LA LISTA DE DOMICIANO
Domiciano, sospechando de estas personas, concibió la idea de matarlos a todos, y escribió sus nombres en una tablilla doble de madera de tilo.
Dion CASIO, Historia de Roma, LVII
Roma, abril de 92 d. C.
Partenio fingió no encontrarse bien para no acudir esa tarde al anfiteatro Flavio. El consejero, mientras caminaba por los soportales de los peristilos porticados de la Domus Flavia, aún recordaba la mirada cargada de desprecio del emperador cuando le comentó lo de su indisposición.
—Te haces viejo —le dijo el Dominus et Deus del mundo.
Partenio se limitó a inclinarse mientras emitía una bien ensayada tos cavernosa.
Ahora, mientras avanzaba sigiloso hacia las habitaciones privadas del César, el consejero no tosía; casi ni respiraba apenas. Estaba el asunto de los pretorianos que vigilaban el acceso a los aposentos del emperador. Podría sortearlos, pero tenía que pensar en una excusa para el César si éste se enteraba que había entrado en sus habitaciones sin estar él presente: necesitaba consultar un mapa, eso diría, pues el emperador guardaba todo tipo de mapas en las habitaciones privadas del palacio. Estando como estaban de revueltas las fronteras del norte y sabiendo que él, Partenio, siempre insistía sobre ese punto una y otra vez, Domiciano no sospecharía, es decir, no más de lo que ya sospechaba de todo el mundo.
En efecto, la media docena de pretorianos de guardia se hicieron a un lado para dejarle pasar sin tan siquiera preguntarle. Se limitaron a mirarle de reojo, de forma desconfiada, pero nada más. Era suficiente. Una vez dentro de la habitación, Partenio paseó su mirada por la mesa, el lecho en una esquina y los armarios repletos de papiros, rollos, pergaminos y mapas. Era como buscar una aguja en un pajar, pero no tendría muchas más oportunidades como aquélla. Y no era una aguja: se trataba de una tablilla. Si el emperador hubiera usado una hoja de papiro, la tarea habría sido imposible, pero una tablilla era algo más difícil de ocultar. Así que, tal y como había hecho todas las cosas en su vida, con paciencia metódica, se aplicó a revisar, uno por uno, cada uno de los documentos de la mesa, primero y, como no encontró lo que buscaba, prosiguió examinando los rollos del armario después. Avanzó con rapidez, pues sabía que una tablilla, seguramente de tilo, como le gustaban al emperador, sería visible con facilidad si daba con la cesta o la estantería adecuada.
Por las manos de Partenio pasaron edictos imperiales sobre impuestos, sobre nuevas leyes relacionadas con la censura vitalicia que se había autoasignado Domiciano y borradores de ejecuciones ya realizadas; era curioso que el emperador no se deshiciera de todo aquello, que no eran sino pruebas acumuladas de su progresiva enajenación. La búsqueda parecía infructuosa y la tarde se había tornado en noche. Encendió una lámpara de aceite con una de las antorchas del pasillo, para lo que tuvo que salir y volver a entrar, aunque, para su fortuna, los pretorianos no parecieron observarle, entretenidos como estaban en jugar al ludus latrunculorum, el juego típico de los mercenarios, donde todos rodeaban un tablero lleno de piezas blancas y negras y dos piezas azules que representaban al dux [general] de cada bando. Ante lo intenso de aquel juego de estrategia, los dados habían quedado olvidados en el patio, al igual que parecían haberse olvidado también del veterano consejero imperial. La guardia pretoriana relajaba su disciplina notablemente cuando Norbano dejaba el palacio para acompañar al emperador al anfiteatro Flavio. Partenio, de regreso a la habitación imperial, retornó a su búsqueda en los armarios del emperador. Encontró lo que debían de ser las estanterías donde Domiciano guardaba sus obras de literatura favoritas, entre las que destacaban todos y cada uno de los pesados poemas de Estacio elogiando su persona, su reinado y su Imperio. Había alguna obra de teatro de Plauto y Terencio y algunos textos griegos sobre geografía, pero nada de filosofía. De pronto, de entre las hojas de los poemas de Estacio, cayó una tablilla que Partenio, lento ya por la edad, no acertó a coger. La tablilla golpeó el suelo, pero ni se rompió ni se marcó de forma alguna. El tilo era lo que tenía: resistencia. El consejero tuvo esa intuición que siente una persona cuando sabe que ha encontrado algo que buscaba desde hace tiempo y, sin embargo, una vez descubierto siente miedo de examinarlo con detalle porque su contenido le da terror. Pero Partenio, prestando atención al texto de Estacio del que había salido la tablilla —un poema a la colosal estatua ecuestre del emperador Domiciano, uno de los favoritos del César— se agachó y la tomó en sus manos. La llevó a la mesa donde estaba la lámpara de aceite y observó con atención. Se trataba de una lista, una lista de nombres escrita por Tito Flavio Domiciano. Partenio reconocía aquellos trazos del pulso poco firme del emperador. Los había visto en decenas de sentencias de muerte, edictos imperiales y cartas personales. Para el consejero eran unos rasgos inconfundibles. Empezó a leer con rapidez. Tan absorto estaba que no oyó las pisadas que se acercaban a la cámara del emperador. La lista empezaba mencionando a Paris, aquel estúpido actor que se atrevió a yacer con la emperatriz. Seguía con Hermógenes de Tarso, que había escrito una historia sobre la Roma reciente que incomodó a Domiciano. César ordenó que se le crucificara igual que exigió que se crucificara también a todos aquellos ingenuos copistas que se habían atrevido a reproducir aquella obra y que se purificaran las bibliotecas que la habían albergado. La lista seguía. Lo terrible era que los nombres que seguían eran de senadores vivos:
Cívica Cerealis
Salvidieno Orfito
Manió Acilio Glabrión
Así que el emperador no había quedado satisfecho con la prueba de Alba Longa. Manió ya estaba desterrado. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Una ejecución pública o un discreto envenenamiento? Pero siguió leyendo, sin que sus viejos oídos percibieran aún aquellas pisadas de unas sandalias que se acercaban poco a poco a la cámara del emperador.
Elio Lamia
Salvio Cocceiano
Mecio Pompusiano
Sí. Partenio asentía para sí mismo. Pompusiano había comentado en privado que un astrólogo le había predicho que alguna vez sería emperador. El estúpido no sabía que con esa fanfarronada se acababa de sentenciar. Domiciano debía de haberlo oído ya de boca de algunos de sus delatores, Caro Mecio o Mesalino o cualquier otro. La lista seguía. Las pisadas se acercaban.
Salustio Lúculo
Junio Rústico
Helvido Prisco
Flavio Sabino
Flavio Sabino era primo del emperador. Iba entonces no sólo a por senadores, escritores o historiadores críticos, también a por la familia. No se veía a Flavio Clemente y su esposa. Estos, por el momento, se salvaban, pero la lista seguía, seguía. Partenio levantó la cabeza. Pisadas fuera de la cámara. Y estaban muy cerca. Cada vez oía peor. Se hacía viejo. Siguió leyendo a toda velocidad.
Arrecino Clemente
Epafrodito
Ascletario
Clemente era un informador y amigo que debía de haber caído en desgracia, mientras que Epafrodito era secretario y tesorero; alguna cuenta no le parecería correcta al emperador o quizá habría insinuado al César que el gasto diario en juegos circenses, luchas de gladiadores y los pagos anuales a Decébalo para que no atacara las fronteras no eran soportables por mucho tiempo más. Era un funcionario con experiencia, pero imprudente a la hora de tratar con el César. Partenio se sorprendió de que su propio nombre no estuviera debajo del de Epafrodito. Ascletario era un astrólogo; algo habría predicho al emperador que debía de ser inoportuno. La gente parecía querer morir pronto. Un nuevo nombre cerraba la lista, añadido con un trazo de grosor diferente, revelando que se trataba de una adición posterior al resto de los nombres, pero la puerta de la cámara se estaba abriendo. Partenio leyó el nombre a la vez que dejaba ya la tablilla entre los poemas de Estacio. Aquel último praenomen, con su nomen y cognomen, retumbaba en sus sienes donde las venas parecían que iban a estallar. Partenio se volvió hacia la puerta. La figura de la emperatriz Domicia Longina apareció en la habitación. La mente de Partenio vivía un combate intenso mientras se preparaba para justificar su presencia allí al tiempo que, incrédulo, seguía preguntándose si había leído bien el último nombre de la lista.
—¿Qué haces aquí? —La emperatriz le miraba nerviosa, disgustada. El no era quién para estar en la habitación del emperador a solas, incluso si era un gran consejero imperial, incluso si los pretorianos le habían dejado pasar.
—Necesitaba unos mapas del norte —argüyó Partenio poniendo en orden los rollos de los diferentes volúmenes que había revuelto en su agitada búsqueda.
—¿Y lo has encontrado? —preguntó Domicia Longina, firme, seria, en pie ante él. Partenio se dio cuenta que en su afán por devolver la lista a su sitio no se había ocupado de seleccionar algún mapa que presentar ahora como prueba de su supuesta búsqueda.
—No, augusta, no he encontrado el mapa que buscaba —respondió el consejero con rapidez.
La emperatriz lo miraba con aire de sospecha. Partenio había mentido, y para éste era evidente que la emperatriz sabía que él estaba mintiendo. Sin embargo, la esposa del emperador no se enfrentó a él.
—Pues si no está aquí lo que buscas tendrás que ir a otro lugar a encontrarlo, ¿no crees?
—Sí, augusta.
Partenio, agradecido por la generosidad de la emperatriz, se inclinó de forma ostensible, como dando a entender que apreciaba el silencio de la gran matrona de Roma. La emperatriz lo miraba con algo de tristeza: consejeros rebuscando entre los documentos del emperador, una pléyade de desconfianzas, una red de intrigas en la que ella ya tampoco sabía bien a qué atenerse. Partenio captó aquella mirada y la guardó para sí como una información secreta y privilegiada. Domicia Longina había sufrido mucho, había visto demasiado y, de un tiempo a esta parte, lo callaba todo. Podía ser una poderosa aliada o la más temible de las enemigas. Partenio sabía que nunca debía infravalorarla, y menos ahora, cuando poseía un secreto sobre su persona que poder transmitir al emperador. Un secreto mortal. Mortal. Ya estaba en el peristilo porticado. Aire fresco. Los pretorianos le miraron sin prestarle demasiada atención pero dejaron su juego. Partenio repasó la lista. Manió Acilio Glabrión, otro gran legatus que podría ser ejecutado por un emperador celoso. La cuestión clave era, no obstante, si el Imperio podía permitirse quedarse sin sus mejores legati en un momento en el que dacios, catos, sármatas, roxolanos, bastarnas y partos amenazaban todas las fronteras de Roma. Partenio engullía su terror en grandes tragos. El último nombre de la lista era:
Marco Ulpio Trajano