GLADIADORES VIVOS Y GLADIADORES MUERTOS

Quem praestare potest mulier galeata pudorem, quae fugit a sexu, uires amat?

[¿Qué pudor puede mostrar una mujer con yelmo que rechaza su sexo y está enamorada de la fuerza bruta?] [41]

JUVENAL, Satvrae, VI, 252-255

Roma, abril de 92 d.C.

En el spolarium del anfiteatro Flavio

Carpophorus se consolaba troceando el cadáver sin vida del gladiador de Pérgamo. Aquel tracio no había tenido tiempo de hacer amigos y ningún otro luchador quiso poner dinero para pagar su entierro en las afueras de Roma, donde los gladiadores veteranos que sí tenían amigos entre el resto de compañeros del Ludus Magnus y otros colegios de lucha, eran enterrados habitualmente. Desmembró primero las piernas y los brazos en una gran piedra que se alzaba sobre un tremendo charco de sangre. Los leones de la jaula a sus espaldas rugían a la espera de aquella suculenta cena, pues no era frecuente disponer de un cadáver de aquellas dimensiones. Pero Carpophorus no estaba satisfecho: nadie quería comprar la sangre de aquel gigantón que había sido incapaz de abatir a una mujer, por muy gladiatrix que ésta fuera.

El bestiarius, no obstante, sonrió mientras desgajaba la cabeza y se la arrojaba a las fieras partida en dos para que pudiera pasar entre los barrotes: la gladiatrix moriría, más tarde o más temprano; era imposible que una mujer sobreviviera mucho tiempo en aquel lugar; sería entonces cuando ganaría mucho dinero.

Tres horas más tarde en el Ludus Magnus

Alana estaba cubierta por paños con manzanilla y barro. Tenía magulladuras y moratones por todo el cuerpo. Había derrotado al tracio, pero éste se había empleado a fondo contra ella y pese al escudo Alana había recibido numerosos golpes que ahora se dejaban ver por todas partes. Estaba acurrucada en la esquina de su celda. A su lado el cuenco de la comida estaba vacío. Aún tenía hambre. Había consumido mucha energía en aquel combate corriendo, luchando, por la tensión y los nervios. Marcio entró despacio en la celda. Alana se mantuvo quieta. Era de noche, la hora que los romanos llamaban prima vigilia. Marcio se sentó cerca de ella, pero guardando las distancias. Llevaba un cuenco que olía bien.

—Te he conseguido más comida —dijo y puso el nuevo cuenco junto al otro que ya estaba vacío.

Alana lo cogió y empezó a comer con ansia ayudándose con la cuchara de madera que manipulaba con tanta torpeza como habilidad había demostrado para blandir una espada. Alana comía sin mirar a Marcio. La muchacha sabía por qué venía Marcio y no se sentía con fuerzas para luchar, pero tampoco quería ceder. El gladiador se acercó un poco, pero sólo un poco. Extrajo algo de entre su ropa y lo puso junto al cuenco vacío: era la daga con la que Alana se había defendido de Marcio hacía unos días y con la que apenas hacía unas horas había matado al tracio.

—Recuperé el arma del cadáver en el spolarium —explicó Marcio—. Es una buena daga. Debes tenerla siempre contigo. La manejas bien.

Alana, que había terminado de comer, dejó el cuenco junto al otro y cogió la daga. Seguía acurrucada en la esquina. Marcio la miraba como la miraba desde hacía días, semanas, meses.

—Ya has matado a un guerrero —dijo Marcio al fin. Alana sostenía la daga en su mano derecha. Marcio se acercó con cuidado. Ella asía el puñal con fuerza. El gladiador acarició el pelo largo y fino de la muchacha, algo sucio por el combate y varios días sin lavar, pero fuerte y hermoso y pleno de energía y juventud. Alana tensó los músculos. La daga seguía en su mano. De pronto, para sorpresa de la muchacha, Marcio se levantó y se dirigió a la puerta. Se detuvo en el umbral y se volvió para mirarla y decirle algo antes de irse.

—Ya has matado a un guerrero —repitió el gladiador—. Me hiciste una promesa. Cuando tú quieras ya sabes donde está mi celda.

No dijo más y se marchó. Alana se quedó sola en su pequeño cubiculum, asiendo aún la daga, sintiendo la satisfacción de tener el estómago lleno, confusa por un mar de sensaciones extrañas. El dolor de los moratones ya no estaba presente en su mente.

Pasó así un rato largo hasta que cayó en un duermevela en que su cuerpo, pese al insomnio, se recuperó en gran medida del cansancio y las turbulencias descomunales de aquella jornada. Al fin sus ojos se cerraron. Soñó que alguien la atacaba y se despertó sudando y con la daga en la mano, pero no había nadie en la celda. Seguía sola. Alana se levantó entonces y salió al exterior. En la explanada del anfiteatro del Ludus Magnus todo estaba quieto. Todos dormían. La muchacha cruzó con sigilo la arena hasta llegar al punto donde se encontraba la celda de Marcio. Al entrar, Cachorro dio un respingo y mostró los dientes de forma instintiva, dispuesto a atacar, pero al oler la fragancia especial que desprendía Alana se calmó de inmediato al reconocerla y se limitó a lamerle la mano. Marcio seguía dormido. Alana se desnudó junto al gladiador de gladiadores, el más hábil luchador del Ludus Magnus, el guerrero que la había ayudado a enfrentarse contra el tracio y que la protegía, de una manera u otra, desde que llegara allí. Se tumbó junto a aquel hombre y sintió el calor de aquel cuerpo musculoso y recio y prieto. Tragó saliva. No sabía qué iba a pasar. Marcio sintió algo, pero no reaccionó de forma violenta. Se volvió despacio y la vio allí, desnuda, nerviosa, respirando deprisa. Era aún más hermosa de lo que hubiera podido imaginar.

—Has venido antes de lo que esperaba —dijo Marcio. La muchacha callaba. Marcio aún tenía alguna duda—. ¿Y la daga?

Alana se giró, estiró el brazo y cogió el pequeño puñal de entre su túnica desparramada por el suelo.

—Toma —dijo ella al entregársela a Marcio—. Las sármatas cumplimos nuestras promesas. Esta noche no la usaré.

Marcio cogió el puñal y lo dejó a los pies del lecho. Al volverse a recostar junto a Alana empezó a acariciar la piel suave y tersa de la joven. Era infinitamente más bella que cualquier patricia romana, y más fuerte y más leal. Hasta Cachorro se fiaba de ella.

—No me hagas daño —dijo Alana.

A Marcio le conmovió que la muchacha pareciera tener más miedo esa noche que en medio de la arena del anfiteatro Flavio combatiendo contra un gigante.

—No te haré daño. Nunca te haré daño.

Los asesinos del emperador
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