CAPÍTULO VIII.
El enemigo construye una batería en una altura inmediata.—Arriban varios soldados del regimiento de Extremadura.—Amplíase la junta militar.—Se guarnece el punto de Torrero.—Batalla de Épila.
Conforme iban tomando los franceses conocimiento del terreno extendían sus avanzadas; y habiendo llegado a la altura llamada de la Bernardona, distante trescientas toesas de la ciudad, dieron muestras de comenzar a construir en ella una batería. En su vista, el comandante de ingenieros Sangenis trazó al frente un reducto cuadrado, abierto por la gola, de treinta varas de largo. Al parapeto de ésta, como al de todas las demás obras de defensa, le dio nueve pies de espesor, y doce de ancho al foso; arreglando estas dimensiones por la calidad de las tierras, premura del tiempo y calibre de la artillería que el enemigo emplearía regularmente contra las tapias de la ciudad. Sus partidas de guerrilla avanzaban entre tanto por el camino del barranco de la Muerte para tantear aquellas posiciones y atacar el punto de Torrero. Los paisanos luego descubrieron sus intentos, y se propusieron defenderle. El 21 ejecutaron los enemigos su descubierta hasta los almacenes de la pólvora. La artillería situada en el puente de América comenzó a obrar, pero no pudo interrumpir su marcha; y llegaron a cortar la cadena de la alcantarilla, en donde dejaron una porción de proclamas, para que cogiéndolas los campesinos las difundiesen. Don Francisco Tabuenca cerró las alcantarillas del paso del ganado de la Cartuja y la de la Torrecilla; para lo que, y formar pantanos, soltó las aguas que hay en el barranco de la Muerte, junto a los almacenes, que eran pasos todos precisos para poder flanquear el monte Torrero. A este objeto dispuso que los paisanos del Burgo y los segadores que trabajaban en los campos de la ermita de nuestra señora de Zaragoza la vieja cerrasen las alcantarillas; y para sostener los trabajos salió una guerrilla de tiradores por cima las parideras de Baerla y Sástago, que se tiroteó con los franceses; y aun fue tal la sorpresa de éstos, que huyeron, abandonando algunas prendas de los ranchos que tenían prevenidos. El mismo Tabuenca situó una gran guardia de paisanos en la torre de su dominio, sita en la era llamada del Rey.
A fin de organizar alguna fuerza, los comisionados para la formación de tercios dieron principio de nuevo a sus tareas; y el primer cuerpo se arregló de los jóvenes que no habían salido al ataque de Alagón, cuyas compañías, según el estado de 21 de junio, constaban de tres tenientes, treinta y un sargentos, cincuenta y nueve cabos, seiscientos treinta soldados, o por mejor decir paisanos: total setecientos veinte y tres hombres. La junta militar y estado mayor se esmeraban en tomar aquellas medidas oportunas, pues diariamente llegaban unos que desde la jornada del 14 habían estado dispersos, otros que al eco de la formación de cuerpos venían a tomar parte en la defensa; y así se procuraba aliviar las fatigas de los ínclitos labradores y artesanos. Es indispensable ir paso a paso si se ha de formar alguna idea de los heroicos esfuerzos de los habitantes de Zaragoza, para apreciarlos como es debido.
No puede explicarse la velocidad con que la fama extendió el feliz resultado de la batalla de las Eras. Esta victoria sirvió de incentivo al entusiasmo patriótico, que tenía en convulsión a todas las provincias; y al cerciorarnos de los esfuerzos y sacrificios que éstas hacían, cobraban los defensores mucho más denuedo. El coronel don Vicente San Clemente pasó a Lérida a principios de junio con amplias facultades: el ayuntamiento y demás juntas acordaron reconocerle por gobernador militar, pero no político; y habiéndose hecho cargo de aquella plaza, la encontró exhausta de fusiles, con un sargento y ocho artilleros. En esta disposición estaba Lérida, plaza de tanta importancia para la seguridad de nuestra provincia, estando amenazada por los puntos de Gerona, Igualada y Tarragona. Formada una junta de gobierno, pidió a Palafox le enviase cuanto antes tropas y un jefe militar, pues se habían ausentado el teniente de rey, el sargento mayor y el ayudante de la plaza, que no merecían la confianza del pueblo. Accedió a lo primero; pero por las ocurrencias posteriores no pudo verificarse lo segundo. Nombrado gobernador don José Casimiro Lavall, tomó el mando el 14 de junio; y la junta ofreció contribuir y auxiliar sus tareas. El levantamiento del somatén en Cataluña arrancó los fusiles que había; y escaseaba esta arma en todas partes: los pocos artilleros que conservaba la plaza comenzaron a instruir dos compañías de paisanos; y el segundo gobernador don Juan González Manrique trató de organizar algunos piquetes de tropas veteranas. Auxiliados ambos del coronel de artillería don José Sangenis, del capitán don Manuel Coscollana y del sargento don Francisco Lamarca, colocó y distribuyó el primero toda la artillería: organizó el segundo diez compañías, que se batieron en los puntos del Bruc y Montblanc: contribuyó el tercero a desempeñar el cargo de ayudante, con lo que se prepararon por si llegaban a ser acometidos. El feliz resultado de los diferentes choques con que los somatenes contuvieron las tropas que salieron de Barcelona con destino a Lérida, y a encontrarse con el ejercito de Lefebvre y con el del general Moncey, hizo que se salvasen unas y otras en aquellas apuradas circunstancias; y ya se ha visto qué ventajas tan extraordinarias produjo el heroico levantamiento y sacrificios que hizo la provincia de Cataluña. No puedo omitir que el 19 de junio celebró su primera sesión la junta suprema del principado en el palacio episcopal de Lérida, a donde concurrieron los diputados de Cervera, Talarn, Urgel, Manresa, Vich, Mataró, Villafranca, Tarragona y Tortosa. Fue presidida por el ilustrísimo señor don Jerónimo María de Torres; y entre otras cosas decretaron el pronto levantamiento de cuarenta mil hombres; y nombraron capitán general de la provincia al señor Vives. He indicado el deplorable estado de Lérida para dar idea del descubierto en que estábamos por esta parte, e inferir cuál sería el de las demás plazas; pero volvamos la atención a las empresas de los valientes y heroicos zaragozanos.
Llenos de ardor inconcebible, continuaban las obras de fortificación; y cuando supieron que iban a reunírseles unos pocos soldados del regimiento de Extremadura, salieron a recibir a sus hermanos de armas con la mayor alegría. Una de las medidas fue escribir a Tárrega al militar don Domingo Larripa; y luego que recibió el oficio, el 11 de junio, resolvió venir con los oficiales y soldados que estaban a sus órdenes, como lo verificó, entrando por la puerta del Ángel trepando por una multitud de pueblo que interrumpía su marcha con las aclamaciones de un sincero júbilo. ¡Cuál fue su sorpresa al llegar a un pueblo de valientes y observar el espíritu enérgico que animaba a todas las clases! Pero como no era menor el que los conducía a tomar parte en sus hazañas, siguieron la gloriosa senda que habían emprendido sus compatriotas para arribar al templo de la inmortalidad.
La junta militar constaba de los excelentísimos señores don José Palafox y Melci, presidente; don Antonio Cornel; Marqués de Lazán; del intendente del ejército y provincia de Aragón don Lorenzo Calvo de Rozas; del inspector de infantería el brigadier don Raimundo Andrés; del de caballería don Ramón Acuña; del mayor general de infantería brigadier don José Obispo; del de caballería don Tomás de Mateo; del comandante y coronel de fusileros don Antonio Torres; del de artillería don Francisco Camporredondo, y del de ingenieros don Juan Cónsul; desempeñando el destino de fiscales militares el teniente coronel don Francisco Marcó del Pont, y el de igual graduación don Rafael Estrada; a los que se agregó el señor don Diego María Vadillos, magistrado de la audiencia. El marqués de Lazán en ausencia de su hermano, a una con los jefes componentes esta junta, iba tomando aquellas disposiciones mas necesarias para cooperar a la grande obra de hacer frente a los enemigos; el celo de los ciudadanos las facilitaba, y todos proponían especies y proyectos.
A la misma faz del enemigo se comenzó a formar una batería en Buenavista, cuya altura, aunque dominada por otras, podía servir para defender las avenidas de Torrero. Terminada, colocaron tres cañones además de los dos que había en el puente de América. La conservación de este punto fue cometida al capitán graduado de teniente coronel don Vicente Falcó, con un oficial, un sargento, dos cabos y sesenta soldados del primero de voluntarios de Aragón, y además unos ciento cincuenta o doscientos paisanos. Por si intentaban vadear el Ebro se situaron dos cañones a la otra parte del puente; y ocuparon el punto un oficial, dos sargentos, cuatro cabos y sesenta soldados, también del primero de voluntarios, con varios paisanos del arrabal. Los franceses continuaban los trabajos en el alto de la Bernardona, y pidieron grandes refuerzos. En este intervalo tuvieron noticia de que el general Palafox había reunido una porción de tropa veterana y bastantes paisanos de los alistados en el partido de Daroca y Calatayud, y destacaron una columna volante para perseguirlos. Como Calatayud es un punto de carrera, se agolpó allí de todas partes tropa de línea; y don Francisco acogió a los detenidos por el barón de Wersage, y fue a reunirse con su hermano en la villa de la Almunia.
Allí estaba con el general Palafox el conde de Gálvez, que con otros quiso disuadirle del proyecto de pasar a la villa de Épila, que no era punto militar para esperar al enemigo con tropa, la mayor parte paisanos inexpertos. Tuvieron una junta, en la que, después de varios debates, determinaron marchar a Épila, y desde allí a Zaragoza. Nuestra fuerza el día 22 de junio consistía en diez y nueve capitanes, cincuenta y nueve tenientes, quince subtenientes, diez y ocho alféreces, dos mil doscientos treinta y cinco hombres entre sargentos, cabos, tambores, trompetas y soldados, y en trescientos sesenta y tres caballos. No refiero, por no hacerme difuso, los diferentes cuerpos de que se componía esta reunión, pero fácil será concebir que los había de muchas clases, como que era una recolección de militares y paisanos. El inspector de estas tropas era don Fernando Butrón, y el mayor general don José Obispo. Hallándose en Épila se tendió una línea de puntos de infantería y caballería, cuya izquierda, apoyada en el río Jalón, y discurriendo por las montañas llamadas almenitas de Rueda, terminaba la derecha sobre una paridera del camino de Zaragoza. Por este punto comenzó el fuego el 23 a las nueve de la noche.
El oficial de voluntarios de Aragón que lo cubría fue al parecer sorprendido, pues estaban muy sosegados, cuando al anochecer llegó aviso de que se acercaban como unos trescientos franceses, y determinaron hacerles frente. De improviso fue necesario proporcionar piedras de chispa, de que carecían muchos fusiles: extrajeron cuatro cañones que había en el convento de agustinos, extramuros de la villa: tocaron al arma, y en medio de la mayor confusión colocaron un cañón en el cabezo de la Horca, y la tropa salió a situarse sobre las eras. No estaba alineada la infantería y caballería a sazón que llegaron los franceses; y comenzó el fuego de cañón y fusil, que duraría como hasta la una de la mañana; pero sin saber el motivo comenzaron a fugarse y dispersarse los nuestros, a excepción de una poca caballería y tropa veterana que se mantuvo con firmeza, consiguiendo imponer al enemigo. Éste, bien fuese por no estar practico del terreno, bien porque juzgase arriesgado introducirse de noche en un pueblo crecido, o porque un cuerpo que llevaba de caballería en la vanguardia cayó desordenado sobre su infantería, lo cierto es que se retiró como un cuarto de legua, y acampó a las inmediaciones del cabezo llamado Putiños, sobre el camino que va a Zaragoza. Con esto tuvo lugar de retirarse la mayor parte de nuestra tropa, y también Palafox, que con sus oficiales, edecanes y demás jefes vadeó el Jalón, dirigiéndose por Salillas al pueblo de Ricla. La falta de serenidad, lobreguez y desorden ocasionó más desgracias que el fuego de los enemigos. En aquella noche desastrosa casi todos los habitantes huyeron, abandonando sus hogares; y esta triste escena no era mas que presagio de otra todavía mas lúgubre.
Viendo la dispersión, y temiendo un resultado más funesto, se dispuso subsistiese alguna tropa; y reforzaron por derecha y centro los puestos avanzados con un batallón de tropa de línea de diferentes cuerpos, al mando del coronel Casaus, a fin de contener al enemigo. La caballería lo estaba al del comandante don Francisco Ferraz, al otro lado de Rueda, sobre la derecha del Jalón. Los encargados de esta empresa comenzaron a tomar, entrada la noche, sus medidas. Trasladaron el cañón colocado en el cabezo de la Horca al del Calvario, y llevaron dos más con mulas que tomaron de las casas de los labradores; destinando a seis artilleros con algunos pocos soldados y paisanos, a los que proveyeron de un cajón de municiones para defender aquel punto. A las tres de la mañana dispusieron los franceses, que serían dos mil infantes y trescientos caballos, su ataque de derecha, centro e izquierda; y desviándose de la dirección de los fuegos, por ser un terreno llano, parte caminaba a ocupar la altura, y parte avanzaba sin la menor oposición. La vanguardia, o por mejor decir, los que ocupaban aquellos puntos, resistieron con tesón, pero al último tuvieron que ceder. La batería dirigida por el comandante don Ignacio López hizo algunas descargas; pero falta de apoyo, por haberse retirado el cuerpo principal, fue tomada a poca costa, y efectuaron la retirada con algún orden, pues nuestra caballería contuvo los esfuerzos de la enemiga hasta que se salvó la infantería, y después a retaguardia partieron al monasterio de Ródanas, y de allí a Calatayud, para reunirse con Palafox.
Entraron en Épila los franceses el 24 por la mañana; y aunque estaba el pueblo casi desierto, subsistían el cura párroco, algunos paisanos de ambos sexos, niños, y los enfermos del hospital. Aquellos vándalos comenzaron a derribar puertas y tabiques, llevando el horror y la devastación por todas partes. El cura don Domingo Marqueta fue asesinado, y mas de treinta y seis personas degolladas. Saquearon a su comodidad, arrojando los muebles y efectos por las ventanas a la calle, con lo que quedaron reducidas a la miseria un sin número de familias. En medio de estos horrores hizo la suerte que los que subieron a la casa hospital respetasen a los diez y seis infelices que yacían en el lecho del dolor, y al cirujano, que en el acto manifestó ocuparse de su curación. Cinco horas duró aquella tremenda y cruenta escena. Convocados para partir, no había quien los arrancase de las casas; y fue indispensable dar las órdenes más estrechas, y destacar al efecto partidas de caballería. Por fin salieron; y dos que quedaron embriagados, y que iban tiroteando por las calles, los desarmaron, y remitieron escoltados al cuartel general de Lefebvre. Al día siguiente el repique de campanas anunció la marcha de los franceses, y los vecinos comenzaron a volver de los montes a ser espectadores de la destroza de sus casas y pérdida de sus intereses.