CAPÍTULO VII.

Nombramiento de comandantes.—El presbítero Sas forma compañías de escopeteros.—Estado de nuestra fuerza.—Los paisanos construyen desaliñadas baterías.—Arribo del marqués de Lazán.—Contestación a la carta que remitió Lefebvre a los administradores de Zaragoza.

 

El general Lefebvre, que dijo había de entrar en Zaragoza a pesar de los treinta mil idiotas que querían hacerle frente, se retiró azorado revolviendo en su interior mil funestas cavilaciones. Los franceses venían dispuestos a celebrar el triunfo por nuestras calles, pero retrocedieron abatidos. Aquella noche acamparon junto a las montañas en que está la ermita de santa Bárbara, en la llanura de Val de Espartera, y junto a la torre de la Bernardona. El ardor del pueblo era tal, que faltó muy poco para que saliesen a perseguirlos. La operación con tropa disciplinada hubiera sido muy del caso, mas los paisanos que se defendieron en las puertas de la ciudad no podían prometerse iguales ventajas en campo abierto. Reinaba entre tanto en Zaragoza el más profundo silencio, el cual solo era interrumpido por algunos cerrajeros que continuaron forjando metralla a fin de que no faltase en los ataques sucesivos. Sus habitantes reposaron como si estuviese distante el enemigo; pero no omitieron fijar centinelas y pedir al menor rumor el quién vive.

El teniente de rey Bustamante comenzó a dar órdenes. Viendo lo que el coronel de caballería don Mariano Renovales se había distinguido en la defensa de la puerta de santa Engracia, le nombró comandante de aquel punto. El intendente Calvo, entrada que fue la noche, dispuso que el teniente capitán don José Gabriel Moscoso lo fuese de la del Portillo; y ambos mandaron al secretario principal don Joaquín García oficiase para que introdujesen la artillería del castillo, y que todas las piezas de pequeño calibre las condujesen a la casa de Misericordia. Luego nombraron los comandantes de las demás puertas. De la del Carmen quedó encargado el teniente del primero de voluntarios don Juan Blancas; de la del Ángel, el teniente coronel don Cayetano Samitier; de la Quemada, y batería de san José, el teniente coronel don Francisco Arnedo, que la defendió en la tarde del 15; de la de Sancho, don Francisco de Paula Zapata; y de la del Sol, don Ramón Adriani. El intendente, de acuerdo con el teniente de rey, dirigió un oficio al ayuntamiento comunicándole había llegado a su noticia que los religiosos de la Cartuja alta la habían abandonado, y que algunos paisanos habían arrebatado enseres y frutos; que podían situarse en aquel punto doscientos hombres y conducir los efectos para la subsistencia de los defensores. La orden para la construcción de baterías fue dirigida al jefe de ingenieros don Antonio Sangenis, ignorando estuviese preso; y así fue preciso ponerle en libertad, dando a entender a los paisanos habían procedido equivocadamente, y en perjuicio suyo.

Al paso que estas autoridades tomaban las medidas que juzgaban oportunas, el pueblo, guiado de su luz natural y de su resolución a resistirse, practicaba otras no menos interesantes. Algunos ciudadanos iban a custodiar las puertas, y no desampararlas, eligiéndose jefe, y procurando el arreglo de guardias y salida de gente para las descubiertas. Así aconteció con especialidad en las de Sancho, Portillo, Carmen y santa Engracia. En la primera y segunda se situó el intrépido y valiente don Santiago Sas, presbítero beneficiado de la parroquial de san Pablo, a quien se agregaron en la clase de ayudantes el presbítero don Manuel Lasartesa, don Antonio Montori y don Miguel Salamero; pues ya el 14 de junio salieron capitaneando una porción de paisanos, y el 15 estuvieron en lo más intrincado de la pelea. Sas que conocía los más esforzados, eligió una porción, y formó dos compañías llamadas de escopeteros voluntarios de la parroquia de san Pablo; constituyéndose su comandante, y designando los destinos por el siguiente orden: De la primera nombró capitán a don Pascual Ascaso, teniente a su hermano don José Sas, y subteniente a don Calixto Vicente; de la segunda, capitán don Miguel Sas, teniente don Antonio Barrios, y subteniente don Francisco Ipas. La compañía constaba de dos escuadras, un sargento y dos cabos, y éstas vendrían a componer la fuerza de ochenta y seis a noventa hombres cada una. En santa Engracia el labrador don José Zamoray, auxiliado del comerciante don Andrés Gurpide, hacían de jefes de los que se propusieron defender a toda costa el punto de la huerta. Don Miguel Abad, alcalde, alistó trescientos hombres, que destinó a la defensa de la puerta Quemada y la línea que discurre hasta la huerta de santa Engracia, bajo la dirección del comandante don Miguel Oñate.

La tropa con que podía contarse el 16 de junio no llegaba a doscientos soldados entre dragones, voluntarios de Aragón, suizos y voluntarios de Tarragona; y los puntos que de necesidad debían defenderse eran ocho, y cada uno necesitaba doble fuerza, porque no podía prescindirse de guardias, descubiertas y retenes: por ello fue indispensable que los paisanos ejecutasen estas fatigas. Cuando la salida turbulenta de Alagón se llevaron todos los víveres, y como los abandonaron, la premura del 15 no dio lugar a disponer lo necesario para el sostenimiento de los defensores; pues aunque los soldados eran pocos, los labradores y jornaleros eran muchos, y debía alimentarse a aquellos valientes que con tanto riesgo habían expuesto sus vidas por defender a Zaragoza. Con la misma actividad, pues, que hacían los preparativos de defensa dispusieron ranchos abundantes para las puertas; y como además muchos llevaron cuantos repuestos tenían en sus casas, reinó la abundancia, y todo ofrecía el aspecto de una reunión fraternal, que no conocía otro interés que el de salvar la patria a costa de cualquiera sacrificio.

En el año de ocho fue la festividad del Corpus el 16 de junio. Este día, destinado al culto, se empleó en preparativos de defensa. Unos iban esparciendo por la calle de santa Engracia, Coso, Carmen y demás los bancos de las iglesias, los armarios y tableros de las tiendas, con el fin de que entorpeciesen el paso a la caballería si en alguna sorpresa llegaba a internarse; otros, armados con espadas, patrullaban; muchos acechaban por las torres con anteojos para avisar los movimientos del enemigo; aquí se veían paisanos cargados con sacas de lana, tablones y pertrechos para formar baterías; allá otros trabajando en hacer cortaduras y parapetos. De madrugada salieron infinitos de todas clases, y vieron por los olivares bastantes muertos, paisanos colgados de los arboles, fusiles y varios despojos, y llegaron sin oposición por el camino hondo de capuchinos hasta muy cerca del punto divisorio de ambos caminos, en donde el centinela avanzado pidió el quién vive, y comenzó a hacerles fuego. La actividad reinaba como si el día anterior lo hubiese sido de descanso. Con las ramas de los arboles inmediatos comenzaron a levantar endebles baterías; y el jefe Sangenis en los primeros momentos tuvo que acomodarse a las invenciones rústicas de la muchedumbre, y admirar las operaciones de los paisanos. ¡Qué escena tan sublime contemplar unos hombres que no habían manejado sino la esteva ocupados en proyectos de fortificación, y formar desaliñadamente con ramas y troncos obras reservadas a los Arquímedes! Creí verme trasportado a la infancia del mundo; y no pude menos de prorrumpir: ¡de qué no es capaz el amor a la libertad y el odio a la servidumbre! Fácil es conocer por la conducta de los zaragozanos en los días 15 y 16 de junio que su ánimo era morir a toda costa, y que no trataron sino de defenderse, pues abandonados, ejecutaron los prodigios que quedan referidos, y las operaciones más acertadas; operaciones que de otro modo no se hubiesen tal vez ejecutado ni previsto.

Los que subieron a las torres observaron que los franceses habían puesto muchas tiendas y barracas en la Val de Espartera, junto al puente de la Muela, y que aparentaban ciertos movimientos con su infantería y caballería. Todos estábamos alerta, porque la superioridad de fuerzas hacía temer nuevas tentativas. Esperándolos pasó el día; y viendo que enviaban avanzadas, las nuestras les salieron al encuentro. No fue muy arduo organizar guerrillas y partidas de descubierta, pues la mayor parte de los del comandante Sas o habían sido militares, o eran diestros escopeteros; y lo mismo sucedía con los de las otras puertas. Al ver los franceses que por todos los puntos salían a buscarles los paisanos, conocieron que en la ciudad había otra clase de gente de la que se figuraban; y la prueba de que las escenas del 15 sorprendieron a Lefebvre es que no se atrevió a dar nuevo ataque hasta que le vinieron refuerzos. ¡Cuánto no ponderaría la extensión de la ciudad, que estaba cercada de anchurosos ríos, y dominada por Torrero, de cuyo punto era indispensable apoderarse! Todo lo haría valer para saldar el funesto resultado que tuvo la batalla de las Eras. Los franceses para vengarse hicieron varias correrías por las inmediaciones. En el monasterio de Santa Fe degollaron algunos monjes y a los pocos habitantes que encontraron en Cuarte, Cadrete y otros pueblos circunvecinos; talaron, robaron y abrasaron cuanto pudieron haber a las manos.

El interés general que todos los habitantes tomaron para llevar adelante la ardua empresa de resistir al enemigo, sugería mil especies útiles. Desde luego hubo quien observó debía retirarse la pólvora de los almacenes. El comandante Escobedo hizo trasladar una parte a hombros a Torrero, y a seguida la condujeron en cincuenta y ocho carros al edificio de las aulas de primeras letras de la Compañía. Si se difiere esta operación nos hallamos sin pólvora, pues aunque en los días últimos del mes de mayo y principios de junio personas de todas clases construyeron cartuchos en la casa de Misericordia, como los paisanos habían hecho un fuego tan horroroso, y obraban en esto sin discreción, no sobraban municiones; y los enemigos desde luego empezaron a explayarse para tomar conocimiento del terreno, de modo que fácilmente la podían haber ocupado. Teníamos sesenta mulas de tiro y dos carros permanentes para el servicio. Cuando la salida de Alagón condujeron víveres; y aunque la mayor parte no volvieron, nada se echó de menos, porque todos concurrían con el mismo ardor y celo a ejecutar el servicio. En el castillo reinaba el mayor orden. El propietario labrador don Mariano Cerezo con sus compañías obraba como el gobernador militar más expedito. Además estaba encargado en clase de oficial don Lucas de Velasco, y en la de ayudante el subteniente de infantería don Juan Antonio Viruete, quienes tomaban las correspondientes medidas. También se salvó una porción de trigo que había en Torrero, y gran parte de los útiles de toda clase de sus almacenes, y los efectos de las cartujas. En la de la Concepción el comisionado don Bernardo Ascaso extrajo con intervención del único religioso de obediencia que permaneció hasta los momentos críticos, fray Domingo Comín, todos los efectos y frutos que eran de algún valor. Conociendo el maestro armero mayor Manuel Bosque que era indispensable un taller para la composición de armas, después de ceder generosamente cuantas tenía, lo fijó en la plaza del Portillo, como punto el más interesante. Por el pronto las maestranzas del canal proporcionaron inteligentes que organizaron un parque en el edificio de la Universidad. Algunos voluntarios formaron compañías de gastadores. Mas adelante fueron destinando a los de los tercios que no tenían armas; y llegaron a contarse setecientos, los cuales, aunque sin práctica, ejecutaron las obras que detallaremos en lo sucesivo.

Hago mención de tales pormenores, omitiendo otros muchos, para dar idea de que faltaba todo, de las esperanzas que se concebían, y del extraordinario celo y patriotismo de los zaragozanos. La confianza era tanta, que no pensaron en ocultar ni extraer la plata de, las iglesias, ni tomar ninguna medida de precaución; de manera que,, considerando podía ser saqueado el convento de trinitarios, que estaba extramuros, el 15 de junio oficiaron al ministro de la religión para que recogiese la plata, dinero y alhajas a fin de conducirlas por un barco a Escatrón u otro paraje seguro. La serenidad llegó al extremo de que en los cuatro conventos de agustinos, trinitarios, capuchinos y carmelitas descalzos, que estaban situados extramuros, y con la especialidad de hallarse los tres primeros en medio de la línea de los ataques, permanecieron muchos religiosos durante los choques. En tanto nuestros paisanos no perdían tiempo para pertrecharse y suplir su falta de previsión.

El general Lefebvre, figurándose que las personas ilustradas y de alguna autoridad darían oídos a sus insinuaciones, y conocerían que el oponerse al poder de Napoleón era un delirio, determinó dirigirles una carta; pero como el conductor había de pedir permiso para pasar a los paisanos, suponiendo que éstos ignoraban las leyes de la guerra, y que si enviaba algún parlamentario estaba expuesto a que antes de ver la carta le diesen la respuesta, comisionó a uno de los soldados de caballería que había caído prisionero. Éste logró internarse, manifestando traía pliegos de importancia. A esta sazón estaban reunidos en casa del teniente de rey Bustamante las personas más autorizadas, sin duda para conferenciar lo que debía ejecutarse en unas circunstancias tan críticas. En verdad eran escabrosas. El tesón del pueblo de una parte, y el triunfo que acababa de conseguir de otra, ahogaban las voces que podía sugerir la prudencia y los conocimientos militares; éstos no servían para persuadir, cuando estaba tan reciente el día 15, en que los defensores habían contenido y rechazado al ejército enemigo; y si a esto decían vendrían más tropas, cuyo ímpetu no podría contenerse, hubiese contestado el pueblo quería morir antes que ceder; y esta contestación era consiguiente al espíritu y ardor que les poseía. Bien fuese para pesar estas reflexiones, bien para establecer un gobierno y continuar los medios de defensa, se habían reunido; y estando para celebrar la junta, entraron el pliego, que venía dirigido a los administradores de Zaragoza, lo cual produjo varias contestaciones, pues unos querían abrirlo y otros enviárselo a Palafox. Sobre esto, y sobre la presidencia, que unos querían darla al corregidor, y otros al teniente de rey, hubo varias discusiones; y por último prevaleció la idea de remitir el pliego a Palafox. El mismo soldado manifestó le habían dado varias proclamas para que las esparciese. Los ciudadanos no pensaban sino en prepararse para contrarrestar las fuerzas del enemigo, y el intendente Calvo en fijar la autoridad y ver como podía sostenerla. Ofreció remitir el pliego; y para dar una idea al público (mientras se disponía la respuesta para el general Lefebvre) de lo ocurrido, el 18 amaneció un bando con ocho artículos, que decía:

«El ejército francés, acostumbrado al robo y la perfidia, ha empezado a ejercer en nuestro territorio toda su perversidad. En los lugares por donde ha transitado con el designio de atacar la capital de Aragón no hay género de infamia que no haya cometido; ha batido con artillería los templos, ha profanado sus altares, robado los vasos sagrados, y cuanto ha encontrado en los pueblos; ha fusilado algunos de sus habitantes por solo inspirar terror; viene sembrando proclamas hechas en Bayona, o inventadas en España; y aun tiene valor de pretender seducirnos con engaños. La falsedad y la perfidia son sus armas; las conozco, y conozco también a los traidores; tengo documentos originales que comprueban sus crímenes, y los anunciaré a su tiempo para vergüenza suya y para desengaño de todos. Estamos, pues, en el caso de vengar a nuestros conciudadanos, de conservar nuestra santa religión, la vida de nuestro Rey y la existencia de nuestra patria; pero hagámoslo como hombres, y no imitemos la vil conducta de esos pérfidos, tiñendo con sangre de inocentes nuestra espada. Para ello, y para disponer lo conveniente a la defensa de esta ciudad, reunir y organizar fuerzas, y atacar a tan viles enemigos, me he situado a corta distancia, en donde, menos distraído, me ocupo en trabajar noche y día; y para que mis tareas y. combinaciones tengan todo su efecto, se logre el triunfo a que todos aspiramos, y que me asegura vuestro valor, mando...»

A seguida se leían ocho artículos, relativos a «que el soldado francés que no rindiera las armas fuese degollado; que los militares se presentasen en el cuartel de Convalecientes ante el comisario de guerra don Pedro Aranda; que el estado mayor fijase la fuerza necesaria para hacer la defensa de todos los puntos; que se diesen razones de los jefes, tanto militares como paisanos; que los de los pueblos saliesen a recoger sus cosechas; que se vigilase e hiciesen rondas; y últimamente, que la junta militar, compuesta de los individuos nombrados y que se agregarían, fijaría los sueldos y arreglo para hacer el servicio.»

El intendente Calvo comenzó así a cimentar el mando; pero, a decir verdad, la muchedumbre creía que todo lo debía esperar de su heroísmo.

Como el general Palafox estaba situado, según el bando, a corta distancia, enterado del feliz resultado del día 15, dispuso enviar al marqués, quien llegó a Zaragoza el 13, y también contestó a la carta del general Lefebvre, incluyéndole un ejemplar del manifiesto de 31 de mayo, y otro del bando indicado; cuya contestación llevó al campo el edecán teniente coronel don Manuel Ena, concebida en estos términos:

«Zaragoza, en mi cuartel general, 18 de junio de 1808.=Excelentísimo señor:=Si S. M. el Emperador envía a V. E. a restablecer la tranquilidad que nunca ha perdido este país, es bien inútil se tome S. M. estos cuidados. Si debo responder a la confianza que me ha hecho este valeroso pueblo de Aragón, sacándome del retiro en que estaba para poner en mi mano su custodia, es claro no llenaría mi deber abandonándole a la apariencia de una amistad tan poco verdadera. Mi espada guarda las puertas de la capital, y mi honor responde de su seguridad; no deben, pues, tomarse este trabajo esas tropas que aun estarán cansadas de los días 15 y 16; sean enhorabuena infatigables en sus lides; yo lo seré en mis empeños. Lejos de haberse apagado el incendio que levantó la indignación española a vista de tantas alevosías, se eleva por puntos. Se conoce que las espías que V. E. paga son infieles; gran parte de Cataluña se ha puesto bajo mi mando; lo mismo ha hecho otra no menor de Castilla; los capitanes generales de ésta y de Valencia están unidos conmigo. Galicia, Extremadura, Asturias y los cuatro reinos de Andalucía están resueltos a vengar sus agravios. Las tropas francesas cometen atrocidades indignas de hombres, saquean, insultan y matan impunemente a los justos que ningún mal les han hecho; ultrajan la religión, y queman las sagradas imágenes de un modo inaudito. Ni esto, ni el tono que V. E. observa, aun después de los días 15 y 16, son propios para satisfacer a un pueblo valiente. V. E. hará lo que quiera; yo lo que deba. =B. L. M. de V. E. el general de las tropas españolas=José Palafox y Melci.»

Historia de los dos sitios de Zaragoza
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