ALFA Y OMEGA

Roma

4 de septiembre de 96 d. C.

Dos semanas antes del día marcado para el asesinato

Estéfano, el mayordomo de Flavia Domitila, la hermosa joven sobrina del emperador, como la conocían muchos en palacio, cruzó el peristilo interior de la Domus Flavia a toda velocidad. Pese a llevar el brazo en cabestrillo por una supuesta herida en una torpe caída de hacía unos días, caminaba muy rápido, pero sin correr para no despertar sospechas entre los pretorianos. Venía de la habitación de su señora Flavia Domitila III, que se encontraba exactamente en el ángulo opuesto en diagonal a la habitación de la emperatriz, justo el lugar al que Estéfano, casi sin resuello, se dirigía a toda velocidad. Era temprano y, si los dioses estaban con él, aún encontraría a Domicia Longina en su estancia. Así fue. Estéfano se detuvo frente a la habitación ya vacía del emperador, pero desde allí, con las puertas abiertas de par en par, las puertas que separaban a emperador y emperatriz, se veía al fondo, en su propia cámara, a Domicia Longina. La emperatriz estaba siendo asistida por dos esclavas para aderezarle el complejo peinado lleno de rizos que trepaban hacia arriba hasta formar un gran arco de pelo; requería de toda la destreza de las dos fieles ornatrices para mantenerlo firme en lo alto de su egregia portadora.

Vio a Estéfano al fondo de la habitación de su esposo y leyó la preocupación en sus ojos.

—Marchaos —ordenó a las esclavas. Estas se desvanecieron como si fueran fantasmas.

Estéfano comprendió lo que aquello quería decir y se acercó con rapidez a la emperatriz de Roma. Se inclinó frente a ella y de debajo de su túnica extrajo un papiro doblado. Domicia Longina no tocó el documento, sino que se limitó a estudiarlo con atención desde una prudente distancia. Pese a la edad preservaba una maravillosa vista que el emperador envidiaba, especialmente en el anfiteatro. Domicia Longina, antaño, cuando aún le quedaban energías para herir, hacía comentarios en voz alta desde el palco imperial del anfiteatro Flavio sobre pequeños detalles de la vestimenta de los gladiadores, a sabiendas de que su esposo era incapaz de valorarlos. Aquello irritaba enormemente al emperador, pero Domicia pronto descubrió que era mejor mantener a su esposo tranquilo el máximo tiempo posible en lugar de enfurecerlo.

La emperatriz siguió examinando con detenimiento el papiro. Estéfano levantó los ojos y dejó de inclinarse, pero siempre sosteniendo el papiro próximo a la emperatriz.

—¿Alfa y omega? —preguntó Domicia Longina.

El mayordomo de Flavio Domitila asintió.

—¿Lo has encontrado en la habitación de tu señora? —inquirió la emperatriz, a sabiendas de que, sin duda, sería así. La faz de terror contenido de Estéfano no podía deberse a otra causa.

—Sí, mi señora.

—¿Lo sabe alguien además de tú y yo, Estéfano?

—He venido aquí directamente, pero la sobrina del emperador se ha vuelto… —Estéfano no se atrevía a terminar la frase con la palabra adecuada. La emperatriz le ayudó.

—Descuidada.

—Un poco sí, augusta. Está desesperada… —intentó justificarla Estéfano. La emperatriz le comprendía perfectamente, y llevaba razón aquel liberto, pero incluso en medio del desastre más terrible no se podían permitir ya ciertos descuidos.

—Un poco es mucho descuido en estos días —sentenció Domicia—. Has hecho bien en acudir a mí. Yo hablaré con la sobrina del emperador. Dame el rollo.

Y el fino papiro pasó del asistente de Flavia Domitila III a la emperatriz con la rapidez de quienes quieren ocultar el más terrible de los secretos.

Domicia Longina no se demoró y esa misma tarde, aprovechando que el emperador dormía en la hora sexta, su habitual hora de descanso durante el día, acudió al dormitorio de Flavia Domitila. Allí la encontró la emperatriz, algo desaliñada, sin peinar bien y con una stola que podía estar bastante más limpia. Domitila siempre había sido sencilla, pero también limpia y aseada. Aquel desaliño era impropio de una sobrina del emperador.

—Tu tío desaprueba esa falta de aseo en tu ropa y en tu peinado, Domitila —dijo la emperatriz con algo de sequedad. No quería mostrar su preocupación; además, la joven se había encerrado en sí misma tras las últimas desgracias que había sufrido—. Sé que padeces pero debes mantener las formas, especialmente en público.

Domitila se revolvió como una joven fiera herida.

—¿Deseas que me acicale más para resultar aún más atractiva a tu marido?

Domicia Longina suspiró profundamente. La juventud de Domitila le impedía ver que ella, la emperatriz, estaba ya muy lejos de sentimientos sólo posibles para quien ama. Los celos se habían esfumado en su primera juventud. La comunicación con Domitila, como había imaginado, iba a resultar difícil. Domicia incluso llegó a considerar por un instante marcharse y no advertirla, pero necesitaban unos días más de cierta calma —calma tensa, como lo era siempre en palacio—, pero unos días más. Eso había pedido Partenio. La emperatriz sacó entonces de debajo de su stola el papiro y mostró claramente las letras griegas alfa y omega.

—Esto estaba en tu habitación; a la vista de cualquiera —especificó la emperatriz.

Domitila, sentada frente a su cama, volvió a darle la espalda y a mirarse en un espejo sucio que colgaba junto al lecho.

—¿Y qué si estaba en mi habitación?

—¿Niegas que te pertenece?

—No —dijo Domitila con cierto orgullo. Domicia Longina inspiró con fuerza. Estaba a punto de perder la paciencia.

—Alfa y omega, la primera y la última letra del alfabeto griego, indican que el dios de los cristianos es el principio y el fin de todas las cosas. —La emperatriz pronunció aquellas palabras lanzando a los pies de Domitila el papiro, arrugado por la presión de los dedos imperiales, que lo habían estrujado en un afán de estrangular el peligro que se cernía sobre Domitila, sobre todos ellos.

La joven sobrina de Domiciano se arrodilló despacio y cogió el papiro con cuidado, lo puso sobre el lecho y lo aplanó con mimo.

—Si tu tío descubre esto te ordenará ejecutar inmediatamente —dijo Domicia Longina luchando por no levantar la voz.

—¿Se lo vas a decir tú?

—¡Por todos los dioses, Domitila! ¿No ves que estoy intentando ayudarte? ¿De qué se trata? ¿Qué contiene este papiro?

—Son oraciones, rezo al dios cristiano. Me ayudan. Me ayudan en mi soledad y en mi desgracia. Rezo por mis hijos.

—Comprendo tu preocupación por tus hijos, Domitila, pero no puedes hacer esto, ¿entiendes, Domitila? No puedes guardar en tu habitación rezos cristianos ni símbolos suyos. Nada de eso, ¿me entiendes? —Como veía que Domitila no la miraba y seguía ofuscada aplanando aquel papiro como si acariciara las palabras que se habían escrito en él, se acercó para cogerla por los brazos y sacudirla ligeramente, sin violencia, como si buscara simplemente rescatarla del mundo cada vez más lejano en que su joven sobrina se había encerrado—. No te hagas esto, Domitila, no te hagas esto.

La muchacha, más serena, la miró fijamente a los ojos y lanzó palabras afiladas como dardos envenenados.

—No todos podemos acostarnos con el emperador del mundo y no sentir asco y horror al día siguiente.

Domicia Longina abofeteó a su sobrina con fuerza. Una vez, una palmada seca que resonó en las cuatro esquinas de la habitación. Domitila rompió a llorar. La emperatriz la soltó y vio cómo se derrumbaba de costado sobre el lecho sin dejar de llorar y llorar desconsoladamente.

—Tiene a mi marido… tiene a mis hijos… estas oraciones me ayudan —masculló Domitila entre sollozos—; este dios me ayuda.

No dijo más. Domicia se levantó y se alejó de la cama. Al caminar hacia la puerta sólo oía el llanto desgarrador de su sobrina. Lamentaba haberla abofeteado, pero estaba en juego la vida de todos, no sólo la de sus hijos y su marido. Domitila estaba sufriendo lo suficiente como para volverse loca o como para hacerse cristiana —que a fin de cuentas era lo mismo—, pero había elegido el peor de los momentos. Domicia pensó en revelarle lo que estaba a punto de ocurrir, pero entonces estarían todos en manos de una persona trastornada. Loca con motivos, pero loca; eso no era posible. La emperatriz se detuvo en la puerta y, por una vez en muchos años, pidió perdón con sinceridad.

—Siento haberte pegado, Domitila. Sólo te pido que seas discreta con tus rezos y con los símbolos de tu dios. Sólo eso. ¿Podrás hacer eso?

La sobrina del emperador no dejó de llorar, ni siquiera levantó la cabeza para mirar a la emperatriz, pero asintió hundiendo su rostro entre las sábanas donde había sido humillada durante horas la noche anterior por el emperador de Roma.

Domicia Longina se dio por satisfecha. No se le podía pedir más.

Los asesinos del emperador
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