LA ESCUELA DE GLADIADORES
Escuela de gladiadores junto al Circo, Roma
Finales de octubre de 69 d. C.
El lanista vio a uno de los provocatores, que hacía la guardia en lo alto del muro que daba a la avenida del circo Máximo, riendo de forma estúpida. Era una carcajada exagerada que dejaba bien claro que aquel gladiador estaba en aquel centro de adiestramiento por su agilidad y buenos reflejos, pero no por su capacidad mental. El lanista nunca había esperado gran cosa de él, pero en las actuales circunstancias un guerrero bien adiestrado, tonto o no, siempre que obedeciera las órdenes, era algo preciado. En todo caso, como el preparador de gladiadores dudaba del criterio de aquel centinela, ascendió a lo alto del muro para ver qué era lo que hacía reír tanto a aquel provocator. Fijó sus ojos en el fondo de la calle, donde empezaban las arcadas del circo Máximo. Allí, dos niños pequeños, de entre siete a ocho años, quizá más o quizá menos —era difícil precisar la edad de un niño mendigo porque la malnutrición, con frecuencia, les hacía crecer menos de lo que les correspondía—, intentaban zafarse de media docena de legionarios vitelianos. Durante las últimas semanas, desde la muerte de Otón, las tropas de Vitelio, el nuevo emperador, campaban a sus anchas por las calles de Roma cometiendo todo tipo de tropelías y desmanes sin que nadie, ni el Senado ni Sabino, el prefecto de la ciudad —recluido en el pequeño sector de la urbe que controlaba con los pocos legionarios de las cohortes urbanae que no habían desertado—, ni ninguna otra autoridad hubieran encontrado la forma de poner coto a semejante indisciplina. Por otro lado, todos los rumores apuntaban a que el tiempo de Vitelio como emperador de Roma se agotaba: parecía ser que las legiones de Egipto habían aclamado a Vespasiano emperador en Alejandría y era evidente que muchos senadores, aunque no se hubieran atrevido aún por miedo a los nuevos pretorianos y al resto de los legionarios de Vitelio, veían con buenos ojos a Vespasiano, que estaba imponiendo orden y gobierno por todo Oriente.
Los niños seguían intentando escapar, pero les estaban rodeando. El lanista contemplaba la escena mientras seguía repasando en su mente los últimos acontecimientos en Roma: parecía que las legiones de Vitelio habían sido derrotadas por los enviados de Vespasiano, al norte de Italia, en Bediacrum; una vez más, allí donde Vitelio derrotara a Otón, ahora las legiones de Vespasiano le derrotaban a él. Una derrota brutal. El propio Vitelio había considerado abdicar, pero ni los pretorianos ni sus oficiales se lo permitieron. Ser amos de Roma era algo muy jugoso como para ceder a la primera derrota, no importaba lo grande que ésta fuera. Además tenía a Sabino, el prefecto de la ciudad, hermano de Vespasiano, y a Domiciano, hijo de éste, rodeados en el centro de la urbe como posibles rehenes para negociar. El primero seguía atrincherado con parte de las cohortes urbanae y decenas de familiares y amigos en la colina del Palatino. El segundo, Domiciano, estaba bajo arresto domiciliario en algún lugar oculto en Roma. Era todo lo que tenía Vitelio para negociar, pero podía ser mucho. El conflicto podía alargarse durante meses aún.
Entretanto, las violaciones de mujeres y niños, los robos y los saqueos estaban a la orden día. La escuela de gladiadores había sufrido un tímido intento de saqueo, pero sus treinta gladiadores habían puesto con facilidad en fuga a la docena de desquiciados legionarios que habían osado atacarles. Desde entonces, la escuela había gozado de un mes de paz en medio de los disturbios y crímenes que les rodeaban por todas partes. La política de no intervención en aquella casi ya eterna lucha por el control de Roma, promovida por el lanista y acatada por sus hombres, había hecho que la escuela de gladiadores, para fortuna de todos ellos, hubiera quedado en el olvido por parte de todas las autoridades de la ciudad, y allí, por tanto tiempo como fuera necesario, en ese maravilloso olvido, deseaba el lanista que siguiera su colegio de lucha. Observando con atención la escena que se desarrollabajunto a los muros del circo Máximo, el preparador de gladiadores no tuvo mucha dificultad en adivinar el propósito de aquella media docena de legionarios ávidos de satisfacer su lujuria con cualquier cosa joven y tierna. Aquellos niños que intentaban escapar a su acoso les valían tanto como una lozana mujer. Seguramente, una vez consumadas las violaciones, si los niños aún seguían vivos, algo que no era probable si debían satisfacer a los seis legionarios, los rematarían. Los vitelianos se caracterizaban por no dejar testigos de su brutalidad. En eso era en lo único que el lanista les admiraba: no dejar testigos siempre era inteligente, y lo único que diferenciaba a esas bestias de los animales. No era mucho. Pero, de pronto, la escena que estaba observando el lanista, el provocator, y ya una docena de los gladiadores de la escuela que habían ascendido al muro al ver que su jefe se había interesado por lo que ocurría en el exterior, empezó a evolucionar de forma extraña. Uno de los niños, en lugar de intentar huir, se detuvo y esgrimió lo que debía de ser un pequeño puñal que, eso sí, en sus pequeñas manos parecía un auténtico gladio. Los legionarios también se vieron sorprendidos por aquel gesto. Dos de ellos ya habían atrapado al otro niño y estaban empezando a desnudarlo, aunque era difícil, ya que se agitaba entre sus brazos como un jabalí que se niega a ser apresado.
—¡Dejadle, malditos, dejadle u os juro que os mato a todos! —exclamó el niño que esgrimía el puñal con un aplomo en su voz que no pudo sino captar la atención del lanista y del resto de gladiadores, quienes contemplaban la escena como único público, pues todas las ventanas y puertas de la avenida estaban, como era lógico en esos días y en especial cuando se oían gritos, completamente cerradas.
Los vitelianos, no obstante, no pudieron evitar echarse a reír, excepto los dos que luchaban con el niño que ya habían atrapado, fastidiados porque no se dejaba desnudar. Uno de ellos le golpeó en la cara y el niño quedó medio inconsciente, ya más quieto sobre el suelo de la calle. Se volvieron entonces a mirar al otro pequeño que intentaba defenderse y, al ver aquella triste figura diminuta, que les llegaba sólo a la cintura, exhibiendo aquella daga mellada, se unieron a las risas del resto de compañeros.
Los seis vitelianos se distribuyeron alrededor del niño del puñal y fueron rodeándole sin dejar de reír. Cuando el pequeño hacía un movimiento rápido hacia delante con el puñal apuntando al vientre de sus enemigos, éstos, fingiendo miedo de forma exagerada, se iban hacia atrás sin dejar de reír.
—No tiene ninguna posibilidad —dijo Spurius, un sagittarius, el más veterano de los gladiadores, al lanista. Aquél, al contrario que el provocator, había mostrado en su larga carrera en el circo y en los anfiteatros de la ciudad que era un hombre con sentido común.
—No, no la tiene —confirmó el lanista.
Pero aún no había terminado del todo la frase cuando el niño se lanzó como un poseso contra uno de los legionarios y le asestó tres puñaladas certeras y rápidas en el bajo vientre. Veloz, antes de que el resto de legionarios pudiera reaccionar, se volvió a situar en el centro y defendió su posición girándose rápidamente a un lado y a otro y esgrimiendo el puñal, que no dejaba de gotear sangre roja de su primer enemigo herido. Este, de rodillas, intentaba evitar que los intestinos se le escaparan por el vientre rasgado y mantenía sus manos apretando la piel cortada, en un vano intento por preservar una vida que se le escapaba por momentos.
—¡Me ha herido! ¡Por Marte, me ha herido!
El lanista sacudió la cabeza, decepcionado por la incapacidad del legionario de reconocer cuándo una herida era mortal.
—Le ha matado —precisó en tono profesional para que todos sus gladiadores aprovecharan aquella circunstancia para aprender algo útil, esto es, aquellos que no lo sabían, como el provocator que, pese a su simpleza, cosa curiosa, había dejado de reír al ver el sorprendente ataque del muchacho.
—Desenfundan —dijo el sagittarius.
Y así era. Los cinco legionarios que quedaban en pie también habían dejado de reír y desenvainaban sus gladii. Luego se entretendrían violando al otro niño, pero a éste que estaba en el centro iban a trocearlo en pedazos tan pequeñitos que no lo reconocería ni su propia madre. El niño detuvo un par de fuertes golpes con su pequeña daga, pero en el tercero el puñal salió despedido por los aires y quedó fuera de su alcance. El fin estaba cerca cuando, una vez más por sorpresa, uno de los legionarios empezó a soltar terribles alaridos, distrayendo a sus cuatro compañeros que se volvieron para mirarle. El niño que habían dado por inconsciente se había recuperado y, en lugar de huir aprovechando las circunstancias, se había lanzado como un loco para ayudar a su compañero. Como no tenía arma alguna, se había arrojado al gemelo sin greba de uno de los legionarios para morder con toda la rabia que da la desesperación y arrancarle un pedazo de carne. Luego, gateando, se alejó para evitar los golpes torpes del gladio de su presa que, atenazada por el dolor, era incapaz de asestar golpes certeros contra aquella pequeña e inesperada fiera.
—¡Matadlos a los dos! ¡Matadlos a los dos! —dijo el legionario, que veía ya todas sus tripas desparramadas por el suelo mientras caía de bruces sobre aquella polvorienta calle de Roma.
Entretanto, el niño que había perdido el puñal, aprovechando la distracción generada por su compañero, cogió el gladio del legionario que acababa de morir, terriblemente pesado en sus pequeños brazos, y se lanzó a la carrera para asestar un golpe a la espalda de uno de los vitelianos. La inexperiencia del crío le jugó una mala pasada, pues la lorica segmentata del legionario hizo que el golpe, ya de escasa fuerza de por sí, resultara inútil, y el niño perdió la oportunidad de sorprender de nuevo a unos legionarios cada vez más furiosos.
—¡Vosotros dos, a por ése! —dijo el que parecía más veterano, señalando al que acababa de atacar mordiendo. A continuación, señalando al otro niño que retrocedía con el gladio en sus manos, añadió mirando a sus otros dos compañeros—: ¡Y nosotros tres nos encargaremos de éste!
—Ahora van en serio —dijo el sagittarius desde lo alto del muro—. Ya no habrá más sorpresas. Es una pena. Hacía mucho tiempo que no veía tanto valor en nadie.
El lanista asintió en silencio, mientras veía cómo los dos niños se situaban frente a sus atacantes en un intento desesperado por plantarles cara de nuevo. Como decía el sagittarius, ahora ya no se trataba de una pelea, pues el factor sorpresa del valor de los crios se había perdido: estaban ante una ejecución. Cayo tampoco había visto una exhibición de valor como aquélla en mucho tiempo, y no sólo eso: no había visto unos reflejos como los de aquel niño, que había sido capaz de asestar tres puñaladas en el vientre de un enemigo antes de que éste pudiera reaccionar. No, eso no lo había visto nunca. Una puñalada rápida sí, dos, puede, pero tres tan rápidas, tan certeras, no podían ser sólo fruto de la casualidad. El lanista miró a su derecha: junto a él estaban los tres sagittarii de la escuela; el más veterano, que desde el principio se había referido con admiración al valor de aquellos niños, y los otros dos más jóvenes; siempre previsores en aquellos meses de tumulto continuo, los tres experimentados arqueros llevaban sus arcos y carcasas con flechas. El lanista apretó los labios. El destino de los niños no tenía por qué estar decidido. Su valor merecía una oportunidad. Este, además, podía suponer, convenientemente adiestrado, mucho dinero. Mucho. Aquél era uno de esos pocos momentos en la vida en que honor y negocio podían ir de la mano.
—Tomad los arcos y apuntad bien —ordenó el lanista con decisión. Los sagittarii no perdieron el tiempo en preguntas estúpidas. Todos en aquel muro estaban con los niños. Un gladiador, del tipo que sea, siempre admira a un buen luchador y siempre está en contra de un combate injusto. Seis legionarios, bueno, ya cinco, contra dos niños, era del todo absurdo, desproporcionado: en el circo o en un anfiteatro el público abuchearía al editor que hubiera diseñado un combate así. Los sagittarii, con la destreza del entrenamiento diario, cargaron sus arcos y apuntaron rápidamente contra sus objetivos. No tenían que hablar entre sí. Cada uno apuntaría al legionario que le correspondía según su posición: el arquero más a la derecha al legionario más a la derecha, el arquero del centro a uno de los legionarios del centro y el sagittarius de la izquierda al viteliano más a la izquierda. Esa capacidad para enfrentarse a varios enemigos sin tener que hablar entre ellos les había salvado la vida más de una vez en la arena. Aún estaba mirándoles el lanista cuando las tres primeras flechas partieron, silbando la muerte que transportaban con velocidad y furia incontestable. Los sagittarii apuntaron a las cabezas de los legionarios, porque si bien los soldados llevaban sus lorica segmentata para protegerse pecho y espalda, iban, no obstante, sin casco. Un grave error aquella mañana. Las tres flechas reventaron los cráneos de sus objetivos, como si cada legionario fuera golpeado por una maza invisible. Las sagittarii podían alcanzar objetivos hasta a doscientos pasos, y aquellos hombres estaban sólo a cien. Era sencillo. Los dos legionarios que quedaban en pie se giraron hacia el muro desde el que intuían que habían partido las flechas.
—Disparad de nuevo —dijo el lanista—; nosotros tampoco vamos a dejar testigos. Y los arqueros estaban ya apuntando cuando los niños se revolvieron desde atrás y, uno con el gladio y el otro de nuevo a mordiscos, se lanzaron contra las piernas de los dos legionarios que aún estaban en pie y los hirieron de nuevo, confundiéndose en una maraña de brazos y piernas en donde resultaba difícil ver dónde empezaban los niños y dónde los legionarios.
—¡Esperad, esperad! —ordenó el lanista, y los sagittarii, con los arcos cargados, permanecieron como estatuas inmóviles a la espera de una nueva orden. Al fin los niños se zafaron de los legionarios, que, una vez más, habían sido heridos, esta vez en las piernas, pero éstos no tuvieron mucho tiempo de plantearse si las heridas eran graves o no, porque sendas flechas les atravesaron la cabeza de parte a parte, en un caso entrando por una oreja y asomando la punta por la otra y, en otro, atravesando el cogote y sobresaliendo la punta por una boca perpleja y ensangrentada. Mientras los hombres caían, los niños gatearon dejando un reguero de sangre propia, pues, en el último ataque, los dos legionarios que acababan de morir habían herido en el cuello a uno, y en un brazo al otro. Querían correr, pero, de forma extraña, uno de los legionarios abatidos por las últimas flechas cayó sobre las piernas del niño que luchó con el puñal y el gladio y éste quedó atrapado. El otro crío tiraba de él para liberarlo del peso de aquel viteliano muerto, pero era como cuando un jinete queda con una pierna atrapada bajo el peso de su caballo abatido por el enemigo. De pronto, los dos niños levantaron la vista y se vieron rodeados por una docena de guerreros ataviados con las más terribles armaduras y luciendo armas, corazas y escudos de todo tipo. Contra todos ellos no podían, no podían. Los guerreros dejaron un pasillo y apareció un hombre maduro que se agachó junto a ellos. Parecía su jefe.
—Soy el lanista, preparador de gladiadores, y éstos son mis hombres. Venid a mi escuela y allí os curarán. Si hacéis cualquier movimiento extraño mis arqueros os matarán. —Señaló hacia el muro de la escuela de lucha.
Los niños se miraron un instante, luego se volvieron hacia aquel jefe de luchadores o lo que fuera y asintieron varias veces hasta que el que estaba trabado por el cadáver del legionario muerto reunió suficiente saliva como para poder hablar.
—Estoy atrapado —dijo el niño señalando su pierna.
—Todos lo estamos, muchacho —dijo el lanista mientras miraba a un secutar, que de inmediato se agachó para levantar junto a otro gladiador a aquel legionario muerto y así liberar al niño—. Todos lo estamos, muchacho —repitió el lanista—, todos estamos atrapados en esta Roma de locos.