EL REGRESO DE DOMICIA

Roma, 84 d. C.

Domicia encontró su antigua habitación en el palacio imperial exactamente como la había dejado: los frascos de perfume y cosméticos seguían en el mismo sitio, sólo que en algunos casos las esencias se habían desvanecido y algunos ungüentos estaban resecos tras aquellos dos años de destierro. Domicia no había esperado que, después de todo lo ocurrido, del hijo muerto, de lo de Paris y, especialmente, después de lo de Tito, Domiciano la llamara de nuevo a su lado. De hecho había estado convencida de que en cualquiera de las comidas que le servían en su destierro encontraría una muerte rápida, pero no le importaba demasiado. La rabia de la venganza, distanciada de su origen, de Domiciano, se había diluido en su interior y Domicia tomaba aquellas comidas incluso con alivio de pensar que alguna de ellas estuviera, en efecto, envenenada por orden imperial. No le importaba acabar con todo, pero no quería suicidarse, eso no, no quería ponérselo tan fácil al emperador. Por lo menos, que su muerte tuviera que sumarla a las otras que había ordenado, por lo menos eso. Pero el veneno nunca llegó. En su lugar un pretoriano se presentó en su pequeña casa en el sur de la península itálica y le transmitió un mensaje de viva voz. Domiciano ni siquiera se había molestado en escribirlo.

—El emperador desea que la augusta Domicia Longina regrese a Roma de inmediato. —Se inclinó ligeramente.

Domicia parpadeó un par de veces al oír aquellas palabras y como si de un sueño se hubiera tratado, como si tras parpadear, de pronto se hubiera despertado allí mismo, en sus antiguos aposentos de la gran Domus Flavia rodeada por aquellos frascos del pasado: sólo los ungüentos resecos y los tarros de perfumes vacíos le confirmaban que sí había pasado el tiempo. Partenio estaba con ella y, como siempre, era un consejero muy observador.

—En seguida ordenaré que traigan nuevos perfumes y todo lo que la emperatriz necesite —dijo.

Domicia sonrió. Partenio no había perdido facultades. Se volvió hacia él.

—¿Por qué?

Partenio, al oír la pregunta de la emperatriz, inspiró aire.

—¿Por qué… qué, augusta? —inquirió al no entender bien la pregunta, pero la mirada seria de la emperatriz le hizo ver que no estaba para juegos o malentendidos, sólo que él no sabía que es lo que Domicia Longina quería saber.

—Si no vas a decirme la verdad o si no puedes hacerlo no digas nada, pero no me insultes con mentiras —apuntó Domicia con frialdad—. Y sí, espero que se renueven todos estos frascos lo antes posible y que venga una esclava para ayudarme a desvestirme y bañarme. Tengo el polvo de mil calzadas pegado a mi piel.

Partenio se inclinó, dio media vuelta, se detuvo en la puerta, se volvió hacia la emperatriz y habló en voz baja, pero de forma perfectamente audible para su interlocutora imperial. Creía haber entendido al final el sentido del interrogante que le había planteado la emperatriz.

—El César está intentando mejorar su imagen ante el pueblo y ante el Senado. La emperatriz siempre ha sido querida por el pueblo y respetada por el Senado.

—¿Eso es todo? —indagó Domicia sin mirar a Partenio, con sus ojos fijos en el espejo que le devolvía la imagen de ella sentada y del consejero imperial a su espalda.

—Sí, augusta. —Pero Partenio completó sus explicaciones con algo más de detalle—: Bueno…, es cierto que desde que el César promulgó una ley de lesa majestad, los sospechosos de traición son ejecutados con rapidez y el emperador incauta sus bienes; así, son muchas las ejecuciones, y muchos los delatores, como Caro Mecio, Mesalino y otros. Además, desde la muerte de las vestales, el pueblo siente algo de antipatía hacia el César. La vuelta de la emperatriz, uno de los miembros de la familia imperial más apreciados, contribuirá a calmar a la plebe. En eso confía el emperador.

Como no hubo más preguntas, Partenio salió y la dejó sola.

No fue hasta la noche, durante la cena, cuando Domicia Longina comprendió cuán precisas eran las palabras de Partenio: Domiciano hizo que la sentaran a su lado y se mostró amable con ella, como si el pasado no hubiera existido, como si se olvidaran las traiciones, las infidelidades y los muertos; como si, de pronto, hubiera una tregua entre ellos, pero aunque no hubo desprecio tampoco hubo miradas de afecto o sentimiento auténtico por parte del emperador hacia ella. Todo era una pantomima, como si estuvieran en el teatro Marcelo representando una obra de Plauto. No, las miradas de ansia animal que tan bien conocía Domicia, el emperador las reservaba ahora abiertamente para Flavia Julia, la joven y hermosa Julia. La pobre Julia. La joven hacía lo posible porque no se notara, pero era tan evidente para Domicia que, si no le hubiera resultado patético a la par que asqueroso, le habría hecho reír. Domiciano proseguía con su lenta venganza post mortem contra su hermano Tito. Primero le dejó morir, como mínimo eso, y ahora se acostaba con su hija. Flavia Julia no sabía dónde se había metido. Quizá tampoco tuvo opción. Eso concluyó Domicia, y por eso, cuando Julia se levantó para retirarse después de la cena, ella hizo lo mismo y la siguió con paso rápido. La alcanzó a la entrada de las cámaras de la familia imperial.

—Julia —la llamó. La joven se detuvo y se volvió para mirarla—. Si alguna vez quieres hablar conmigo… puedes hacerlo.

Era una manera torpe de intentar acercarse a ella, pero llevaba tres años sin estar en palacio, sin apenas hablar con nadie y no le salieron las palabras más adecuadas para la ocasión. Flavia Julia la miró airada.

—No tengo nada que hablar contigo —dijo y Domicia no respondió; la vio dar la vuelta y marcharse rápida a su habitación. Pronto, sin duda, la seguiría el emperador. Flavia Julia había respondido con orgullo. Seguramente eso era lo único que le quedaba a la joven. Domicia no se lo echó en cara, continuó caminando y llegó a su propia habitación. Una esclava la asistió para deshacerle el peinado. El espejo las devolvía a las dos su imagen ligeramente borrosa. La emperatriz habló mientras se miraba a sí misma fijamente.

—Es suficiente.

La esclava dejó los aderezos del pelo en la mesa de los perfumes y salió de la habitación sin decir nada, con la cabeza agachada. Domicia Longina se miraba sin darse tregua a sí misma. Domiciano hacía como si nada hubiera ocurrido y ella casi lo había ido olvidando todo, pero al verlo allí de nuevo, sonriendo mientras comía, engullendo carne mientras hablaba, mirando lascivamente a su sobrina mientras ella posaba a su lado como la perfecta emperatriz, así, sin poder evitarlo, sin saber bien cómo, la rabia y el odio y el ansia de venganza volvieron a atenazarla de pies a cabeza. Se dio cuenta de que aquel anhelo de devolver todos y cada uno de los horrores sufridos nunca había desaparecido de su ser: sólo dormía, dormía. Domiciano estaba disfrutando con su victoria absoluta: no sólo le había arrebatado a Tito, sino que además la mantenía viva para que viera cómo, por las noches, se acostaba con la hija de quien fue su último amor verdadero. Domicia cerró los ojos. Tendría que aprender a dominar sus pasiones oscuras, porque intuía que, si alguna vez tenía una posibilidad de devolver alguno de los horrores que le había infligido Domiciano, esa ansiada ocasión aún tardaría en llegar, tardaría mucho. Debía cultivar la paciencia infinita, lenta, perenne. La emperatriz asintió en silencio, para sí misma y, poco a poco, se fue quedando dormida acariciando en sus sueños el lomo suave, tentador y sedante de la venganza.

Los asesinos del emperador
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