LA SENTENCIA DE TRAJANO
Aquincum [42], Panonia, febrero de 95 d. C.
Aquincum era una ciudad de frontera, fundada sólo hacía seis años para proteger la provincia de Panonia de los ataques bárbaros de los pueblos al norte del Danubio. Allí, los días eran un torbellino constante de esfuerzos, por eso el final de los mismos era especialmente apreciado por el legatus al mando. Para Trajano, la cena era un momento tranquilo después de una dura jornada en que no había dejado de supervisar los puestos de guardia próximos a la orilla del Danubio y los constantes trabajos de fortificación de aquellas zonas donde los dacios o los sármatas u otros pueblos aliados podrían encontrar menos dificultad en cruzar el río. Luego, además, había tenido que leer, como tantos otros días, los informes de diferentes oficiales, del quaestor de cada legión y examinar siempre los mapas que los exploradores traían del otro lado del río.
Trajano estaba seguro de que o bien los catos en Germania o los dacios y los sármatas en el Danubio volverían a atacar. Era cuestión de tiempo. El emperador se ocultaba en una Roma que hervía en la sangre de decenas de ejecuciones sumarísimas mientras las fronteras quedaban mal provisionadas, con escasos suministros, y los bárbaros olían la debilidad igual que los perros huelen el miedo en los hombres. Por eso, después de un largo día, Trajano, arropado por sus pensamientos, y con Lucio Quieto como toda compañía —pues su esposa Plotina había preferido las comodidades y el mejor clima de su Nemausus natal a la lluviosa y fría Panonia—, se reclinaba en un sencillo triclinium dispuesto a tomar despacio una cena no demasiado lujosa pero sí rica en carnes de caza, pescado del río, pan fresco y vino de razonable calidad. A ambos les gustaba partir el pan y mojar con ahínco en la salsa espesa del cocido de carne de jabalí que tenían ante sus ojos, hablar de viejas campañas y, con frecuencia, recordar al desterrado Manió, al que tanto echaban de menos, en especial, Trajano. Y en esa conversación estaban cuando Longino, que debía estar revisando las fortificaciones del sur de la provincia y no interrumpiendo su cena, irrumpió en el comedor porticado del gobernador legatus de Panonia. Era evidente que había venido con prisa y se detuvo frente a Trajano mientras intentaba recuperar el resuello. Quieto, que antes de cenar acostumbraba a beber un vaso de vino, dejó la copa en la mesa que tenía delante y Trajano, que sostenía su primer buen pedazo de pan untado en la salsa de la carne, se quedó con el bocado en el aire. Dos esclavos miraban atentos la mano del gobernador que se dirigía hacia su boca pero que, ante la inesperada entrada de Longino, volvía a descender despacio hacia el plato. El legatus hispano, entretenido en la conversación con Quieto, aún no había empezado a comer. Aún no. Trajano no dijo nada pero miró fijamente a Longino y sus ojos lo preguntaban todo.
—Lo siento, por todos los dioses, siento molestar —empezó Longino—, pero acaba de llegarme un mensaje de Roma.
—¿Un mensaje sobre qué y de quién? —preguntó Trajano volviendo a acercarse el trozo de pan a su boca. Pero como continuó hablando siguió sin comer—. Por Hércules, échate en este triclinium—señaló a su derecha—y cena conmigo.
Longino se mantuvo de pie y soltó su mensaje.
—Manió Acilio ha muerto; el mensaje es de tu padre.
El pedazo de pan con salsa que estaba rozando ya los labios de Trajano volvió a quedar inmóvil en el aire ante su entreabierta boca. La mano, una vez más, volvió a descender despacio hacia el plato con la comida entre los dedos grasientos. Los dos esclavos seguían atentos a aquel subir y bajar de aquella mano, aunque ni Trajano ni Longino se habían percatado de ello.
—¿Cómo ha sido? —preguntó Trajano sin soltar la comida; su mente no estaba en lo que hacía o dejaba de hacer con las manos, sino centrada, aturdida por la muerte de un gran amigo. Una muerte que le mordía por dentro.
—La versión oficial es que cayó enfermo de unas fiebres, pero tu padre, aunque no lo dice claramente, da a entender que quizá haya sido envenenado.
Trajano se quedó completamente inmóvil salvo por su pecho, que oscilaba muy levemente por la respiración, y por el parpadeo de unos ojos que fueron moviéndose para focalizar sus pupilas no ya en el rostro de Longino sino en el pedazo de pan que aún sostenía en su mano derecha. Aquella salsa, como tantas otras noches, tenía un aspecto suculento, sabroso, apetecible.
—¿Por qué no he recibido yo el mensaje? —inquirió Trajano, manteniendo el semblante impasible. Intuía que le observaban, sentía los ojos de Domiciano clavados sobre él desde la distancia. Longino había meditado, durante su rápido viaje, sobre el motivo por el cual era a él y no a Trajano a quien se había enviado aquel mensaje. Y lo tenía muy claro.
—Creo que tu padre no está seguro de que el correo que recibe el legatus de Panonia esté exento de ser intervenido. Estoy convencido de que ha pensado que dirigiéndose a mí había muchas más posibilidades de que recibieras el mensaje.
Marco Ulpio Trajano asintió una vez y, muy muy despacio, giró su cabeza para mirar a un lado y a otro a cada uno de los dos esclavos que le habían servido aquella cena. Los vio sudar, y si había algo claro en aquel lugar era que en Panonia, en febrero, nunca hacía calor. La mano de Trajano se acercó de nuevo al plato del cocido de carne y, por fin, con la atención ahora sí puesta en lo que hacía con ella, dejó el pan mojado en salsa junto con el resto de comida. Mantuvo su mirada entonces fija en Longino, que asentía, y pidió agua para lavarse. Uno de los dos esclavos tomó una bacinilla con agua fresca y se acercó al legatus sosteniendo el recipiente para que Trajano pudiera enjuagarse los dedos aceitosos y quitarse la grasa. El pulso del esclavo no era firme y el agua limpia se movía en el interior de la bacinilla como si fuera un líquido nervioso, asustadizo. Trajano hundió sus dedos sucios en el agua y ésta se tiñó del rojo oscuro de aquella salsa de apariencia tan sabrosa mientras miraba a los ojos huidizos de aquel esclavo que no dejaba de sudar. Manió estaba muerto. Muerto. Trajano seguía conteniéndose. Estaba seguro que alguien comunicaría al emperador cualquier gesto, cualquier palabra que dijera en ese momento. Una vez que la mano de Trajano quedó limpia, el esclavo le dio un paño blanco y esperó a que el legatus se secara bien; luego tomó de nuevo el paño ya sucio que le devolvía su amo y se retiró rápidamente a la esquina de la que había venido.
Marco Ulpio Trajano inspiró aire profundamente y lo espiró a continuación con lentitud. Se levantó y se dirigió hacia la puerta de salida. Longino le seguía.
—¿Adonde vamos? —preguntó Longino algo confuso.
—A cenar —respondió Trajano de forma resuelta—. No tengo hambre, pero no podemos dejar de comer. Alguien en Roma tiene que saber que Trajano seguirá cenando todos los días.
Los tres, Trajano, Longino y Quieto, salieron del praetoriurn seguidos de cerca por una docena de legionarios de la guardia personal del legatus y cruzaron por delante de los barracones de los tribunos, centuriones, decuriones y otros oficiales de la legión. Longino, algo confuso aún por las palabras de Trajano, pensó que sería allí donde su amigo tenía pensado dirigirse, pero el legatus del emperador en Panonia no detuvo su marcha allí, sino que prosiguió con paso firme hasta llegar a las tiendas de la novena cohorte, allí donde estaban los legionarios menos experimentados del ejército de aquella provincia y, en consecuencia, donde el quaestor remitía los recursos más escasos y las provisiones mínimas para el mantenimiento de aquellas tropas. El legatus se detuvo en seco frente a una tienda bastante sucia y destartalada y entró en ella de golpe, sin dar tiempo a que los escoltas le abrieran paso. Longino y Quieto le siguieron con rapidez.
El contubernium de ocho legionarios que se alojaba allí, como era de esperar en aquella hora, estaba reunido en torno a una cazuela con gachas de trigo. Los soldados extendían sus manos con cuencos de madera para que el que hacía las veces de cocinero les llenara el recipiente con aquella pasta espesa.
En la otra mano, cada legionario sostenía un pan no muy grande. Al ver al mismísimo legatus entrando en la tienda, el cocinero dejó de servir y todos los legionarios se pusieron en pie con sus cuencos, unos vacíos y otros llenos.
—Sentaos —dijo Trajano. Los soldados, admirados y confusos, obedecieron al instante, pero ninguno se atrevía a moverse. Trajano dio algunas órdenes más—: Tú, cocinero, sigue sirviendo y que alguien me dé unos cuencos de madera o de arcilla o de lo que tengáis.
Varios soldados dejaron lo que tenían en la mano y rebuscaron entre sus pertenencias en la tienda e, ipso facto, aparecieron tres cuencos más, todos algo sucios pero útiles para contener la pasta de gachas de trigo que el cocinero, con pulso ya no tan firme, seguía sirviendo al resto de soldados. Trajano esperó a que los ocho legionarios estuvieran servidos y entonces presentó los tres cuencos al cocinero. Este se esforzó en llenarlos bien, con lo que no quedó ya nada sobrante para repetir un poco como era costumbre en aquella tienda, pero nadie se quejó. Unos legionarios estaban sentados en el suelo y otros sobre sus bolsas de cuero, que hacían las veces de mochila colgadas de las furcae durante las largas marchas de campaña; otros simplemente se sentaban sobre las mantas de dormir. Alguno, más pillo que el resto, se había agenciado unas pequeñas sellae que rápidamente cedieron al legatus y a los tribunos que le acompañaban. Trajano, que recibió los cuencos llenos, pasó uno a Longino que con una mirada no demasiado apreciativa del contenido lo tomó en sus manos y se sentó junto a su superior y amigo; acto seguido, Trajano pasó el segundo cuenco a Quieto y se quedó, al fin, con el tercero.
—Aquí cenaremos tranquilos —dijo Trajano a Longino y Quieto.
Los tribunos asintieron y hundieron las cucharas que les pasaba uno de los legionarios en la pasta espesa. Trajano les imitó sin dejar de mirarles. Ambos se sorprendieron de que, pese a la apariencia, la pasta no estuviera mala de sabor. Aquel cocinero se las ingeniaba para producir un rancho razonable con los pocos elementos de los que disponía, hasta el punto de que el legatus le miró de forma inquisitiva.
—No está mal —dijo. Hablar de aquella comida, de cualquier cosa, le alejaba de su pensamiento principal: Manió estaba muerto.
El cocinero aludido por el comentario de Trajano se encogió de hombros sin saber qué decir. Fue el legionario más veterano del contubernium, un jovenzuelo de diecinueve años, el que se atrevió a apuntar una explicación.
—El no lo dirá, gobernador, pero aprendió de niño con su padre, que le decía que un legionario tenía que saber hacer de todo.
Trajano asentía mientras seguía comiendo. Otro soldado ofreció un panecillo al legatus y a los tribunos. Trajano volvió a mirar al cocinero.
—¿Y dónde está ahora tu padre? —preguntó el gobernador.
El muchacho miró al suelo mientras respondía.
—Era alto y fuerte y valiente y somos de buena familia, por eso le admitieron en la V Alaudae.
No hizo falta añadir más para que un silencio incómodo se apoderara de toda la tienda, si bien nadie dejó de comer, por hambre y porque así uno no tenía por qué hablar. El legatus tenía clara la secuencia de hechos: muerto el padre en la masacre de la que fue objeto la V legión Alaudae, el hijo se había visto obligado a alistarse joven para conseguir sustento para sí y para su familia. Fue Trajano, de nuevo, el que volvió a tomar la palabra.
—Si combates con la misma destreza con la que haces pan y gachas de trigo, legionario, pronto serás oficial.
El cocinero asintió agradecido por el elogio.
Trajano no quería entretenerse. Tenía informes que leer sobre el estado de las fortificaciones en el norte de la provincia y, sobre todo, se encontraba deprimido por lo de Manió, aunque se esforzara en que no se le notase demasiado, así que se levantó y, acompañado por Longino y Quieto, se dirigió a la puerta de la tienda. Los legionarios se alzaron también. Trajano se volvió un instante hacia el cocinero y los legionarios.
—Gracias por la cena —dijo y, mirando al cocinero—: ¿Cómo te llamas?
El cocinero se puso aún más firme de lo que estaba.
—Tiberio, mi legatus —dijo—, Tiberio Claudio Máximo, pero todos me llaman Tiberio —añadió como si sintiera que haber dado su nombre completo había sido pretencioso por su parte.
—Tiberio Claudio Máximo—repitió Trajano, se grabó el nombre en su mente y salió de la tienda. Una vez en el exterior, Trajano preguntó a Longino—: ¿Cómo puede alguien de la familia Claudia terminar en un contubernium de la novena cohorte de una legión?
—Parece ser —respondió Longino en voz baja— que las confiscaciones de propiedades de muchos senadores y familiares de muchos ciudadanos importantes en Roma han aumentado.
Trajano asintió. Continuaron andando un rato sin hablar, hasta que, cerca ya del praetorium, Trajano observó que Longino esbozaba un amago de sonrisa, sonrisa contenida pero evidente. Quieto, por su parte, caminaba muy serio. Trajano se interesó primero por la sonrisa de Longino.
—¿Qué te divierte tanto? —preguntó sin dejar de andar.
—No, nada, si la idea es buena, por todos los dioses, pero si vamos a cenar siempre entre los legionarios convendría mejorar los suministros a la tropa. No todas las noches vamos a tener la suerte de dar con legionarios de la última cohorte que sepan cocinar sin apenas recursos.
Trajano le miró y compartió su sonrisa.
—Supongo que llevas razón. Mañana hablaremos con el quaestor —y soltó una carcajada que contagió rápidamente a Longino, pero Quieto seguía serio. La risa de Trajano y de Longino fue más una forma de liberar ansiedad que un modo de mostrar un estado de ánimo auténtico; callaron con rapidez. Quieto seguía sombrío.
—Esos esclavos han estado a punto de envenenarnos —dijo. Trajano y Longino fruncieron el ceño— ¿Qué vas a hacer con ellos? —Miró al legatus de Panonia.
Trajano suspiró lentamente.
—No haremos nada, los reemplazarían en poco tiempo por otros con la misma misión, pero no comeremos nada que se cocine expresamente para nosotros.
Siguió caminado mientras que Quieto y Longino se quedaban rezagados mirándose entre admirados y confusos y tristes. Trajano se adelantó para engullir ahora a solas su inmensa pena por la muerte de Manió. No quería que nadie le viera así: melancólico, triste, vulnerable.
El Aula Regia quedó desierta excepto por la presencia del emperador, majestuosamente sentado sobre su gran trono, y Norbano, el jefe del pretorio. El resto de la guardia pretoriana había quedado apostada fuera, vigilando los accesos al Aula Regia desde el exterior. Ni el emperador ni Norbano querían ser interrumpidos durante aquella conversación. Tampoco querían compartir sus palabras con Petronio Segundo, el otro jefe del pretorio, de origen demasiado militar como para entender las prioridades del emperador.
Norbano se aclaró la garganta. Habían repasado varios asuntos de las fronteras del norte, que no interesaron demasiado a Domiciano, y la lista de posibles senadores susceptibles de ser acusados de traición, algo que sí captó más la atención del César, pero ahora a Norbano le resultaba incómodo pasar al siguiente asunto.
—Deja de toser, por Júpiter —dijo el emperador— y dime si lo de Trajano está resuelto ya.
Norbano había albergado la fatua esperanza de que el emperador se hubiera olvidado un poco de aquel tema, pero era evidente que no era el caso.
—Lo hemos intentado, pero no… no ha sido posible… por el momento. —La mirada encendida del emperador atravesó las pupilas empequeñecidas de Norbano; éste tragó saliva e intentó explicarse—. No es como Manió Acilio Glabrión, que confiaba en todos; Trajano ya no come ni cena ni desayuna en el praetorium; ni siquiera lo hace con los mismos tribunos o con un grupo de centuriones de su confianza: hace cada comida en un lugar distinto del campamento, con legionarios de cualquier cohorte, sin importarle su rango; pasea por el campamento de la legión en Aquincum y se detiene frente a cualquier tienda. Allí, escoltado por su guardia personal, come lo que coma el contubernium seleccionado. Es una locura. Para envenenarle tendríamos que envenenar a toda una legión, a dos legiones, porque a veces pasa días con otra de las legiones destacadas en Panonia y mantiene el mismo sistema para sus comidas. No podemos eliminar a dos legiones enteras para terminar con un solo hombre, Dominus et Deus.
Domiciano lo miraba entre sorprendido y divertido. No dejaba de hacerle gracia el ingenio de Trajano para zafarse de su destino, pero tampoco tenía claro que terminar con dos legiones fuera algo innecesario si con ello se acababa con aquel maldito e imperturbable legatus hispano al que tanto parecían admirar muchos, demasiados, en Roma.
—Lo dejaremos como un asunto pendiente —respondió Domiciano—. Al menos, le vale como aviso; el hispano sabrá entender qué es lo que espero de él y se estará quieto, se estará quieto o volveré al norte a arrasarle a él y a todos sus hombres como hice con el imbécil de Saturnino. Se estará quieto —repetía aquella frase como si buscara autoconvencerse de que lo que decía era lo correcto—. No hará nada; lo dejaremos estar… por el momento. Me preocupa ahora más el Senado, pues están aquí tan próximos, pisando las mismas calles que piso yo. Me preocupa Nerva.
—Siempre se ha mostrado leal —comentó Norbano, que no entendía bien por qué sospechaba el emperador de aquel veterano senador que tan buen aliado fue durante la rebelión de Saturnino.
—Precisamente, Norbano, precisamente por eso —respondió Tito Flavio Domiciano con frialdad, mirando al suelo—; tanta lealtad me parece sospechosa. Yo también trato muy bien a mis víctimas antes de su ejecución. Se muestran más confiadas y resultan más vulnerables. Me pregunto si Nerva no estará maniobrando en esa misma dirección. —Levantó entonces los ojos y los clavó en Norbano—. Vigila a ese senador, Norbano, vigílalo de cerca. Y que transfieran a Trajano de Panonia de vuelta a Germania Superior. No quiero que siga junto con esa legión rebelde, la XIV Gemina, más tiempo. De hecho, no quiero que Trajano esté mucho tiempo en ningún sitio. Se cree muy listo, ese legatus hispano, Norbano, pero se está equivocando. —Sonrió—. Se equivoca ese hispano, Norbano, se equivoca porque todos somos vulnerables, todos. Esto es, todos los mortales lo son. —De pronto, el emperador clavó sus ojos fijamente en los de su jefe del pretorio—. ¿La familia de Trajano sigue en Hispania?
Norbano tardó un instante en responder. Aquella pregunta le había sorprendido.
—Sí, César. En Itálica.
—Bien —dijo Domiciano—; muy bien. Está bien saberlo. Por ahora me preocupan más mis enemigos en Roma, pero está bien tenerlos localizados a todos…
Levantó la mano indicando a Norbano que le dejara solo. El jefe del pretorio saludó con el brazo extendido, dio media vuelta y se alejó. A su espalda escuchaba el murmullo de las palabras del emperador: «Primero Roma; luego volveré sobre Trajano…»