LA REAPERTURA DEL ANFITEATRO FLAVIO
Roma, abril de 92 d. C.
El anfiteatro Flavio rugía. Tito Flavio Domiciano saludaba desde el palco imperial con una amplia sonrisa en su boca. Las venationes, las recreaciones de batallas antiguas y los andabatae habían hecho las delicias de un público completamente entregado al emperador que los agasajaba con aquellos maravillosos juegos en aquel escenario incomparable. Allí el pueblo romano se olvidaba de todo: las dos legiones perdidas en el Danubio, los juicios a decenas de senadores, las ejecuciones, incluso la muerte de la Vestal Máxima. Al pueblo, que quedaba fuera de la lucha fratricida entre el emperador y el Senado, nada de todo aquello parecía preocuparle demasiado, pues un emperador que ofrecía unos juegos semejantes era, sin duda, el más poderoso de los gobernantes, y bajo su mando era imposible que nada pudiera poner en peligro a Roma. Si acaso los malditos cristianos, pero hasta en eso se estaba empleando a fondo su amado emperador. Centenares de cristianos eran en ese momento arrastrados hacia el centro de la arena por una cohorte de pretorianos inmisericordes.
—Un gran trabajo, Apolodoro —comentó el emperador en pie, con los brazos en jarra, admirando la gran remodelación que aquel joven arquitecto había conseguido terminar en apenas un año—. Un trabajo grandioso.
Y es que las gradas se elevaban hacia el cielo en aquella fastuosa ampliación que había añadido nuevas plantas a las ya existentes; junto con el gigantesco velarium, operado por los marineros de la flota imperial de Miseno, que protegía del calor del sol a la casi totalidad del pueblo y, en particular, al emperador de Roma; mientras que de las entrañas de la arena, a través de la compleja red de túneles del gran hipogeo excavado bajo la supervisión de Apolodoro, habían emergido toda clase de fieras, grupos de soldados armados y hasta condenados a muerte en las venationes, recreaciones y ejecuciones realizadas hasta el momento haciendo las delicias del público y, por encima de todo, del César. El anfiteatro Flavio no era sólo grandioso: era mágico.
Apolodoro de Damasco, prudente, se levantó y se inclinó ante el emperador. Al sentarse, el veterano Rabirius, que, por su parte, estaba concluyendo las obras de la Domus Flavia, le habló en voz baja.
—No malinterpretes mis palabras, Apolodoro: admiro lo que has conseguido hacer aquí; ninguno pensábamos que fuera posible, pero ten cuidado con conseguir imposibles. Los emperadores se acostumbran y puede que algún día el propio Domiciano u otro emperador te pida algo que no pueda hacerse. ¿Qué harás entonces, muchacho?
Apolodoro le respondió acercándose a su oído.
—Todo puede hacerse.
Rabirius se separó un poco y le miró. No encontró vanidad en los ojos de Apolodoro: aquel ingenuo, sinceramente, parecía creer que todo era posible.
En primera fila, el emperador se dirigió a su esposa.
—Ahora volveremos a ver luchar a tu querida gladiatrix.
Domicia Longina se limitó a cabecear levemente en sentido afirmativo. Presentía lo peor para aquella aguerrida muchacha del norte. Tampoco es que sintiera pena, pero tomó nota de que cualquier gesto suyo podía, por intervención de su esposo, conducir a la muerte a cualquiera. A partir de aquella tarde, Domicia Longina se mostró cada vez más fría y más distante. Muchos pensaban que, al igual que el emperador, la emperatriz empezaba a considerarse una diosa. Domicia sólo buscaba no mostrar afecto en público por nada ni por nadie. Que no hubiera nada ni nadie que ella amase que su marido pudiera destruir para hacerla sufrir.
—La salida de la gladiatrix y su oponente va a ser espectacular —continuó el emperador—, o eso me ha prometido el lanista.
Se giró buscando al preparador de gladiadores. Cayo, de inmediato, se levantó para confirmar lo dicho por el emperador.
—En efecto, así será, Dominus et Deus—, espectacular, así será.
—Bien, bien… —dijo Domiciano y se sentó cómodamente en su trono para disfrutar del nuevo combate. Sólo le incomodaba el hecho de que Domicia ni tan siquiera hubiera manifestado curiosidad por conocer quién era el oponente de la gladiatrix.
Alana estaba preparada para el combate. Le habían permitido ponerse dos grebas en las piernas y protecciones en los brazos, pero ella había rechazado las manicae, porque quería tener los brazos libres para moverse con agilidad. Sabía que ante aquel gigante de Pérgamo sólo podía oponer rapidez de movimientos. Ni la fuerza ni las protecciones la salvarían de aquella encerrona a la que el lanista, por expreso deseo imperial, la conducía. Marcio la esperaba en la pequeña sala donde se encontraba la imagen de la diosa Némesis. Alana seguía rezando al dios supremo de su pueblo, Perún, por lo que recordaba Marcio de una explicación de la joven gladiatrix. Perún era el dios, según Alana, que controlaba los rayos y los truenos. Eso estaba bien. Rayos y truenos es lo que necesitaría Alana si quería regresar viva de la arena del anfiteatro Flavio.
Marcio se levantó en cuanto la joven entró en aquel pequeño recinto subterráneo. Podían hablar, aunque un guardia pretoriano los miraba desde la puerta. Era uno de la media docena que custodioban a Alana por los pasadizos del hipogeo. Era de suponer que el gigante de Pérgamo fuera custodiado, como mínimo, por otros tantos. El de Pérgamo ya había pasado por allí y debía de estar preparado para salir a luchar. Seguramente no rezó demasiado. No debía sentir esa necesidad considerando la fragilidad de su oponente. En cuanto el gladiador de Pérgamo salió de allí, Marcio entró para esperar a Alana.
—Vamos con retraso, por Marte —dijo el pretoriano de la puerta—; la gladiatrix tiene que salir ya.
Marcio aún no había tenido tiempo de decir nada. Tampoco importaba. Sólo quería decir una cosa. Se acercó y, para sorpresa de Alana, la abrazó. La muchacha iba a zafarse de aquel abrazo, pero estuvo lenta. Marcio la había pillado desprevenida y no pudo evitar que la mano del veterano gladiador se hiciera con la suya propia y le diera algo al tiempo que le susurraba dos palabras para, de inmediato, separarse de ella antes de que intervinieran los pretorianos. Ella se quedó mirándole fijamente. Marcio no decía más sino que respondía a la confundida muchacha con su silencio, apretando los labios, transmitiendo rabia y fuerza a partes iguales.
—Es tu única posibilidad —añadió Marcio mientras los pretorianos cogían a Alana por el brazo y se la llevaban por los túneles del hipogeo.
Marcio los siguió hasta donde le permitieron, hasta llegar al final de un pasillo ancho que se bifurcaba. No la conducían a la Puerta de la Vida, sino a otro lugar. Marcio sintió que le lamían la mano. No bajó la mirada. Se limitó a acariciar a Cachorro en la cabeza.
En el palco imperial todos miraban hacia la Puerta de la Vida a la espera de la salida de los gladiadores. El emperador sonreía. Sonreía. Se lo estaba pasando en grande.
Situaron a Alana en aquella plataforma de madera. Unas larguísimas cadenas se estiraban hacia lo alto, hacia el techo del hipogeo, perdiéndose en la oscuridad absoluta. Veinte esclavos empezaron a tirar de una cuerda y la polea se puso en marcha, despacio primero y, luego, con rapidez. La plataforma se elevó. Alana, con el rostro cubierto por el casco de mirmillo que le habían puesto, apenas podía ver lo que ocurría a través de la rejilla de protección. Además, aquel yelmo pesaba una enormidad, y le costaba mantener la cabeza en la posición adecuada. Para ella, aquel casco era más un impedimento para el combate que una protección. Alana soltó un instante las cadenas y se quitó el casco con rapidez para dejarlo en el suelo de aquella base de madera móvil. La plataforma temblaba al ascender y Alana, instintivamente, alargó los brazos y se volvió a agarrar con las manos a las cadenas que tiraban de ella y de la plataforma hacia lo alto. Inclino la cabeza un poco, no mucho, hacia atrás, y miró hacia arriba. De pronto una compuerta se abrió en lo alto y se hizo la luz, y un baño de rayos cegadores la obligó a cerrar los ojos al tiempo que una corriente de aire levantaba su larga melena y agitaba su cabello mientras la plataforma ascendía y ascendía hacia la superficie del anfiteatro Flavio.
El pueblo rugió. Ya no sólo emergían fieras desde las entrañas del gran anfiteatro, sino que ahora eran los propios gladiadores los que aparecían en medio de la arena, surgiendo de debajo de la tierra, cubiertos con sus yelmos, armados con sus espadas, preparados para el combate: Alana, la famosa gladiatrix de Alba Longa, pues allí se había dado a conocer y por ese nombre se la reconocía en toda Roma, apareció en un extremo de la arena con su piel morena y tersa y brillante y su pelo ondeando, movido por la brisa de aquella tarde épica. A sus pies se encontraba su casco con la inscripción de un pez, rematado en un gran penacho, su pesado escudo y una larga espada recta terminada en punta. En el otro extremo emergió un gigantesco gladiador desconocido pero del que todos habían oído hablar: un enorme tracio que se había hecho famoso luchando en la arena de Pérgamo, el mejor gladiador de Oriente, o eso decían. Las apuestas no dejaban lugar a dudas sobre lo que iba a ocurrir: la gran mayoría apostaba todo cuanto había traído al anfiteatro Flavio a favor del gigantesco tracio de Pérgamo; sólo unos pocos locos se atrevían a apostar por la gladiatrix, animados por la esperanza de que si ocurría lo imposible sus ganancias de aquel día les permitirían vivir con lujo el resto de su existencia sin tener que trabajar ni pedir ya favores a nadie.
El tracio no quiso dejar espacio para que se plantearan dudas sobre su capacidad de ataque y, a buen paso, casi corriendo, se situó frente a Alana. El árbitro del combate la miró y luego a su casco. Alana comprendió y se puso el pesado yelmo sobre su cabeza. Luego, el juez alzó las manos y el tracio, sin dudarlo, asestó el primer golpe contra el pesado escudo de la gladiatrix. El impacto fue tan brutal que Alana cayó de espaldas. El público empezó a abuchear: querían un combate largo. El tracio era un veterano, sabía hacerse querer y anhelaba ser famoso en Roma. Lanzó entonces una sonora carcajada y retrocedió un par de pasos para permitir que su magullada contrincante se alzara del suelo.
Marcio había regresado a la sala consagrada a Némesis. La diosa de los gladiadores parecía observarle en silencio. Cachorro, desde la puerta, miraba cómo su amo se arrodillaba ante aquella estatua de piedra e inclinaba la cabeza humillándose. El perro no entendía qué tenía aquella imagen de piedra, pero su amo parecía tenerle un respeto tan grande como el que él mismo sentía por su amo.
Marcio rezaba, orando con una pasión y una intensidad que Némesis no había percibido en muchos años por parte de ninguno de los gladiadores de Roma. Era una oración, un ruego capaz de conmover.
—Seré tuyo siempre —musitaba Marcio entre dientes—. Volveré a la arena siempre que quieras, siempre que me reclames, juro que regresaré y volveré a arrodillarme a tus pies, pero salva a Alana de este combate, sálvala… Tú sabes que es un combate injusto…
Marcio no sabía cuánto tiempo llevaba allí arrodillado, con los ojos cerrados, cuando un griterío descomunal hizo temblar las bases del anfiteatro Flavio.
Alana se había rehecho y combatía, lo intentaba, pero el yelmo, el escudo y la espada eran demasiado pesados para combatir con destreza. El guerrero de Pérgamo ni tan siquiera se esforzaba: se limitaba a amagar golpes mientras no paraba de reír. El público empezaba a estar incómodo. Aquello no era un combate, sino una pantomima, pero, entonces, Alana arrojó el escudo a un lado, dio unos pasos para atrás y con el brazo libre del escudo se quitó el casco. Como le iba grande, cayó con facilidad, lo recogió del suelo y lo arrojó contra el tracio.
—¡Uuuuuuuuh! —se volvió a oír en las gradas; el árbitro miró de forma amenazadora a Alana, pero la gladiatrix sólo tenía espacio en su mente para las palabras que le había susurrado Marcio. Era lo único que le daba fuerzas.
—Haz trampa —había dicho Marcio—. Haz trampa.
Y eso pensaba hacer. Si al juez del combate no le gustaba algo, que cogiera él la espada y que luchara él contra el tracio. ¿Qué podía ser lo peor que podía ocurrir? ¿Que la mataran por hacer trampa? En cualquier caso, era ya un cadáver si su oponente de Pérgamo se decidía a dar término a aquella lucha desigual y absurda. Alana, sin casco y sin escudo, estaba mucho más desprotegida, pero de pronto disponía de ambas manos para blandir la espada y, mucho más ligera, podía moverse alrededor del enorme tracio con velocidad. El tracio se veía obligado a girar y girar para mantenerla en el estrecho ángulo de visión de las rejillas de su propio yelmo, pero Alana daba vueltas sin parar. En cuanto percibió que el tracio estaba algo mareado, se detuvo en seco y le atacó con dos estocadas rápidas. El tracio estuvo lento y, si bien acertó a detener la primera con su escudo, la segunda le rozó el vientre y una línea de sangre se marcó sobre su piel. No era un corte profundo, pero sí resultó humillante. El público estaba encantado de la reacción de la gladiatrix. Quizá aquel combate no fuera a terminar, después de todo, de forma tan rápida.
Domicia Longina no pudo evitar identificarse con aquella gladiatrix. Al igual que ella, aquella joven se veía obligada a luchar contra un enemigo infinitamente más fuerte y poderoso. Pero la emperatriz se mantuvo seria. Percibía la incomodidad de su esposo por la reacción de la guerrera. Si la joven gladiatrix volvía a vencer, Domicia Longina percibía que la ira del emperador se desataría contra alguien, una vez más, de forma incontrolada, pero ¿contra quién? Flavia Julia ya estaba muerta. ¿Contra ella misma? ¿Contra el editor de los juegos o contra el lanista? Miró hacia atrás: Cayo, el preparador de gladiadores, estaba más serio que nunca, con el semblante sombrío ante la capacidad de resistencia de la gladiatrix.
La lucha se alargaba. El sol languidecía por detrás de los muros y el velarium del anfiteatro Flavio. Alana sudaba. Tenía que moverse tres veces más que su enemigo para mantenerse viva. El tracio también sudaba y empezaba a cansarse de todo aquello. Además la herida del vientre, aunque no fuera grave, sí era dolorosa y la lucha, para él, se había transformado en algo personal; muy pocos le habían herido antes en combate y todos los que lo habían hecho ya estaban muertos y enterrados; pero le era imposible asestar un golpe mortal si aquella luchadora jugaba eternamente a salirse de su campo de visión, por todos los dioses. El tracio se detuvo. Arrojó el escudo, al igual que había hecho Alana antes y, con más dificultad que ella y para desesperación absoluta del juez, se quitó también el pesado casco de su cabeza. Blandió entonces su larga espada curva y arremetió contra Alana con furia. Dos golpes secos. La espada de Alana voló por los aires. El público aulló. Ella pensó en arrastrarse para recuperar su espada, pero estaba demasiado lejos, demasiado lejos; el árbitro del combate miró hacia el emperador y el tracio también. Tito Flavio Domiciano permanecía impasible en su trono. Alana miró también hacia allí. No parecía que fuera a haber clemencia. Recordó de nuevo las palabras de Marcio. Despacio, muy despacio, se llevó la mano derecha a la greba de la pierna y, con habilidad, extrajo con los dedos la pequeña daga, un pequeño puñal que Marcio le había dado en aquel abrazo frente a la diosa Némesis. Recordó cuando Marcio le preguntó meses atrás: «¿Eres buena con esa daga?» Y ella había respondió: «Muy buena.»
El árbitro, el tracio, el público, todos miraban hacia el emperador que se negaba a ceder para que se le diera otra arma a la joven gladiatrix. Alana no lo dudó. Seguramente luego la ejecutarían, pero se llevaría a ese maldito gigante de Pérgamo por delante. Lanzó el puñal con la destreza de una guerrera sármata que llevaba sangre de amazona auténtica en sus venas. El filo cortó el aire silbando levemente, un siseo casi mudo pero perfecto, preciso, que rompía la brisa de la tarde en su curso imparable. El tracio presintió algo y se volvió hacia la gladiadora. La punta de la daga se clavó justo entre las cejas.
El casco lo habría evitado, pero el yelmo del gladiador de Pérgamo hacía rato que yacía olvidado en un rincón de la arena; la punta quebró, con el pulso firme de quien la había lanzado al cráneo de aquella gran cabeza; el tracio abrió la boca para gritar al tiempo que arrojaba la espada y se llevaba ambas manos a la cara, pero, para cuando sus dedos alcanzaron a tocar la empuñadura de la daga, ésta se había hundido en las entrañas de su cerebro y, sin saber cómo o por qué, se quedó en pie, inmóvil, un brevísimo instante, para desplomarse al momento de espaldas, con los ojos abiertos, una mueca de dolor en la boca y un reguero de sangre cegándole. Lo último que vio aquel tracio fue la faz sorprendida del juez mirándole desde un mundo que parecía cada vez más lejano, más lejano…
El árbitro se irguió y miró a la gladiatrix, que se levantaba del suelo desde donde había lanzado la daga. El juez, perplejo, buscó entonces con su mirada a los pretorianos. Aquello no podía quedar impune, pero el pueblo de Roma gritaba, aplaudía, aullaba de júbilo: el gigante de Pérgamo había sido astutamente abatido por la gladiatrix. La luchadora había hecho trampa, pero eso no parecía importar al pueblo que había disfrutado con aquel combate y más aún con aquel insólito desenlace.
En el palco imperial el emperador se alzó de su trono. Miró un momento a Cayo. El lanista comprendió que estaba sentenciado a muerte. Lo asumió con la serenidad de quien ya está cansado de todo. Tito Flavio Domiciano lo vio claro: la gladiatrix era demasiado popular en ese momento entre la plebe y necesitaba el apoyo del pueblo para que éste no se pusiera de parte del Senado mientras llevaba su larvada guerra de exterminio contra todos sus enemigos políticos. La muerte de aquella luchadora podía esperar. Además, siempre existía la posibilidad de que muriera en cualquier combate. La mayoría de los gladiadores terminaban así y más si él, como emperador, se negaba a conceder ninguna rudis durante unos meses, o años si era preciso. Tito Flavio Domiciano alzó las manos y la gladiatrix fue conducida, intacta, hacia la Puerta de la Vida. El emperador miró a su esposa. Esta se mantenía en silencio.