentos de premura tampoco pudieron atender a él; pero felizmente, habiendo salido a explorar lo que había el sargento primero de fusileros Francisco Quílez con treinta y cinco hombres de su compañía, vio que el enemigo ni había hecho alto, ni fortificádose, y desalojaron a algunos que se habían introducido. Dado este paso, proyectaron reconquistar a Trinitarios, y llegada la noche salieron varias compañías con ánimo de sorprender a los franceses, pero lo defendieron vigorosamente, a pesar de que por dos veces los atacaron de firme. Con motivo de estas tentativas, en los ataques de su derecha y centro hubo un fuego extraordinario.

Convencidos los franceses de que el edificio de las Mónicas no lo tomaban sino reduciéndolo a polvo, rompieron al amanecer del 29 el fuego de la artillería, morteros y obuses. A las seis horas estaba a tierra una gran parte del lienzo o cortina, y la brecha en disposición de montarse. El comandante Villacampa mandó cerrarla, y al momento los paisanos trasportaron sacas de lana, tablones, y cuanto creyeron conducente. Unidos con los militares, les imposibilitaron la entrada, pero el fuego era tan continuado y vivo que no podían perfeccionar sus trabajos. A vista de esto, formaron un parapeto paralelo a la brecha con los cajones en que habían venido una porción de fusiles ingleses, que en aquella premura mandó Palafox, y terraplenados arreglaron una segunda línea en el punto que designa el plano, a fin de poder rechazar al enemigo, si llegaba a montar la brecha, y resguardarse del fuego oblicuo que hacían los del molino, y también de las explosiones que sin cesar experimentaban en aquel recinto. No bien quedó perfeccionada la obra, cuando he aquí que el enemigo comienza su ataque, dirigiéndose a asaltar la brecha de San Agustín, y la inmediata de las Mónicas, auxiliados de los del molino que venían a protegerlos. Nuestros defensores recibieron con la mayor serenidad a cuantos llegaron poseídos de un espíritu marcial hasta las mismas brechas, y dejaron exánimes sobre ellas a una porción considerable de esforzados, que no tuvieron quien los reemplazara. Rechazados con uniformidad, volvieron a sus atrincheramientos, confundidos de ver tal empeño. Entretanto los franceses iban explayándose por el centro, ocupando algunas casas, y alojándose en ellas,haciendo todas las fortificaciones posibles para sostener sus conquistas. También los patriotas formaban sus líneas, cerrando las avenidas con parapetos y cortaduras, aspillerando los edificios, y abriendo sus comunicaciones. Llegada la noche en medio de ataques falsos y continuas alarmas, los minadores ensancharon la brecha de Santa Mónica. La guarnición del punto, conociendo el riesgo que la amenazaba, aspilleró el segundo claustro bajo, y lo fortificó, para retirarse en el caso de verse precisados a abandonar el parapeto. En toda la línea no se hacía otro que fortificarse respectivamente, y así puede decirse que la lucha era continua.

No cabe describir el horroroso fuego que hicieron las baterías enemigas en la noche del 29, y todo el 30 de enero sobre los dos conventos, que eran el blanco de sus asechanzas. Caían los techos, hacíanse trozos las vigas, el polvo de las explosiones, y el humo de los globos mortíferos acrecentaba los horrores. Sin cesar los estrépitos llegó la aurora, y comenzaron los choques en los aposentos de las casas de su izquierda hacia la Puerta Quemada. Los franceses atacaron en los días 30 y 31 con la mayor intrepidez una de ellas que los separaba de la calle de Pabostre; pero no pudieron tomarla, porque la defendieron obstinadamente. Con este motivo una alarma general puso a todos los habitantes en movimiento. Los paisanos en quienes no había cebado la enfermedad, concurrían a una con la tropa que había útil a mezclarse en lo mas rudo de la pelea. Caían bombas y granadas por la calle de Pabostre, inmediaciones a los conventos y en los puntos de las brechas con tal abundancia que no cesaba de oírse el horrendo estallido. Reunidas las cuadrillas, los mas valientes entraban en las casas ocupadas, y ora eran perseguidores, ora perseguidos: pero dejemos por un momento estas luchas parciales, para fijar la vista sobre el punto principal que los franceses querían ocupar a toda costa.

Era mengua no haber hecho ningún progreso después de tres días de brecha abierta, y teniendo derruida toda la cortina del muro. Desbaratado enteramente el edificio, y sin lugar donde guarecerse los que le guarnecían, dispuso el enemigo asaltarlo con el mayor empeño. A las tres de la tarde comenzó a entrar por la brecha. Villacampa dispuso cargase el batallón, el cual rompió un fuego sostenido, al mismo tiempo que los capitanes Mendieta y Perena, y los subtenientes Domec, Hernández, Oliva y Benedicto con las granadas de mano amedrentaban y herían a cuantos llegaban a introducirse en el recinto. La muerte se cebaba en aquellos miserables, que hostigados avanzaban a su pesar, y cuantos entraban en el sitio otros tantos perecían:en este encuentro quedó gravemente herido el capitán graduado don Francisco Paúl que fue nombrado coronel. Como tenían orden de ocupar el punto a todo trance, vinieron de la parte del molino avanzando fuerzas de consideración para poder, unidos con los que montaban la brecha, conseguir su intento. En el mismo acto dirigieron los tiros de todos sus morteros y obuses hacia el sitio del ataque, cuyo fuego infernal no dejaba obrar con soltura a los voluntarios, y los tenía en el mayor conflicto.

Retirados al claustro bajo aspillerado, contuvieron por más de dos horas los ímpetus de los que les acometían. Entretanto caían bombas y granadas sobre el convento, que no hay voces con que delinear tan espantosa escena. Tres pisos se desplomaron a la vez, sepultando a muchos valientes en su caída: aquellos dignos aragoneses, que privados del reposo habían sostenido tan cruentas sacudidas, quedaron yertos con las armas en la mano, dando pruebas al mundo de un valor el más sublime. El polvo tan extraordinario que movían las explosiones no dejaba respirar a nuestros; voluntarios y su situación de cada momento era mas crítica. Con todo seguían defendiéndose. Nuevos furores causaban destrozos incesantes, siendo en uno de ellos abrumado el impertérrito Mendieta. Sus compañeros de armas llenos de celo corrieron a salvarlo; ya habían conseguido desenvolverle de entre los escombros, cuando una de dos bombas que cayó allí inmediata, volvió a sepultarle y herirle mortalmente.

Observando el guerrero Villacampa que al mismo tiempo que asaltaban la brecha exterior de la huerta, habían penetrado los franceses en el convento por la abertura que hizo la explosión de un petardo, y que tenían obstruida la retirada, hizo conocer al resto del batallón este obstáculo, y que interesaba sobremanera sostener el fuego, aun cuando no tuviese objeto, para imponer al enemigo. Todos juraron defenderse hasta el último trance; y habiendo a costa de duras penas permanecido hasta el anochecer, logró que el enemigo se contuviese, y que entretanto los paisanos abriesen un portillo por su espalda para retirarse de un sitio, que ya no era sino un cúmulo de escombros imposible de defenderse. Estaban vigilantes al mismo tiempo los franceses en atacar con el mayor vigor las casas de frente al molino, con el fin de apoderarse de una manzana, y facilitar los progresos de los que avanzaban por su derecha. Esto produjo varios encuentros y un fuego bastante vivo. Como los paisanos iban al sitio que mas les acomodaba, unas veces escaseaban, y otras había abundantes escopeteros; de aquí era que el enemigo, aprovechando el menor descuido, conseguía nuevos puntos de apoyo.

Con el mismo conato trataban de extenderse por el distrito de Santa Engracia, pero el comandante don Mariano Renovales no perdonaba ningún género de fatiga para refrenarlos. Afianzados y pertrechados en los edificios resistían los patriotas los ímpetus del enemigo; y la actividad y energía con que Simonó, no sólo como ingeniero, sino como soldado atendía a sostener los puntos de defensa, daba mucho que entender a los sitiadores. Posesionados del monasterio y de algunas casas contiguas, no podían avanzar por la terrible resistencia que les hacían en la de Pomar, Los zapadores tomando la vuelta vinieron por el callejón del Riego, y pudieron conseguir introducirse en un cuarto bajo. Lograda esta ventaja comenzó la lucha en los aposentos, bodegas, y graneros de la casa, pero en todas partes hallaron resistencia, y quedó escarmentada su osadía. El encarnizamiento fue tal, que llegaron a las manos, y muchos perecieron al filo de los aceros. Esto arredraba sobre todo encarecimiento a los franceses, y viendo que nada bastaba a doblegar tanta entereza, colocaron con ardid en el cuarto bajo que ocupaban doscientas libras de pólvora. Prendido el fuego vino a tierra la casa, causando la explosión un ruido espantosa. Consternados los defensores de las circunvecinas de aquel espectáculo, y observando que el enemigo comparecía en ademán de ataque, por el pronto no pudieron rehacerse, y esto fue causa de que ocupasen la manzana con una rapidez increíble.

Conociendo que desde Trinitarios podía flanquearse el huerto del oficio de sogueadores, inmediato a la casa de Misericordia y ocupar una parte considerable de la población, se acaloraron los patriotas, vociferando que era preciso reconquistarlo. El barón de Warsage y otros jefes, deseosos de prestarse a sus esforzados bríos, cedieron a estas insinuaciones, aunque el primero manifestó al general necesitaba más fuerza de la disponible; pero por último se resolvieron militares y paisanos a emprender esta arriesgadísima empresa. Nuestra artillería consiguió por fin batir en brecha el lienzo del convento paralelo al castillo. A vista de esto los defensores de aquella línea resolvieron hacer un vigoroso esfuerzo para desalojar de aquel pequeño fuerte al enemigo. Arreglado el plan, los comandantes Sas, Lacasa, y algunos otros presbíteros y religiosos al frente de sus paisanos y demás que quisieron auxiliarles, se lanzaron a las dos de la tarde del 31 a montar la brecha, con tal intrepidez que sorprendieron al enemigo. Trabado el choque, éste los contuvo con el tremendo fuego de su fusilería, y entonces una porción de esforzados se dirigieron contra la puerta de la iglesia que destrozaron con hachas. Un gran número de escopeteros estaba en acecho sobre los edificios, no solo para sostener su retirada, sino para contener a los franceses que intentasen salir de su guarida o presentarse por las ventanas a hacer fuego. Derruida la puerta de la iglesia encontraron que el enemigo había formado un espaldón, que era preciso destruir. En medio de un fuego horroroso, y de una multitud de balas y granadas, aproximaron un cañón para derribar aquel obstáculo, y hecha una crecida abertura, entraron los más denodados, aguijando con la arma blanca a cuantos les salieron al encuentro.

Las voces de los que exhortaban a los combatientes a que arrostrasen la muerte por sostener su religión y su independencia, las de las mujeres que en lo más rudo del choque llevaban municiones y refrescos; el estrépito de los cañones, el estampido de las granadas, el fuego de la artillería, y los golpes desaforados de las hachas, todo formaba un conjunto el más espantoso, que puede concebirse. El enemigo se consternó por el pronto, y en la primer sorpresa quedaron muchos exánimes. Acalorados los patriotas, despreciando la muerte, insistieron tenazmente por llevar adelante su reconquista; pero reforzado el enemigo con oportunidad, y no teniendo iguales auxilios se vieron en la dura necesidad de abandonar la empresa. Éste fue el momento en que, a pesar de las precauciones indicadas, padecieron extraordinariamente en su retirada, quedando en aquel reducido trecho y delante de la puerta de la iglesia yertos algunos militares y padres de familia. En este ataque quedó herido el general francés Kostoland y murió el capitán de ingenieros Bartelemy. Nosotros perdimos a D. J. Laplaza, oficial de mérito, con otros dos cuyos nombres se ignoran, así como el de un capuchino que ya se había distinguido en varios choques, y quedó yerto en el acto de suministrar a un moribundo los auxilios espirituales.

Todas estas hazañas, y la defensa gloriosa del punto de las Mónicas, aunque en sí verdaderamente grandes, se presentaban todavía a los ojos del jefe con tal realce, que le hacían concebir las esperanzas mas halagüeñas. Convencido de los resortes que debían ponerse en movimiento, nombró para dirigir a los paisanos de la parroquia de San Pablo por comandantes a los presbíteros don Santiago Sas y don Antonio Lacasa, y a los labradores propietarios don Mariano Cerezo y don José Zamoray, para los de la parroquia del Pilar a don Martín Avanto y a su hijo, para los de la Magdalena a los presbíteros don Pedro Lasala y don Policarpo Romea, y así para las demás parroquias, como la de Santa Engracia, San Felipe y algunas otras, y para sostener su entusiasmo publicó el siguiente exhorto.

«Valientes paisanos de Zaragoza: La gloria y la ciudad está en vuestra mano: si queréis ayudarme, uniros con mis ardientes soldados; soy esclavo de mi honor, y de vuestra confianza: yo sabré conservarla, y moriré primero que faltar a mi deber. Esta ciudad tiene parroquias acreditadas; vamos a ver cual es la mas Valerosa, y a qué parroquia deberá su salud esta ciudad y el Santo Pilar de María. Me lisonjeo, paisanos míos, de que serán todas, y que en valor se disputarán la fama a las mejores tropas del universo. En pocas horas, si queréis, saldremos de los pérfidos enemigos que nos cercan; ya han sido rechazados por todas partes, ya la ventaja es nuestra, el terreno lo conocéis mejor que ellos: a vencer hijos míos, a vencer, y triunfe María Santísima del Pilar. Cuartel general de Zaragoza 30 de enero de 1809.=Palafox.»

Las demostraciones que desde el 27 habían hecho algunas intrépidas mujeres merecían conmemoración, y el general en el mismo día las elogió en estos términos.

«Zaragozanas.=También vosotras estáis deseosas de gloria. Entre los antiguos existieron las amazonas: desde ellas hasta nuestros tiempos no ha nacido quien las reemplace. Las que seáis valientes salid al frente a reemplazarlas, defenderéis la ciudad y conservaréis a nuestra augusta Patrona. Bien pudiera deciros que no es nuevo el valor en vuestro sexo; pero en vosotras las de Zaragoza se halla más actividad que en otra alguna mujer; reuniros pues, amables mujeres, no dejéis sólo a los hombres el lauro y el triunfo. Los soldados franceses os temerán, y será una vergüenza para ellos ser vencidos por vosotras. Llenaos pues del noble entusiasmo que me habéis manifestado, y acollónense todos cuantos os vean salir a la defensa de nuestra ciudad. Sólo vuestra presencia intimida al más valiente. Una mujer cuando quiere hace temblar a los fuertes. Seáis vosotras las primeras a recibir las gracias de todos los españoles. También soy vuestro general y vuestro amigo; también deseo que me miréis como a jefe y como a padre, y esto sólo me falta para completar mi satisfacción. Cuartel general de Zaragoza 30 de enero de 1809.—Palafox.»

En verdad estas producciones se resienten de la situación apurada en que se formaron; pero no por eso dejan de ser muy significantes. Grande y aun enorme era el peso que nos agobiaba; los espíritus acalorados elegían estos medios, y sus declamaciones iban subiendo de punto.

La noche por fin cubrió con su velo las escenas sangrientas que ocurrieron en este día, escenas de luto y horror que no es fácil describir con su verdadero colorido. Desmembrado considerablemente el batallón de Voluntarios de Huesca, apenas tenía oficial ni soldado que no estuviese herido o contuso. El comandante Villacampa tuvo que dejar por dicha causa el mando, y el que se encargó de él, a vista del deplorable aspecto en que estaba el punto, celebró consejo de oficiales para resolver si podía o no sostenerse. Todo indicaba que el enemigo estaba para internarse y ocupar la iglesia, porque todo aquel trozo no era mas que un hacinamiento de ruinas. Si lo verificaba, estaban muy expuestos a quedar cortados, y así resolvieron aspillerar la casa de frente, guarnecer la cortadura de la calle, y dejar un retén hasta el momento crítico de hacer la retirada, que últimamente verificaron por el portillo que en una pared habían abierto los paisanos.

Historia de los dos sitios de Zaragoza
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