EL LANISTA

Roma, finales de enero de 69 d. C.

Era el lanista. Le llamaban Cayo, su nomen y su cognomen ya no importaban. Veterano de la conquista de Britania bajo el emperador Claudio, era ahora sólo el entrenador de gladiadores, el lanista, pero no uno cualquiera, sino el mejor de Roma. Competía con las escuelas de Capua o Pérgamo o de cualquier esquina del Imperio, sólo que al estar situado en la misma Roma, con su colegio al sur del circo Máximo, había conseguido amasar una pequeña fortuna. La caída de Nerón, generoso en todo lo tocante a los muñera, suponía un enorme problema, pero él sabía que sólo era cuestión de esperar. Galba, tacaño en todo, hasta con los pretorianos que debían protegerle, no había durado ni un año. El lanista se giró, dio la espalda a las estacas clavadas en el foro que exhibían las destrozadas cabezas de Galba y sus más fieles colaboradores, y echó a andar con su habitual cojera, recuerdo de algún maldito germano del norte. La tarde caía y los pretorianos de Otón, recién autoproclamado emperador, seguían buscando a partidarios de Galba escondidos entre los callejones de Roma. Por seguridad, Cayo se había hecho acompañar de un gigantesco retarius y dos secutares conveniente armados.

—Es hora de regresar —dijo cuando emprendieron la marcha por el foro en dirección al Virus Tuscus para bordear la colina del Palatino y así regresar al circo Máximo.

Encontraron puertas y ventanas cerradas a su paso. Con dos emperadores muertos en poco tiempo, Nerón y Galba, el miedo había calado hondo. Otón, el nuevo líder del Imperio, era diferente a Galba, más próximo a Nerón. Se le veía más propenso a disfrutar de la vida y a ofrecer entretenimiento al pueblo de Roma, pero el asunto de una nueva rebelión, en este caso a cargo de Vitelio, legatus en Germania, era muy serio. El lanista sacudió la cabeza varias veces. No, no veía nada claro que Otón fuera a durar mucho tiempo al frente de Roma si no conseguía más legiones. Si Vitelio se lanzaba hacia el sur, el emperador sólo podría oponer la legión que Galba había traído de Hispania y algunas otras fuerzas inexpertas en combate campal, mientras que las legiones de Vitelio llevaban años luchando en la frontera del Rin, y Cayo sabía cómo endurecía combatir contra los germanos. El lanista inspiró profundamente mientras pasaban junto al gran Circo. Tendría que tomar medidas para sobrevivir. En medio de las revueltas y del caos reinante por toda la ciudad, la mayoría de los gladiadores que estaban en su colegio por sentencia imperial o de cualquier magistrado, condenados a luchar en la arena, habían escapado. La mayor parte de los que se habían quedado eran aquellos que habían elegido libremente ser gladiadores para saldar deudas o como medio de vida para alcanzar fortuna, pese a los riesgos inherentes a la profesión, pero, como en aquellos días no era menos peligroso alistarse en las legiones, sus gladiadores voluntarios se habían quedado con él. El lanista sonrió. Al menos, en Roma hacía mejor tiempo que en las frías tierras de Germania y el Danubio, y el calor tampoco llegaba a ser tan insoportable como en los desiertos de Oriente. Sí, si alguien quería vivir de matar a otros era mejor quedarse en su escuela de gladiadores, claro que estaba el elemento adicional de los caprichos de la plebe o del propio emperador de turno, pero muchos de los que se habían quedado con él llevaban años luchando en la arena y sobreviviendo. No todos los combates terminaban en muerte, aunque no era menos cierto que esa posibilidad existía. También era peligroso cruzar la ciudad por la noche a solas y algunos inconscientes que aparecían flotando al amanecer en el Tíber habían cometido semejante osadía. Cada uno asume sus riesgos.

Llegaron a la gran escuela de gladiadores y nada más entrar el lanista se dirigió a sus hombres, como le gustaba pensar de sus gladiadores.

—Cerrad las puertas bien y estableced turnos de guardia.

No entra ni sale nadie sin que yo lo sepa. Los ciudadanos de Roma van a seguir aún matándose entre ellos durante bastante tiempo. Nosotros nos quedaremos aquí y sólo saldremos para aprovisionarnos. Cuando todo esto termine, y os garantizo que terminará, los romanos se habrán cansado de matarse entre sí, tendrán ganas de que otros se maten en su lugar y querrán pagar para verlo; los romanos que consigan la victoria tendrán mucho dinero para pagar esas luchas. Entonces se volverán a acordar de nosotros, y estaremos aquí esperando que nos llamen. Hasta entonces montaremos guardia y dejaremos la guerra de Roma fuera de los muros de esta escuela. Aquí seguiremos con el adiestramiento a diario y las normas serán las de siempre: prisión para el que no cumpla, y comida y bebida para los que obedezcan bien. No hay más. El que no esté de acuerdo, que se largue ahora mismo. No tengo legionarios de las cohortes urbanae con los que retener a los que no quieran quedarse, así que no pienso impedir que quien quiera se marche como no lo he hecho hasta ahora. Pero una cosa os digo, por Hércules, y escuchadme bien porque no lo repetiré más: tenéis vosotros… tenemos todos muchas más posibilidades de sobrevivir a la locura que se ha apoderado de Roma atrincherados en esta escuela que saliendo a las calles de la ciudad. Si nos mantenemos quietos nos dejaran en paz, ya sean los partidarios de Otón o de cualquier otro legatus que se autoproclame emperador en alguna provincia del Imperio, como acaba de hacer Vitelio. Saben que aquí sólo hay guerreros y poco más; si no nos entrometemos se pelearán entre ellos sin prestarnos atención. Así deben seguir las cosas hasta que los legati de las legiones de frontera y el Senado y los pretorianos se pongan de acuerdo en quién es el nuevo emperador de Roma. Hasta entonces, dentro de estos muros, la ley soy yo.

El lanista se llevó la mano a la empuñadura de su viejo pero muy cuidado gladio militar y tensó los músculos para que se viera con claridad la fortaleza de sus aún potentes bíceps; tenía casi cuarenta años y todos le habían visto adiestrarse en la palestra con ellos a diario. Los torques y una corona mural que había ganado en Britania no eran por casualidad. Nadie dijo nada y nadie decidió marcharse. Aquella noche se hizo inventario de los víveres de los que disponían y, comprobado que había bastante pan, trigo, aceite, queso, carne y pescado secos, vino y agua para más de un mes, se atrancaron las puertas de entrada con un grueso travesaño de hierro. Media docena de gladiadores montaron la primera guardia en la hora duodécima mientras el resto se retiraba a descansar en sus pequeñas celdas. El lanista se sentó en el lecho de su habitación. Su casa estaba custodiada por treinta feroces hombres armados y adiestrados en todo tipo de lucha. Aquella escuela de gladiadores era, paradójicamente pero sin lugar a dudas, uno de los sitios más seguros de Roma.

Los asesinos del emperador
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