LEGIO I MINERVA
Al norte del Rin, Germania Superior
Primavera de 82 d. C.
Trajano hijo, empapado y sucio, miraba el cielo nublado y henchido de lluvia que cubría Germania.
—Aquí siempre llueve así —dijo Manió a su espalda—; eso me han dicho algunos veteranos de la frontera.
Trajano asintió. Domiciano le había ascendido a legatus y él se había traído consigo al veterano Manió y a su fiel amigo Longino. Necesitaba de hombres de plena confianza para aquella misión en el norte. De Manió, tal y como le sugirió su padre, seguía aprendiendo sobre el valor en primera línea de combate; de Longino tenía el apoyo de un amigo leal más allá de lo inimaginable. Ambos eran valores inestimables en la frontera del Imperio.
El nombramiento de Trajano hijo como legatus no sorprendió a nadie. El nuevo emperador había elegido a hombres de probada lealtad a la dinastía Flavia para puestos delicados como la frontera de Germania. Hombres que gozaban de buena reputación en el Senado y que le evitaban enfrentarse con unos senadores que aún dudaban de su capacidad para gobernar el Imperio.
Trajano hijo seguía mirando el cielo. No había dejado de caer agua desde que habían llegado y hacía ya de eso dos meses. Al principio de aquella campaña sólo se trataba de hacer un censo en la Galia, pero luego, por sorpresa, llegó el mismísimo emperador en persona hasta la frontera del norte con una nueva legión, la legión I Minerva, que acababa de reclutar y con la que, junto con las fuerzas ya destacadas en la región, ordenó cruzar el Rin y atacar a los catos. Nadie entendió bien aquello, pero nadie discutía las órdenes imperiales. A Trajano hijo sólo le preocupaba estar a la altura de las circunstancias en una situación tan delicada. Con su padre retirado en Itálica, el honor de la familia dependía de su valor en aquella campaña, pero estaba nervioso: los catos llevaban un tiempo tranquilos y todos los oficiales de Germania pensaban que aquello era encender una llama que bien podría transformarse en un incendio cuyo control podría írseles de las manos, pero ahora ya todo estaba en marcha.
—Cincuenta millas de calzadas nuevas adentrándonos en los bosques —añadió Manió— y ni rastro del enemigo.
Trajano se sacudió un poco el agua, un gesto inútil, pero una manera como otra cualquiera de tener entretenidas las manos a falta de más acción.
—Pero están ahí —dijo el legatus hispano con una seguridad absoluta—; están ahí, Manió. Y nos atacarán en cualquier momento.
Durante las últimas semanas, Trajano, como un lince que estuviera de caza, había intuido con precisión el movimiento de los catos en más de una ocasión, de forma que Manió y Longino se tomaron muy en serio aquel comentario. El aprecio del tullido Longino a Trajano hijo continuaba igual de férreo que siempre y a esta amistad se había añadido la de Manió, que había observado cómo el joven legatus se conducía con autoridad pero con austeridad al mando de la legión que tenía asignada, lo que, junto con el recuerdo del valor exhibido en la lucha contra los partos en Oriente, le hacía sentirse orgulloso de que el más joven de los Trajano le hubiera invitado a unirse en aquella misión más allá del Rin. La reciente llegada del mismísimo emperador hacía que todo fuera aún más intenso.
Pero la noche caía y Trajano, como Manió y Longino, sus dos tribunos de confianza en sus nuevas responsabilidades en el norte, se retiró a descansar.
El campamento estaba fuertemente protegido. Se trataba de la punta de lanza de todo el ejército romano destacado al norte del Rin. Por detrás estaba el emperador con la legión I Minerva y otras legiones más de apoyo. Trajano sabía que el emperador les estaba usando de cebo. No le gustaba serlo pero no podía hacer nada por evitarlo.
La noche pasó en calma, pero el amanecer trajo algo extraño. Al principio Trajano, mirando las paredes de su tienda, no sabía bien qué era, pero al salir se dio cuenta.
—Ha dejado de llover —dijo Longino, que venía con Manió para desayunar con Trajano.
—Por fin, ha dejado de llover —repitió Manió. De tan sorprendidos como estaban parecía que tenían que repetirlo varias veces para creérselo.
Trajano encabezó el grupo que se puso en marcha para ir a desayunar con los centuriones y decuriones de más alto rango. El hispano andaba meditabundo. ¿Qué pasa en Germania cuando no llueve? Pero no tuvo tiempo de pergeñar una posible respuesta. La voz de alarma se oyó antes de que pudieran haberse llevado una mala cucharada de gachas de trigo a la boca.
Trajano, Longino y Manió fueron corriendo a las empalizadas. Se encaramaron a una de las torres y pronto se hicieron cargo de la situación: miles de catos emergían de los bosques circundantes armados hasta los dientes con gritos desgarradores y brutales. Los legionarios respondieron con rapidez y se hicieron fuertes en las empalizadas haciendo valer la fortaleza de las fortificaciones de aquel campamento, pero, superados en número por el enemigo, no podrían resistir permanentemente.
—¿Qué hacemos? —preguntó Longino.
Manió aventuró una rápida respuesta, pero lo hizo mirando a Trajano en busca de confirmación.
—Hay que organizar una salida.
Trajano asintió.
—Con la caballería —precisó—; no son muchos jinetes, pero podrían ser suficientes para crear confusión en sus filas. Quizá eso les haga retroceder.
Miró entonces a Manió fijamente. Este no necesitó que la orden se verbalizara: saludó militarmente y partió a dirigir la salida de la caballería. Trajano se dirigió entonces al centro del campamento acompañado por Longino. A medida que caminaba seguía hablando.
—Tenemos algunas ballistae. No son muchas, Longino, pero quedarás al mando de las mismas para intentar entorpecer al enemigo en sus ataques a la empalizada. Y evita lanzar proyectiles por donde ataque Manió, ¿de acuerdo?
Longino afirmó con la cabeza. Trajano se detuvo.
—Yo me quedaré en las empalizadas. —Se despidió de Longino.
Trajano volvió a la torre que vigilaba la entrada del campamento por la porta praetoria. Manió tenía dispuesta la caballería. Las puertas se abrieron y los jinetes emergieron del campamento como un torrente. La sorpresa hizo que muchos catos perdieran fuelle en su ataque por la brutal carga de la caballería romana, pero al poco tiempo, refugiados entre los árboles, donde los jinetes de Manió no se atrevían a adentrarse, pues allí la caballería podía ser objeto de una emboscada mortal, los catos se hicieron fuertes. No obstante, el movimiento de Manió dio tiempo a que Longino prepara las ballistae. De esta forma, cuando los catos reiniciaron el ataque al campamento desde diferentes puntos, Manió, por un lado, se ocupó de los enemigos que avanzaban desde el norte y, por otro, Longino lanzaba proyectiles contra los catos que atacaban por el oeste. Así se mantuvo el combate igualado durante buena parte de la mañana, hasta que los caballos de Manió empezaron a dar muestras de agotamiento, al igual que los jinetes, a lo que se añadió que, en el interior del campamento, se terminaban los proyectiles. Trajano, impotente, asistió al repliegue de Manió que regresaba a la porta praetoria abatido y exhausto. El legatus bajó a recibirle.
—Has combatido bien, por Júpiter —dijo Trajano, intentando animarle.
—Pero siguen ahí y parecen más que antes —respondió Manió exhausto y preocupado.
—Resistiremos —dijo Trajano y, al ver que muchos legionarios les estaban escuchando, repitió aquellas palabras con voz potente—: ¡Resistiremos! ¡Por todos los dioses, resistiremos!
Trajano había enviado mensajeros al principio del combate hacia el sur para solicitar el apoyo del emperador, pero no estaba seguro de que los mensajeros hubieran llegado a su destino. Ni siquiera estaba seguro de que, si llegaban, Domiciano les fuera a dar el apoyo que precisaban.
En la hora séptima, con el sol iniciando su lento descenso, los legionarios heridos se acumulaban en el centro del campamento. Los médicos no daban abasto y los catos no cejaban en sus ataques constantes. La empalizada empezaba a tener cadáveres del enemigo en lo alto. Cada vez llegaban más lejos. Trajano se esforzaba por idear algún plan que les valiera para salir vivos de aquella batalla, pero no se le ocurría nada. Nada. Empezó a entender lo que sintió Publio Quintilio Varo en Teutoburgo. Quizá el divino Augusto tuviera razón y no era buena idea cruzar ninguno de los tres grandes ríos, el Rin, el Danubio o el Eufrates. Y eso que él, Trajano, siempre había pensado que aquello no tenía porque ser así. Julio César nunca pensó así. Nunca. Pero no tuvo tiempo de llevar a cabo sus planes. Lo que estaba claro era que si se cruzaban tenía que hacerse con el apoyo debido, con las fuerzas necesarias, no con una o dos o tres legiones, sino con un ejército de conquista. Pero de nada le servían ahora todas esas disquisiciones en su atribulada cabeza. De nada. Tenía que idear algo y si no, simplemente, mantenerse firme, combatiendo ante los ojos de sus hombres. Ascendió de nuevo a la empalizada y desenfundó su gladio.
El Imperator Caesar Domitianus recibió los informes de los mensajeros del campamento del norte con cierta indiferencia, pero en el fondo se alegraba de que, al fin, los catos hubieran decidido dar muestras de vida. Aquellos eternos días lluviosos a la espera de algún combate de renombre se le habían hecho insufribles, pero precisamente eso, el renombre, la fama militar, era lo que necesitaba y lo que, contrariando su naturaleza acostumbrada a las comodidades de Roma, le había empujado hacia el Rin. Domicia Longina era, de forma indirecta, la causante de todo aquello. La odiaba. No, no era correcto: la despreciaba, que es diferente; la despreciaba por completo, incluso aunque su belleza con los años no había mermado, pero se le había hecho insoportable desde que se enterara de su participación en la muerte de su primer marido, y todo había empeorado con la muerte del niño pequeño, luego con la relación entre ella y su hermano y, finalmente, con aquella estúpida y humillante infidelidad con aquel actor… no recordaba el nombre. Completamente insoportable. Sin embargo, Domiciano respetaba aún una sola cosa de Domicia Longina: sus opiniones; sabía que era inteligente, muy inteligente. Y aquellas palabras, cuando Domicia salía de las cámaras imperiales en el palacio, rodeada de pretorianos rumbo a su destierro, se quedaron en la mente del emperador embotando sus pensamientos: «Tu padre conquistó Judea; Tito los muros de Jerusalén; tú no eres nada, nada… Pronto todo el pueblo de Roma lo sabrá y caerás como caen las hojas cada otoño y el viento te arrastrará hasta los confines del mundo y nadie ya nunca se acordará de tu miserable existencia.» A Domiciano no le importaba que su esposa pudiera pensar eso de él, ni tan siquiera que lo dijera —le divertía porque subrayaba el sufrimiento que llevaba consigo hacia su destierro—, pero intuía que ella era la única que tenía el valor necesario para poner palabras a lo que muchos pensaban en Roma, en el Senado, en las calles de la ciudad, entre el pueblo, entre los sacerdotes y las vestales, incluso entre los oficiales del pretorio. Por eso, desde aquel día, estuvo buscando una guerra que fuera fácil de ganar contra alguno de los enemigos del norte o de Oriente. El viaje hasta las fronteras de Partía se le antojaba excesivamente largo y, en cualquier caso, o conquistaba toda Partía, algo imposible sin desproteger las fronteras del norte, o no conseguiría ninguna hazaña superior o, cuando menos, similar a las de su padre y su hermano. Qué tremendo inconveniente la genialidad militar de ambos. Toda la vida comparándole con ellos, toda la vida. Incluso muertos eran como lemures que seguían allí, con él, persiguiéndole entre las sombras que proyectaban las antorchas por la noche en los pasillos de la Domus Flavia. Otra opción era luchar contra los dacios o los sármatas al norte del Danubio, pero hasta el propio Julio César prefirió conquistar toda la Galia antes que adentrarse en ese reino bárbaro. Bárbaro, sí, pero bien organizado.
No, había un objetivo más sencillo: los catos, en Germania. Era un viaje no tan largo como el de Oriente y los catos, siempre divididos en múltiples tribus, podían ser objeto de una derrota importante si empleaban suficientes legiones. Una victoria contra ellos fortalecería la frontera del Rin a la par que mejoraría su imagen ante el Senado y ante el pueblo, especialmente con la celebración de un magnífico triunfo en las calles de Roma que fuera luego acompañado de decenas de días de juegos en el gran anfiteatro Flavio. Lo tenía todo planeado y era un plan perfecto. Por eso le incomodaban las miradas nerviosas de los legati que le rodeaban. Había hecho bien en dotarse de una nueva legión, la I Minerva, que no tuviera los vicios adquiridos de las legiones de la frontera. Y sus dudas, sus eternas, constantes e incómodas dudas.
—Sería oportuno, César, que nos pusiéramos en marcha lo antes posible —se aventuró a sugerir uno de los legati, quien, como el resto, temía que la legión de Trajano fuera aniquilada si no se enviaba ayuda de inmediato.
Por un instante Domiciano pensó que allí parecían todos preocuparse más por el bienestar de aquel Trajano que por la comodidad del propio emperador, pero pronto desechó el pensamiento. De hecho había optado por usar a Trajano de punta de lanza en aquella campaña por la inquebrantable lealtad de los Trajano en el pasado. Con el padre retirado en Hispania, lo natural había sido elegir al hijo. De algo tendrían que valerle las malditas campañas de Judea y de Jerusalén. ¿No eran los Trajano completamente leales a la dinastía Flavia? Pues que lo demostraran, que resistiera aquel joven Trajano el ataque de los catos. Que mostrara su valía. Domiciano frunció el ceño. En cualquier caso, perder una legión tampoco mejoraría su imagen. Asintió al fin.
—Que se preparen las legiones. Avanzaremos para apoyar a Trajano.
Los legati suspiraron aliviados.
Manió hablaba casi a gritos. Los catos combatían en lo alto de la empalizada y el fragor de la batalla ensordecía los oídos de todos.
—¡Por Marte! ¿Hay que volver a salir con lo que nos queda de caballería?
Trajano, que había descendido para departir con él sobre cómo proseguir con la defensa, negó con la cabeza.
—Nadie sale del campamento, son miles. Resistiremos en el interior. Si abrimos las puertas entrarán en tropel, así que no nos queda otra que resistir. Quizá con la llegada de la noche se retiren: eso nos dará una oportunidad.
Y como si las palabras de Trajano hubieran sido el oráculo de un adivino, en medio de las sombras de aquel sangriento atardecer, el anuncio de los centinelas de las torres de la empalizada certificó su intuición.
—¡Se retiran! ¡Por todos los dioses! ¡Se retiran!
Manió y Longino miraron a Trajano como quien mira a un sacerdote. Este no dijo nada. Ganaban unas horas, pero al amanecer volverían a atacar. No era momento de celebraciones. Si el ejército imperial no llegaba al amanecer, serían carnaza para los buitres que, siempre ávidos de comida, ya volaban por encima de aquel campamento que olía más a sangre que a esperanza.
Los catos emergieron del bosque al alba. Eran tantos o quizá más que la jornada anterior; tal vez veinte mil o treinta mil. Era difícil de calcular. Los siete mil legionarios y auxiliares que seguían con vida en el campamento miraban con impotencia el avance del enemigo. Manió había persuadido a Trajano para que, por última vez, dejara que la caballería recibiera al enemigo en el exterior del campamento, pero ahora, al ver aquella masa inabarcable de catos, comprendió que Trajano tenía razón. Doscientos jinetes poco o nada podían hacer contra aquellos miles de germanos que se abalanzaban sobre ellos. Así, engullendo su orgullo, Manió miró hacia la torre donde estaban Trajano y Longino y observó cómo el legatus hispano asentía. Las puertas del campamento se abrieron y Manió ordenó que la caballería se replegase en su interior. Era una triste muestra de debilidad que no ayudaba a fortalecer la moral de los legionarios, pero era absurdo suicidarse. Al menos, por el momento. Según avanzara la jornada, quizá aquélla no fuera la peor de las opciones. ¿Pensaba Trajano igual que él? Seguramente, pero se mantenía impasible, mostrando la entereza que todos los legionarios necesitaban ver en su líder en momentos como aquél. Manió admiraba el autocontrol de aquel hispano. Ya le sorprendió combatiendo en Oriente, pese a ser novato en aquel tiempo. Ahora lo hacía como legatus y con experiencia adquirida ya en varias batallas de frontera. Si salían vivos de ésta, Manió estaba persuadido de que aquel hispano llegaría muy alto en el Imperio.
Domiciano observaba el ataque de los catos desde la seguridad de unas colinas en la parte sur de la llanura donde se encontraba el campamento de Trajano. Una vez más, el emperador había tenido que padecer la impaciencia de sus oficiales, ansiosos por asistir a Trajano y los suyos, pero él prefería esperar un tiempo. Quería que el mayor número posible de catos se concentrara en torno a aquel campamento antes de lanzar sobre ellos sus legiones. Primero la caballería y luego, sembrada la confusión, la infantería. Después intervendría de nuevo la caballería para terminar el trabajo, matando a cuantos más enemigos mejor mientras éstos huían despavoridos.
Los cinco legati veían horrorizados cómo los legionarios bajo el mando de Trajano mantenían las posiciones en las empalizadas del campamento, cayendo uno tras otro, para ser reemplazados por nuevos legionarios valerosos que se veían obligados a mantener sus posiciones cada vez con mayor dificultad. Aquella espera no tenía sentido para ninguno de los mandos de las legiones, pero el emperador era el que los regía a todos allí, custodiado por una nutrida escolta de pretorianos. Por fin, Tito Flavio Domiciano consintió con un leve gesto de la cabeza y las legiones se pusieron en marcha.
Los catos se vieron entonces sorprendidos por todos los frentes, menos por el norte, por miles de jinetes primero y luego por decenas de miles de legionarios, de modo que hicieron lo único sensato y se retiraron a toda velocidad del lugar.
Pero cayeron muchos, por miles. Fue una derrota dura para todos ellos. Una derrota de esas que ni se olvidan ni se perdonan. Una derrota que siembra con facilidad la semilla de la venganza.
Domiciano se paseaba exultante entre el mar de cadáveres germanos cuando, de pronto, se detuvo y frunció el ceño.
—¿Cuántos prisioneros hemos hecho? —preguntó al jefe del pretorio que le acompañaba en su inspección al campo de batalla.
—Cien, quizá algo más; las instrucciones eran las de aniquilarlos, César —respondió Fusco.
El emperador negó con la cabeza.
—¡Por Minerva, nunca me repliques! ¡Eso es muy poco! ¡Muy poco! ¡No puedo presentarme ante el pueblo con tan pocos prisioneros! ¡Hay que hacer más como sea!
Fusco asintió. No había pensado en ello, pero comprendía que el emperador quisiera exhibir el máximo número de presos enemigos por las calles de Roma. Eso siempre gustaba a la plebe. Podían insultarles, escupirles y luego disfrutar viendo cómo eran obligados a batirse entre ellos a muerte en el gran anfiteatro Flavio.
—Daré orden de que salgan patrullas en busca de enemigos que hayan huido —dijo Fusco, aun a sabiendas que los legati lamentarían recibir aquellas órdenes, pues todos estaban agotados tras la gran batalla campal en el centro de aquel maldito valle de Germania.
Trajano, que, como el resto de legati, caminaba cerca del emperador en su paseo por el campo de batalla, oyó la propuesta del jefe del pretorio y a punto estuvo de oponerse, pues enviar patrullas hacia el norte, en medio de aquel espeso bosque, era un suicidio, pero Longino le cogió por el brazo y negó con la cabeza sin decir nada. Manió también parecía de la misma opinión y hacía lo propio con la cabeza. Trajano optó al fin por guardar silencio y no dijo nada. El emperador volvió a dirigirse a Fusco antes de que éste se fuera para poner en marcha las patrullas.
—También están los heridos. Hay muchos catos heridos. Que no los maten, Fusco, que no los maten. Que los médicos les atiendan y les curen. No me importa en qué condiciones lleguen a Roma, pero quiero que el máximo número de heridos lleguen a la ciudad, ¿está claro?
—Sí, César. Daré orden que los médicos se ocupen de los germanos también.
—«También» no me basta, Fusco: que se ocupen primero de los germanos y luego de los legionarios. Los legionarios de Roma son hombres duros, sabrán esperar su turno —concluyó el emperador Domiciano, llevándose el dorso de la mano a la frente y suspirando ante la atónita mirada de Trajano y el resto de legati, que no daban crédito a lo que acababan de oír—. Estoy agotado. El combate me ha dejado exhausto. Debo descansar. Un emperador debe reponerse por la noche para afrontar los desafíos de cada día.
Y así, sin despedirse, rodeado por más de veinte pretorianos, enfiló hacia el nuevo praetorium que se acababa de levantar en el centro del campamento recuperado por las legiones de Roma.
Trajano, Longino y Manió vieron cómo los médicos, obligados por los pretorianos de Fusco, dejaban de atender a los legionarios heridos para ocuparse de los germanos. El legatus hispano decidió acudir a su tienda para no ver más locuras. Manió y Longino le imitaron. No podían hablar entre ellos porque todo lo que querrían decir era inapropiado y los pretorianos andaban por todas partes con centenares de oídos escrutándolo todo. El emperador quizá durmiera, pero su guardia no.
Al amanecer, el campamento era un torbellino. Domiciano, incapaz de dormir en el lecho que se le había improvisado, había madrugado y, tras desayunar abundantemente carne de cerdo ahumada, queso, frutos secos y buen vino dulce, todo en preciosos platos y copas de reluciente bronce, decidió que, derrotados los catos, no le quedaba nada que hacer allí. Las patrullas que habían salido al anochecer en busca de prisioneros aún no habían vuelto. Se habían enviado quince turmae en diferentes direcciones, hacia el norte, el este y el oeste. El emperador caminaba directo hacia donde Trajano, Manió y Longino desayunaban y se detuvo justo ante ellos. Los tres dejaron la comida que tenían en la mano, se levantaron de sus sellae y saludaron al César levantando el brazo derecho con la mano extendida.
—¡Ave, César! —dijeron los tres al unísono, sin gran intensidad, pero con firmeza suficiente para no incomodar al emperador. Domiciano fue directamente al asunto que le interesaba.
—Parto para Roma de inmediato. Me llevaré la legión I Minerva, la guardia pretoriana y el resto de tropas de apoyo que traje para esta campaña. Germania quedará con las legiones que había antes de mi llegada, pero, derrotados los catos, es como dejarla doblemente protegida. —Fijó sus ojos en Trajano—. Has mostrado valor en el combate y eres leal a la dinastía Flavia. Te quedarás al mando de Germania Superior por un tiempo indefinido. Espero no tener noticias de esta provincia en mucho tiempo. Sé que no me defraudarás. —Se giró sin dar tiempo a que Trajano elaborara respuesta alguna, pero Domiciano se detuvo, se volvió de nuevo hacia él y añadió unas palabras—: Cuando vuelvan las patrullas quiero que envíes a los nuevos prisioneros a Roma a toda velocidad.
Se giró nuevamente para, en esta ocasión, no volver a mirar atrás. La figura del emperador se desvaneció entre la muralla de escudos pretorianos que le escoltaban.
Cuando la distancia entre ellos y las cohortes pretorianas era suficiente, Manió puso palabras a los pensamientos de todos los oficiales allí reunidos en torno a Trajano.
—Ha incendiado Germania y ahora se va. Los catos contraatacarán en cualquier momento, pero él ya no estará aquí para verlo.
Trajano no dijo nada, pero todos sabían que aquél era un silencio que, en gran medida, certificaba las palabras de Manió. De las quince turmae que se habían adentrado en territorio enemigo sólo había regresado una, con casi todos sus integrantes heridos y sin ningún nuevo prisionero.
Cuando Trajano recibió aquella información, se mantuvo pensativo durante un rato. Eran más de cuatrocientos jinetes perdidos de forma absurda; un auténtico desastre, pero nada podía hacerse ya. Al fin, miró a sus oficiales y empezó a dar órdenes.
—Van a volver a atacar. La aniquilación de las turmae les dará valor para ello. No tenemos fuerzas suficientes para una ofensiva, pero con las cuatro legiones aquí reunidas podemos resistir bien. Ocultaremos dos tras las colinas y las otras dos se quedarán en el campamento. Cuando vuelvan a atacar repetiremos todo: defenderemos el campamento unas horas, hasta que las dos legiones de reserva intervengan para, una vez más, ahuyentar al enemigo. Si atacan en los próximos días no podrán haber reunido muchos más hombres. Si en un mes no lo hacen, nos retiraremos hacia Moguntiacum.
Los tribunos, los centuriones con grado de primus pilus y otros de alto rango se retiraron para poner en marcha las instrucciones recibidas. Trajano se quedó con los tribunos Longino y Manió.
—Sería más razonable retirarse ya a Moguntiacum —dijo Manió, que no había querido contradecir a Trajano delante del resto de tribunos y centuriones. El legatus hispano, para sorpresa de Longino y del propio Manió asintió.
—Sin duda, pero no lo haremos.
—¿Por qué? —preguntó entonces Longino.
Trajano sonrió al tiempo que suspiraba.
—Porque el emperador desea prisioneros y no los tenemos. Sólo un nuevo combate en campo abierto nos dará la posibilidad de hacernos con esos prisioneros. Así que esperaremos. Esperaremos.