EL NUEVO HIJO DE FLAVIA JULIA

Roma, noviembre de 91 d. C.

El médico hizo una auténtica carnicería. Se lamentaba a cada nuevo intento infructuoso por detener la hemorragia de la sobrina del emperador.

—¡Por todos los dioses!

Flavia Julia se había vuelto a quedar embarazada y, una vez más, Domiciano había rechazado por completo la idea de tener un hijo con su sobrina.

—No pasa nada, Julia —le había dicho Domiciano con voz forzadamente dulce, casi tan empalagosa como el vino que destilaba el emperador en su aliento—. Estas cosas pasan. Repetiremos la operación de la última vez y seguiremos como hasta ahora. Ya sabes que no quiero hijos, y mucho menos de ti, de la hija de mi hermano. —Posó su mano sobre el vientre desnudo de Flavia.

Ella cerró los ojos y contuvo su llanto hasta que el emperador abandonó la habitación. Estaba condenada a yacer con Domiciano eternamente y a abortar tantas veces como quedara embarazada. De esa forma se vengaba Domiciano de Tito, de su hermano. Se levantó de golpe de la cama y salió tras el emperador. Los ecos de sus gritos aún serían oídos por Domicia Longina, la esposa de Domiciano, durante años entre las paredes del gran palacio imperial de Roma. Nadie más parecía tener oídos para oír aquellos lamentos retenidos por los muros ciegos y mudos de la gigantesca Domus Flavia.

—¡Eso no! ¡No puedes hacerme eso otra vez, maldito! ¡Maldito y mil veces maldito! ¡Por todos los dioses! ¡Por Isis, por Minerva y Juno! ¡No puedes hacerme eso otra vez! ¡Noooo! —Cayó derrumbada, llorando, maldiciendo una y otra vez, una y otra vez—. ¡Te maldigo! ¡Los dioses acabarán contigo! ¡Acabarán contigo!

Días después, en un mar de sangre, Flavia Julia perdió la conciencia. Hacía rato que ya no se oían sus gemidos de dolor. El médico sudaba profusamente. El feto ya estaba muerto, a un lado, entre un montón de sábanas enrojecidas y sucias, pero no había forma de detener el sangrado de aquella joven. El ya lo había dicho, lo había dicho, pero el emperador no quiso escucharle.

—Es demasiado tarde para detener el parto, César, y ya sería la segunda vez que se fuerza un aborto. En el primer caso la sobrina del emperador ya perdió mucha sangre… no puedo hacerme responsable de lo que ocurra ahora…

Pero el emperador ya se alejaba entre sus pretorianos. El médico no estaba seguro ni de que le hubiera oído.

El bisturí enrojecido estaba ahora a un lado del cuerpo de la mujer; al otro un montón de toallas limpias que una esclava le iba pasando. El médico se llevó el dorso de una mano sudorosa a la frente y con la misma mano aún húmeda intentó coser de nuevo la herida abierta. Al final lo consiguió. A duras penas. Parecía que al final todo iba a quedar en un susto. Sólo un susto. El médico empezó a respirar algo más aliviado. Había conseguido detener la hemorragia y la sobrina del emperador seguía respirando. Sonrió. Era un gran médico, el mejor. Sintió un orgullo profundo. Si aquello salía bien le abriría grandes posibilidades.

Partenio sabía que las malas noticias había que darlas rápido, sin anuncios previos.

—La sobrina del emperador ha muerto, Dominus et Deus.

Domiciano se llevó la palma de la mano izquierda a la boca y la arrastró hacia abajo despacio.

—El médico dijo que estaba mejor —comentó el emperador.

—Y así era, Dominus et Deus, pero la herida no parecía sanar, cada vez tenía peor aspecto. Luego vino una fiebre muy alta y ha muerto. —Un breve silencio—. Lo siento, Dominus et Deus.

El emperador callaba. La muerte de Flavia Julia era una contrariedad sobrevenida. En particular le incomodaba lo inesperado de todo aquello y, por qué no admitirlo, que la echaría de menos… ¿o no? Cada vez más sumisa, y luego, cuando se estaba poniendo hermosa de nuevo, aquel embarazo. Otras mujeres abortaban y no ocurría eso. Era evidente que Flavia Julia no era una mujer fuerte. No como Domicia, siempre tan resistente. Era lo único que admiraba de ella.

—Quiero un funeral propio de una sobrina del emperador, de la sobrina de un dios —dijo mirando al suelo.

Partenio asintió.

—Por supuesto, Dominus et Deus.

Domiciano seguía mirando al suelo. Tendría que consolarse un tiempo con prostitutas y esclavas. Luego, por supuesto, estaba la pequeña Flavia Domitila, su otra sobrina, la hija de su hermana fallecida hacía años. Tenía… ¿cuántos? ¿Veinte? Estaba casada con ese estúpido de Flavio Clemente, siempre tan débil. Pero era familia, familia directa. Y tenían ya un hijo. Empezaban a ser peligrosos. Alguien podría pensar en ellos como sucesores dentro de la dinastía. Flavia Domitila era muy guapa, y ninguna prostituta podía proporcionar el placer sexual de poseer a una hermosa patricia de la familia imperial. Estaba casada, sí, pero desde cuándo eso había supuesto un problema para él. Domicia Longina también estuvo casada, también. Hacía tanto tiempo de todo aquello… Tenía que meditar lo de Flavia Domitila, pero las fronteras y los senadores traidores, tantos enemigos por todas partes, no le dejaban pensar.

—Sí, Partenio, quiero un gran funeral, un funeral digno de una diosa… y ese médico… —El emperador se quedó dudando.

—¿Sí, Dominus et Deus? —preguntó Partenio.

Domiciano consiguió poner sus pensamientos en orden.

—Que lo ejecuten. No quiero que nadie pueda decir que no lamento la muerte de mi joven sobrina.

Aquí Partenio tardó un momento en responder y lo hizo en voz más baja, sin tanta decisión.

—Sí, Dominus et Deus.

Los asesinos del emperador
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