LOS HOMBRES DE PARTENIO
Las calles de Roma
18 de septiembre de 96 d. C., quarta vigilia
Seis horas antes de que Estéfano ataque al emperador
Marcio miró un momento por una pequeña rendija de la pesada tela que recubría el enorme carromato que les transportaba. Estaban frente a la basílica Julia, iluminada por una veintena de grandes antorchas y custodiada por varios soldados. Un edificio donde los romanos impartían justicia, o eso decían. A él la justicia de Roma nunca se le aplicó; sólo el hambre y luego la arena. La única justicia en la que Marcio llegó a creer era en la de la arena del anfiteatro Flavio, pero ahora hasta eso había perdido. El carro se balanceaba de un lado a otro y la docena de hombres que se ocultaban en su interior se movían en función de los vaivenes de aquel pobre transporte, pero era importante no llamar la atención. Doce gladiadores armados paseando por las calles de Roma habrían concitado la atención de todos, incluso si hacían el desplazamiento, como era el caso, en la oscuridad de la noche. Las antorchas de los legionarios de las cohortes urbanae, apostados frente a la basílica Julia, era lo que había intrigado a Marcio y por eso se había asomado.
—Este edificio lo levantó Julio César y luego el propio emperador Augusto lo reconstruyó tras un incendio. Está erigido sobre otra basílica anterior, la Sempronia, que los Gracos, nietos del gran Escipión el Africano, levantaran sobre el espacio que antaño ocupara la gran domus de su abuelo Escipión; para muchos, el romano más grande hasta Julio César. —Marcio recordaba la explicación del veterano lanista uno de los pocos días en los que se hizo acompañar por él, como guardaespaldas, en una salida nocturna para luchar en casa de un patricio.
Pasaban por los foros y cruzaron sigilosamente por el extremo del de Vespasiano, cerca de su templo y del templo de la Concordia. La colosal estatua ecuestre del emperador Domiciano se alzaba allí poderosa y desafiante. Marcio la observó con osadía. No se permitió ninguna sonrisa. Estaba concentrado en su objetivo, como cuando salía a la arena del anfiteatro. Quitó su mano de la tela y ésta volvió a su lugar. Cerró los ojos y se encomendó a Némesis.
Mientras, el carromato proseguía su lento descenso por el Clivus Orbius y el Vicus Sandalarius hacia el sur. Habían dado un largo rodeo al monte Opio para asegurarse de que no les siguieran. Examinó el rostro de sus acompañantes entre las sombras temblorosas que proyectaba una vieja lámpara de aceite que llevaban en el centro del carro: además de él, había dos mirmillones más, severos y serios, algo más jóvenes; de hecho todos estaban entre los veinte y los treinta años, menos él, Marcio, que con treinta y cinco era el más veterano y uno de los sagittarii, que debía de rondar los cuarenta y muchos. Marcio era quien más victorias había conseguido en la arena del anfiteatro: treinta, una cifra épica; unas victorias por las que en sus inicios se sintió orgulloso; todo había cambiado desde hacía tiempo. Junto a los dos mirmillones se sentaban un provocator, frente a éste un samnita y dos tracios, y completaban el grupo un secutor, los dos sagittarii, el veterano y uno más joven, un dimachaeriusy un homoplachus. Marcio no los había seleccionado al azar: necesitaba primero una fuerza que atacara por sorpresa a los pretorianos entre las columnas del hipódromo, si es que llegaban hasta allí con vida. Para eso contaba con la habilidad del dimachaerius con sus afiladas dagas y con la puntería de las flechas de los sagittarii. A partir de ahí vendría el combate cuerpo a cuerpo hostil, nada vistoso, burdo en comparación con las exhibiciones de esgrima del anfiteatro, entre los mirmillones, los tracios, el samnita y el secutor, por un lado, contra los pretorianos del palacio, por otro. Marcio los había elegido porque sabía que luchaban bien, pero no sabía el nombre de ninguno de aquellos hombres, sólo el del veterano sagittarii al que había acudido para que le ayudara a seleccionar a los mejores. Hacía años que a Marcio no le importaba el nombre de ningún hombre, de prácticamente nadie. Todos, excepto el dimachaerius, combatían con pesados cascos protectores, pero en el calor intenso de aquel carro cubierto en aquella madrugada calurosa se los habían quitado para evitar el sofoco y sentir la mínima brisa que se colaba entre las rendijas de aquella vieja tela que les protegía de las miradas inquisitivas de los maleantes, borrachos y prostitutas de la noche romana.
El carro se detuvo en seco.
—Hemos llegado —se oyó decir en el exterior a una voz emitida por alguien ya muy maduro o muy maltratado por la vida. Marcio, de un fuerte tirón, apartó un buen pedazo de la tela y saltó al suelo de una calle estrecha.
El hombre encorvado que había anunciado que habían llegado al final del trayecto respondió a la intrigante mirada de Marcio.
—Estamos en un callejón al sur del circo Máximo. —Se alejó unos pasos del carro hasta arrodillarse en el suelo e indicar la boca de una vieja y sucia alcantarilla enrejada; Marcio, distraído como había estado, no se había percatado de que habían pasado ya por el Vicus Tuscus, después de cruzar por decenas de callejones del centro de Roma, hasta desembocar en aquel punto de la ciudad. El anciano encorvado siguió hablando—. Hay que entrar por aquí. Es una cloacula algo estrecha, pero suficiente para que pasen tus hombres.
Marcio se acercó y examinó la abertura. Tiró de la reja sin ejercer mucha fuerza y cedió con rapidez.
—Está preparada para que podáis entrar sin problemas —dijo aquel viejo con orgullo. Marcio sabía que Partenio lo había organizado todo con un curator de las cloacas de Roma. ¿Por qué colaboraría aquel hombre? ¿Por dinero o, como tantos otros, por alguna ofensa terrible del pasado? El emperador de Roma parecía tener una lista infinita de hombres que deseaban verlo muerto.
Marcio no dijo nada, pero asintió en señal de reconocimiento y el curator pareció satisfecho cuando vio que los hombres empezaban a descender por la pequeña abertura. Marcio miró a un lado y a otro algo tenso, pero aquel callejón había sido sabiamente elegido y no se veía un alma. Fue al carro, cogió la vieja lámpara de aceite y una manta en la que había envuelto varias antorchas.
—Márchate ya —dijo el curator en voz baja al conductor del carro. Este, sin siquiera volverse, azuzó a los caballos, que empezaron a alejarse por la calle oscura. Marcio, sin entender bien por qué aquel viejo no se había ido con el carro, pasó por delante del curator, se arrodilló junto a la abertura de la cloacula y se dirigió al sector, que era él último que estaba entrando.
—Toma —le dijo, entregándole una antorcha que acababa de prender con la llama de lámpara de aceite—; ve pasándolas.
Una a una, prendió la media docena de antorchas que debían darles luz en el subsuelo de la ciudad y se las fue pasando al secutar quien, a su vez, se las facilitó al resto de gladiadores. Marcio miró entonces al curator y le preguntó:
—¿Cuál es el camino?
El viejo encorvado guardó silencio y tuvo que hacer un gran esfuerzo para contenerse y no estallar en una carcajada que pudiera alertar a alguna patrulla nocturna de los vigiles, de las cohortes urbanae o, mucho peor, de los pretorianos. Marcio, confundido, frunció el ceño. Iba a desenfundar su espada cuando el curator se recompuso y se explicó con rapidez.
—Incauto, ese camino no se puede explicar. Cualquiera que entre en las cloacas de Roma sin mi ayuda o la de uno de mis trabajadores más experimentados se perderá para siempre. ¿Por qué te crees que me he quedado? Hay tres redes diferentes de alcantarillas. La más nueva es la del norte, la que se ha construido en los últimos años para los nuevos edificios del Campo de Marte; luego está el sistema de cloaculae del Aventino y el Palatino y, por fin, el más antiguo y complejo de todos: la red de la gran Cloaca Máxima que se extiende por debajo del foro y todas las calles del centro de la ciudad. ¿Que te indique el camino? —dijo repitiendo la pregunta de Marcio con desprecio—. Te lo podría explicar mil veces y en el tercer túnel estaríais perdidos. Aparta. Si queréis hacer vuestro trabajo el próximo mediodía, esta noche tendréis que seguirme sin rechistar.
El viejo encorvado, con una agilidad que sorprendió a Marcio, pasó por su lado y como un jabalí joven desapareció con rapidez por la abertura de la cloaca. Marcio levantó las cejas en señal de admiración y no se planteó más el asunto de cómo llegar hasta las alcantarillas del palacio. Aquel hombre les guiaría. El veterano gladiador echó un último vistazo a los alrededores de aquella calle y no vio nada; sólo el carro que se alejaba entre las sombras. Se agachó entonces él también junto a la abertura de la cloaca, se deslizó con algo más de dificultad que el viejo encorvado y su cuerpo desapareció como engullido por las fauces de una Roma secreta que palpitaba húmeda, sucia y maloliente bajo las sandalias de sus ciudadanos dormidos.
Marcio comprobó que el espacio entre el suelo y el techo de aquella cloacula era insuficiente, no ya para que él o sus hombres pudieran estar en pie con comodidad, sino demasiado bajo para que ni tan siquiera el viejo que debía guiarles pudiera estar erguido. El veterano gladiador comprendió entonces que la incipiente joroba de aquel viejo tenía un origen preciso.
Pasó entonces entre sus hombres y dio una orden.
—Seguiremos al curator hasta el túnel que nos lleve al palacio. Caminad en silencio. No quiero que nadie nos oiga arriba.
El anciano oyó la orden y sonrió, pero la oscuridad de las sombras proyectadas por las antorchas de aquellos gladiadores ocultó su faz. El sabía que en cuanto descendieran unos pasos más podrían matarse allí entre ellos que nadie oiría nada. Avanzó en silencio seguido de cerca por Marcio y uno de los provocatores, que portaba la primera de las antorchas para iluminar el camino. El aire era pestilente y el curator oyó a varios gladiadores tosiendo o aclarándose la garganta en un inútil esfuerzo por encontrar aire más puro. Las cloacas de Roma eran así. Le sorprendió que Marcio, el que lideraba a aquellos hombres, no emitiera ningún sonido. Apenas se le oía respirar. Estaba claro que el consejero del emperador habría buscado a alguien especial capaz de cualquier cosa, teniendo en cuenta cuál era el objetivo de aquellos hombres. Giraron a la izquierda, luego a la derecha, luego de nuevo a la izquierda, siempre por un pasadizo angosto y húmedo donde las viejas sandalias del curator se empaparon y ensuciaron hasta los tobillos. Llegaron al fin a una estancia más grande, un gran depósito donde confluían decenas de cloaculae y donde el techo se elevaba, para alivio de todos, una decena de pies por encima de los hombros. El curator observó cómo Marcio miró fijamente cada uno de los diferentes canales que desembocaban en aquella gigantesca cisterna subterránea.
—Estamos debajo del circo Máximo —explicó el curator, sin poder evitar sentirse realmente importante ante la atenta mirada de aquel gladiador que parecía estar genuinamente intrigado por el funcionamiento de todo aquello—; aquí desembocan la mayoría de las cloaculae del circo y de las casas y las insulae de la zona. Técnicamente, esto es una cámara de derivación. ¿Ves? —Señaló una a una las diferentes cloaculae—, todas vierten sus aguas aquí, excepto aquella más grande por donde sale el agua algo depurada después de que muchos de los restos sedimenten en lo más profundo de la cámara. Caminad por el borde u os hundiréis en un fango movedizo de heces, orina y todo lo que los ciudadanos arrojan a la alcantarillas de Roma. —Y lanzó una carcajada que resonó en la bóveda poblada por las sombras fantasmagóricas de los gladiadores, quienes permanecieron serios, concentrados en seguir la ruta que aquel pequeño viejo les marcaba.
Salieron de la cámara por el canal de derivación. Allí el caudal aumentaba notablemente y el agua, quizá filtrada pero igual de maloliente, les llegaba hasta las rodillas.
—Y tenemos suerte de que lleva semanas sin llover —precisó el curator con una mueca de burla en su rostro.
Marcio le seguía con una mezcla de curiosidad y concentración. No podía dejarse llevar por la evidente pasión de aquel hombrezuelo por el laberinto de pasadizos subterráneos que habían construido los romanos durante siglos debajo de la ciudad. Debía mantener la atención en el objetivo marcado, pero no podía evitar sentir admiración por aquel viejo que parecía conocer a la perfección cada esquina de aquellas cloacas. Llegaron a un nuevo desvío donde había dos cloaculae, pero una de las entradas estaba bloqueada por un desprendimiento de piedras del techo que hacía infranqueable el camino por ese lado.
—Aquí tendremos que desviarnos —explicó de nuevo el curator—; la ruta rápida era por la cloacula donde se ha derrumbado el techo. Hay que repararla, pero el emperador ha recortado los hombres que disponía para el mantenimiento. —Marcio detectó un punto de rabia intensa; no, más aún, de amargura en las palabras del curator e intuyó que aquel hombrecillo estaba en la conjura por algo más que dinero—. Los techos y las paredes de las cloacas se derrumban de cuando en cuando; eso no es nuevo —siguió explicando mientras entraba en la abertura de la izquierda, el único camino que quedaba libre—, pero antes, con los Julio-Claudios, se cuidaba más de las alcantarillas; lo peor fue cuando construyeron el anfiteatro Flavio. Cuando transportaban las piedras por las calles del centro, la gran Cloaca Máxima se resintió en las profundidades de Roma, pero eso no les importó a los emperadores, no, no les importó. Tardé años en recomponer varias secciones, pero a ellos no les importó, no; por Júpiter, quizá con el nuevo amanecer el emperador comprenda que hay que cuidar mejor, que hay que saber más de las cloacas de su ciudad, ¿verdad? —El viejo curator se detuvo y se giró de golpe para encarar a Marcio—: ¿Verdad? —repitió, con el ansia clavada en las arrugas de su rostro.
Marcio asintió una sola vez pero con rotundidad. Aquello pareció aliviar el ánimo torturado de aquel extraño ser que parecía haber vivido toda su existencia en las entrañas de Roma. El curator dejó de mirar al gladiador y reemprendió la marcha, ahora ascendente, hacia la ladera donde se levantaba la gigantesca Domus Flavia, el palacio del emperador.