EL INFORME DEL CURATOR
Roma, 10 de enero de 96 d. C.
Partenio estaba revisando viejos informes. Mientras esperaba su muerte, se limitaba a ocupar su mente con algo. Un día entraría un pretoriano, lo miraría fijamente a los ojos y ya está. No, el emperador ya no le llamaba, sino que despachaba con Norbano. En cuanto a Roma, a la pobre Roma, todo iba a peor: septiembre ya no era septiembre, sino Germánico, y octubre ya no era octubre, sino Domiciano. Igual que en el pasado el quinto [43] mes pasó a denominarse julio en honor a Julio César y el sexto mes se llamaba agosto en honor a Augusto, el emperador Domiciano había decidido que ya era hora no de que un mes sino dos se denominaran de tal forma que se le honrara cada vez que se mencionaran: así el séptimo mes, septiembre, pasó a denominarse Germánico en honor a su supuesta conquista de Germania, y el octavo mes, octubre, pasó a llamarse Domiciano sin más. Julio César y Augusto se conformaron con un mes, Tiberio rompió con aquella costumbre con la clarividente visión de qué pasaría con los futuros emperadores cuando se acabaran los doce meses del año, pero Domiciano ignoró aquella sabia decisión de Tiberio y recuperó la tradición apropiándose de dos meses completos para siempre. Y, a la par que el emperador hacía suyo hasta el calendario, las ejecuciones de senadores, libertos, esclavos, cristianos, y cualquier persona que fuera acusada por los delatores de confianza proseguían sin descanso.
Incluso caía alguno de ellos, como Caro Mecio, acusado por otros delatores. Era una espiral incontenible de autodestracción cuyo fin sólo podía ser la caída de Roma en manos de los pueblos del norte, que acechaban en todas las fronteras.
Fue entonces cuando un viejo documento llamó la atención de Partenio. Era un informe del veterano curator de las alcantarillas de Roma y estaba fechado en el año de la ampliación del anfiteatro Flavio. En su momento, aturdido por los delirios del emperador, Partenio no lo leyó con detenimiento, pero ahora, al no tener nada mejor que hacer, le dedicó toda su atención.
Informe del curator de las cloacas de Roma.
Las obras de ampliación del anfiteatro Flavio están hundiendo nuevamente los muros de las cisternas y las cloaculae del foro. No dispongo de suficientes hombres para evitar el hundimiento de las galerías. He empleado a mi propio hijo, demasiado joven y demasiado inexperto, que ha quedado atrapado en uno de los derrumbamientos. Hoy he recuperado su cuerpo muerto por las horas pasadas enterrado bajo los escombros. Mi hijo ha fallecido por causa de esa ampliación del anfiteatro Flavio que ha decretado el emperador.
Y parecía que el curator iba a seguir escribiendo pero lo había dejado ahí, sin añadir más, sin pedir más. Era como si sólo quisiera poner de manifiesto su dolor y… establecer una responsabilidad con relación a la muerte de su hijo. Quizá quisiera más, mucho más, pero no estaba en situación de conseguir nada que no fuera el silencio de los consejeros imperiales, que es lo que obtuvo, o unas palabras de lamento y solidaridad por su pérdida, que Partenio, en su momento, ni siquiera remitió. Era curioso. Hacía tres años, no, cuatro, de aquella nota que había quedado olvidada sin que él la hubiera leído en su momento, absorbido como estaba en los sucesos.
Y que rodeaban al emperador, a su creciente trastorno, al nombramiento de nuevos gobernadores y procuradores y centrado como estuvo entonces en los desastres bélicos del norte, especialmente la aniquilación de la legión XXI Rapax. Aquel curator, aquel funcionario del Estado, se había limitado a enviar otros informes que sí había leído, posteriores a esa nota, en los que hablaba de la reconstrucción lenta pero firme de las galerías hundidas por los trabajos de ampliación en el anfiteatro Flavio. Ya no había alusiones o referencia alguna al episodio de su hijo muerto.
Partenio releyó aquellos documentos con tiento especial, rebuscando entre líneas. Eran unos escritos gélidos, ausentes de toda emoción aparente, puramente descriptivos. Hablaban de piedras, de conductos, galerías, arcos, grietas, malos olores, inundaciones, quejas de algunos barrios, asuntos por los que Partenio hacía meses, no, un par de años, ni tan siquiera importunaba al emperador. «Mi hijo ha fallecido por causa de esa ampliación del anfiteatro Flavio que decretó el emperador.» Aquellas palabras suponían una acusación indirecta a Domiciano, y eran suficientes para que aquel hombre fuera condenado a muerte. ¿Sería bastante entregar aquel hombre al emperador para que éste recobrara confianza en él como consejero? O, teniendo en cuenta que la carta hacía referencia a hechos de hacía unos años, ¿no pensaría el emperador que la había ocultado de forma intencionada y que sólo ahora, por miedo, se la mostraba, lo que le hacía cómplice de compartir la opinión de alguien que acusaba al emperador de matar a su hijo? Partenio estaba sudando. Sintió asco de sí mismo. De inmediato comprendió que así era cómo pensaban los delatores, y alguno ya estaba muerto. Era un camino sin regreso y rodeado por sangre y odio sin fin. Estaba mayor, demasiado mayor. Tenía sesenta y seis años y sólo quería un poco de paz. Disfrutar de unos años retirado sin temer que cada vaso, cada plato, cada copa estuvieran envenenados, sin temer que alguien le apuñalara por la espalda. Un poco de paz, un poco de descanso alejado de todas las intrigas del palacio imperial. Olvidado, a poder ser, por todos los césares del mundo. Pero nada de aquello era ya posible. Estaba condenado a morir, ejecutado por el Dominus et Deus del mundo y, además, sabiendo que las fronteras del Imperio, muertos o a punto de morir todos los legati de valía, se desmoronarían. Estaba condenado a morir y a ver cómo se desintegraba todo un mundo por el que había dado toda su vida, un universo que había intentado preservar navegando entre odios, intrigas, guerras civiles, traiciones y asesinatos. Ahora todo se perdía, todo. Su vida no había tenido ningún sentido. Nada de lo que había hecho servía para nada. El sudor le caía por las sienes. Era como el curator, acumulando un odio oscuro y subterráneo contra el emperador que los gobernaba a todos y que los conducía directos a la destrucción total. Era como Estacio, a la sombra de Domiciano, alabando sus desmanes y su locura. Era como la silenciosa emperatriz, engullendo su dolor en las sombras. Era como los gladiadores combatiendo sin redención posible cada tarde de juegos en el inmenso y gigantesco anfiteatro Flavio. De pronto, dejó de respirar.
Tuvo una revelación.
Su sudor se detuvo. Sentía las gotas frías detenidas sobre su frente.
Recordó las últimas palabras de su conversación con el lanista en la prisión donde el viejo preparador de gladiadores esperaba la muerte: «¿Cúantas legiones más hemos de perder y cuántos legati más han de ser desterrados y luego envenenados y cuántos senadores más han de ser asesinados y sus bienes confiscados por Domiciano antes de que todos se den cuenta, Partenio? Roma era mi mundo, no un mundo perfecto, pero se viene abajo y esa ingratitud… no lo puedo evitar… me corroe por dentro. Cuando encajes todas las teselas del mosaico, consejero, verás que te faltará una pieza, una sola. Esa tesela lleva el nombre de Marcio.» Sí, el lanista había estado en lo cierto. Todos aquellos años de locura conformaban un gran mosaico de horror en el que, sin embargo, faltaban piezas, faltaban unas pocas piezas para completarlo. Por eso había estado tan confuso, tan perdido todo aquel tiempo: Marcio, el gladiador de la arena; el curator de las cloacas de la ciudad y su rencor sumergido; la emperatriz y su silencio oscuro; la reciente muerte del ex cónsul Manió Acilio y aquella lista interminable de condenados a muerte por el emperador, a la que, con toda seguridad, su propio nombre habría sido añadido. El mosaico estaba prácticamente completo. Pero quedaba por decidir quién era el que iba a poner las últimas piezas: ¿Tito Flavio Domiciano o él, el insignificante consejero imperial Partenio, tan olvidado por todos, tan despreciado por los pretorianos, tan infravalorado por el emperador?
Partenio se levantó de la cama en la que se había sentado al sentir un mareo incipiente y se acercó a la bacinilla con agua fresca. Se echó el líquido transparente por la frente y se secó con un paño limpio. Luego cerró los ojos unos instantes, respiró dos, tres veces con sosiego; dejó el paño humedecido con su sudor sucio y el agua limpia y salió de la habitación para poner en marcha el principio del fin de una dinastía. Tenía que hablar con un senador, uno de los nuevos senadores hispanos. Seguramente fracasaría, pero cualquier cosa era mejor que seguir allí sentado, esperando la llegada de un pretoriano enviado para matarle.