UN VIAJE AL NORTE
Itálica, Hispania,
abril de 96 d. C.
—Tenemos que partir hacia Germania —dijo Trajano padre aún sudoroso tras la última fiebre.
Su esposa negaba con la cabeza.
—No, Marco, eso no es posible. Aún estás demasiado débil. Has de recuperarte antes. Además, las calzadas estarán aún muy mal por las últimas lluvias y sigue haciendo frío en el norte. Hemos de esperar a que la primavera avance. Hemos de esperar.
Trajano padre estaba nervioso y casi desesperado por la incomprensión de su mujer. El había evitado hacerla partícipe de todas sus dudas, de todos sus miedos, pero ahora veía que había estado en un error. Marcia tenía que comprender el auténtico estado de la situación. Sólo así entendería que ese viaje no podía retrasarse más.
—Manió está muerto.
Marcia lo miró sorprendida. En el atrio, en la hora séptima, aún se estaba tranquilo. Sus bisnietas, Vibia Sabina y Matidia, debían de estar aún descansando, junto a su madre, y Ulpia Marciana, la hermana mayor de su hijo Trajano, estaría leyendo en el peristilo. Sí, todo estaba tranquilo y, de pronto, Marcia empezó a intuir: demasiado tranquilo.
—¿Desde cuándo lo sabes? —preguntó. Su esposo bajó la cabeza.
—Varios meses —dijo.
Marcia procuraba contenerse.
—Y ahora me lo dices.
—No quería que te preocuparas sin necesidad…
—Pero ahora sí que hay necesidad de que me preocupe —le interrumpió indignada. Trajano padre sabía que debía haber compartido aquella información antes. La extraña muerte de Manió sólo podía ser, en el mejor de los casos, un aviso del constante avance de la locura del emperador. Marcia parecía leer en la cabeza de su esposo—. Supongo que ha sido cosa del César.
A Trajano padre siempre le admiraba la capacidad de su esposa para llamar a las cosas por su nombre, incluso si eso era sancionable como delito de lesa majestad. Se limitó a asentir levemente mientras respondía con parquedad.
—Es posible —susurró en voz baja—. Ha muerto de forma extraña, quizá envenenado.
—¿Lo sabe Marco? —inquirió Marcia, que empezaba a entender hacia dónde estaba dirigida la preocupación de su esposo.
—Le envié una carta a través de Longino para evitar el control imperial, pero no he recibido respuesta aún. Sólo sé lo mismo que tú: que Marco ha sido transferido de nuevo a Moguntiacum en Germania Superior por orden del emperador. Eso, en principio, no es ni bueno ni malo, su nuevo destino y que no hayamos recibido noticias; hace apenas mes y medio que envié la carta. Pero en cualquier caso me preocupa. Sí, Marcia, es cierto que debí comentarlo antes, pero hasta ayer no me llegó otra carta de Roma. En ella, Lucio Licinio Sura está convencido del envenenamiento de Manió. No lo dice con esas palabras ni mucho menos, es muy cauto, pero nos conocemos hace años y sé leer entre líneas. Me sugiere que viajemos. Sin más.
—¿Sin más? —repitió Marcia algo confusa. Su esposo inspiró profundamente.
—Sura no quiere concretar más, pero yo le entiendo. Marcia —la miró fijamente a los ojos—: tenemos que ir al norte y reunirnos con Marco.
—No, no lo creo. Sólo le supondríamos una carga innecesaria en estos tiempos tumultuosos. Además, ¿quién tendría que ir? ¿Tú, enfermo como estás; yo, una anciana que apenas valgo para algo; su hermana, sus sobrinas, las niñas pequeñas? Es absurdo. Sólo le haríamos débil. Solo está mejor.
Marcia se levantó como si quisiera dar por terminada aquella conversación. Trajano padre sabía que no tenía por qué discutir con ella y que podía hacer prevalecer su criterio sin más, pero no sólo quería hacer aquel viaje al norte, sino hacerlo con la colaboración de su esposa, con la ayuda de todos. Pero Marcia seguía sin entender. Trajano padre comprendió que tenía que decirlo todo.
—No, Marcia. Marco está mejor con nosotros. Nuestra separación es la que le hace vulnerable.
Nada más pronunciar esas palabras, Marcia se detuvo en seco, se volvió despacio y miró a su marido que volvía a hablar en voz baja, con cansancio, arrastrando las palabras, pues la fiebre parecía volver a su cuerpo.
—Yo sé lo que un emperador loco puede exigir a un legatus al que ha empezado a temer; lo vi con Nerón y Corbulón, Marcia. Nerón exigió que se suicidara a cambio de preservar la vida de su esposa y sus hijas. ¿Lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo como si fuera ayer —respondió la esposa también en un susurro que quedaba oculto por el viento de la tarde—. Sí, lo recuerdo.
Volvió a sentarse frente a su esposo.
—Si el César Domiciano le ordenara a Marco, a nuestro hijo Marco Ulpio Trajano, que se suicidara, porque le teme, le teme cada vez más, ¿qué crees que haría nuestro hijo, Marcia? ¿Tú qué crees que haría Marco?
Marcia suspiró lentamente.
—Se quitaría la vida, el muy… ¡Por Cástor y Pólux y todos los dioses! ¡Sé que se quitaría la vida! —Empezó a llorar al tiempo que volvía a bajar la voz y hablaba en medio de un sollozo ahogado—. Lo he llevado en mis entrañas, lo he criado durante años, mientras tú estabas en Oriente, sirviendo a Vespasiano y a Tito… Le he visto crecer, sé cómo piensa y sí, estoy segura de que se quitaría la vida.
—¿Entiendes ahora que juntos le hacemos fuerte pero que separados es vulnerable? Llegados a ese punto, si estamos con él puede rebelarse, pero si no estamos, si nos quedamos aquí, no tendrá ni una oportunidad, ninguno tendremos una oportunidad, ni tan siquiera las niñas. Porque Marcia, a diferencia de Nerón, no creo que Domiciano sea capaz de cumplir la palabra dada… —Calló.
La fiebre había vuelto a subir. Su esposa se levantó y se le acercó.
—Pero estás enfermo y tan débil…
—Yo… —le costaba hablar, pero lo hizo, lo hizo porque hay cosas que un hombre tiene que hacer en esta vida—… yo ya no soy importante, Marcia… lo importante ahora es Marco, nuestro hijo, nuestra hija, Matidia, las pequeñas… eso es lo importante. Si estás conmigo, si me apoyas en esto, sé que llegaremos todos hasta Moguntiacum… llegaremos…
Marcia lo tapaba con las mantas que medio le cubrían. La veterana matrona estaba pensando con intensidad.
—¿Tan loco está ya Domiciano? —preguntó.
Su marido no dijo nada. Sentía escalofríos por todo el cuerpo, pero asintió varias veces. Con rotundidad.