EL RENCOR
Domus Flavia, Roma
18 de septiembre de 96 d. C., hora quarta
Estéfano miró la daga con la que debía matar al emperador. Era hermosa, resplandeciente, brillante en su filo y en su punta y con un enorme rubí rojo en su empuñadura. Se la había entregado Partenio pronunciando unas palabras solemnes, tiznadas de una seguridad tan extraña como tenebrosa:
—Esta daga tiene una deuda pendiente con el emperador y nos ayudará a acabar con su vida. Lleva quince años esperando una ocasión para vengarse y estoy seguro de que, allí donde nosotros flaqueemos, esta daga encontrará el camino para partir su corazón en dos. —Estéfano recordaba nítidamente cómo Partenio le había entregado el arma repitiendo aquel mensaje como si se tratara de una oración—. Sí, esta daga tiene una deuda pendiente, una deuda pendiente…
Ahora había llegado el momento, el día y la hora. La mano no le temblaba. Era algo meditado, decidido con la frialdad del rencor bien alimentado. Los acontecimientos de los últimos días lo habían precipitado todo. Las últimas ejecuciones destruían el corazón del Imperio, pero, para Estéfano, lo esencial era que las últimas muertes estaban destrozando su pequeño nuevo mundo, en el que había encontrado algo de esperanza: hasta hacía poco era el liberto al servicio de unos nobles generosos y ahora de aquella familia apenas quedaban despojos, una patricia trastornada y sangre, sangre por todas partes… Sus ojos seguían clavados en el arma. Partenio le había elegido para el golpe clave, por eso le había entregado aquella daga. Su cómoda vida no era fruto ni del azar ni del trabajo, sino de la lealtad absoluta a una familia que había desaparecido. Y todo por culpa de un loco. Inspiró aire con profundidad. No siempre fue así, no siempre fue un loco. El emperador tuvo tiempos mejores. Nunca fue una persona bondadosa, pero… Estéfano negó entonces con la cabeza. No, ninguno de esos recuerdos era cierto: el emperador siempre fue un miserable, pero él, Estéfano, se vio beneficiado al servirle concienzudamente, sin hacer preguntas, sin atender a ningún remordimiento, incluso traicionando a los nobles a los que servía, por miedo, por pánico. Pero hasta el lujo y la riqueza y los placeres se hacen superfluos cuando la miseria que te rodea —y, peor aún, la miseria de la que uno es parte clave— te envuelve hasta asfixiarte en el fango de la sangre derramada por decenas, centenares de inocentes. ¿Por qué los niños, por qué los niños? No habían hecho nada. Nada. Todos tenemos un límite, todos, y Estéfano había llegado al suyo. Todos tenemos un límite, todos, sí, todos menos Domiciano. Estéfano sentía un profundo asco de sí mismo y de su cobardía de tantos años, de su cobardía cuando sostenía en brazos aquel pequeño y por puro miedo se arrodilló ante los pretorianos y lo entregó para que lo ejecutaran. A un niño. A un niño.
Estéfano miró la daga con la que debía matar al emperador y cerró los dedos lentamente, asiendo la empuñadura con fuerza. Lo de Flavio Clemente y su familia había sido la gota final, la última locura; la última, esto es, si conseguían llevar a término el plan diseñado por Partenio. Lo más probable era que, al igual que tantos otros en el pasado, más pronto que tarde alguien los traicionara y el emperador fuera informado del complot antes de que éste pudiera ejecutarse. «Ejecutar» era una buena palabra para definir lo que debía hacerse. Estéfano se levantó. Había pensado en rezar a su nuevo dios. A su derecha había un papiro con las letras alfa y omega y unos escritos nuevos que le habían pasado. El siempre había sido discreto, cuidadoso, no como Flavia Domitila, pero claro, no estaba sujeto a los mismos sufrimientos. Sí, los había leído y le habían proporcionado paz de ánimo, pero ahora no era el momento. Un cristiano no debe matar. Su nueva religión le impedía llevar a cabo lo que tenía que hacer, pero había sido tantos años un fiel adorador de los dioses de Roma que apartó con parsimonia aquel papiro de su lado.
—No seré cristiano un día más, sólo un día más —dijo en voz baja en la soledad de su pequeña cámara en las entrañas de la Domus Flavia. Su nuevo dios era generoso, decían. No le reprocharía un día más sin adorarle, sin seguir sus preceptos. Y en cualquier caso ya no había otro camino. Ya había matado a otra mucha gente en el pasado, por inacción, por delación. No con sus propias manos, eso no, para eso estaban siempre dispuestos los pretorianos. Lo que debía realizar ese día debía hacerlo en persona; no había otro modo. Se sentía débil y temía fallar, pero había otros más que terminarían lo que él empezara si fallaba. Así estaba planeado. Partenio era bueno para eso de los planes. Su puñalada no tenía que ser la mejor, sino la primera de una larga serie. Su papel era, sobre todo, ser el primero en alzar su arma contra el pecho del emperador, o la espalda. Estéfano no entendía de la elegancia del combate de los gladiadores o de la dignidad de la lucha de los legionarios. La suya era una lucha por su supervivencia y por la de otros a quienes apreciaba y a quienes no quería ver caer en las fauces insaciables de la locura de Domiciano, aunque de ésos ya quedaban muy pocos, y pronto no quedaría nadie. Sólo hacía unos meses que las miradas de lascivia del emperador se habían fijado en Flavia Domitila. Para el emperador era sólo una presa más con la que se entretendría unas semanas, quizá unos meses, o, en el peor de los casos, años que pasarían lentos e insufribles para la pobre mujer seleccionada por el ansia incontrolable del más poderoso de los poderosos. Aquello debía terminar. No más horror, no más delaciones sin sentido. Estéfano asintió. Sería por la espalda. Era justo. Domiciano había ordenado la ejecución traicionera de decenas de servidores, senadores, consulares, legati, gobernadores; era justo que muriera de una puñalada por la espalda, a traición.
Estéfano, mayordomo de Flavia Domitila III, sobrina del emperador, posó la daga sobre su antebrazo izquierdo y con la mano derecha tomó la venda con la que cada día, desde hacía mes y medio, desde las kalendae de agosto, envolvía el arma para ocultarla a los ojos de los pretorianos y del propio emperador. Era un ardid ingenioso del que se sentía orgulloso. Había fingido una caída en las escaleras que daban acceso al Aula Regia del palacio y luego simuló tener el brazo roto; por ello los pretorianos no se sorprendían de su brazo vendado. Así, durante mes y medio, una vez a la semana, era recibido por el emperador sin que nadie sospechara lo que llevaba oculto en su antebrazo izquierdo. Su cobardía al no defender a los pequeños hijos de Domitila le había hecho ganar puntos en la confianza del emperador.
Estéfano se levantó con una decisión que le sorprendió incluso a él mismo. Una sacerdotisa había predicho al emperador que ese mismo día, antes del mediodía, antes del final de la hora sexta, sería asesinado. El emperador había tomado en serio el augurio y había sextuplicado el número de pretorianos en cada turno de guardia, al tiempo que se había acelerado la instalación de los mil espejos que debían ponerse sobre cada una de las mil columnas de la inmensa Domus Flavia. Domiciano siempre temía una puñalada que viniera de alguien escondido tras una de esas columnas. Estéfano sonrió cínicamente. El emperador, con frecuencia, se olvidaba de mirar en los espejos. Tendría que aprovechar el recorrido final del paseo que hacía con el emperador desde el Aula Regia hasta las estancias privadas de la dinastía Flavia para poder quitarse la venda y para asestar el golpe nada más entrar. No, los pretorianos le verían. No, quizá podía empezar a quitarse la venda, mirándose el antebrazo como si arreglara la disposición de la tela, pero sólo debía quitársela por completo una vez a solas con el emperador. Y sólo tendría un instante para ejecutar el golpe. Sólo un instante. Terminó de vendarse bien el brazo. Tantas cosas podían salir mal… pero sacudió la cabeza. Ya no había marcha atrás. Eran demasiados los implicados aquel día. Sólo algo estaba claro: alguien iba a morir aquella mañana: el emperador del mundo o ellos. Quizá todos.
Estéfano empezó a caminar. Abrió la puerta de su estancia. A través de las ventanas altas del palacio penetraba el torrente del bullicio de las calles de Roma, que le saludó con una mezcla de olores confusos: salsas extrañas que emergían de la chimenea de la cocina imperial, flores frescas de los jardiñes de palacio, perfumes que unas esclavas portaban para la emperatriz Domicia. Estéfano, con su brazo izquierdo armado, pero vendado y en cabestrillo, encaminó sus pasos hacia el Aula Regia donde el emperador, una vez más, tenía una audiencia pública. Domiciano, el Dominus et Deus [señor y dios], había aceptado recibirle luego, cuando su atención al pueblo de Roma y a los embajadores de los más distantes reinos terminara. Estéfano se había inventado una falsa conjura y había anunciado al César que hoy tendría el nombre de los que debían ser ajusticiados. Sabía que sólo un anuncio así le garantizaba que la nueva audiencia no se cancelara, sólo que esta vez ya no daría nombres. Ya nunca daría más nombres.