LAS PALABRAS DE LUCIO

Roma, julio de 70 d. C.

La joven Domicia no daba crédito a lo que estaba oyendo. Las palabras de Lucio la habían herido más allá de lo que jamás hubiera podido imaginar que unas palabras pudieran hacer sufrir. Su aún marido seguía intentando explicarse, pero lo hacía sin mirarla a la cara.

—Ya no se trata de lo que pensamos o de lo que sentimos, Domicia. Se trata de que no había ya otra salida. Si no nos divorciamos el emperador se enfrentará contra nuestras dos familias y no podremos hacerle frente de ninguna forma. Vespasiano está apoyado por el Senado, por las legiones y está controlando con habilidad a los pretorianos. Es imposible que caiga del trono imperial, pero sigue nervioso por la revuelta de los bátavos en el norte y por la resistencia de los judíos en Oriente, y eso le hace sospechar de alianzas como la nuestra. Vespasiano es el que manda, el que decide, el que ordena. Indisponernos contra él sólo nos llevará a la destrucción…

—¿Y el divorcio no es otra forma de destruirnos, Lucio? —interpuso Domicia con habilidad. Se resistía a que su marido diera aquel asunto por decidido—. Sólo has hablado con un consejero del emperador. Pide una audiencia con el propio Vespasiano. Mi familia nunca participó en ninguna conjura contra Nerón; nunca se probó nada; todo fueron infundios promovidos por el propio Nerón por la envidia que tenía de las victorias militares de mi padre…

—¿Ves…? —la interrumpió ahora su propio marido—. ¿Ves? Por todos los dioses, Domicia, estás haciendo exactamente eso que dices que no hace tu familia: estás criticando abiertamente a otro emperador…

—Sí, lo hago —se defendió ella levantándose como una fiera que acaba de romper la soga que la mantenía atada—, lo hago, critico a Nerón, un emperador maldito sobre el que el propio Senado emitió una damnatio memoriae, igual que hizo con Calígula. Emperadores malditos, asesinos, es lo que son, es lo que fueron. Nerón mató a mi padre y ahora Vespasiano me arrebata a mi marido. Los odio, sí, los odio a todos.

Nada más acabar de decir esas palabras, Domicia leyó en los ojos de su marido, con nitidez prístina, que su mundo, el mundo de felicidad en el que había vivido por unos meses, acababa de quebrarse para siempre.

—Lo siento, Domicia, pero no puedo permanecer unido a ti y escuchar cómo odias a los emperadores de Roma. Sé que se te maltrató horriblemente en el pasado reciente y es muy probable que todo lo que ocurrió con tu padre fuera injusto, pero tu carácter, tus palabras, que, es evidente, no puedes controlar, un día nos traicionarán a los dos ante el propio emperador o ante uno de sus consejeros y entonces será el fin para ambos. Sé que crees que sólo actúo por cobardía, te conozco lo suficiente, Domicia, para saber leer el desprecio más absoluto en tus ojos hacia mi persona, y no seré yo quien te culpe por ello, porque aunque creas que sólo soy un miserable, te sigo queriendo, tanto o más que el primer día, por eso sé que ésta es la mejor salida, la única posible. Separados podremos sobrevivir los dos a esta Roma imprevisible en la que nos ha tocado vivir. Juntos nos hundiremos en unos meses, quizá en sólo unas semanas.

—Por Cástor y Pólux y todos los dioses, Lucio, si me quisieras de verdad, lucharías por estar conmigo pese a todo, contra todo. Podríamos huir, refugiarnos en algún punto de la frontera. Tenemos dinero suficiente.

Lucio sacudió la cabeza al tiempo que expiraba aire profundamente.

—El dinero se nos acabaría y no hay lugar dentro del Imperio donde no llegue la larga mano del emperador. Más tarde o más temprano darían con nosotros.

—Pues salgamos de este maldito Imperio. Crucemos las fronteras, vayamos donde los germanos o los dacios o vayamos a Oriente. —Domicia era consciente de que hablaba ya de locuras imposibles de acometer; era difícil que un matrimonio patricio romano pudiera encontrar acomodo fuera del Imperio, aunque su mente parecía un caballo desbocado; quizá sí, quizá sí—. En la Dacia, en la Dacia —dijo ella con rapidez—. Los dacios siempre están ávidos de información sobre Roma. Podrías convertirte en consejero de sus reyes; podríamos vivir allí en paz.

—Eso es traición, Domicia —respondió Lucio.

Domicia calló por fin y se sentó y dejó de luchar para ahogarse en un mar de lágrimas que parecía inundar los sentimientos de los dos. Lucio se acercó a ella.

—Sé que no me crees, pero te quiero. Renuncio a ti porque sé que es la mejor forma de salvarte. Pero para ello hemos de separarnos, de divorciarnos y seguir vidas por caminos diferentes. Quizá en algún momento nuestras sendas vuelvan a cruzarse.

Domicia sólo lloraba, lloraba, lloraba. Su marido decidió dejarla a solas. Domicia levantó el rostro y habló entre sollozos.

—Yo habría sido capaz de traicionar a Roma por ti, Lucio. —Pero sus palabras sólo quedaron registradas por las paredes de aquel atrio mudo. Nadie oyó sus lamentos. Su pasado, una vez más, la había devorado. Nunca podría escapar de él. Nunca. Fue esa noche, entre lágrimas solitarias, cuando la nueva Domicia Longina empezó a forjarse: una Domicia para quien ya no habría nunca límite alguno.

Los asesinos del emperador
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