LOS ARQUITECTOS DEL EMPERADOR

DOMITIANVS ET DOMITIA

Roma, noviembre de 90 d. C.

—Lo quiero más grande, más grande y más espectacular —decía el emperador desde su trono.

En el Aula Regia, Rabirius, el arquitecto al mando de las obras de la Domus Flavia, y sus ayudantes escuchaban sin saber bien qué responder. El emperador se había empeñado en ampliar el anfiteatro Flavio, pues el ahora Dominus et Deus consideraba el gran anfiteatro heredado de su padre y su hermano demasiado pequeño para un dios. Para Domiciano todo había cambiado desde su última gran victoria en el Rin. Desde entonces había tomado muchas decisiones. Algunas lógicas, bienvenidas por sus consejeros o por el Senado, como el nombramiento nada más regresar del Rin de Nerva como cónsul. Este había ayudado al emperador y era, además, un senador respetado por todos. Domiciano consideró oportuno premiarle compartiendo el consulado de aquel año de la victoria sobre Saturnino con él. Así, Nerva fue cónsul por segunda vez, pues ya lo había sido con Vespasiano, y él, el Imperator Caesar Domitianus, Dominus et Deus, fue cónsul por decimoquinta vez. En cuanto terminó el año, Domiciano ordenó que Trajano sucediera en el consulado a Nerva, algo nuevamente bien visto por todos. Trajano también había colaborado en detener el levantamiento de Saturnino y asimismo era apreciado por el Senado. Otras decisiones, no obstante, eran más difíciles de comprender por todos, como que Manió Acilio Glabrión fuera también nombrado cónsul en sustitución de él mismo, del Dominus et Deus. Aquello era extraño, dado que todos sabían que el emperador hacía tiempo que dudaba de la lealtad de Manió Acilio Glabrión, pues hasta el César habían llegado informes de sus delatores sobre ciertos comentarios críticos de Manió hacia su gobierno. Pero todos, desde Partenio hasta el último senador, estaban acostumbrándose a estos vaivenes extraños en unas decisiones que, a fin de cuentas, eran consideradas por el César como de origen divino.

—Lo quiero más grande —repetía Domiciano como ese niño al que no le importa que se le haya dicho que lo que pide es imposible.

Los arquitectos se miraban entre sí, nerviosos, confusos, tensos. Domiciano los escrutaba atento, entre divertido y molesto. En su cabeza seguía repasando los últimos nombramientos: después de Nerva, Trajano cónsul, sí, para satisfacción de muchos, de demasiados; y Manió cónsul también, para confusión de todos. Sonrió. Le parecía tan apropiado, tan perfecto que después de él mismo, del Dominus et Deus, viniera Manió… Tan perfecto… Para perplejidad de todos pero no de él, del Dominus et Deus. El sabía bien lo que se llevaba entre manos. A fin de cuentas era cuestión de dioses y era normal que los mortales no entendieran todo aquello. Tiempo al tiempo. Algunos pensaban que había nombrado cónsul a Manió Acilio Glabrión, de una de las más ilustres familias de Roma, para congraciarse una vez más con el Senado, de la misma forma que el nombramiento de Trajano le congraciaba con el ejército de las fronteras. Que pensaran lo que quisieran. El sabía por qué hacía cada cosa. A Norbano, el procurador de Raetia, le había premiado con la prefectura de Egipto mientras que Lapio Máximo fue recompensado con el puesto de gobernador en Siria. Luego perdonó en principio a los legionarios de la XIV Gemina y de la XXI Rapax, con lo que consiguió, tal y como sugirió Trajano hijo, la rendición de Moguntiacum con rapidez y la entrega de Saturnino y sus oficiales. Más tarde ordenó no sólo decapitar a Saturnino y sus tribunos y centuriones, sino que exigió que además se diezmaran las dos legiones. Dos mil legionarios de la XIV y la XXI, seleccionados al azar, fueron ejecutados sin piedad uno a uno. La cabeza de Saturnino fue exhibida en un pilum frente a las murallas de Moguntiacum mientras se ejecutaba a aquellos rebeldes ya rendidos de la XIV y la XXI legiones de Roma. Era una medida comprensible, aceptable para muchos mandos, pero que supuso un punto de inflexión en la forma de obedecer de las legiones a Domiciano: ya no era tanto por amor a quien mejor les pagaba de los últimos años, sino que se trataba ahora más bien de una obediencia fundada en el temor a las consecuencias de no acatar las órdenes imperiales. Finalmente, la legión XIV Gemina fue enviada a Iliria y la XXI Rapax a la todavía difícil frontera del Danubio en Panonia.

—Espero una respuesta —insistió Domiciano, cansado de revisar todas sus decisiones recientes mientras aguardaba una solución de aquellos malditos arquitectos, incapaces de reformar un anfiteatro para convertirlo en una obra digna no ya de un emperador, como su padre o su tío, sino de un dios.

—Podríamos derribar un sector, al norte o al sur —respondió al fin Rabirius— y ampliar el ancho del óvalo de la arena para construir a su alrededor nuevas gradas que admitan más público…

—¡Destruir, derribar! ¡Por Minerva! —El emperador se alzó en su trono; los pretorianos que se encontraban en el Aula Regia fruncieron el ceño, los arquitectos contuvieron la respiración—. ¡Yo te pido construir algo más grande y tú me hablas de derribar, Rabirius! Creo que no nos estamos entendiendo. Al pueblo no le gustaría ver cómo derribamos parte del gran anfiteatro que levantó mi padre, ¿no crees?

—Por supuesto, Dominus et Deus, por supuesto… pero sin derribar un sector no sé cómo podemos hacerlo más grande —dijo Rabirius y se arrodilló ante el emperador en señal de humillación total. El resto de arquitectos le imitó.

El César se sentó de nuevo en su trono. Sacudía la cabeza. Estaba rodeado de estúpidos, de inútiles. De pronto uno de los arquitectos jóvenes, un recién llegado de Oriente, se atrevió a romper aquel incómodo silencio.

—Se podría ampliar el anfiteatro Flavio, Dominus et Deus, sin necesidad de derribar nada de lo edificado.

Domiciano miró al joven arquitecto y le hizo una señal para que se levantara.

—Al menos, Rabirius —dijo el emperador—, veo que has incorporado nuevos valores a tu equipo. ¿Quién es este hombre?

Rabirius se levantó también para responder.

—Apolodoro de Damasco, de Siria. Vino muy recomendado por los gobernadores de aquella provincia, pero si el Dominus et Deus me lo permite, es aún muy joven para acometer un trabajo de remodelación de la envergadura que el emperador desea. No sabe de lo que habla…

—Si sabe o no de qué habla, Rabirius, soy yo el que ha de juzgarlo, al igual que soy yo el que decide quién es el más apto para cumplir con mis deseos. —Se volvió de nuevo a mirar a aquel recién llegado joven arquitecto—. Apolodoro de Damasco, el Dominus et Deus del mundo te escucha, pero sé breve y no abuses de mi paciencia divina .Apolodoro asintió. Fue muy conciso.

—Hacia arriba y hacia abajo. —Como viera que ni el emperador ni los otros arquitectos parecían entenderle añadió una sucinta explicación—: Hacia arriba: podemos elevar el tamaño del anfiteatro Flavio añadiendo un cuarto piso, de forma que aumentaríamos la capacidad de las gradas; y hacia abajo se podría excavar un hypogeo, una red de túneles debajo de la arena, por la que podrían ir fieras y gladiadores y construir trampas y elevadores por donde ascenderían a la arena luchadores o animales. Eso haría mucho más espectaculares los juegos, Dominus et Deus.

El emperador sacó los labios hacia fuera.

—¿Tú que opinas de esto, Rabirius?

El veterano arquitecto negaba con la cabeza.

—Las arcadas del anfiteatro Flavio no resistirán el peso de otra planta; la estructura entera se vendrá abajo. Y esos túneles, por todos los dioses, ¿sobre qué iban a luchar entonces los gladiadores si todo está agujereado? Es absurdo, todo el planteamiento es absurdo.

—¿Qué tienes que decir, joven arquitecto? —preguntó el emperador mirando a Apolodoro. Este avanzó un par de pasos aproximándose al emperador.

—Puede hacerse, Dominus et Deus, puede hacerse. He hecho cálculos. Las arcadas son fortísimas, los arquitectos imperiales han hecho un trabajo magnífico —comentaba en un intento por no enfrentarse con Rabirius y el resto de su equipo—, y sobre esas arcadas se puede levantar una nueva planta, pero esta vez sin arcadas, maciza, porque así nos valdrá de soporte para los mástiles que sostendrán el gran velarium que podrá cubrir todo el anfiteatro. Y en cuanto a los túneles, una vez excavados, se cubriría todo de madera, dejando trampas y puertas allí donde conviniera. Ese suelo de madera se cubriría de arena, sobre la que los gladiadores podrían luchar.

Se hizo de nuevo el silencio.

—Me gusta —dijo el César—. Tienes un año para realizar esa remodelación, Apolodoro, un año.

Se levantó del trono y se encaminó hacia la salida del Aula Regia, rodeado por la guardia pretoriana sin ni siquiera despedirse de Rabirirus y el resto de arquitectos.

Los asesinos del emperador
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