PONTIFEX MAXIMUS
Roma, invierno de 83 d. C
Fusco entró en el Aula Regia de la gran Domus Flavia con nuevos informes de Britania. Domiciano quería recibirlo a solas y la inmensa sala estaba vacía. Incluso los pretorianos estaban apostados fuera de la sala.
Cornelio Fusco se detuvo frente al emperador. Lo último que se sabía de Agrícola es que, tras haber sometido a las tribus que habitaban frente a las costas de Hibernia [26], había seguido avanzando hacia el norte hasta chocar con el temible ejército de los caledonios en las costas orientales del norte de Britania, en la remota región de Fife y Forfar, y que allí, en medio de la noche, los bárbaros se habían lanzado, como fieras, contra las fortificaciones del campamento de Agrícola. Después se interrumpieron los correos. De eso hacía varias semanas; por eso Domiciano estaba esperanzado. Quizá, al final, no tuviera que ocuparse de Agrícola y los caledonios le resolvieran el asunto de aquel incómodo legatus de Britania. Incluso había pensado ya en los honores fúnebres que pediría al Senado para enaltecer a un heroico Agrícola que quizá ya hubiera caído en combate contra los caledonios, eso quería pensar, pero el rostro de satisfacción de Fusco, que seguía sin entender nada relacionado con lo que el emperador realmente deseaba que pasara, previno a Domiciano y éste detuvo su imaginación.
—¿Y bien? —indagó el emperador ante el absurdo silencio de Fusco.
—Una gran victoria, César —anunció el jefe del pretorio—. Acaba de llegar un nuevo correo: tras la batalla nocturna, donde la IX legión resistió bravamente, sobrevino una batalla campal y en ella Agrícola se impuso de forma absoluta. Los caledonios se han retirado hacia los montes Grampianos y el legatus planea ya una nueva campaña para perseguirles hasta derrotarlos por completo.
Domiciano recostó su espalda en el trono imperial. Asintió.
—Supongo que si lo consigue tendremos que honrar a Agrícola con honores triunfales —dijo el emperador con cierta desgana; pero, al instante, sonrió levemente—. Lo que es justo es justo. Luego ya veremos.
Fusco le miró con aire confundido. Cómo echaba de menos el emperador a alguien más inteligente. ¿Quizá Casperio, el otro jefe del pretorio? No, era demasiado ambicioso. Alguien inteligente pero sin tantas ansias de poder. Alguien eficaz. Eso sería lo ideal.
En ese momento, la figura enjuta de Partenio se dibujó en la entrada de la gran sala. Dos pretorianos se interponían delante de él, evitando que pudiera entrar, pero el liberto parecía pugnar por conseguirlo. Eso no era habitual en él. El emperador dio orden de que le dejaran pasar al tiempo que, con una mirada, transmitió a Fusco que se retirara. Partenio se cruzó con el jefe del pretorio, que le miró a su vez con desprecio supino mientras avanzaba hasta ocupar la posición de Fusco frente al César.
—¿Qué ocurre? —preguntó Domiciano manifestando una evidente molestia por la interrupción—. Un César tiene que ocuparse de las fronteras del Imperio sin ser perturbado a cada instante por minucias de palacio.
Partenio se inclinó. Se volvió a incorporar y justificó su presencia con pocas palabras.
—No vengo a importunar al César con nada relacionado con palacio, augusto.
—¿Entonces? ¿De qué se trata?
Partenio mostró en ese momento unos rollos sellados.
—Es por estas sentencias, augusto.
Domiciano miró aquellos rollos un instante y levantó las cejas con indiferencia.
—Sentencias de muerte, sí. ¿Me vas a molestar cada vez que condeno a muerte a alguien, Partenio?
El consejero guardó los rollos bajo su toga, se incorporó, se llevó una mano a la frente, meditó, suspiró y, al fin, se decidió a hablar.
—Son vestales, augusto: las hermanas Oculatae y Varronilla son vestales. El pueblo tiene a las vestales en gran estima, y son tres…
Domiciano alzó la voz interrumpiendo la argumentación de Partenio.
—¡Vestales que han roto su voto de castidad mientras están consagradas a velar por el fuego de Vesta!
Partenio volvió a llevarse la mano derecha a la frente. Empezaba a sudar. Las pruebas contra las vírgenes vestales habían sido confusas. No estaba claro que se hubiera consumado ningún acto sacrilego y los acusados de haberlo cometido con las vestales eran miembros de familias senatoriales claramente opuestos a la política imperial en el Rin y el Danubio, senadores que verían con buenos ojos que alguien como Agrícola ocupara el trono imperial dando fin así a la dinastía Flavia. Matar a aquellas vírgenes, enterrarlas vivas según la costumbre ancestral, y ejecutar a aquellos senadores enemigos sólo podría conducir a una guerra civil en poco tiempo. El emperador no parecía consciente de todo aquello. Sólo llevaba tres años en el trono y ya eran muchos los que añoraban a su hermano Tito o a su padre Vespasiano. No es que Partenio tuviera gran afecto por Domiciano, y más recordando lo que ocurrió en la muerte de Tito, pero una guerra civil era algo que el Imperio no podía permitirse. A Partenio le gustaba pensar no ya que velaba por Domiciano, sino que era custodio de algo mucho más grande: Roma. Un custodio aislado y con poco poder, pero que se sabía importante en ciertos momentos. Aquél era uno de ellos.
—Ningún emperador ha ordenado antes la ejecución de ninguna vestal. Ninguno, Imperator Caesar Domitianus. Ninguno. —Se inclinó ante el emperador en señal de sumisión, pese a que sus palabras no hacían sino contrariarle.
Domiciano le miró con odio. Le asqueaba que le recordaran lo que él ya sabía. No necesitaba un viejo consejero imperial para eso. ¿Acaso Partenio no entendía que tenía demasiados enemigos y que debía encontrar la forma de acabar con todos ellos antes de que éstos acabaran con él?
—Soy el Pontifex Maximus—dijo Domiciano al tiempo que se levantaba de su trono— y en calidad de tal la vida de las vestales la regulo yo.
Partenio permaneció mirando al suelo. Eso era cierto: desde los tiempos del divino Augusto, el máximo pontificado, el puesto de sacerdote supremo, quedó asociado a la figura del emperador, pero nunca antes se había usado aquel privilegio para condenar a muerte a tres vírgenes vestales y, menos aún, en base a unas pruebas tan poco fiables que, sin duda, levantarían las sospechas de muchos y el rencor en el pueblo, pero era evidente que el emperador no estaba dispuesto a ceder en lo fundamental: quería a esos senadores muertos; las vestales eran sólo víctimas, bajas necesarias a los ojos de Domiciano en su guerra personal contra el Senado.
—El emperador podría ver cumplidos todos sus deseos, pero hacerlo de forma que sus enemigos no puedan usarlo contra él.
Domiciano se sentó al oír las nuevas palabras de su consejero. Sabía que lo que quería hacer era peligroso. Odiaba a aquel miserable, pero reconocía que aquel maldito liberto sabía de política, mientras que él, aunque le doliese reconocerlo en secreto, se sabía torpe en aquella materia. Por eso mantenía aún con vida a Partenio.
—¿Qué propones?
Partenio alzó de nuevo la mirada.
—Sugiero que el emperador se muestre magnánimo en sus condenas y que ordene el destierro de los senadores implicados.
Domiciano asintió despacio.
—¿Y las vestales? —inquirió levantando su mentón imperial.
Partenio suspiró.
—Las vestales tendrán que morir, pero el emperador podría concederles el mínimo privilegio de elegir cada una la forma de morir. —Partenio sentía cada día más asco de sí mismo.
Domiciano ponderó en silencio la propuesta de su consejero. Aquellos senadores, y otros muchos, deberían morir, pero quizá aún fuera demasiado pronto para eliminar a todos sus enemigos. Y más con Agrícola conquistando toda Britania. Sí, era mejor esperar.
—Que se haga como sugieres, Partenio.
El emperador levantó la mano derecha y Partenio se inclinó, dio media vuelta y se encaminó hacia la salida de la gran sala. Tito Flavio Domiciano se quedó mirando a su consejero imperial mientras se marchaba. Partenio era mucho más inteligente que Fusco y no tenía esa ambición innata en los militares. ¿Era Partenio su hombre? Domiciano sacudió la cabeza en medio de las sombras del Aula Regia. Partenio tenía escrúpulos, demasiados escrúpulos. Y sabía demasiado. Sabía lo de la muerte de Tito. No. Partenio le era útil; mientras fuera inteligente en sus consejos, le usaría.
El emperador miró a su alrededor. Intuía que las conjuras estaban próximas a aparecer, desde el Senado, desde el ejército, desde Britania o desde Oriente; quizá desde el Rin, y los bárbaros acosaban en el Danubio y en Partía, por todas partes.
Allí, en el corazón del Imperio, percibía las miradas de los senadores dudando, siempre dudando de él. Dio una palmada y un esclavo entró con una copa de bronce con vino dulce recién escanciado servido sobre una bandeja de oro. En cuanto el emperador tomó la copa, el esclavo desapareció llevándose la bandeja. Domiciano se levantó y paseó por la gran sala bebiendo de su copa. Tenía a cinco mil pretorianos, eso era cierto, pero las confabulaciones las presentía, estaba seguro de que una traición empezaba a urdirse en Roma misma y necesitaba de hombres rudos que, sin miramientos, siguieran sus órdenes sin hacer preguntas incómodas, absurdas. Elevó la copa y bebió con ansia hasta ingerir el poso del fondo.