JUAN APÓSTOL

Roma, febrero de 94 d. C.

Tito Flavio Domiciano vio cómo entraba aquel anciano en el Aula Regia, fuertemente custodiado por cuatro fornidos pretorianos. Dos años habían tardado en localizarlo y en traerlo a su presencia. A los ojos del emperador, la espera no parecía haber merecido la pena. Era una escena casi ridicula: aquel viejo cubierto de cadenas apenas podía con su cuerpo y para caminar se tenía que ayudar de un sucio bastón de madera. Al emperador le costaba creer que aquel decrépito viejo fuera el tan temible Juan del que tanto hablaban los cristianos de Roma, el único que quedaba vivo de los doce líderes que seleccionara aquel maldito profeta que llamaban Cristo. Vestía con harapos, pero eso era lógico teniendo en cuenta que venía preso en la bodega de una galera desde Efeso. Era ese porte humilde, apocado, dócil, con el que aquel ser caminaba el que defraudaba a Domiciano. Incluso si conseguía que aquel hombre se retractara, que abandonara su religión y le adorara delante de todos, en el foro o frente a una de las grandes puertas de Roma, ¿impresionaría eso a alguien?

El emperador volvió sus ojos nerviosos hacia Partenio. El consejero imperial comprendió el significado de aquella mirada y se acercó al trono imperial para musitar unas palabras al Deus et Dominus del mundo.

—Dicen que su poder está en las palabras, en lo que dice —comentó en voz baja. Se alejó de nuevo del trono, situándose detrás del emperador, para no interponerse entre Tito Flavio Domiciano y aquel seguidor de Cristo, aquel profeta de los cristianos.

Juan estaba cansado por el largo viaje en barco. La comida había sido escasa, algo que no le afectó, pues a su avanzada edad un poco bastaba para subsistir, pero la humedad de la bodega de la quinquerreme romana había hecho que todos sus huesos se resintieran y ahora le costaba sobremanera andar. No tenía tampoco curiosidad por conocer al emperador de Roma, de quien sabía que poco bueno podía esperar a tenor de las noticias que se recibían en Efeso sobre el reinicio de las persecuciones contra sus hermanos de fe, persecuciones que antaño liderara Nerón y que ahora, con igual o mayor saña, dirigía aquel hombre que le miraba con desprecio desde aquel elevado trono lucido en oro y adornado con todo tipo de gemas. Una gran muestra de poder terrenal, sin duda. Pero era sólo un hombre y, nada más verlo, Juan lo entendió: un hombre asustado, horriblemente asustado. Seguramente no sería por miedo hacia él, tan pequeño, tan viejo, tan poco, ¿o sí? Suspiró. Seguramente sería miedo hacia muchas cosas y hacia muchas personas. Poseer mucho acrecienta esos miedos y más aún en los que no han comprendido el mensaje de Cristo. Y aquel hombre, aquel César, aquel emperador del mundo, se dirigió a él con una voz poderosa en la superficie, pero tan débil en el fondo, tan débil.

—¡Por Júpiter! ¡He dicho que te arrodilles, maldito, arrodíllate ante el emperador de Roma! —espetó con furia—. ¡Arrodíllate ante un dios! ¡Arrodíllate ante tu dios, ante tu Dominus et Deus.

Juan no se movió. El emperador no era ni hombre ni dios de repetir una orden. Se limitó a mirar a los pretorianos que estaban junto al preso. Uno de ellos tiró de la cadena que pendía de la argolla que rodeaba el cuello del profeta y Juan, sin poder evitarlo, cayó de rodillas ante el emperador de Roma.

—Eso está mejor —dijo Domiciano sonriente, paseando sus ojos orgullosos por la gran Aula Regia repleta de oficiales pretorianos; senadores aterrados que intentaban mantenerse próximos al afecto del César, único camino hacia la supervivencia; oficiales de las legiones de visita en Roma; embajadores de todas las provincias; mensajeros de todos los confines del Imperio a la espera de ser atendidos por el emperador y hasta libertos y algunos esclavos de palacio, pues la curiosidad era grande por ver al último de los doce líderes cristianos. Además, todos estaban convencidos de que no habría muchas más oportunidades de ver con vida a aquel falso profeta y el olor a muerte siempre atraía en Roma.

—Eso está infinitamente mejor —repitió el emperador. Pero justo cuando terminaba de repetir la frase, Juan apoyó sus huesudas manos sobre el frío mármol del Aula Regia, apoyó un pie en el suelo y, ayudándose del bastón, se alzó de nuevo en pie.

Domiciano, colérico, volvió a mirar a los pretorianos que custodioban al preso y la operación de tirar de la argolla se repitió con el mismo efecto de antes, sólo que esta vez el anciano dio con todos sus huesos en el suelo. El emperador aprovechó la ocasión para reírse y, rápidamente, los pretorianos y muchos senadores acompañaron al César en sus carcajadas, pero aún estaban riéndose cuando aquel viejo, terco hasta el fin, volvió, muy lentamente, pero con esfuerzo pertinaz, a incorporarse despacio: primero de rodillas y luego, ayudado nuevamente de su bastón, en pie, aunque, esta vez, ya muy encorvado, incapaz casi de erguirse más por un profundo dolor que le atenazaba la espalda, los brazos y las piernas. Tito Flavio Domiciano iba a volver a mirar a los guardias pretorianos, pero Partenio se acercó por la espalda.

—Sería conveniente que el profeta, si no se retracta, llegue vivo a mañana; será más provechoso para el Dominus el Deus y para todo su Imperio darle muerte en público.

Volvió a retirarse. El emperador asintió sin moverse un ápice. Asintió para sí mismo, en silencio, incapaz de reconocer ante Partenio que le estaba dando un buen consejo, pero lo siguió, contuvo su ira y levantó su brazo derecho de forma que el pretoriano que iba a volver a tirar de la argolla se frenó en seco.

—Te inclinas ante mí —dijo Domiciano ante el encogido anciano—; de momento es suficiente.

Juan quiso ponerse más erguido pero el Señor le negaba las fuerzas y se conformó. Si Dios no le concedía energía para más, no podía hacer más. El Señor tendría otros designios para él que pasaban por sobrevivir a aquella entrevista. Quizá Dios deseara que convirtiera a aquel azote de los cristianos, una tarea imposible, pero no había nada imposible para Dios. Quizá sólo buscara que hiciera dudar a Domiciano lo suficiente como para que las persecuciones se detuvieran. Debía ser paciente, paciente y escuchar con atención para elegir bien luego las palabras más adecuadas, las palabras que aplacaran la incontestable ira de aquel dragón. Le llamó entonces la atención a Juan que, junto al emperador, a su derecha, sentada ligeramente retrasada en un asiento mucho más modesto, estaba una mujer madura que en su tiempo debió de ser muy hermosa. En los ojos de aquella mujer Juan encontró un inmenso odio, pero no hacia él. Quizá no todo lo que rodeaba a aquel emperador estaba corrompido hasta los huesos. Había esperanza, pero Juan no acertaba a descubrir el camino a seguir. Escuchar, debía escuchar. Y hablar con tiento. Su propia vida era lo de menos. Estaban en juego las vidas de muchos hermanos y hermanas de fe. Cautela, paciencia, sabiduría eran sus únicas armas.

—Tienes que retractarte y adorarme, reconocerme como Dominus et Deus —le espetó el emperador sin más preámbulos.

—No me es posible, no puedo negar a Dios, al único Dios y adorar a quien sólo es un hombre en la Tierra —respondió Juan con serenidad.

El emperador había estudiado todos los documentos que le había pasado Partenio. Pese a su poca esperanza en aquella entrevista, Domiciano había decidido emplearse a fondo. Era cierto que si conseguía que aquel profeta negara a su dios en público sería una forma de desalentar a muchos cristianos, que ya empezaban a ser demasiados. Domiciano sentía que tenía muchos enemigos en el Senado, en las fronteras, entre los bárbaros, en palacio, entre sus propios pretorianos incluso, quizá entre sus consejeros o en su misma familia. Eliminar o debilitar a los cristianos, de la forma que fuera, era un buen objetivo. En eso Partenio tenía razón. Además, siempre estaba a tiempo de mandarlos a todos a las fieras. Para eso siempre había ocasión.

—Uno de los tuyos lo hizo: negó a su dios —recordó el emperador las tres veces que Pedro negó a Jesús antes del amanecer—. ¿No eso cierto?

—Es cierto. Y lo lamentó profundamente hasta su muerte, pero el Señor le perdonó por su infinita misericordia.

El emperador vio que no tenía sentido razonar, así que intentó una estrategia alternativa que le solía dar mucho mejor resultado: el miedo.

—Retráctate y tu dios te perdonará. Además, si no te retractas, morirás.

—Todos morimos —replicó Juan con tranquilidad. Aquella alusión le dolió al emperador que empezaba a considerarse inmortal.

—Yo no moriré nunca: soy un dios.

La respuesta era obvia para Juan… pero se contuvo. Tenía ante sí al hombre ejecutor y origen de la mayor parte de los males que padecían todos los cristianos. Guardó unos instantes de silencio que Domiciano interpretó como una aceptación de su afirmación. Juan, por su parte, decidió que no era tan importante ya lo que pensara aquel hombre, al menos en ese momento, como lo que fuera a hacer. Sus actos: ésa era la clave.

—¿Por qué tienes miedo de nosotros? —preguntó Juan al emperador de Roma. Tito Flavio Domiciano le miró sorprendido.

—Un dios como yo no tiene miedo de nadie, profeta; soy amo y señor del mundo, Dominus et Deus; los hombres me obedecen, hasta los dioses me han obedecido en el campo de batalla. Mis palabras son órdenes desde Britania hasta el Eufrates, desde Germania hasta África.

—Si todos te obedecen no necesitas guardias —añadió Juan volviéndose hacia los pretorianos que le custodiaban. Domiciano se reclinó en su trono. El apóstol se aventuró a continuar—: Los guardias que me rodean, los guardias que vigilan tu palacio, son muestra de tu miedo. Hay muchas prisiones en el mundo, y el miedo es una de las peores.

El emperador le miraba con incredulidad, pero le dejaba hablar; sentía curiosidad por ver adonde quería llegar aquel viejo loco.

—Nosotros los cristianos vivimos en el amor, en el amor de Cristo y en el amor entre nosotros, en el amor a todos. Donde hay amor no hay miedo.

Domiciano se echó a reír y Juan calló. El emperador se inclinó en su trono hacia delante mientras respondía aún medio riendo.

—He visto a muchos cristianos en la arena del anfiteatro y te garantizo, profeta, que había mucho miedo en sus ojos.

—Tenían miedo a morir —respondió Juan con seguridad—. Tú tienes miedo a vivir. Temes cada día nuevo que se presenta ante ti. Los cristianos amamos la vida, tú la temes.

Vio al emperador removerse de forma incómoda en su trono. Juan intuía que no estaba acertando con el modo adecuado para llegar al corazón de aquel hombre. Estaba tan lejos de todo y de todos, tan distante, tan frío que no encontraba las palabras con las que acariciar su ánimo y calmarlo.

—Estáis todos locos —replicó el César.

—Tenemos fe; muchos hombres están tristes, perdidos, sean ricos o pobres, humildes o poderosos, y caen en terribles prisiones: sus vidas se transforman en celdas oscuras, pero todo hombre puede salir de su prisión.

—Hablas con enigmas, como los filósofos, y no me gustan los enigmas. Y hace tiempo que expulsé a todos los filósofos de Roma.

—Quiero decir que el emperador aún está a tiempo de cambiar, de conocer al amor de Dios y de compartirlo y de ser amado por todos los que le rodean: por su familia, por el pueblo de Roma y por todos los pueblos sobre los que gobierna. Se puede gobernar con amor y ser respetado y encontrar paz cada noche al cerrar los ojos y dormir.

Domiciano llevaba meses sin dormir bien, pero ocultó su rabia tras una nueva carcajada.

—Admiro tu constancia. Ni tan siquiera aquí, ante el propio Dominus et Deus del mundo, dejas de predicar tu inmundicia. Eres sacrilego y ateo hasta el infinito y por eso antes de que acabe este año, un buen día de sol, al mediodía, en la hora sexta, morirás hirviendo en una caldera de aceite. He de verte llorar de dolor mientras tu piel se cuece a fuego lento. —Se dirigió a los pretorianos que estaban junto al profeta—. ¡Lleváoslo de mi vista y encerradlo hasta el día de su tormento!

Juan se retiró medio tropezando por los tirones que le daban sus captores, pero evitó caer al suelo apoyándose con habilidad en su bastón. Estaba decepcionado consigo mismo. Había sido muy torpe en la elección de las palabras y sólo había irritado al emperador. No había hecho nada para ayudar a sus hermanos. La edad le hacía cada vez más incapaz en el uso de las palabras, demasiado torpe para seguir siendo tan apreciado entre los suyos. Sintió ganas de llorar. Podía haber evitado tanto sufrimiento a tantos y, sin embargo, no había conseguido nada. Nada.

Domicia Longina se quedó mirando a aquel cristiano que arrastraban hacia el exterior del Aula Regia. A ella no le gustaba asistir a aquellas audiencias, pero, ocasionalmente, el emperador exigía su presencia.

—Hay una augusta en Roma —le decía Domiciano con frecuencia—. Tienen que verte. Al pueblo, a los senadores, les gusta verte. Que te vean.

Ahora se alegraba de haber asisitido a aquella entrevista. Aquel hombre, Juan, era alguien enigmático, alguien que tenía cosas que contar. Domicia Longina estaba inmóvil como una esfinge egipcia cuando el emperador se volvió a mirarla. No detectó nada inusual, la misma frialdad de siempre, la misma distancia de siempre.

Juan esperaba aquella visita, por eso cuando la reja de su celda se abrió chirriando como un gruñido llegado desde el infierno, el viejo discípulo de Cristo no se sorprendió de encontrar ante él no la recia figura de un hombre, sino la delgada silueta de una mujer, de una patricia romana, de la emperatriz Domicia Longina.

—No pareces sorprendido de verme —dijo ella.

—Era sólo la intuición de un viejo —respondió Juan levantándose para mostrar respeto. La emperatriz le seguía mirando, si cabe, aún más intrigada que cuando lo vio en el Aula Regia—. ¿En qué puedo servir a tan noble señora?

Por primera vez en su vida Domicia Longina estaba realmente confusa.

—No lo sé… —empezó—. Creo que busco aliados… gente fuerte, gente que no tema al emperador; los que no le temen me interesan… —De pronto cambió de tema con rapidez—. ¿Por qué los cristianos os dejáis matar con tanta facilidad, por qué?

—No estamos en este mundo para luchar.

—Entonces nadie os respetará —replicó la emperatriz.

—Hay otras formas de ganarse el respeto de los hombres.

—No, no lo creo, cristiano —dijo Domicia al tiempo que negaba con la cabeza—; al menos, no en Roma. Aquí, si no luchas terminas en una prisión como ésta. Ya lo ves.

—Hay prisiones peores que ésta —se defendió Juan.

La emperatriz caminaba despacio a su alrededor. El permanecía quieto en el centro del círculo invisible que Domicia trazaba en torno suyo.

—Ya, como la del miedo que comentabas esta mañana con el emperador.

—Como la del miedo, sí —confirmó Juan—. Y otras.

Domicia Longina sonrió. Empezaba a cansarse de aquellos enigmas y estaba concluyendo que se había equivocado. Aquel hombre no tenía nada que ofrecerle. Tendría que seguir buscando en otra parte, pero se detuvo frente a Juan y aceptó, por última vez, adentrarse en el mundo de misterios que el cristiano planteaba.

—Otras prisiones, cristiano, eso dices. ¿Como cuáles?

—Como la del odio.

—Esa es mi prisión, ¿verdad? —indagó la emperatriz.

—Sí, mi señora.

—Sabes leer en los ojos de quien te mira, eso es evidente. Sí, es cierto. Albergo mucho odio en mi corazón, pero eso es, cristiano, lo único que me mantiene con vida.

Juan suspiró.

—A veces, señora, es mejor morir.

Domicia volvió a sonreír.

—Eso estará bien para un cristiano, pero no para mí. Yo desciendo del divino Augusto. A mí el odio me da fuerzas.

Juan volvió a suspirar.

—En el odio, mi señora, padece más el que odia que quien es odiado. El odio es un error, una falta que lleva en sí misma su penitencia…

—Vosotros elegís morir, sea —le interrumpió la emperatriz—; haced lo que queráis. Yo elijo sobrevivir. Soy buena en ello. Tengo mis razones. No me des discursos sobre lo que se sufre en el odio, no los necesito.

Juan vio cómo la emperatriz se esforzaba en contener el llanto y lamentó haber añadido más sufrimiento en aquel ánimo devastado. Había visto mucho horror en su vida, en guerras y martirios, en torturas, en ciudades arrasadas, en asedios infinitos, en traiciones y desesperanzas inconmensurables, pero nunca había visto un sufrimiento tan controlado, tan perfectamente contenido en el cuerpo de una persona como el que le miraba en aquel momento desde aquellos impenetrables ojos oscuros de la emperatriz de Roma.

—Pediré que te traigan más comida —dijo al fin Domicia Longina.

—Gracias —respondió Juan y vio cómo la emperatriz se daba la vuelta, se cubría el rostro con la stola y llamaba al carcelero. Juan la miraba intrigado.

—¿Por qué ha venido a verme la emperatriz de Roma? —preguntó por simple y humana curiosidad.

La emperatriz se detuvo. Las pisadas del carcelero se acercaban. Domicia Longina respondió sin ni siquiera darse la vuelta.

—Porque eres el único hombre que no se ha arrodillado ante Domiciano en muchos años.

Juan dio un paso al frente.

—Se puede salir de la prisión del odio.

El carcelero empezó a abrir la reja de la celda, pero la emperatriz se giró y encaró de nuevo a Juan.

—¿Cómo? —preguntó Domicia Longina.

—Perdonando.

La emperatriz sonrió con menosprecio.

—Esa salida no me vale, cristiano. Yo no perdonaré nunca. Nunca.

Volvió a darse la vuelta, cruzó el umbral, el carcelero cerró la verja y echó a andar.

—Rezaré por la emperatriz de Roma —apuntó Juan desde la puerta de la celda.

La emperatriz volvió a detenerse. Se giró una vez más y miró fíjamente a juan.

—Reza por ti, cristiano, reza por ti.

Los asesinos del emperador
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