EL INTERROGATORIO
Roma, 26 de octubre de 97 d. C.
Norbano y Casperio hicieron que se condujera a los cuatro detenidos al hipódromo. A Norbano le parecía que aquel hecho encerraba en sí mismo cierta forma de justicia poética: la muerte había sobrevenido al emperador Domiciano desde el hipódromo; era justo, pues, que la muerte sobreviniera ahora a todos aquellos conjurados en el mismo lugar donde empezó todo. Estaba harto de esperar respuestas. Todos los arrestados tendrían una última oportunidad no ya de sobrevivir, sino de acortar sus padecimientos revelando nombres.
Situaron a los cuatro en el centro del estadio privado del ya fallecido emperador Domiciano, justo en el lugar donde el propio Norbano tuvo el presentimiento de que algo extraño estaba a punto de ocurrir: Estéfano no dejaba de gimotear y llorar; aun sin ojos, las lágrimas resbalaban por las cuencas vacías de su cabeza emergiendo de los lacrimales que no habían sido arrancados por Domiciano. Máximo lloraba también como si fuera un gato herido, mientras que Petronio y Partenio se mantenían callados e inmóviles a la espera de su destino.
Casperio fue el primero en realizar preguntas, una vez más, por enésima ocasión, sobre la conjura contra Domiciano.
—¿Quién más está implicado? Queremos todos los nombres —dijo, en pie, frente al gimoteo ininteligible de Estéfano.
Casperio sentía asco de los cobardes, así que desenfundó su espada y, con la parte plana de la misma, golpeó justo encima del vientre a aquel indefenso ciego que, desprevenido, sufrió aún más al recibir aquel golpe por su incapacidad de prever por dónde podía venir. Estéfano se dobló llevándose las manos al estómago. Apenas podía respirar. Cayó de rodillas, sintió una arcada y vomitó. A su lado, Máximo interrumpió su sollozo silencioso y tragó saliva, pero ya era tarde y Casperio repitió la operación con él. El liberto cayó también de rodillas, pero había intuido el golpe, se las arreglaba para seguir respirando entrecortadamente. Estéfano, por su parte, parecía que recuperaba el aliento cuando Casperio le atizó un segundo golpe con la espada plana en la sien. Aun sin haber usado el filo del arma, el impacto fue brutal y Estéfano cayó sobre el suelo del hipódromo y quedó inmóvil sobre el mismo en medio de un charco de sangre que emergía entre el pelo de su cabeza quebrada. Sin embargo, aún respiraba, se movía, luchaba por su vida. Casperio se agachó y volvió a hablarle, seguro ahora de que el ciego no dudaría en decir todo lo que sabía, aunque sólo fuera por no recibir más golpes bestiales como los que acababa de encajar. Aquellos libertos no eran gran cosa resistiendo el dolor. Casperio sabía que a Estéfano no le quedaba mucha vida por delante, se veía ya mucha sangre vertida desde su cabeza, así que se concentró en la pregunta clave.
—¿Quién apuñaló al emperador? Dime, maldito, ¿quién apuñaló al emperador? Vamos, por Júpiter, dime quién fue el que atravesó el corazón del emperador con su puñal y llamaré a un médico ahora mismo para que te cure.
Tanto Máximo, como Partenio o Petronio, como todos los pretorianos que eran testigos de la escena, a la vista del profuso charco de sangre, sabían que la visita de un médico poco podría hacer ya por el descalabrado y ciego Estéfano, pero el herido en cuestión sólo pensaba, como pensaría casi cualquier persona en sus mismas circunstancias, en la supervivencia.
—No… lo… sé… no… lo… sé… —gimoteaba arrastrándose por el suelo, gateando como un perro malherido. Casperio y Norbano le seguían de cerca evitando pisar con sus sandalias el reguero de sangre que iba dejando su víctima en su camino hacia ninguna parte—. Yo tenía que matarle, yo tenía que matarle.
Estéfano se entregaba por completo; Partenio le miró con odio; el mutilado moribundo iba a decir todo lo que sabía, todo… pero ¿cuánto sabía exactamente? Estéfano se detuvo en su gateo absurdo y se sentó en el suelo con una mano en la brecha de su cabeza, por la que no dejaba de manar sangre.
—Yo tenía que matar al emperador. Me acerqué a él por la espalda y le apuñalé, lo hice por los niños, por los niños… pero no soy guerrero, fue un mal golpe, sólo un rasguño y el emperador se revolvió contra mí y luchamos. Luchamos en el suelo y fue cuando me sacó los ojos… me sacó los ojos.
Los jefes del pretorio sonrieron ante la fortaleza de su anterior jefe supremo que incluso a solas, atacado por la espalda, había sido capaz de defenderse como un león; Estéfano, cubierto de sangre, continuaba con sus recuerdos entrecortados por el dolor.
—… pero entonces llegaron más hombres… no sé, hubo varias luchas… para mí todo es confuso, todo es confuso… no veía nada, nada… Oía las voces de todos y de nadie, luego estoy seguro que oí a Partenio y a otros hombres y al emperador y hubo una larga lucha. También estaba la emperatriz, sí estaba la emperatriz y dijo… dijo…—Partenio sintió la impotencia absoluta—, dijo… discutía, no entendí bien sus palabras… gritaba, la emperatriz gritaba y lloraba, y el emperador gritaba también y se hizo como un silencio y luego de nuevo la lucha.
Estéfano perdió el conocimeinto y cayó de lado, derrumbándose sobre el suelo, desangrándose sin que ya nadie hiciera nada por él. Partenio se permitió un casi imperceptible suspiro de alivio. Los jefes del pretorio dejaron a Estéfano allí, solo, en medio del hipódromo de la Domus Flavia para que se muriera en su particular mar de su sangre y dolor. Estéfano sentía arcadas pero luego ni eso. Estaba quieto, inmóvil. Un líquido que le cubría el rostro. Pensó en el dios de los cristianos, ese dios en el que había creído los últimos meses de su mísera existencia. No entendía nada. ¿Cómo un dios tan supuestamente bueno podía permitir no ya su sufrimiento, sino el asesinato de tantos inocentes? Recordó entonces a los niños de Flavio Clemente y Flavia Domitila. Recordó las espadas de los pretorianos atravesando sus pequeños cuerpos sorprendidos, indefensos. No había dioses para los hombres. Ni los dioses romanos ni el dios cristiano le valían. No había nada. Estéfano sintió entonces un miedo gélido y dejó de respirar.
Tanto Casperio como Norbano estaban contrariados: por un momento habían esperado mucho más de las palabras de aquel miserable, pero ciego como lo había dejado el propio Domiciano no había servido de gran cosa como relator del asesinato. Sólo se confirmaba que habían participado muchos, pero eso ya lo sabían ellos por todos los cadáveres de gladiadores muertos que habían encontrado allí mismo en el hipódromo y luego en la cámara del emperador. «Uno menos», pensaron muchos de los pretorianos allí congregados. A Norbano no le pareció mal que Estéfano hubiera encontrado el camino del Hades tan pronto, pero temió que Casperio se dejara llevar y ejecutara al resto sin sonsacarles nada más de provecho, como acababa de pasar con el ciego. Como aviso no había estado mal matar a Estéfano; eso valía para que aquellos malditos vieran que iban ya muy en serio con aquel interrogatorio, pero había que ser más lento con el resto.
—Ya habéis visto lo que le ha pasado a vuestro compañero de traición —intervino Norbano situándose entre Casperio y los tres arrestados que aún seguían vivos—. Es mejor que alguno de vosotros nos dé nombres o todos correréis la misma suerte que vuestro amigo ciego, sólo que más despacio.
En lugar de desenfundar su espada, extrajo su pugio militar y lo exhibió a la altura de los ojos de sus víctimas. Máximo, que había conseguido volver a levantarse, pareció el más impresionado de los tres y en él decidió concentrar Norbano sus esfuerzos.
—Por Marte, ¿vas a ser tú el que entre primero en el camino de la sensatez, liberto?
Pero Máximo se mantuvo callado. Norbano resopló, se dio media vuelta dándole la espalda y parecía que iba a alejarse cuando, de pronto, se giró y clavó el puñal tres veces en la pierna izquierda de Máximo. Este aulló de dolor, volvió a caer al suelo e intentó contener la hemorragia. Casperio se acercó entonces al liberto herido y le repitió la pregunta con la que se había iniciado aquel interrogatorio.
—¿Quién más está implicado, miserable? ¿Quién más participó en la muerte del emperador?
Máximo miró suplicante a Partenio y éste negó con la cabeza, momento en el que Norbano se le acercó y le golpeó en la boca del estómago, derribando así al veterano consejero de modo que no pudiera influir en la respuesta del otro liberto herido. Mientras Partenio buscaba, jadeante, acurrucado en el suelo, el aire que le faltaba, el propio Norbano ya estaba de nuevo junto al herido Máximo.
—Dinos, respóndenos y salva tu vida. Son heridas en la pierna, se pueden curar. Tenemos buenos cirujanos en los castra praetoria, los mejores, pero has de decirnos qué pasó luego, quién intervino en el asesinato.
Máximo, en su simpleza, era leal hasta el fin y sabía la frontera que la mirada de Partenio buscaba delimitar, de forma que dijo todo lo que podía decir, que era lo mismo que no decir nada.
—Fueron los gladiadores. Entraron varios y lucharon con la guardia pretoriana y con el emperador. Fueron los gladiadores. Es Marcio a quien buscáis, el mirmillo de la arena. Fue él quien atravesó el corazón del emperador.
Los dos jefes del pretorio se miraron entre sí. No estaban convencidos, pero era lo más probable: Marcio tenía madera de líder pero les dolía que fuera precisamente Marcio, uno de los dos gladiadores que se les habían escapado y al que aún no habían conseguido atrapar, el que hubiera asestado el golpe mortal al emperador. Pero en cualquier caso quedaba el asunto de saber si había habido más colaboradores en palacio. Era día de limpieza general y tanto Casperio como Norbano no querían que quedara ningún traidor sin castigo. Luego se ocuparían de buscar, encontrar y ejecutar a los dos gladiadores fugados. Daba igual dónde se escondieran: al final terminarían dando con ellos.
—Matadlo —dijo Norbano al grupo de pretorianos más próximo mientras buscaba con su mirada la confirmación de Casperio; éste asintió y al instante, varias espadas atravesaban el pecho y la espalda de un Máximo que moría pidiendo clemencia entre gemidos y aullidos que penetraron como afiladas dagas en los tímpanos de Partenio y Petronio. Hacia ellos precisamente se acercaban entonces los pasos de los jefes del pretorio.
Norbano se acercó a Petronio para hablarle muy de cerca, mientras el veterano tribuno era sujetado por varios pretorianos.
—Dime quién más estaba implicado de la guardia y te facilitaré una muerte rápida. De lo contrario te pudrirás aquí lentamente bajo el sol. Te crucificaremos con clavos. Incluso haré que venden tus heridas de las manos y los pies para que sufras una agonía más lenta.
Petronio no respondía, así que uno de los pretorianos le retorció el brazo por detrás.
—Da igual lo que diga… nunca me vais a creer… —respondió al fin Petronio.
—Redujiste la guardia aquí en el hipódromo —continuó Norbano ignorando las últimas palabras de su prisionero—. ¿Quién más de la guardia estaba en esto?
Norbano estaba convencido que debía haber más pretorianos implicados. No podía entender que sólo con haber reducido la guardia en el hipódromo hubiera sido suficiente para acabar con la vida del emperador. Tenía que haber habido más ayuda desde dentro, más allá de la cooperación de Partenio o de los otros libertos.
Petronio Segundo leía la mente de su interlocutor, juez y pronto, con toda seguridad, ejecutor. La proximidad de la muerte parecía haberle dotado de una clarividencia especial.
—No puedes creer que tan poca ayuda hubiera sido suficiente, ¿verdad? —dijo Petronio entre dientes, masticando el dolor del brazo que estaban a punto de romperle—, pero lo fue, Norbano, lo fue. Domiciano había creado demasiado odio a su alrededor… aaggh… tanto odio, al final, te alcanza… Incluso si eres un dios… te alcanza… agghh.
Norbano le estaba asfixiando a la vez que los pretorianos que le sujetaban le quebraban el brazo por detrás y el dolor se hizo irresistible. Petronio respondió escupiendo a la cara de su torturador. Norbano se quitó la saliva del tribuno con el dorso de una mano y se alejó un poco, despacio.
—¿Quién mató al emperador? —preguntó Norbano con frialdad; Casperio se situó entonces a su lado. Quería oír la respuesta. El resto de pretorianos se aproximaron formando un espeso círculo en torno al prisionero Petronio, pero el veterano tribuno, para furia de los jefes del pretorio, lanzó una sonora carcajada.
—No lo sé… no lo sé… cuando llegué ya estaba muerto y lo siento… lo siento… porque me habría encantado ver cómo atravesaban el corazón de ese loco que nos condujo a todos a la destrucción… un valiente… el asesino…un valiente… ahora todos vamos hacia la desaparición… mientras os divertís conmigo… —le costaba hablar con el brazo roto y tras la asfixia de Norbano pero seguía, seguía, las palabras era lo único que tenía para atormentarles a todos—, las fronteras… las fronteras… desatendidas… sin suficientes recursos… los bárbaros se echarán sobre nosotros… pronto tendréis que luchar contra enemigos de verdad… un día no muy lejano seréis vosotros los torturados por enemigos del norte, de Oriente, de todas partes… sólo siento no estar aquí para verlo… ah.
Calló al recibir un puñetazo de Norbano en el bajo vientre. Luego éste se volvió hacia Casperio.
—Dice la verdad. Petronio es un traidor, pero no miente. No es de esa clase. Llegó cuando todo había pasado ya. Eso es conforme con lo que nos han contado los otros pretorianos. Sólo nos queda el viejo. —Y señaló a Partenio que les miraba completamente aterrado.
—Tú lo organizaste todo, ¿verdad? Hablaste con Petronio, sedujiste al resto de libertos, contrataste a los gladiadores, gladiadores que encontraremos pronto y ejecutaremos después de torturarlos adecuadamente, por largo tiempo. Tú lo hiciste todo. Dime sólo una cosa: ¿por qué? ¿Por qué asesinar a quien te daba la vida, a quien te mantenía, a tu jefe supremo?
Norbano terminó su retahila de preguntas con un par de puñetazos en el estómago del viejo que le hicieron perder la respiración primero y luego vomitar. Casperio y él esperaron entonces un rato, mientras el viejo consejero se recuperaba.
Partenio se embarcó en la absurda actividad de hablar con sus captores. Como a Petronio, cualquier cosa le era buena si le valía para distraerse del dolor que le atenazaba por el estómago.
—Domiciano estaba loco. En poco tiempo habría terminado con todos, sí, con todos. Con vosotros también. Cada día… cada día, su lista de sospechosos era mayor… no tenía límite… no habría habido descanso hasta que hubiera asesinado a todos… a todos… y el Imperio se deshace…
—No más palabras sobre el Imperio, imbécil —le interrumpió Norbano—; eres al que más ganas le tengo, por Marte que es así. Contigo vamos a hacer cosas especiales, a no ser que me aclares lo que vengo preguntando a los demás: me da igual ya el por qué, sólo quiero saber quién, ¿quién? ¿Me oyes? ¿Quién fue el hombre que apuñaló al emperador por la espalda? ¿Quién? ¡Por todos los dioses, Partenio! ¡Tú estuviste allí, en la cámara imperial y no estás ciego, no lo estabas entonces y no lo estás ahora! ¿Fue ese miserable de Marcio? ¡Tú sabes quién asesinó al emperador! ¡Y nos lo vas a decir, por todos los dioses que nos lo vas a decir!
Pero Partenio negó con la cabeza al tiempo que se permitió una pequeña mueca a modo de sonrisa. Era su última gran victoria: toda vez que Máximo había sido ejecutado, sólo él y los gladiadores sabían que la emperatriz era la que había sido la mano ejecutora de la muerte del emperador; sin embargo, aquel pretoriano seguía buscando un hombre, un hombre… pero no hablaría, no hablaría; no importaba lo que le hiciesen ni el grado de dolor en el que le sumieran. No hablaría. Los gladiadores cuidarían de sí mismos: o escapaban o morirían luchando. Eran profesionales. Sabían lo que les esperaba en manos de los pretorianos si eran cazados y no permitirían que eso ocurriera. Lucharían hasta morir, como hacían en la arena. Bien entrenados. Cumplirían con su parte hasta el final. Lamentó por un instante no haberles podido pagar. Se habían ganado su oro. Se lo habían ganado.
Le cogieron por detrás y le empezaron a retorcer un brazo como habían hecho antes con Petronio Segundo. El dolor era insufrible. Petronio, como había admitido, no sabía nada de lo que pasó en la cámara imperial. Máximo había muerto. Allí sólo quedaba él, Partenio, para desvelar el nombre de la asesina, ¿asesina? Su mente viajaba en silencio bajo las miradas confusas de los jefes del pretorio que debían de estar calculando cómo seguir torturándole sin matarle aún. ¿Era realmente asesinato lo que había hecho la emperatriz? Un golpe en la cara propinado por el puño de Norbano le devolvió a su entorno inmediato.
—Te vamos a hacer mucho daño, consejero imperial, mucho daño.
Volvió a pegarle un nuevo puñetazo. Mientras Partenio, aturdido, escupía un diente e intentaba recuperarse, Norbano y Casperio aprovecharon para hablar entre ellos en susurros inaudibles para el resto de los presentes en aquel cónclave de venganza y terror, una lenta prolongación del poder de Domiciano que allí, en el corazón del palacio imperial, parecía aún regir los designios del Imperio desde las profundidades del Hades.
Petronio Segundo, aún fuertemente sujeto por sus captores, contenía el dolor de su brazo roto en su dignidad de soldado, de militar disciplinado dispuesto a resistirlo todo. Partenio, por su parte, escupido el diente, empezaba a poder respirar con regularidad de nuevo. Norbano y Casperio se miraron fijamente un segundo después de haberse hablado en voz baja y se separaron. Cada uno tenía delimitados sus objetivos: Petronio Segundo, si no había visto nada de nada les valía ya. Si acaso sólo les servía para infundir aún más temor en el viejo consejero que era en quien debían centrarse ahora. En eso habían coincidido los dos jefes del pretorio con rapidez. Norbano se dirigió entonces a Partenio una vez más.
—Sí, consejero, te vamos a hacer mucho daño, pero antes quiero que veas algo.
Partenio miraba hacia el suelo, pero Norbano le cogió del pelo y tiró de su cabeza hacia atrás, de forma que el viejo consejero se quedó encarando a Petronio Segundo. En ese momento Casperio desenfundó su spatha por enésima vez aquella mañana y la clavó en el vientre de Petronio. Este rugió su muerte en un estertor lento. Casperio se recreó en retorcer la espada cuanto pudo al extraerla de su víctima. Los pretorianos dejaron de sujetar a su antiguo superior y Petronio Segundo cayó derrumbado, de rodillas primero y luego de bruces, hasta dar con su rostro en la tierra del hipódromo de la gran Domus Flavia. Norbano se acercó una vez más a Partenio y le habló al oído, con sorna, como si todo aquello le empezara a divertir.
—Petronio, a fin de cuentas, era uno de nosotros. Por eso no nos hemos ensañado con él, pero a ti te va a doler mucho lo que te vamos a hacer. A ti, consejero, no te tenemos ningún respeto. Petronio fue uno de nosotros hasta que tú le corrompiste con tus palabras. Ahora vamos a disfrutar destrozando tu cuerpo. A ti te vamos a crucificar, en el suelo, y con clavos. A ti te lo vamos a hacer de verdad.
Partenio guardó silencio. No por valentía, sino por puro terror.
Casperio y Norbano hicieron venir a un médico, pero en lugar de que éste se empleara en salvar la vida de nadie, le ordenaron que usara sus herramientas de sanar para crear dolor. Primero tumbaron al consejero desplegando bien sus brazos y piernas. A continuación le sujetaron cada extremidad y atravesaron los huesos de cada mano y cada pie con un fuerte clavo de hierro. Los pretorianos disponían de todo lo necesario. Llevaban meses preparando aquello y habían traído todo lo preciso desde los castra praetoria. La idea inicial había sido la de crucificar a todos los apresados, pero luego se habían dejado llevar por la pasión del momento. Ahora, muertos los libertos de Partenio y el propio Petronio Segundo, sólo les quedaba Partenio. Era el momento indicado para retomar el plan inicial. Eso habían acordado entre susurros Norbano y Casperio. Ambos ordenaron que, mientras se crucificaba a Partenio, se les trajeran dos sellae y algo de comida y bebida. Tanto torturar y matar abría el apetito y parecía que la tozudez de Partenio, de aquel maldito viejo, podía alargar todo aquello de forma absurda, innecesaria, pero daba igual. Si habían esperado tantos meses hasta rebelarse y arrestarle, no importaba que pasaran unas horas más.
El médico se puso a trabajar de inmediato. No disfrutaba con lo que hacía, pero ya estaba acostumbrado a ello en los interrogatorios que había presenciado en los castra praetoria cada vez que se enviaba allí a algún acusado en una conspiración contra el emperador Domiciano. Si se negaba sería él el torturado. Había sentido asco las primeras veces. Luego, uno se acostumbra a todo. Fue metódico: arrancó primero las uñas de las manos. Partenio se retorcía de dolor, pero si se movía hacía aún más grandes las heridas de los clavos en sus manos y pies. Hiciera lo que hiciera sufría, sufría, sufría horriblemente. Terminadas de arrancar todas las uñas de las manos, el médico repitió la operación con las de los pies. Los gritos de Partenio eran casi ensordecedores.
Norbano y Casperio asistían serios al espectáculo. ¿Cómo era posible que un viejo pudiera gritar tanto? A sus espaldas oyeron cómo algunos de sus soldados empezaban a cruzar apuestas sobre si el viejo resistiría todo lo que iban a hacerle o no. Norbano, exasperado, suspiró. Todo aquello no conducía a ningún sitio, más allá de apaciguar las ansias de sangre que los pretorianos tenían, pero a cada momento, Norbano veía que no iban a sonsacar nunca el nombre del hombre que apuñaló al emperador: Petronio no lo sabía y Partenio, viejo y débil y aterrado como estaba, parecía obstinado en no desvelarlo y poner fin así a todo aquel sufrimiento. Quizá Partenio pensaba que seguirían con la tortura incluso si les daba esa información. Norbano se levantó como un rayo y se volvió a agachar, de cuclillas, junto al rostro de un consejero imperial cuya mirada estaba perdida en el cielo azul que sobrevolaba el hipódromo imperial.
—Dime tan sólo quién empuñó el puñal que acabó con la vida del emperador y todo esto terminará en seguida. Si fue Marcio, como decía tu liberto, sólo has de confirmarlo. Si fue otro, únicamente has de decirme su nombre. No tienes por qué sufrir de esta forma, Partenio. Puedes terminar con esto con sólo pronunciar un nombre. Sólo el nombre de un hombre y ya está.
Pero Partenio negó con la cabeza mientras cerraba los ojos e intentaba olvidarse de todo el dolor que entraba en su maltrecho cuerpo por manos y pies y dedos y ahora laceraciones que le hacían por los costados. Era su última victoria, su última victoria… Que nadie supiera, sobre todo que todos aquellos cobardes nunca supieran quién había asestado el golpe definitivo… no tenía nada más que llevarse de aquel mundo… nada más… y se concentró en resistir…
Norbano frunció el ceño y apretó los labios con fuerza. No entendía por qué Partenio no se limitaba a confirmar que fue Marcio. Esa resistencia por parte del consejero era lo que aún alimentaba las dudas en la mente de Norbano. El jefe del pretorio miró entonces al médico y señaló debajo del vientre del prisionero. El médico asintió y con un cuchillo especialmente afilado cortó la túnica y la ropa íntima que cubría el pene y los testículos del viejo consejero imperial.
—Hazlo despacio —dijo Norbano al médico y luego, mirando de nuevo a Partenio añadió—: Esto te va a doler, viejo, te va a doler como no has sentido el dolor en tu vida.
Vio que el médico empezaba la operación de castración con la parsimonia exigida y el anciano soltó un alarido brutal y abrió los ojos y deslumbró a Norbano con la mirada de terror más aguda que hubiera visto el jefe del pretorio en toda su existencia; iban por el buen camino, por el buen camino; por fin habían encontrado el punto de dolor más allá del cual aquel viejo ya no controlaría su voluntad. Todos tienen ese punto; es cuestión de paciencia encontrarlo.
—Dime, Partenio, dime y todo esto terminará: ¿quién mató al emperador Tito Flavio Domiciano? ¿Fue Marcio?
—Aaaagggghhhh —aulló Partenio, sacudiendo la cabeza de un lado a otro, resistiendo al máximo pero sintiendo que el dolor tenía niveles insospechados y que estaba cruzando fronteras impensables para él y que no podía más, no podía más… el médico había cercenado uno de los testículos. Norbano fue preciso.
—Pónselo en la boca y repite la operación con el otro y se lo pones en la boca también. Si no va hablar que se atragante con pedazos de su propio cuerpo y que se ahogue en su propia sangre.
Y algo hastiado, se levantó mientras observaba cómo el médico obedecía, repetía la operación, cortaba, extraía y luego ponía el segundo de los testículos de Partenio en la boca del miserable consejero imperial. Aquel viejo no iba a resistir mucho más. Había perdido ya demasiada sangre. Era raro que no hubiera perdido el conocimiento, aunque si eso ocurría pararían la tortura hasta reanimarlo con agua, a golpes o como si fuera. No tenía sentido torturar si no se siente el dolor. Pero el consejero imperial lo percibía todo, todo, todo… cada corte, cada nervio rasgado, cada gota de sangre que emergía confusa y atolondrada y aterrada de su ser.
Partenio ya no puede más. Siente que su cuerpo está partido en pedazos, trozeado, destrozado y el dolor… el dolor penetra en sus entrañas por todas partes, por todos los rincones, por lugares desconocidos y el sufrimiento le conduce a un lugar ignoto, insospechado, donde ya no hay virtud ni moral ni bien ni mal ni tan siquiera el ansia de una victoria absurda, sino sólo el anhelo infinito por terminar con todo, donde ya no se distinguen ni siquiera las voluntades del pasado, aquellos motivos que le hicieron hacer lo que hizo; donde ya no quedan lealtades ni pasión ni esperanza sino un lugar donde sólo habita el dolor más absoluto en estado puro y perenne y de donde sólo se quiere salir, salir de allí incluso si la única salida es la muerte y si para que te abran esa puerta hace falta decir cosas que sólo hacía un instante parecían importantes. De pronto ya nada tiene ese interés, esa imagen de necesidad, todo se ha borrado y sólo queda sufrir y sufrir aún más o entregar la respuesta a aquella pregunta que se oye, distorsionada por el propio dolor, como si la preguntara un dios lejano desde el inmenso cielo: «¿Quién mató al emperador? ¿Quién mató al emperador?» Y Partenio abre los ojos y ve la imagen de una frente arrugada de alguien, y recuerda al jefe del pretorio, Norbano, al que odia, al que odia, pero es la única salida y Partenio asiente y aún con la boca henchida de sus partes íntimas pronuncia el nombre de la emperatriz de Roma: Domicia Longina Augusta, Domicia Longina Augusta. Partenio ve cómo Norbano abre bien los ojos y frunce el ceño aún más y el viejo consejero repite desde los más hondo de su dolor, una y otra vez, hasta que el nombre de la emperatriz resuena alto y claro en todos los vértices de su mente: Domicia Augusta, Augusta, Augusta… y de pronto todo termina y la faz del pretoriano se aleja, se difumina, se deshace y junto con él el propio dolor se desvanece como en un sueño largo y lento y todo queda en nada.
Sed milites neglecto principe requisitos Petronium uno ictu, Parthenium vero demptis prius genitalibus et in os coniectis ingulavere.
[Pero los pretorianos, ignorando al emperador (Nerva), asesinaron a todos los que apresaron, a Petronio de un único golpe, pero a Partenio sólo después de haberle cortado los genitales y habérselos puesto en su boca.]
AURELIO VÍCTOR,
epítome de De Caesaribus, 12, 8.