MIL ESPEJOS
Roma, abril de 96 d. C.
—¿Cuántas columnas hay en el palacio? —La pregunta del emperador dejó confuso a Partenio, que ya había acudido a aquel encuentro con prevención, pues temía profundamente por su persona.
Hacía semanas que no era convocado por el emperador y aquella urgencia con la que había sido llamado le hizo temer lo peor. «Ahora no, ahora no», se decía a sí mismo entre pensamientos tumultuosos mientras caminaba escoltado por dos pretorianos por los pasillos de la Domus Flavia. «Ahora que estamos tan cerca del fin… ahora no.» Estaba persuadido de que el emperador iba a acusarle formalmente o iba a indicarle que ya no gozaba de su confianza, que a todos los efectos, en cuanto a consecuencias, era lo mismo; sin embargo, en lugar de acusaciones, vino aquella pregunta sobre el número de columnas del palacio imperial.
—No estoy seguro, Dominus et Deus —empezó a responder Partenio toda vez que el emperador le miraba frunciendo el ceño y en silencio—. No estoy seguro del número exacto de columnas del palacio. Es posible que con los peristilos y el hipódromo lleguen a mil, pero puedo averiguarlo con rapidez. Las contaré yo mismo, Dominus et Deus.
El emperador lo miró entonces con seriedad.
—Tú mismo, sí. Para estas pequeñas cosas aún me vales, porque sabes contar, ¿verdad, Partenio?
—Sé contar, Dominus et Deus. —Y se inclinó con humildad ante el emperador.
—Cuenta entonces, pero ve encargando ya mil espejos. Tengo sueños terribles. Mil espejos, Partenio. Los espejos ayudarán a que duerma más tranquilo.
—¿Mil espejos, Dominus et Deus?
—Mil espejos —repitió el emperador irritado por la pregunta—; uno por cada columna: quiero un espejo en cada columna de forma que siempre pueda ver qué ocurre a mi espalda mientras camino por palacio. ¿Lo has entendido bien?
Partenio asintió.
—Sí, Dominus et Deus: mil espejos para mil columnas —confirmó aún sin haber borrado el asombro en el tono de su voz, si bien ese tono de perplejidad y sorpresa no molestaba al emperador, sino que, muy al contrario, lo llenaba de orgullo, pues se jactaba de sorprender a sus servidores con la agudeza de su ingenio sin límite.
—Mil espejos —apostilló Domiciano— son mil ojos que añadir a los ojos de los pretorianos. —Soltó una sonora carcajada que terminó de forma abrupta cuando Partenio intentó, torpemente, sumarse a la misma—. Pero no es asunto de risa —añadió y el consejero selló sus labios.
El emperador se levantó, descendió de su trono imperial y se despidió con una última mirada a su consejero.
—Mil ojos, Partenio, y los quiero con rapidez. Cada vez hay más enemigos que acechan. Tú aún estás conmigo, ¿verdad?
—Verdad, Dominus et Deus—repitió Partenio y se hizo a un lado. El emperador le dedicó una enigmática sonrisa y descendió del trono imperial. Partenio se quedó detenido solo, en medio de la inmensa Aula Regia, mientras Tito Flavio Domiciano se alejaba rodeado por veinticuatro pretorianos que ocultaban la silueta del Dominus et Deus del mundo entre el grueso acero de sus armaduras.