LA MIRADA DE DECÉBALO
Abril de 98 d.C.
Decébalo, rey de la Dacia, el único reino del norte al que los romanos pagaban regularmente para que no les atacara, se paseaba a lomos de su caballo por la ribera izquierda del Danubio. Había descendido desde Sarmizegetusa, pasado por Tapae y desde allí, casi sin descanso, había alcanzado la orilla del gran río. Tras él, los sármatas habían reunido un fuerte contingente de caballería junto con varios miles de sus mejores guerreros dacios. Era el momento de volver a cruzar el río y adentrarse en las provincias romanas de frontera para hacerse con un buen botín. Era divertido comprobar cómo Roma, pese a sus ataques, aún le pagaba precisamente para que no atacara. Era cierto que los últimos pagos habían sido menores y no en las fechas acordadas, y que el de ese año aún no se había hecho efectivo, pero los romanos estaban en medio de grandes conflictos internos y eso había sumido a todo aquel vasto imperio en una gran desorganización. Un caos que él, Decébalo, estaba dispuesto a aprovechar al máximo. Miró atrás. No era un gran ejército de invasión. Todavía no, todavía no había llegado la hora del gran ataque. Se trataba sólo de debilitar las ciudades de frontera, de hacer ver a la población que Roma no les protegía y de mantener a sus hombres y a los sármatas y a los roxolanos y los bastarnas y otros aliados ocupados y satisfechos con los botines obtenidos en aquellas incursiones.
Cruzar el río era siempre una operación lenta y trabajosa. Las barcazas eran insuficientes, y todo el paso de un lado a otro se dilataba durante varias jornadas, pero, como fuera que los romanos nunca reaccionaban con la rapidez debida, siempre había tiempo para hacerlo con tranquilidad y para, lo que era aún más satisfactorio, retirarse con la misma seguridad. Decébalo sabía que el emperador Domiciano, asesinado por los suyos, había sido reemplazado por otro emperador, llamado Nerva, débil, incapaz, contra quien se había rebelado parte de su guardia personal. Sabía también que este Nerva había muerto dejando el Imperio en manos de un tal Trajano que ni siquiera era romano. Aquello último le parecía la mayor de las locuras. Era como imaginar una Dacia gobernada por un germano o por un parto. Los romanos caminaban raudos hacia su autodestrucción.
Los renegados romanos, que, hartos de sufrir derrota tras derrota en Moesia y Panonia, se pasaban al bando dacio, le mantenían convenientemente informado de todo, al igual que algunos de los ingenieros que Roma enviara en época de Domiciano para reconstruir sus fortalezas de Tapae y Sarmizegetusa. Eran hombres que mantenían contacto con Roma y muchos de ellos, para congraciarse con el rey, le suministraban información. Y Decébalo lo tenía claro: en cuanto la confusión creciera en el Imperio romano, atacaría hacia el sur y por fin conseguiría extender su dominio a ambas riberas del Danubio. ¿Quién sabía? Quizá se pudiera llegar aún más al sur. Todo se vería con el tiempo. Tenía una buena infantería dacia, disponía de la mejor caballería del mundo, la de los sármatas, y tenía buenos aliados en los bastarnas y los roxolanos. Todos le respetaban por su capacidad de derrotar a los romanos en ya varias ocasiones. Incluso los catos al oeste o los lejanos partos de Oriente enviaban embajadas cordiales. Todos querían ser sus amigos. Sin duda, debían de temerle mucho. Y disponía también de buenos generales: Diegis, inteligente y leal hasta el final, y Vezinas, ambicioso pero sometido a su mando; ambos anhelaban desposarse con su hermosa hermana Dochia. Ella parecía más favorable a Diegis. Su hermana era inteligente además de hermosa, pero Decébalo no había dado aún su consentimiento. Mientras tuviera a Vezinas entretenido en servirle bien para ser premiado con la mano de Dochia, éste combatiría lo suficientemente bien como para serle aún de gran utilidad. La guerra, la gran guerra que habría de desatarse pronto, con un poco de suerte, eliminaría el problema de Vezinas por sí solo. Quizá Diegis también cayera. Era difícil saber lo que pasaría. Decébalo lo tenía todo pensado: ahora dirigía aquellas razias personalmente para mostrar a todos, dacios, sármatas, bastarnas y roxolanos, que seguía siendo el valiente rey que había sido siempre, pero cuando los romanos, por fin, respondieran, porque al final lo harían, pues él seguiría atacando y atacando y avanzando hacia el sur hasta que enviaran sus legiones, entonces él, Decébalo, se quedaría en la retaguardia, en Tapae o Sarmizegetusa si era necesario, y lo dirigiría todo desde allí, moviendo a sus mejores pileati, a Diegis y a Vezinas, desde la seguridad de las grandes murallas de las fortalezas dacias. Frunció el ceño. Quedaba el asunto pendiente de Bacilis, el sumo sacerdote del gran dios Zalmoxis. No le era leal. Bacilis siempre iba a favor del viento. Le mantendría vigilado.
—El ejército está ya en su mayor parte al otro lado del río, majestad —dijo uno de sus oficiales.
Decébalo miró hacia el sur. Allí estaban sus guerreros dacios y los jinetes sármatas. El nuevo emperador, hispano de origen según le habían confesado los renegados, se había centrado en reforzar los campamentos de la frontera. Era el momento de hacerle ver que aquél era un esfuerzo inútil. Decébalo sintió entonces el aire en su espalda.
—Boare [53]! —exclamó el gran rey de la Dacia satisfecho—. Boare! Boare! ¡Tenemos viento del norte! —En voz más baja expresó la naturaleza más profunda de sus sueños—: Todo va a cambiar, todo va a cambiar.
Y Decébalo desmontó de su caballo para subir a la embarcación que debía llevarle al sur del Danubio, allí donde sólo quedaban emperadores romanos viejos o débiles, incapaces ya de defender sus antiguos dominios. Sí, el viento del norte les empujaría hacia una nueva gran victoria.