EL CONSEJO DEL REY DOURAS
Sarmizegetusa, capital de la Dacia, 85 d. C.
En el corazón de la Dacia, a más de mil metros de altura, rodeada por las montañas de Orastia, en medio de un gran desfiladero, se erigía, envuelta por los bosques, orgullosa, bien protegida, prácticamente inexpugnable, la fortaleza de Sarmizegetusa. Decébalo cabalgaba seguido por Diegis, Vezinas y el resto de sus nobles y los dos príncipes germanos que le acompañaban, cruzando los diferentes muros dacios, elaborados con roca, de tres metros de grosor y diez de alto que se levantaban en grandes círculos alrededor de aquella plaza fuerte. Luego pasaron también por debajo de los gigantescos acueductos de cerámica que llevaban agua a las mansiones de los grandes señores de la ciudad. Había que superar hasta cinco terrazas artificiales, en donde habitaban los dacios que poblaban la capital de su reino, para llegar al centro de la ciudad y alcanzar así la entrada al palacio real donde, cansado y encogido, con una faz ajada por los años y con un marcado ceño sobre la frente, les esperaba el gran rey de los dacios, el monarca Douras, visiblemente enfadado con su mejor caballero, el gran Decébalo, también conocido en la corte dacia como el demasiado impetuoso Decébalo.
—Supongo que estarás satisfecho. —Fue el recibimiento gélido del rey a su victorioso súbdito.
Decébalo no se mostró molesto y se limitó a inclinarse ante Douras. A su manera, le respetaba. Douras había conseguido reunificar la Dacia, dividida en cinco reinos distintos tras la caída, tiempo atrás, de Burebista, y eso para el joven caballero dacio era merecedor de un gran respeto, pero luego se había mostrado demasiado cómodo con la situación. Le faltaba ambición. Roma estaba débil y era el momento de aspirar a más, a mucho más.
—Estoy satisfecho, sí, mi señor —empezó Decébalo con una voz potente—, satisfecho de haber derrotado en repetidas ocasiones a los romanos en Moesia y Panonia, si es eso a lo que se refiere mi rey.
Douras tintó de rojo su faz. Era evidente que no se refería a eso.
—Supongo que estarás satisfecho de que tus sueños de grandeza cruzando el Danubio repetidamente hayan conseguido que los romanos lo crucen ahora y avancen hacia el norte en tu busca, en nuestra busca, con un inmenso ejército. ¿Estás satisfecho de eso?
La voz del rey retumbó entre las gruesas paredes del palacio real. El rostro del resto de nobles era serio. Sólo los que acompañaban a Decébalo parecían no compartir el enfado del rey.
—De eso estoy satisfecho también, mi rey.
Douras no sabía ya bien qué más decir. Su autoridad estaba en entredicho, allí delante de toda la nobleza dacia. Después de años para conseguir ser reconocido rey de todos los dacios, ahora llegaba aquel maldito noble sin control y lo echaba todo a perder. Todo. Movió de forma nerviosa los labios aún sin hablar. Decébalo se atrevió a explicarse mientras la ira del rey encontraba las palabras adecuadas para expresarse.
—Estoy satisfecho de eso, mi rey, porque de esa forma les combatiremos mejor.
—Te dije que detuvieras esos malditos ataques en Moesia —dijo el rey sin escuchar las explicaciones de su caballero.
Decébalo continuó explicándose mirando al rey y a todos los nobles reunidos en el palacio real de Sarmizegetusa.
—Aún no tenemos la capacidad ni la fuerza suficiente para atacar a los romanos a gran escala al sur del río, eso llegará también, pero aún no. —Lanzó una rápida mirada de complicidad hacia los dos príncipes germanos que se encontraban entre sus nobles—. De lo que sí somos capaces es de masacrar a todas las tropas que se atrevan a enviarnos al norte del Danubio. De eso puede estar bien seguro mi rey. Tengo un plan según el cual no quedará vivo ni uno solo de los romanos que avanzan desde el río hacia Tapae. Precisamente allí, en el desfiladero de Tapae, acabaremos con ellos, pero necesito que el rey convoque a los sármatas, a los roxolanos y a los bastarnas, allí en Tapae, y que permita que los príncipes germanos que me acompañan y que han venido desde más allá de las grandes montañas [32] puedan acompañarme para que vean lo que vamos a hacer. Entre todos aniquilaremos a ese ejército que Roma envía contra nosotros. Después se verán obligados a aceptar la paz, pero la que nosotros queramos. En nuestros términos, no en los suyos.
Las palabras de Decébalo no convencieron a Douras —como no lo habían hecho en el pasado reciente, unos meses atrás, cuando le había explicado con todo lujo de detalles aquellos malditos y absurdos planes— pero vio cómo el discurso de Decébalo había captado la atención de sus súbditos, del resto de nobles. Sin el apoyo de esos nobles, Douras no era nada. Diegis y Vezinas, dos temibles pileati, ya estaban en el bando de Decébalo. El rey suspiró. Sabía que su tiempo estaba llegando a su fin, justo tras reunificar la Dacia. Quizá ésa había sido su gran misión. Al menos, Decébalo seguía llamándole rey. Hacía varios años que, si hubiera querido, aquel maldito noble podría haberle derrocado; sin embargo, no lo había hecho. En su fuero interno, a Douras le gustaba pensar que era porque Decébalo aún le temía, pero en realidad sabía que Decébalo no quería debilitar a los dacios con una nueva guerra civil. El joven noble no se rebelaba formalmente, pero hacía lo que le daba la gana en la frontera. Y no sólo eso, sino que ahora se hacía acompañar de aquellos dos príncipes germanos. Decébalo estaba haciendo pactos con tribus más allá de las fronteras del reino sin contar con el beneplácito del rey. Eso era lo que más indignaba a Douras.
—Sé que aunque me llames rey, Decébalo, no crees en mí como tal, pues no te comportas como mi súbdito, sino que haces y deshaces en la frontera con Roma a tu antojo —empezó Douras con sorprendente aplomo, levantándose despacio de su trono para que todos le oyeran bien—. Sé que podrías rebelarte abiertamente contra mí y que muchos te seguirían, igual que sé que otros muchos permanecerían a mi lado, leales. —Decébalo dio un paso adelante negando con la cabeza con la intención de interrumpir al rey y negar aquellas afirmaciones, pero éste levantó su mano derecha y el joven, por una vez, guardó silencio—. Permite, impetuoso noble de la Dacia, permite al menos que tu rey hable con determinación y sin interrupciones en su palacio. Eso, al menos eso, sería un mínimo de respeto que creo que aún me guardas.
Decébalo calló y asintió y el rey, suspirando, con lentitud, volvió a sentarse sobre su trono sin dejar de mirar a su más aguerrido caballero. Continuó hablando con firmeza:
—En lo único en lo que ya nos podemos poner de acuerdo tú y yo, Decébalo, es en que la Dacia no podría resistir una nueva guerra civil. Eso acabaría con nosotros y más cuando los romanos están cruzando el Danubio con seis de sus legiones. Convendrás conmigo que enfrentarnos tú y yo ahora es un suicidio. ¿Aceptas eso? —Douros miró fijamente a Decébalo y éste, bajo la atenta mirada de todos, volvió a asentir en silencio—. Sea pues —confirmó el rey, mostrando un mínimo de satisfacción—, evitemos entonces esa guerra fratricida. Pero, Decébalo, una vez solucionemos el asunto de los romanos que han cruzado el río, si es que sobrevivimos, que por Zalmoxis [33] no lo tengo claro, si sobrevivimos, digo, no estoy dispuesto a seguir aguantando tu insolencia ni un día más.
El rey detuvo su discurso para beber agua de una copa que tenía en una pequeña mesa junto al trono. Aclarada la garganta, con todos pendientes de sus palabras, retomó su discurso y lanzó su desafío.
—Decébalo, escúchame bien, escuchadme bien todos: si Decébalo consigue detener a los romanos, derrotarles en campo abierto y destruir sus legiones, si Decébalo es capaz de todo eso como él cree, yo, el rey Douras, abdicaré de mi trono en favor de alguien que, sin duda, se habrá mostrado mucho más merecedor de sentarse aquí que yo. —Observó cómo los nobles que acompañaban a Decébalo asentían y sonreían con satisfacción empapada de sorpresa; no habían esperado que el rey se mostrara tan débil tan pronto ante su exhibición de fuerza en la frontera, pero entonces Douras volvió a levantarse y a mirarlos fijamente—. Pero Decébalo, escúchame bien, si como pienso que va a ocurrir tus hombres son incapaces de detener el avance de los romanos por territorio dacio, si Roma se adentra en las entrañas de mi reino sin que tú puedas defender nuestra tierra; si caes derrotado pero sobrevives, entonces Decébalo, yo, el rey Douras de la Dacia, tendré que solucionar todo el desastre de esta guerra pactando con los romanos, y te aseguro que en ese pacto irás tú y tus nobles encadenados de camino a las calles de Roma para que te exhiba el emperador en uno de sus desfiles triunfales ante su pueblo. ¿Está claro, Decébalo? ¿Está claro lo que nos jugamos aquí y ahora todos en esta guerra? Serás rey o esclavo, Decébalo, rey de la Dacia y yo tu súbdito o serás encadenado y pisoteado por el pueblo de Roma para calmar así sus ansias de venganza. Esta es mi propuesta para cederte el mando de las operaciones al sur de la Dacia. Si aceptas tendrás el mando supremo del ejército hasta que haya una batalla contra las legiones romanas. Si ganas todo será tuyo. —Se volvió a su espalda señalando el trono—. Pero si pierdes, Decébalo, lo perderás todo.
El rey se sentó de nuevo. Las miradas volvieron sobre Decébalo. Este avanzó aún dos pasos más hasta quedar a tan sólo cinco pasos del rey.
—Sea —dijo Decébalo—, ante el rey y ante todos los aquí reunidos juro que derrotaremos a los romanos y que la Dacia será un nuevo reino tan poderoso como en los tiempos de Burebista, esta vez bajo mi mando, o, por Zalmoxis, que mi cuerpo pertenecerá al rey Douras para hacer con él lo que quiera. Acepto este pacto.
El rey asintió despacio. Bajó entonces de su trono y rodeado por su guardia de soldados dacios recios, armados con afiladas espadas largas culminadas en curva, como guadañas que anuncian la llegada de la muerte, avanzó entre todos los nobles hasta pasar junto al propio Decébalo. Entonces se detuvo un instante para, acercándosele mucho, hablar al oído de aquel joven noble de forma que nadie más le oyera:
—Llamaré a los sármatas, a los roxolanos y a los bastarnas, pero has de saber que tu ansia de poder, Décebalo, te ha ademeni [tentado] más allá de lo razonable. Incluso si ganas, Decébalo, incluso si te haces con mi trono, nos conducirás a todos a la muerte. Incluso si acabas con estas seis legiones, Roma enviará siempre más y más hombres. Esta es una guerra que no se puede ganar. Tendrías que haber dejado a los romanos en paz al sur del río. Ahora sólo tu derrota en la próxima batalla puede salvarnos a todos. Si vences será el fin, pero nadie es capaz de comprenderlo. Nadie.
Se giró mascullando entre dientes un último «nadie» que quedó en el aire, entre un Decébalo que fruncía el ceño y la espalda de un rey atormentado por su falta de poder.