EL APOCALIPSIS
Isla de Patmos, Mediterráneo oriental
18 de septiembre de 96 d. C., al amanecer
Juan se retorcía entre las mantas de su duro lecho en aquella prisión de la isla de Patmos y lanzaba extraños gemidos en medio de su delirio. Era el último apóstol de aquel que los cristianos llamaban Cristo. El último de los doce elegidos directamente por aquel extraño profeta y ahora yacía allí, destrozado por el dolor de sus llagas, envuelto en una piel arrasada por las quemaduras.
—Es la fiebre —dijo uno de los legionarios que lo custodiaban desde hacía días. Era un hombre joven que, hasta la llegada de Juan, había despreciado siempre a los cristianos, pero que no podía por menos que apreciar la resistencia de un anciano que, más allá de toda lógica, seguía vivo.
—Y esas llagas que tiene por todo el cuerpo —dijo otro legionario más veterano que se había apiadado del viejo herido y había llamado a un médico que le hizo algunas curas.
Juan, el prisionero, había llegado a la isla en un pésimo estado, con todo su cuerpo lleno de quemaduras horribles. Nadie podía entender que no hubiera muerto, no después de todo lo que se decía que había tenido que sufrir ante el emperador de Roma, pero los dos legionarios percibían que hasta eso, las peores quemaduras que nunca hubieran visto en alguien, parecían algo secundario ante la faz de pánico que se veía reflejada en el rostro del viejo cristiano martirizado.
—No —dijo Juan en voz baja, quejumbrosa, como un susurro venido de muy lejos—; no es la fiebre, no son las llagas —continuó incorporándose ligeramente; estaba recobrando la conciencia después de una tumultuosa noche, agitada como ninguna otra desde su llegada a la isla—. No son las heridas, no son las quemaduras. No es nada de todo eso, conozco bien este dolor, me acompaña desde hace meses, vive conmigo, es parte de mí; no, es otra cosa… algo peor…
Se sentó sobre la cama y el legionario veterano le aproximó un cuenco de agua fresca a los labios. Juan bebió con ansia irrefrenable hasta saciarse. Vació el cuenco, el legionario lo tomó y se retiró con él. Luego volvió enseguida. El viejo continuaba allí sentado, respirando con dificultad, como si intentara recuperar el aliento después de un combate. Los dos soldados sabían que para cualquier cristiano del mundo conocido, desde Persia hasta los pilares de Hércules, desde África hasta las fronteras del Rin y del Danubio, las palabras de aquel anciano eran la propia palabra de su dios: potentes, sinceras, irrefutables y siempre llenas de sabiduría. Eso decían, eso habían oído. No lo creían, pero no podían evitar sentir admiración y curiosidad.
—Has de dormir —dijo el legionario veterano—. Es lo mejor.
Empezó a girarse para alejarse de allí y volver a cerrar la cancela de la celda, seguido por el legionario más joven, cuando la voz del anciano les detuvo.
—He visto cosas horribles —empezó Juan. Levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de aquellos legionarios confusos entre sus obligaciones y la admiración por la extraña fortaleza que su dios le había dado a aquel viejo para sobrevivir—. Cosas horribles. —Juan hundió su rostro entre sus manos esqueléticas y lloró, lloró, lloró de puro terror.
—Ha perdido la razón —dijo el legionario joven—. El dolor le ha vuelto loco.
—Es posible —dijo el veterano, cuando, justo entonces, por primera vez, Juan desveló la más horrible de sus pesadillas.
—He visto el fin del mundo —dijo, y se volvió a recostar pero sin cerrar los ojos; era evidente que el viejo cristiano tenía pánico a dormirse y retornar a su pesadilla. Los dos legionarios cerraron la celda y dejaron a solas con sus miedos y su sufrimiento a aquel viejo cristiano que había debido de perder la razón. Sin embargo, a los dos aquel anuncio del fin del mundo les sonó demasiado rotundo, demasiado escueto, demasiado humilde para ser sólo el fruto de la locura.
Pasó el tiempo y, en la hora sexta, el prisionero, más sereno, llamó a los legionarios. Se acercó el veterano.
—¿Qué quieres? Aún no es la hora de la comida.
—Lo sé —aceptó Juan—, pero necesito algo para escribir.
El veterano legionario suspiró. Era la más extraña de las peticiones, pero no le pareció que fuera peligroso darle algo con que escribir a aquel saco de huesos herido mortalmente.
Al cabo de una hora retornó e, iluminada la celda por la pequeña abertura por donde entraba desde el techo la potente luz del mediodía en aquella isla perdida en el Mediterráneo oriental, Juan empezó a escribir. Para su sorpresa, el dolor se redujo y el pulso fue firme y sereno, como si no fuera su mano lacerada y abrasada la que escribía:
Et bestia Quam vidi, similis erat pardo, et pedes eius sicut pedes ursi, et os eius sicut os leonis. Et dedit illi draco virtutem suam, et potestatem magnam.
Et vidi unurn de capitibus suis quasi occisum in mortem: et plaga mortis eius curata est. Et admirata est universa térrapost bestiam.
Et adoraverunt draconem, qui dedit potestatem bestiae: etadoraverunt bestiam, dicentes: ¿Quis similis bestiae?¿etquispoteritpugnare cum ea?
[Y la bestia que vi era semejante a un leopardo y sus pies como pies de oso y su boca como boca de león. Y le dio el dragón su poder y grande fuerza.
Y vi una de sus cabezas como herida de muerte, pero fue curada su herida mortal. Y se maravilló toda la tierra en pos de la bestia.
Y adoraron al dragón que dio poder a la bestia, y adoraron a la bestia diciendo: ¿Quién hay semejante a la bestia? ¿Y quién podrá luchar con ella?] [7]