LA DECISIÓN DE NERVA
NERVA
λέγεται φϱόντωνα τὸν ὕπατον εὶπεῐν ὠς ϰαϰὀν μἐν έστιν αύτοϰϱάτϱα ἔχειν έφʹ οὖ μηδενι μηδὲν ἔξεστι ποιεῐν, χεῐϱον δὲ έφʹ οὖ πᾶσι πάντα·
[Se dice que el cónsul Frontón comentó : es malo tener un emperador que no permite hacer nada, pero es peor tener uno cuyo gobierno roza la permisibilidad absoluta.] [45]
Roma, 26 de octubre de 97 d. C.
Un año, un mes y ocho días después del asesinato de Domiciano
Marco Coceyo Nerva salió de su villa escoltado por veinticuatro pretorianos de su confianza. Eran hombres seleccionados por Petronio quien, pese a no ser ya uno de los jefes del pretorio, en calidad de tribuno pretoriano era a quien Nerva había asignado su protección personal. Las aguas del Tíber bajaban revueltas, y no sólo con arcilla, sino con traiciones, y el nuevo emperador sabía que no podía fiarse de casi nadie.
Nerva subió a la cuadriga que debía conducirlo al palacio imperial desde su residencia en los Horti Sallustiani, unos amplios jardines creados por Salustio al noroeste de Roma, en la región VII, entre las colinas del Picio y el Quirinal. Las malas lenguas decían que Salustio había podido crear aquel vergel gracias a una constante malversación de fondos en su gestión como gobernador de Africa Nova, la antigua Numidia, en tiempos de Julio César. Nerva se admiraba de aquel entorno de bosques, estatuas y fuentes mientras subía a la cuadriga. Las malas lenguas en Roma solían tener razón; seguramente si Julio César no hubiera sido amigo de Salustio aquel jardín no se habría levantado nunca con un dinero de tan dudosa procedencia. En cualquier caso, desde Tiberio, aquellos jardines habían sido empleados como lugar de descanso de los emperadores de Roma. El, Marco Coceyo Nerva, en un gesto que buscaba distanciarse de la tiranía de Domiciano, había decidido no vivir en la Domus Flavia, el gran palacio imperial, sino usarla sólo como lugar desde donde administrar el Estado o donde recibir a los embajadores de todo el Imperio y los reinos limítrofes, y hacer que los Horti Sallustiani fueran su residencia habitual. Pero hoy Nerva se dirigía a la gran Aula Regia para departir con su consilium y con varios senadores diferentes sobre asuntos relacionados con las fronteras del Imperio.
Llevaba meses intentando apaciguar los ánimos de todos y, sin embargo, de todos tenía que escuchar quejas y reclamaciones. A nadie en Roma parecía preocuparle lo que pudiera pasar en las fronteras, mientras que él no dejaba de recibir informes sobre los constantes ataques de los bárbaros, especialmente en la región del Danubio, donde, no podía olvidarlo y menos como emperador, dos legiones, la V y la XXI, habían sido aniquiladas en el pasado reciente. Nigrino en Oriente y Trajano en el Rin parecían controlar mejor la situación en sus ámbitos de influencia y se mantenían fieles a Roma, seguramente gracias a la creciente influencia del senador hispano Sura, que negociara con ellos en las semanas previas al asesinato de Domiciano. Pero los dacios en el Danubio eran una amenaza justo en el centro de la frontera norte del Imperio.
La cuadriga, escoltada por los pretorianos de Petronio, inició su camino hacia el sur por la Via Salaria hasta, superada la colina del Quirinal, cruzarse con la Via Nomentana y entonces girar hacia el suroeste.
—No —dijo el emperador sin gritar pero con firmeza al conductor de la cuadriga—. Iremos por la región V, por el Esquilino.
El conductor asintió y redirigió los caballos de acuerdo con las instrucciones del emperador. Nerva quería evitar la Subura, demasiado populosa y demasiado incontrolada y más en estos meses en los que su gobierno no parecía terminar de imponerse en la ciudad. Primero fueron los pretorianos, encabezados por Norbano, que exigieron la destitución de Petronio como jefe del pretorio por las sospechas que recaían sobre él como posible colaborador o instigador del asesinato de Domiciano. Nerva pensó que con algunas concesiones se haría con la confianza de los pretorianos, por eso cedió en ese punto y relevó a Petronio por Casperio, un veterano que siempre estuvo favorecido por el asesinado Domiciano. Además, dio un generoso donativum a los propios pretorianos para celebrar su ascenso al poder, de acuerdo con la costumbre imperial, de casi cuatro mil denarios a cada uno. Eso pareció calmar los ánimos un tiempo, pero al poco Norbano, apoyado por el propio Casperio, insistía en que debía llegarse hasta el final en la investigación sobre el asesinato de Domiciano para encontrar así a los asesinos del emperador y ejecutarlos. De esta forma, pasados los efectos tranquilizadores del donativum, Casperio y Norbano volvían a pedir interrogar a Partenio, el viejo consejero imperial, sobre todo lo ocurrido el 18 de septiembre. Y lo mismo exigía Casperio con relación a Petronio Segundo, el jefe del pretorio relevado. Y lo pedía con saña. Sin duda, Casperio no había hecho más que acumular rencor contra Petronio y ahora veía la ocasión para vengarse ante lo que muchos pretorianos interpretaban como una falta de firmeza de Petronio a la hora defender a Domiciano el día 18 de septiembre. Todo lo relacionado con aquel día era confuso. Nerva prefería que todo quedara así, nublado, hasta que se olvidara. Pero los pretorianos no, ellos no olvidaban con facilidad y querían escudriñar en ese día como un sacerdote en las entrañas de un animal sacrificado.
Ya habían pasado el Viminal y se alejaban de la región V para entrar en la región III de Roma. Nerva seguía abrumado por el recuerdo de los últimos meses de traiciones. Calpurnio Craso había preparado una conjura para hacerse con el poder. El complot fue desvelado por los espías del propio Partenio, un consejero que parecía reivindicarse como especialmente valioso incluso en medio de su decrepitud, pero Nerva decidió no condenar a muerte a nadie, en un intento más por no crispar los ánimos de todo el mundo, y se conformó con desterrar a Craso y los suyos a Tarento. Una vez más, su magnanimidad fue interpretada como debilidad y los pretorianos le veían desde entonces como el más despreciable de los gobernantes posibles. Desde aquel día, Nerva temía por su vida y por la de toda su familia; por eso, aquella mañana, al contrario que en otras ocasiones, había decidido acudir solo al palacio imperial dejando a su esposa en la villa de los Horti Sallustiani. Tenía un mal presentimiento. Los pretorianos eran capaces de cualquier cosa y los senadores… Nerva sonrió amargamente mientras se vislumbraba en la distancia la imponente silueta del anfiteatro Flavio. Los senadores también le despreciaban, le acusaban de débil, y él estaba allí, en medio de los odios de todos. Región X: el corazón de Roma. El carro se detuvo a los pies de la entrada al palacio imperial.
Nerva bajó de la cuadriga y miró a su alrededor. Había bastantes más pretorianos de lo habitual, rodeando la práctica totalidad de la gran Domus Flavia. Aquello podría significar mucho o nada. De un tiempo a esta parte, en las últimas semanas, no se le notificaban los desplazamientos de la guardia pretoriana con antelación. Tanto Norbano como Casperio remitían informes muy ambiguos sobre sus actuaciones y siempre aposteriori.
Se aproximó a la entrada del palacio, cuyo acceso estaba custodiado por una veintena de pretorianos. Le miraban directamente a los ojos. No, no les imponía respeto alguno. Era el emperador, era su jefe supremo y a quien debían proteger en todo momento, pero le menospreciaban, todos y cada uno de ellos. Incluso los hombres que le acompañaban, los que había seleccionado el caído en desgracia de Petronio, no le trataban con la distancia y el respeto debidos. Se aproximaba a ellos y, sin embargo, los pretorianos seguían allí, en pie, sin moverse un ápice, bloqueando la entrada al palacio, impidiendo la entrada al mismísimo emperador de Roma. ¿Tan mal estaban las cosas? En cuanto llegara a su altura podría saberlo. Nerva había vivido mucho, visto mucho. ¿Sentía miedo? No, no en particular, no más que en otras muchas ocasiones en su vida, en campaña, o siempre con la duda de si el ya muerto Domiciano ordenaría su ejecución. No, no sentía más miedo que entonces, pero había algo más: se sentía incómodo por no saber definir bien sus sensaciones. Los pretorianos, al fin, se apartaban, se apartaban, se hacían a un lado y pudo pasar sin ser molestado. Algunos no se cuadraron con la mano en el pecho, pero otros sí. Diferencia de opiniones. Era algo sobre lo que trabajar, aunque el margen de maniobra era ya escaso: les había dado un muy generoso donativum, tanto como el de Domiciano, y había degradado a Petronio de jefe del pretorio a tan sólo tribuno. ¿Más dinero? El tesoro estaba dilapidado: gran parte en los fastuosos juegos gladiatorios y circenses de Domiciano, parte en pagar a los propios pretorianos y parte en las arcas del rey Decébalo. Nunca una endeble paz en la frontera fue tan cara para Roma. Difícil responder con dinero. Además, lo que realmente necesitaba era lealtad y ésta, si es verdadera, nunca se compra. Se la gana uno al generar admiración en sus subordinados. Nerva sabía que para todos los pretorianos y para el ejército en general, incluso para muchos senadores, él era alguien viejo. Peor aún: viejo y sin hijos, sin sucesor. Era, en suma, alguien prescindible, aupado por las circunstancias, empujado por ellas, pero sin capacidad de gobernar el Imperio.
Pero Nerva intentaba mantener la dignidad por encima de todo. Pasó por delante de todos los pretorianos de la puerta del palacio con el porte de un emperador, con pisadas firmes sobre la tierra de Roma. Les demostraría, al menos, que, pasara lo que pasase, él, Marco Coceyo Nerva, no les tenía miedo alguno. Que dijeran cualquier cosa de él, pero que nunca dijeran que fue un cobarde. Todos, no obstante, de lo que deberían tener miedo era de lo que pudiera estar pasando en las fronteras del norte y de Oriente. Aquello era lo realmente grave, pero a nadie parecía importarle.
Nerva se sentó en el trono imperial que hasta hacía unos meses fuera de Domiciano y allí, rodeado por Partenio, Petronio y el resto de miembros de su consilium, se decidió a abordar los dos problemas acuciantes que requerían soluciones: el tesoro y las fronteras. Para el primer asunto había nombrado una comisión especial cuya función era reunir dinero de donde fuera para afrontar los pagos pendientes a pretorianos y legiones y proveedores de toda condición. Las primeras medidas habían consistido en confiscar todos los bienes de Domiciano para, con su venta, realimentar las arcas del depauperado Estado romano. La segunda medida había sido la de derribar todas las estatuas de bronce y oro y plata de Domiciano para fundirlas y hacer moneda. Estas decisiones, no obstante, ahondaban en la herida abierta llena de rencor de los pretorianos, que no sólo habían visto cómo se asesinaba a su querido Domiciano, sino que habían sufrido que no fuera deificado por el Senado, que éste emitiera una solemne damnatio memoriae y ahora que su sucesor en el trono ordenara el derribo y fundición de todas sus estatuas. Incluso si parte del dinero era para pagarles a ellos mismos, los pretorianos no podían evitar odiar cada vez más al nuevo viejo imperator. Nerva iba a dar la palabra a Partenio, de quien había solicitado informes actualizados sobre la comisión recaudatoria de fondos y sobre el asunto de las fronteras, pero vio rostros tan serios en todos sus consejeros que no dijo nada de lo que tenía pensado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Nerva y, ante el silencio de todos, mirando al ahora tribuno Petronio, levantando la voz, insistió—. ¿Qué ocurre? ¡Por Júpiter, soy el emperador de Roma! ¿Qué o-cu-rre?
Petronio suspiró, asintió y respondió.
—Norbano y Casperio se han alzado en armas y no reconocen la autoridad imperial. No hasta que se satisfagan sus condiciones.
—¿Sus condiciones? —preguntó airado Nerva inclinándose en su trono—. ¿Desde cuándo los jefes del pretorio ponen condiciones al emperador de Roma? Sólo el Senado puede atreverse a tanto. Sólo el Senado puede interferir en el gobierno del príncipe del Imperio.
Nuevamente silencio. Fue Partenio el que se adelantó dando un paso al frente. Eludió el tema irrelevante de si los pretorianos tenían derecho jurídico o no a exigir algo al emperador: el hecho era que lo hacían y que controlaban la ciudad de Roma por la fuerza de sus armas. El Senado era importante, sin duda, pero con los pretorianos en rebelión era momento de armas y no de palabras.
—Los jefes del pretorio, Norbano y Casperio, exigen que el emperador entregue al propio tribuno Petronio aquí presente y a mí mismo. —Se giró un instante para mirar al tribuno, que asintió con rostro serio—. Y también a Máximo y Estéfano, ayudantes míos.
Partenio no los buscó con su mirada porque ninguno de ellos se encontraba en el Aula Regia, sino en los aposentos privados del palacio. Observó que el emperador se encolerizaba por momentos, a entender del propio Partenio no tanto por aquellas exigencias sino por el hecho de que, en efecto, se le exigiera algo a quien estaba por encima de todos los demás. Sabía que la ira del emperador se desataría por completo cuando terminara con el listado de demandas de los jefes del pretorio.
—Además, Norbano y Casperio han persuadido al resto de pretorianos de que se les debe conceder libertad absoluta para interrogarnos a todos y ejecutarnos si se nos encuentra culpables de haber participado en una posible conspiración contra Domiciano; también piden poder detener e interrogar a aquellos senadores que podrían haber colaborado en el ataque contra el anterior emperador. Eso, en suma, es lo que piden y me consta que vienen desde los castra praetoria liderando una enorme turba de pretorianos que sólo son leales a ellos mismos y su causa. Esto, César, es lo que ocurre.
Nerva estaba fuera de sí, pero para sorpresa de todos los presentes se controló. La ira sin mesura ni objetivo preciso era una pérdida absoluta de energía y esfuerzo. Llevaba en la sangre, en su mismísima sangre, la dignidad imperial y pensaba ejercerla con gallardía hasta el último día, incluso si ese día era el presente. Por algo era de los pocos vivos que podía enorgullecerse no ya de haber servido lealmente durante años a la dinastía Flavia, hasta la locura absoluta de Domiciano, sino que además, se sabía emparentado por vía materna directamente con la dinastía del divino Augusto. Sí, era emperador por orden senatorial, pero también por la fuerza de la sangre. Todos le menospreciaban. Todos. ¿Estaban en lo cierto o se equivocaban?
—Cuando lleguen dejadles pasar. Quiero hablar con ellos —dijo, como si fuera una orden. Todos sabían que ningún pretoriano osaría detener a Norbano y Casperio, a excepción de Petronio y algún otro leal al mandato de Nerva y del Senado, pero siempre resultarían insuficientes frente a la gran mayoría de pretorianos que seguían, casi a ciegas, a un Norbano y un Casperio que les habían inculcado que nadie habría en el trono imperial que les volviera ser tan favorable como Domiciano y que, en consecuencia, lo mínimo que podían hacer, para mandar una señal clara al Senado y a toda Roma de su poder, era vengar hasta el final el asesinato de su querido emperador.
Por eso, en ese contexto, las palabras de Nerva sonaron huecas, pero todos asintieron como si el mandato hubiera ido respaldado del poder efectivo de quien gobierna con mano de hierro. Era una farsa. Una mala obra de teatro de final previsible.
Norbano y Casperio se detuvieron ante la entrada de la gran Aula Regia. Quinientos pretorianos habían desfilado tras ellos por las avenidas y el foro de Roma. Era una exhibición de tan sólo una décima parte de su poder. Roma era suya y el emperador sería aquel que tuviera claro que las condiciones de vida de los pretorianos, es decir, sus privilegios, eran algo consustancial al Imperio. Luego vendrían el resto de asuntos, pero eso primero, y junto con eso había algo más a lo que ni Norbano ni Casperio estaban dispuestos a renunciar: la necesaria venganza, dando muerte a todos y cada uno de los asesinos de Domiciano.
Los pretorianos de la puerta hicieron un amplio pasillo, mucho más amplio y más solemne en apariencia que el que habían formado cuando entró el emperador Nerva. Los jefes del pretorio irrumpieron en el Aula Regia como si de dos grandes legati triunfales se tratara.
Entre tanto, en la Subura, en el Quirinal, el Aventino, el Esquilino, en las inmediaciones del foro y del palacio imperial, por todas partes, los ciudadanos de Roma cerraban puertas y ventanas y la ciudad entera empezaba a quedar desierta. A nadie le importaba ya que aquél fuera día de mercado. Los comerciantes habían palpado el miedo que se apoderaba de las calles y cerraban también sus tiendas, guardando a toda prisa sus mercancías en el interior de sus comercios. En menos de una hora, por las calles de Roma sólo transitaban los miembros de la guardia pretoriana y, quizá, algún borracho despistado que lamentaría gravemente su estado de ebriedad al encontrarse con alguna de las decenas de patrullas pretorianas. Anécdotas de un día clave en el destino del mundo. A nadie le interesaba un muerto más o menos en alguna esquina de la capital del Imperio; lo importante se dirimía en el gran Aula Regia de la Domus Flavia.
En su interior, Partenio y Petronio, a ambos lados del emperador Nerva, engullían su tensión inmóviles y desafiantes en apariencia, pero con el miedo que todo hombre siente cuando percibe que su final, y un final presuntamente muy doloroso, se acerca.
—No aceptamos más retrasos —espetó Norbano al emperador de Roma—. Entréganos a esos dos miserables que se esconden a tu espalda —ambos, Petronio y Partenio, habían retrocedido un par de pasos como quien intenta ocultarse en las sombras— y no se hable más de este asunto. Y entréganos también a los que les ayudaron: ese ciego traicionero de Estéfano y ese imbécil de Máximo. Los cuatro, ahora mismo, por Marte, o no respondo de las consecuencias.
Nerva se levantó de su trono.
—¡Silencio, miserable! —vociferó Nerva escupiendo saliva al hablar—. ¡Estáis bajo mis órdenes y aquí se hará lo que yo, Imperator Nerva Caesar Augustus Pontifex Maximus Pater Patriae, ordene!
La voz había sido resuelta, decidida; las palabras pronunciadas con aplomo, el porte distinguido, pero el efecto de todo fue nulo. Ignorando gestos y palabras, Norbano en persona rodeó el gran trono imperial y, seleccionando con habilidad la presa más débil, llegó hasta el anciano Partenio, lo cogió por la túnica, a la altura del hombro y lo arrojó al suelo a los pies de un airado Nerva, impotente, incapaz de imponer su mando; Norbano aprovechó la indecisión imperial para dirigirse a un grupo de los pretorianos que lo habían acompañado desde los castra praetoria.
—¡Prendedlo! ¡Ya tenemos uno! —dijo Norbano sonriente, satisfecho por la caza del día, y mirando a otro grupo de soldados añadió con rapidez—: Y ahora, buscad por palacio y traednos a los miserables de Estéfano y Máximo.
—¡No, por Júpiter! —clamó Nerva descendiendo del trono— ¡No y mil veces, no!
Casperio se encaró entonces con el emperador, que quedó situado con el propio Casperio delante y con Norbano por detrás. Petronio pensó en intervenir, pero cuatro pretorianos que se habían movido con sigilo le asieron por los brazos inmovilizándolo.
—¡Dejadme, malditos! —exclamó Petronio.
Nerva oyó aquellas palabras y se giró y se encontró con un Norbano sonriente que, al igual que había hecho con Partenio, sin importarle que quien tenía ahora delante fuera el emperador de Roma, le empujó. Marco Coceyo Nerva, con sesenta y cinco años, no era rival para el fornido jefe del pretorio, por lo que trastabilló, perdió el equilibrio y cayó sobre el suelo del Aula Regia. La humillación más profunda inundó todo su ser. No era sólo que le empujaran a él, sino el hecho de que unos pretorianos osaban empujar, golpear y humillar al emperador de Roma, el príncipe del Senado, el centro máximo del poder del Imperio ¿Dónde estaba el orden, la jerarquía, la disciplina? Sin eso Roma no era nada. Nada.
Nerva no dijo más. Por un instante pensó que lo matarían allí mismo, pero Norbano y Casperio parecían felices aquella mañana con salir del Aula Regia arrastrando a Partenio, silencioso, y a Petronio, aullando con fuerza y pugnando por liberarse del abrazo mortal de quienes, hasta hacía bien poco, eran soldados bajo sus órdenes. Y para mayor desafío no se iban a los castra pretoria, no, sino que se adentraban en el palacio imperial, como si no tuvieran intención de abandonarlo ya nunca.
Marco Coceyo Nerva sólo se alegró de una cosa simple: acababa de identificar, al fin, con la exactitud del médico experto que sabe entender el mal del que adolece cada persona, cuál era el sentimiento que le incomodaba y le irritaba desde el principio de aquel funesto día: la impotencia, la impotencia absoluta, en grado supino, la impotencia de no poder hacer nada de nada por detener el curso de los acontecimientos. La mayoría de los pretorianos abandonó el Aula Regia; sólo media docena de los que Petronio seleccionara en las ultimas semanas y que le habían escoltado esa mañana por las calles de Roma quedaron junto al abatido emperador de… de no sabían bien qué. Eran hombres veteranos en la guerra, para quienes la disciplina, la jerarquía y el orden era un valor aprendido a sangre y fuego y que habían visto otros motines, otras rebeliones y sabían que nunca saldría nada bueno de allí. Así que se quedaron quietos, a la espera de recibir órdenes. Si las había. Era un día confuso. El resto de consejeros imperiales desapareció, de modo que Nerva apreció de forma especial aquel apoyo silencioso de aquella media docena de leales: una gota de agua en un océano de anarquía, pero una gota que recordaba tiempos pasados, tiempos mejores.
Marco Coceyo Nerva se sentó a los pies del trono. No se sentía con la dignidad suficiente para volver a hacerlo sobre el mismo. Estaba hundido, golpeado, humillado, pero se negaba a darse por vencido, porque aceptar su derrota en aquellas circuntancias era aceptar que Roma ya no existía y eso, eso no podía ser. Además, más tarde o más temprano, Casperio y Norbano pasarían de ajusticiar a pretorianos y consejeros imperiales a ajusticiar a senadores y, por qué no, a él mismo, al propio Nerva. Era ya sólo cuestión de tiempo. Pero no tenía soldados fieles, más allá de esos seis hombres mudos; no tenía fuerza que oponer a los pretorianos; el Senado estaría atemorizado y pronto sería objeto de una purga brutal por parte de los rebeldes. Ni las cohortes urbanae ni las cohortes vigiles se enfrentarían a los pretorianos, como no lo hicieron tampoco en el pasado. Y el ejército estaba demasiado lejos, en las fronteras del Imperio. De pronto se le iluminó el rostro; no con el resplandor de la felicidad si no con el fulgurante destello de la rabia que encuentra una ruta para satisfacer su encono. Sin duda alguna, Norbano y Casperio tenían en mente forzar que el Senado eligiera a algún pobre ex cónsul tan viejo y débil como él, un mero títere para los pretorianos, y así extender su poder y su dominio sobre todas las instituciones del Estado. Quizá ése fuera sólo un paso previo a que el propio Norbano o Casperio se autoproclamaran emperador. Ese sería el plan, ni tan siquiera aún bien pergeñado de los jefes del pretorio, pero era su único camino y no parecía algo fácil de detener. Sobre todo Norbano que estaba bien emparentado, y era apreciado por el ejército por la victoria en Germania contra aquel gigantesco ejército de los catos que se ahogó en el Rin. Pero Nerva comprendió que aún le quedaba un arma, una única arma. Eso sí, un arma al alcance sólo de un legítimo emperador de Roma. Pero él lo era. Lo era por nombramiento del Senado.
Nerva se levantó. Miró a su alrededor. El Aula Regia semidesierta, poblada de sombras, le envolvía. Sólo estaban los seis pretorianos leales, inmóviles hasta confundirse con las estatuas de los divinos Vespasiano y Tito y Augusto y Tiberio y Claudio. Ninguna de Calígula o Nerón o Domiciano, pero pronto, si la rebelión de Norbano y Casperio se mantenía en el tiempo, pronto regresarían las estatuas, cuando menos, del propio Domiciano, sin importar la damnatio memoriae del Senado. Nerva vio una mesa con papiro y mapas que uno de los libertos del consilium, abadonara a su suerte. Se acercó a ella y se sentó en la sella del consejero que había huido, atemorizado, como todos, por Norbano, Casperio y sus hombres. Había papiros, varias schedae sueltas para tomar notas, un stilus y attramentum. No necesitaba más. Marco Coceyo Nerva escribió despacio, meditando bien cada palabra. Era importante qué iba a decir y cómo decirlo, pues iba a usar palabras para acabar con una rebelión. No era un iluso. Eran palabras que debían traer espadas más fuertes que la suya al corazón de Roma, gladii que pudieran doblegar las pesadas espadas pretorianas. Tenía que escribir dos mensajes. Dos. Para personas distintas. No pudo evitarlo y se sonrió mientras escribía. Dos mensajes, un puñado de palabras contra cinco mil pretorianos en rebeldía, sólo que los pretorianos olvidaban un pequeño detalle: eran las palabras de un emperador, incluso si no le obedecían, incluso si le menospreciaban, incluso si pensaban que no estaba a la altura del puesto, seguían siendo las palabras de un emperador de Roma vivo. Norbano y Casperio tendrían que haberle matado. Ese fue su error. Nerva terminó el primero de los mensajes. Era el más importante, pero también el más claro en su mente, por eso le salió con facilidad y el stilus dibujó las palabras con acierto y fluidez, pero, llegado el momento de escribir el segundo mensaje, Nerva se detuvo. ¿Cómo decirle a alguien todo lo que iba a decirle sin emplear decenas de rollos de papiro o un codex entero de pergamino? ¿Cómo explicar el cambio del curso de la Historia a quien la Historia señalaba de forma ineludible? Se oía un tumulto en el interior del palacio y los primeros gritos. Habían empezado las torturas a los detenidos. Lo sensato era salir de aquel lugar cuanto antes y refugiarse en los Horti Sallustiani y esperar allí a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Un recuerdo cruzó entonces la mente del emperador. Nerva sonrió. Optó por una cita literaria en griego. Quien la leyera entendería: sólo el destinatario lo entendería. Eso era lo esencial. Los pretorianos, si capturaban al mensajero, aunque le sonsacaran el destinatario, al no saber griego no lo comprenderían, no hasta que dieran con un traductor. Y por los gritos que se oían en palacio la mayoría de los que sabían griego estaban siendo torturados y ejecutados.
Nerva se dirigió a uno de los pretorianos que permanecían en la sala.
—¿Cómo te llamas, soldado?
El pretoriano se puso aún más firme de lo que estaba.
—Aulo. Aulo es mi nombre, César.
—Bien, Aulo. ¿Eres veterano de alguna campaña?
—Veterano de Britania bajo el mando de Agrícola.
—Una gran campaña y un gran legatus.
—Sí, César.
—Eres entonces un hombre valiente.
—Siempre he luchado con honor, César.
—¿Por qué te has quedado y no te has unido al resto de pretorianos?
—Porque la guardia está al servicio del César.
Nerva sonrió. Una isla de disciplina y de orden en medio de la tormenta y el caos. Y se giró hacia los otros cinco pretorianos que escuchaban atentos.
—Vuestra lealtad será recompensada. —Se volvió de nuevo hacia Aulo—. Necesito que entregues dos mensajes mientras yo voy al templo de Júpiter. El primero es para el senador Lucio Licinio Sura. A esta hora lo encontrarás en el Senado, en el edificio de la Curia Julia. El segundo mensaje es para esta persona. —Y Nerva enseñó el segundo papiro, doblado por la mitad y sellado en un extremo con un nombre en la parte posterior de la scheda.
El pretoriano leyó con atención el praenomen, el nomen y el cognomen del destinario del segundo mensaje y asintió despacio, mientras el emperador añadía una pregunta:
—¿Sabrás encontrar a esta segunda persona?
El pretoriano asintió de nuevo.
Marco Coceyo Nerva suspiró.
—¡Por Júpiter! ¡Adelante, pues, pretoriano de la guardia imperial! ¡Lleva mis mensajes y asegúrate de que obtengo respuesta del Senado antes de que partas hacia el norte con el segundo mensaje! Me encontrarás en el templo de Júpiter.
Vio cómo Aulo saludaba con el brazo y la mano derecha extendida, daba media vuelta y, con paso decidido, salía del Aula Regia. No era probable que los pretorianos se entretuvieran en retener a uno de los suyos que partía en dirección al foro, que era lo mismo que decir en dirección a los castra praetoria. El destino del Imperio estaba contenido en esos dos mensajes. Si su plan surtía efecto, el mundo le recordaría por ellos. Sólo por eso. El resto de su mandato imperial era sólo una lenta sucesión de días de anarquía y desgobierno. Lo había intentado, lo había intentado todo y nada había surtido efecto. Sólo quedaban esas palabras. Y tendrían que bastar. Tendrían que ser las adecuadas o Roma perecería en un torbellino de guerras internas sin control mientras los depredadores de más allá del Rin y del Danubio se harían con el dominio de todas las provincias del norte y los partos se anexionarían todo el Oriente. Y eso sería sólo el principio.
Nerva miró al resto de pretorianos del Aula Regia.
—¡Vamos! ¡Al templo de Júpiter!
Tampoco los detuvo nadie. Los pretorianos que custodiaban el palacio imperial le consideraban demasiado insignificante como para retenerlo. Para ellos era ya sólo el pasado, mientras que Norbano y Casperio representaban el presente y el futuro.