LA SEGUNDA MURALLA DE JERUSALÉN

Jerusalén, 30 de mayo de 70 d. C.

Puesto de observación zelote en la segunda muralla

Simón caminaba por lo alto de la segunda muralla y observaba cómo los romanos destruían todos los edificios de la Ciudad Nueva para trasladar allí su gran campamento general, levantándolo sobre las ruinas de aquella parte de la ciudad, encarando de forma desafiante la segunda muralla de Jerusalén. No importaba. No importaba en absoluto. Cuando Jehová les concediera la victoria sobre los invasores romanos, lo reconstruirían todo y todo desde el celo más completo a Dios y a sus creencias. Quedaría el asunto pendiente de Gischala y sus zelotes, pero, desaparecidos los romanos, derrotar a aquéllos y expulsarlos del Templo sería sólo cuestión de tiempo. Tiempo. Todo era cuestión de tiempo. Los romanos, por el momento, se entretenían en destruir, destruir, destruir. Allanado el terreno frente a la segunda muralla, reiniciarían los ataques con los arietes y las dos torres de asedio que les quedaban. Todo volvería a empezar. En un principio, Simón pensó que, como el perímetro a defender de la segunda muralla era bastante inferior al de la primera, tendría hombres suficientes para hacerlo con más eficacia; pero no había contado con las numerosas bajas que había sufrido y con el hecho de que, rota la tregua con los zelotes, sus sicarios podrían no ser bastantes para proteger con firmeza las posiciones de la segunda muralla. Tenía que pensar en algo. Algo nuevo. Algo diferente.

Simón miró al cielo en busca de inspiración divina. El sol cegador le hizo cerrar los ojos, pero tuvo una idea. Una gran idea. Y sonrió.

Primeros de junio de 70 d. C.

Vanguardia romana a los pies de la segunda muralla

Trajano estaba cubierto de sudor y polvo y sangre. Llevaban cuatro días de ataques sin descanso contra la segunda muralla. Había visto morir a varios legionarios de su legión en el fragor brutal de los arduos trabajos de asedio, con los arietes a los pies de la nueva muralla que se interponía entre ellos y los judíos. Al final, quizá picados por el valor que demostraban las vexillationes de Egipto y el resto de legiones, los hombres de la XII estaban luchando con gallardía, pero nada parecía suficiente hasta que, como en el caso de la muralla exterior, uno de los arietes resquebrajó la parte del muro sobre la que venía impactando desde hacía cuatro malditas, largas e interminables jornadas de combates sin fin. Se abrió una brecha que, tras el derrumbe de aquel sector de la fortificación, dejaba un espacio de entre doce y quince pies, con la muralla derruida hasta el mismísimo suelo. Era la gran oportunidad. Trajano, como el resto de legati, cada uno desde sus diferentes posiciones, volvió los ojos hacia el hijo del emperador que los gobernaba a todos en aquel largo asedio. Todos querían saber qué legión iba a elegir Tito para entrar en la Jerusalén que seguía luchando tras aquella nueva muralla, pero Tito no se volvió hacia ninguno de ellos, sino que se dirigió a los oficiales de caballería.

Tenía claro que quería ser él quien cruzara primero la nueva muralla del enemigo. Quería dejar claro ante todos que no era hombre de mandar desde la cómoda situación de retaguardia. Subió a su caballo y miró a los decuriones de su caballería.

—¡Por Roma, por el emperador Vespasiano, por Júpiter! —exclamó con fuerza—. ¡Vamos a tomar esta ciudad de una vez por todas y para siempre! —Asestó un golpe seco con sus talones a las tripas de su caballo para iniciar un decidido trote en dirección a la brecha abierta—. ¡Que los arqueros nos cubran! —aulló y éstos pusieron una rodilla en tierra para apuntar mejor a las almenas de las murallas mientras los singulares del hijo del emperador se aprestaban a cabalgar raudos hacia el interior de la ciudad—. ¡Desenvainad los gladiosl ¡Los gladios!

Tito estaba convencido de que tendrían que abrirse camino a golpes de espada entre una espesa maraña de enemigos, pero nada parecía amedrentarle. Nada. Estaba resuelto a terminar con aquello con una brutal exhibición de fuerza por parte de la caballería que, en tantas ocasiones, se había mostrado ya efectiva en combate contra los judíos de aquella rebelde ciudad. Una vez más y todo terminaría. Una vez más. Con fuerza, con decisión. Al acercarse a la brecha, Tito azuzó una vez más a su caballo y lo mismo hicieron sus oficiales. En fila de a dos, casi al galope, los singulares de Tito Flavio Sabino, vociferando como bestias, irrumpieron en las entrañas abiertas de la Jerusalén que aún permanecía en pie, siempre rebelde contra Roma. Y los jinetes romanos blandían sus gladios con furia para cortar, para herir, para matar… el aire.

Entraron sin encontrar oposición alguna.

Los arqueros romanos en el exterior de la muralla, pie a tierra, mantenían la mirada fija en lo alto de los muros. No se veía a nadie. No parecía haber ni un solo defensor entre las almenas.

Tito cabalgó con furia durante un centenar de pasos y, al no ver a nadie armado a su alrededor, detuvo la carga, tirando de las riendas de su caballo. Alzó la mano derecha para que el resto de caballeros le imitara. Estaban en una especie de gran plaza, a los pies de una colina que los judíos llamaban Acra pero en cuyas laderas se levantaban decenas de edificios, al igual que a su alrededor: todo estaba lleno de casas allí donde terminaba la plaza y, sin embargo, no se veía a nadie. Silenciados los gritos de sus hombres y con los cascos de los caballos detenidos sobre el suelo de piedra de aquella gran plaza, Tito oyó algo extraño en una ciudad que debía estar atestada de población, pues la mayoría de los habitantes de la Ciudad Nueva se había retirado tras la segunda muralla. No obstante, Tito oyó algo absolutamente extraño: el silencio. No se oía nada. Los defensores parecían haber desaparecido y la población, escondida tras sus casas de puertas y ventanas cerradas, parecía haber detenido la respiración. Todo y todos estaban quietos, petrificados, inmóviles. Ni siquiera había una brizna de viento. Tito pensó que los dioses debían de estar absortos también, observándoles, entretenidos en el desenlace de aquel gran asedio, pero pronto sus pensamientos derivaron hacia el espacio físico que tenía a su alrededor y tanta quietud empezó a hacer que se sintiera incómodo.

En el interior de la Ciudad Nueva, en las calles adyacentes a la gran grieta de la segunda muralla

Simón mantenía la misma sonrisa de hacía cuatro días, sólo que ahora había llegado el momento de disfrutar realmente de los resultados de su plan: durante cuatro días había dejado que uno de los tres arietes tuviera éxito en destrozar una parte de la muralla, justo el ariete que estaba emplazado donde se podía preparar la mejor de las emboscadas. Ahora había llegado el momento de cosechar sangre: la parte de sangre que les correspondía cobrar. Miró a Eleazar y asintió. Este aceptó la orden, levantó el brazo un instante y lo bajó al momento. Súbitamente decenas, centenares, miles de sicarios emergieron de todas las bocacalles que desembocaban en aquella plaza donde se había concentrado la odiada caballería romana. En una mano una espada y en la otra sus famosas sicae, gritando como animales fuera de sí, se abalanzaron a toda velocidad contra el enemigo. Había que evitar que la caballería pudiera arrancar y aprovechar el ímpetu de los animales para hacer una carga. Tenían que llegar a los jinetes enemigos antes de que éstos tuvieran tiempo de reaccionar. Luego clavarían sus dagas en los vientres de los animales mientras con las espadas se defenderían y herirían a los jinetes.

Posiciones romanas en el exterior de la segunda muralla

Trajano observaba las almenas de las murallas agrietadas, desguarnecidas, sin defensor alguno. Los escorpiones estaban armados pero sin ningún objetivo contra el que disparar, y lo mismo ocurría con los centenares de arqueros que se mantenían con una rodilla en tierra apuntando al aire vacío del horizonte.

—Esto no tiene sentido —dijo Trajano al resto de legati que estaban a su lado—. Voy a entrar con los arqueros —añadió.

Los tres altos mandos asintieron con sus miradas aún fijas en las almenas. Compartían con el veterano Trajano la sensación de que algo no marchaba bien y, al igual que éste, temían que algo le ocurriera a Tito. El hijo del emperador era, con mucho, el mayor revulsivo para todos los hombres de las legiones V, X, XII y XV, pues luchar bajo la atenta mirada de quien es César y está llamado a ser Imperator Caesar era algo poco frecuente: lo más normal era que un César estuviera siempre bajo el resguardo de los pretorianos de Roma. Sí, combatir bajo el mando de alguien llamado a ser emperador del mundo era como combatir bajo la atenta mirada de los dioses, pero si ese dios caía abatido por los judíos, Jerusalén nunca sería rendida. Por eso Ceralis y Frugi y Lépido asintieron y aceptaron sin dudarlo la idea de Trajano.

Interior de la Ciudad Nueva, junto al segmento derruido de la segunda muralla

Tito tardó poco tiempo en comprender la gravedad de su error: los judíos, comandados por Simón bar Giora, les rodearon en poco tiempo. No tuvieron tiempo ni de cargar contra ellos, perdiendo la gran ventaja de la caballería. Así, envueltos por una maraña informe de enemigos que luchaban con una furia descarnada, más brutal aún que en los combates de las murallas, el hijo del emperador Vespasiano vio cómo su caballo, herido de muerte en el vientre, alzaba las patas delanteras mientras lanzaba su agónico relincho de muerte. Tito Flavio Sabino cayó al suelo, entre los cascos de los caballos del resto de sus singulares y rodó un par de veces para evitar ser pisoteado por las bestias equinas heridas y aterradas que sólo anhelaban escapar de aquella emboscada. Maldijo su estupidez y su ansia de victoria. Llevaban ya varios meses de asedio y había querido acortar el camino hacia la victoria, un camino que ahora se le antojaba no ya difícil, sino una senda que él mismo ya no podría andar nunca. Desenvainó su gladio y entró en lucha con un judío que había reconocido su paludamentum púrpura y se había arrastrado por entre los caballos para llegar hasta él y atacarle. El judío lanzó un golpe rápido que Tito detuvo con la habilidad del adiestramiento militar disciplinado y constante, y así con los dos golpes siguientes, pero se vio obligado a retroceder. Era evidente que aquellos judíos, si habían luchado con garra en las murallas, lo hacían ahora aún con más saña entre las calles de su ciudad. El sicario golpeó una vez más y otra y Tito respondió al ataque con golpes propios, de su cosecha personal, mandobles certeros y poderosos que sorprendieron a su atacante. Pero en ese momento, la grupa de un caballo golpeó al hijo del emperador, que cayó de rodillas y, en un acto instintivo por no caer de bruces, soltó la espada. Detuvo así su caída implacable, pero quedó desarmado. El atacante se acercó dispuesto a no desaprovechar la ocasión que le brindaba el destino.

—Mi nombre es Eleazar y voy a matarte —dijo, pero una nube extraña cubrió el cielo y el sol desapareció.

Eleazar levantó la mirada porque aquél era un día despejado y vio cómo un mar de flechas se cernía alrededor de los jinetes romanos para impactar entre los judíos que les rodeaban; para cuando volvió a mirar hacia donde se encontraba el líder de los romanos, el César ya estaba rearmado con su gladio y custodiado por una docena de jinetes que habían desmontado de sus caballos para proteger con su vida si era necesario la vida del hijo del emperador.

—Nunca podréis vencernos —dijo Eleazar mientras empezaba a replegarse para reunirse con el grueso de sus tropas—. ¡Nunca! ¡Nuuunca! —aulló y su voz resonó misteriosa entre la nueva lluvia de flechas que los arqueros lanzaron desde todos los puntos de la retaguardia romana.

En poco tiempo la plaza quedó desierta de judíos y Tito empezó a retirarse con la caballería superviviente a aquel fracasado intento de terminar con el asedio. En su retirada se cruzó con Trajano que, desde lo alto de un sector de la muralla derruida, justo al lado mismo de la estrecha brecha, estaba dirigiendo a los arqueros que les cubrían durante aquel improvisado repliegue. Tito Flavio Sabino no dijo nada al legatus de la XII legión de Roma, pero su mirada se cruzó con la suya y Trajano se limitó a llevarse el puño cerrado al pecho. El hijo del emperador asintió al tiempo que decidía no olvidar nunca la lealtad de aquel hispano que su padre le recomendara. Este tenía la habilidad de identificar el espíritu noble o insano de los hombres. Una virtud extraña. Una virtud valiosa. Una virtud que sólo le faltaba a la hora de valorar a Domiciano, pero eso le quedaba ahora muy lejos. Muy lejos.

—Los judíos vuelven a atacar, César —dijo uno de los oficiales de caballería a Tito y el hijo del emperador aceleró la marcha. La brecha era estrecha y eso ralentizaba la retirada.

En las almenas de la segunda muralla

Tras la retirada de los romanos, de su caballería y de sus arqueros, desde lo alto de la segunda muralla, de nuevo bajo el control de los sicarios, Simón supervisaba los esforzados trabajos de sus hombres para amontonar el máximo número de escombros posibles en la brecha abierta por el enemigo.

—Estuve a punto de matarlo —dijo Eleazar a su espalda.

Simón bar Giora se volvió y le miró a los ojos.

—«A punto» no nos vale de nada, Eleazar —le respondió su jefe con frialdad—. Siempre estamos «a punto» de matarle y nunca lo conseguimos. Debemos centrarnos en no ceder esta muralla o nos encerrarán en la Ciudad Alta.

Eleazar no replicó nada, pero se sintió menospreciado. Había esperado recibir algún aprecio por su hazaña al colarse entre los caballos romanos para atacar personalmente al hijo del emperador. Tomó buena nota de aquella gélida respuesta de Simón. Si Jerusalén caía, él no caería con ella. Eleazar empezó a tener ideas propias.

Campamento general romano frente a la segunda muralla de Jerusalén

En el gran praetorium de las cuatro legiones que asediaban Jerusalén, erigido en medio del sector derruido de la Ciudad Nueva que estaba bajo su control, Tito Flavio Sabino, como si no hubiera pasado nada aquel día, pese al cansancio de todos, en medio de la luz de las antorchas daba las nuevas instrucciones a sus cuatro legati.

—Esta noche descansaremos, pero mañana al amanecer se retomarán todos los trabajos del asedio. Volveremos a atacar allí donde hemos abierto la brecha. Los judíos apenas tendrán tiempo en una noche de amontonar escombros suficientes en esa sección del muro para detenernos de modo permanente. Hemos de reventar la muralla de nuevo ahí y concentrarnos en abrir una brecha mucho más amplia. No volveremos a adentrarnos como hemos hecho esta mañana.

Los cuatro legati le miraban con cierto asombro: el hijo del emperador tenía una pequeña herida en un hombro, su paludamentum estaba rasgado, el casco sucio, las manos encallecidas por empuñar la espada constantemente y, sin embargo, el joven César parecía desconocer que la palabra desfallecimiento existiera.

—No, no volveré a cometer ese error: nada de adentrarnos por estrechas brechas. Nos tomaremos todo el tiempo que haga falta hasta derruir todo el muro desde aquí hasta aquí. —Señaló un amplio espacio en la zona noroccidental de la segunda muralla, en torno a la pequeña brecha que estaban reparando los judíos—. Atacaremos y atacaremos hasta que tenga un espacio lo suficientemente grande para entrar en Jerusalén con una legión entera. Entonces nos las veremos con los malditos judíos.

Tardaron cuatro días.

Cuatro largos y lentos días.

Los sicarios de Simón bar Giora arrojaron todo lo que les quedaba, cualquier cosa que valiera de proyectil. Los escorpiones respondieron con contumacia, los arietes golpearon la segunda muralla sin parar. Tardaron cuatro lentos y sangrientos días, pero al quinto día la segunda muralla se desmoronaba en pedazos en el mismo punto donde había caído unos días antes. En esta ocasión, Tito ordenó que se continuara bombardeando con la artillería a lo largo de toda la muralla mientras los arietes demolían un enorme sector del muro, hasta que, al fin, decenas de calles de la Jerusalén dominada por los sicarios quedaron expuestas a la artillería romana. Y el ataque continuó y continuó hasta que Simón bar Giora se retiró con sus sicarios a la colina de la Ciudad Alta tras el tercer y último muro de Jerusalén. La ciudad quedó dividida entonces en tres partes: toda la Ciudad Nueva bajo el control de los romanos, la Ciudad Alta con su tercer muro en manos de Simón y Eleazar y sus temibles sicarios, y el Gran Templo, con la fortaleza Antonia y la Ciudad Vieja, controlada por Gischala y los zelotes que, por sus diferencias con los sicarios, no habían intervenido en la lucha por la segunda muralla.

En medio del polvo de la tarde del quinto día, Tito Flavio Sabino se sentó entre las ruinas de la segunda muralla mientras bebía algo de agua fresca que le había traído un aguador de las legiones. Marco Ulpio Trajano se acercó. Hacía tiempo que había percibido el agotamiento en los legionarios de todas las unidades, y aunque se hubiera conseguido demoler una nueva muralla, los muros de la Ciudad Alta, de la fortaleza Antonia y del Templo, que aún se mantenían bajo el poder férreo de los judíos, no eran obstáculos menores; más bien al contrario: era como si, una vez agotado, se le exigiera a un corredor que en ese momento corriera aún más y con más vigor. Era en todo punto imposible. Los hombres necesitaban un respiro, pero el hijo del emperador, de quien Trajano admiraba su determinación, parecía no ver que el resto de hombres bajo su mando no eran como él. No lo eran.

—¿Agua, Trajano? —dijo Tito y le acercó su propio cazo en el que aún quedaba un poco de líquido. Trajano asintió y tomó el cuenco sin dejar de escuchar al César que le seguía hablando—. Mañana proseguiremos con el ataque a esta nueva muralla y a la fortaleza Antonia también. Lo haremos todo a la vez. Lo tengo todo pensado. Esta noche quiero veros a los cuatro en el praetorium —concluyó mirando a Frugi, Cerealis y Lépido que acababan de unirse al grupo de altos oficiales.

Trajano devolvió el cuenco de agua ya vacío al aguador y con voz serena contradijo al hijo del emperador.

—Los hombres necesitan descanso, César.

Tito, que se había levantado y le había dado la espalda para dirigirse a su tienda a descansar un poco antes de la reunión que acababa de convocar, se detuvo en seco, se giró e, inmóvil, se quedó mirando fijamente a Trajano. El legatus de la legión XII, que percibió a su vez las miradas intensas del resto de legati, no se arredró. Su misión era dar el apoyo más eficaz en aquella maldita campaña, en aquel asedio infinito, y si para ello tenía que contradecir al hijo del emperador, ésa y no otra era su obligación.

—¡Por todos los dioses, César! Los hombres están exhaustos: han luchado en decenas de combates alrededor de toda la ciudad; han sido atacados con lanzas y flechas y proyectiles durante meses; han construido torres de asedio, arietes, y han conquistado dos murallas inmensas en ese tiempo. Ante ellos sólo tienen nuevas murallas, si cabe algunas más altas e imponentes que las anteriores, especialmente las de la fortaleza Antonia y el Gran Templo, y a estas alturas todos sabemos que los judíos no se van a rendir nunca. Tendremos que demoler cada nueva muralla, cada pedazo de muro, hasta conseguir rendir esta ciudad olvidada por los dioses. Ya sé que el emperador necesita una victoria. —En este punto las facciones de Tito se tensaron aún más, si ello era posible; Trajano se adentraba en terreno peligroso—. Es evidente que el emperador necesita una gran victoria que acalle a sus enemigos en Roma, y yo estoy con él. Los Trajano estamos con Vespasiano y estaremos con su familia, con la familia Flavia, hasta el final, pase lo que pase, pero estos hombres, los legionarios de la XII, y creo que hablo por mis colegas también —volvió su mirada hacia Ceralis y el resto de legati, pero éstos, no obstante, se limitaron a guardar silencio, sin ponerse claramente de su parte, esperando para ver en qué quedaba aquel debate entre Trajano y el hijo del emperador—; creo que hablo en nombre de todos los legionarios, los de la V y la X y la XV también, cuando leo en sus caras el agotamiento total. Todos ellos necesitan unos días de descanso y quizá nosotros mismos también y quizá, aunque no lo crea, hasta el mismísimo hijo del emperador necesita unos días de descanso.

Guardó silencio; Tito le observaba apretando los labios, sin decir nada. Trajano, ya en voz baja, repitió su mensaje a modo de conclusión, como si hablara ya para él solo.

—Unos días de descanso nos harán bien a todos…

—A los defensores también —replicó Tito con sequedad. Trajano suspiró y no se atrevió a responder a aquella valoración del hijo de Vespasiano, que, por otra parte, podía tener parte de verdad. Tito miró entonces a Cerealis, otro de los veteranos en las campañas de Oriente—. ¿Estás con el legatus de la XII, Cerealis? ¡Por Júpiter! ¿Tú también crees que un descanso es lo que nos hace falta ahora, ahora que tenemos el corazón de la ciudad tan cerca de nuestras manos?

Aquélla era una pregunta envenenada, pero Cerealis decidió dejar de ser neutral en aquel debate.

—Estoy con Trajano, César; un descanso vendría bien a los legionarios, un des…

Tito le interrumpió airado, con las mejillas enrojecidas por la ira que intentaba controlar en aquella lenta tarde de junio.

—¿Es esto, acaso, una rebelión? —preguntó mirando fijamente a Marco Ulpio Trajano—. No esperaba esto de ti —añadió—. De cualquiera, pero de tí, nunca.

—Esto no es una rebelión, César —se defendió Trajano con una voz vibrante pero contenida—. Si el César ordena que en este anochecer reúna a los legionarios de la XII Fulminato y ataque con los arietes el nuevo muro que se levanta ante nosotros, no seré yo quien me niegue a cumplir una orden, la que sea que venga de boca del hijo del emperador de Roma, pero mi función de legatus de una legión es la de obedecer a mi superior y la de aconsejar…

—La de aconsejar cuando se te pida consejo —refutó Tito con la faz completamente roja y los puños cerrados a ambos lados de su uniforme, desgastado y ensangrentado por los combates del día.

—Es cierto —respondió Trajano y bajó la cabeza—. En ese caso, retiro mis palabras.

Saludó militarmente al hijo del emperador y se retiró. El resto de legati imitó el gesto de Trajano y acudió a las posiciones de sus respectivas legiones.

Fortaleza Antonia, junto al Gran Templo de Jerusalén

Gischala había sido testigo privilegiado de la derrota de Simón en la segunda muralla. Por fin, los muros de la fortaleza Antonia serían el objetivo de los romanos. Ahí quería verlos Gischala, ahí, preparando el terreno para acercar sus arietes. Este había tomado muy buena nota de la estrategia de asedio de los romanos en su participación en la defensa de la primera muralla y estaba convencido de haber encontrado la fórmula con la que detenerlos. Ahora podría poner en marcha su plan y dejar en ridículo, ante todos los judíos de Jerusalén, ante los zelotes y ante los mismísimos sicarios, a Simón bar Giora. Gischala estaba incluso feliz de que el segundo muro hubiera caído. Nada había más importante para él que humillar a Simón. Ni siquiera la libertad de Israel, aunque él no era consciente ya de ello. En cualquier caso, su plan estaba en marcha y era un plan elaborado con la precisión del odio personal: una de las fuerzas más feroces que nunca jamás ha conocido la humanidad. Ni siquiera los romanos podían con eso.

Campamento general romano

En el consilium de los legati, Tito desplegó un mapa nuevo sobre el que se habían dibujado cruces con números que identificaban el despliegue de las legiones para el nuevo ataque. La voz de determinación gélida del hijo del emperador era la de siempre.

—La V y la XII se situarán frente a la fortaleza Antonia y levantarán sendas rampas de madera. Sé que la madera se ha acabado en las proximidades de la ciudad, pero la traeremos de más lejos. Me da igual de dónde. Quiero esas rampas aquí y aquí, y luego, en este punto, más al sur, frente a la tercera muralla, la que defiende la Ciudad Vieja donde se ha replegado Simón, se levantarán otras dos. En este lugar trabajarán las legiones X y XV. Y no me importa si estas murallas son más elevadas o si la artillería enemiga nos ataca constantemente. Esas rampas se construirán y por ellas subirán los arietes y las torres de asedio hasta que destrocemos sus defensas. ¿Están claras mis órdenes? —Miró fijamente a la cara a cada uno de sus legati, empezando por Trajano para terminar de nuevo en él tras haber paseado sus ojos por las miradas de aceptación, resignadas, sin emoción ni bravura, pero aceptación a fin de cuentas, de Ceralis, Frugi y Lépido—. Bien —añadió el hijo del emperador y bajó su propia mirada al suelo mientras se sentaba—. Eso haremos, pero en unos días. Antes aseguraremos las posiciones y repartiremos la segunda paga que corresponde a las legiones. Ya llevamos unos días de retraso con esta paga y los legionarios se la han ganado. Eso permitirá que se aseen todos, que limpien sus armas y uniformes, que descansen un poco y que su moral se refuerce algo con la sensación de las bolsas llenas de oro. —Suspiró—. Dinero tengo para pagarles, lo que no sé es si tengo valor suficiente en sus corazones para devolver con su bravura lo que Roma les paga.

Volvió a mirar a Trajano. El legatus de la XII sintió que debía responder. Y lo hizo.

—El César verá que su decisión ha sido sabia.

—Sea, pero no quiero más consejos que no sean solicitados —apostilló Tito y Trajano asintió.

Una vez a solas, Tito se tumbó en el lecho que tenía dispuesto para él en su tienda. Seguramente había hecho lo correcto. Cerró los ojos. Era cierto que los legionarios necesitaban descanso. Suspiró. Sin embargo, estaba convencido que cada día de descanso sería aprovechado por los judíos para tramar alguna nueva y terrible estratagema contra la que tendrían que luchar. Luchar y vencer. No había otro camino. Tenía claro que nunca podría cumplir la fecha prometida de junio para rendir la ciudad. Se estaba quedando dormido. El también estaba agotado. Si no era en junio sería en julio o en agosto o en septiembre o cuando fuera. Nunca abandonaría aquel asedio, nunca. No importaba lo que los judíos ingeniaran para la defensa. Más tarde o temprano comprenderían que no había otro camino que la rendición.

Se quedó dormido.

Los asesinos del emperador
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