UNOS PEQUEÑOS GLADIADORES
Roma, finales de otoño de 72 d. C.
En la escuela de gladiadores
Vespasiano caminaba acompañado por Trajano padre, Partenio y una veintena de pretorianos. Había acudido a uno de los vetustos colegios de gladiadores, que dirigía Cayo, un oficial veterano retirado del servicio activo hacía años. El colegio disponía de unas pequeñas gradas que rodeaban un óvalo que hacía de arena de entrenamiento para los gladiadores de la escuela. El emperador sabía que si construía un gigantesco anfiteatro como el que estaba proyectando en el corazón de Roma, necesitaría también mejorar y ampliar las instalaciones de los colegios de gladiadores. Un anfiteatro como el que estaba construyendo precisaría de más y mejores luchadores, los mejores del mundo entero. Cayo estaba en la arena, junto a varias parejas, con mirmillones, retarii, samnitas y provocatores, todos empleándose a fondo en varias luchas que buscaban, sin duda, impresionarle. No lo hacían mal. En el otro extremo del óvalo, bajo la sombra de las gradas opuestas, un par de niños de unos diez u once años observaban las luchas con atención. Vespasiano estaba convencido de que eran esclavos que ayudaban en la limpieza del lugar.
Trajano padre, por su parte, acompañaba al emperador contento de saberse entre los hombres de más confianza de la nueva dinastía, aunque con un leve recelo, pues una entrevista personal siempre era para ordenar algo, con frecuencia algo incómodo o difícil de cumplir. En cualquier caso, Trajano sólo podía estar agradecido al emperador: nada más terminar el asedio de Jerusalén, con el año nuevo, fue nombrado cónsul de Roma, un privilegio al alcance de muy pocos con el que Vespasiano lo situaba entre los pocos senadores consulares vivos tras el terrible año de guerra civil. La posición de los Trajano, en consecuencia, había ascendido mucho y su poder, junto con el del veterano Sura, había incrementado el poder de los hispanos en el conjunto del Senado, a la par que su lealtad para con Vespasiano.
—Te he hecho llamar, Trajano —empezó el emperador sin dejar de mirar los combates de los gladiadores en la arena de aquel colegio de lucha—, porque tengo un problema y preciso de tu ayuda.
—El emperador sabe que estoy siempre a sus órdenes —respondió Trajano con rapidez.
Vespasiano asintió, pero seguía mirando a los gladiadores. Luchaban bien. Cayo era un buen lanista, eso también le interesaba aquella mañana, pero ahora estaba hablando con Trajano. Se giró y le miró a la cara.
—Partía —dijo el emperador—. Me preocupa Partía. Las últimas noticias que tengo de Siria es que han caído Herodión, Maqueronte y Masada y que ya no hay resistencia alguna por parte de los judíos en Oriente, y eso es muy bueno, pero están los partos, Trajano. —Este asintió sin decir nada. Vespasiano volvió a mirar los combates y continuó hablando—: Los alanos, una tribu sármata, han atacado Armenia y Media. Tiridates, rey de Armenia, nos ha pedido ayuda, y se la daremos, pero todo eso no me importa. —Volvió a mirar a Trajano—. Lo importante es que Vologases puede emplear toda esta confusión para apoderarse de Armenia y quién sabe si para atacarnos directamente. Necesito a alguien fuerte, hábil y capaz, alguien con experiencia en la región para controlar todo aquello y mantenerme informado. Tú estuviste con Corbulón en el pasado y luego con mi hijo Tito. Conoces bien el terreno y las alianzas cambiantes y, sobre todo, conoces cómo luchan los partos. Te necesito allí lo antes posible como gobernador de Siria y legatus augusti. Quiero que informes de todo lo que pase y no quiero problemas en Oriente, ¿me entiendes, Trajano? Aún tenemos las fronteras del Rin y el Danubio por pacificar y no podemos permitirnos abrir un nuevo frente en Oriente.
Trajano asintió.
—Acudiré donde diga el emperador y cumpliré con la misión, augusto —respondió Trajano de forma tajante. Vespasiano le sonrió y volvió a mirar a los gladiadores, algunos de los cuales habían dado por terminados sus combates.
—No esperaba menos de ti —añadió el emperador—. Por cierto, estoy pensando en extender la ciudadanía romana a varias ciudades de Hispania, ¿qué opinas?
Trajano tragó saliva. Aquél era un eterno anhelo entre la aristocracia hispana y entre muchos de sus ciudadanos. Muchas poblaciones de la Tarraconensis y de la Baetica ya disfrutaban del derecho y la ciudadanía latinos, pero pasar a ser ciudadanos romanos era un salto cualitativo enorme. Trajano no pudo evitar responder con cierta emoción.
—Eso, sin duda, hará aún más popular al emperador en toda Hispania.
—Eso creo yo —completó Vespasiano. Trajano comprendió que la conversación había concluido, saludó al emperador e iba a dar media vuelta cuando se detuvo. Vespasiano se percató de que Trajano quería preguntar algo y volvió a mirarle.
—¿Sí, Trajano? Si quieres preguntar algo, éste es el momento.
Trajano asintió.
—Tengo un hijo, augusto, tiene ya veinte años. Creo que sería bueno para él que pudiera acompañarme en calidad de… —Pero no se atrevió a completar la frase.
—En calidad de tribuno laticlavio —terminó así el emperador—. Por supuesto, que tu hijo te acompañe. El Imperio necesita que cuando el gran Trajano se retire haya alguien capaz de reemplazarle en el servicio a Roma. Tu hijo puede acompañarte a Siria. —Trajano volvió a saludar al emperador y dio media vuelta cuando la voz de Vespasiano se oyó decidida a su espalda—. Sólo recuerda que no quiero malas noticias de Oriente.
Trajano ya no se volvió, pero grabó en su memoria aquellas palabras del emperador.
Vespasiano se quedó contemplando cómo el nuevo gobernador de Siria se alejaba para cumplir con la tarea encomendada. Estaba seguro de que Oriente estaría a buen recaudo mientras aquel senador hispano estuviera en la región. Ahora tenía otros asuntos, quizá menores, pero también importantes de los que ocuparse. Clavó su mirada en el lanista y éste, ipsofacto, alzó los brazos y todos los combates se detuvieron al tiempo que él se acercaba al emperador. Vespasiano bajó a la arena.
—Tus gladiadores parecen bien entrenados. En particular, me han gustado esos dos.
Señaló a dos gladiadores fornidos que se lavaban el sudor con agua fresca.
—Prisco y Vero —respondió el lanista—. Sí, el emperador ha sabido quiénes son los que mejores aptitudes tienen. Me ocuparé personalmente de su entrenamiento y de que ambos luchen el día de la inauguración, augusto.
—Eso está bien —dijo el emperador—. De todos los colegios que he visitado estos días, sin duda el tuyo, Cayo, es donde mayor disciplina y destreza he visto, y eso me hace pensar en ti como futuro lanista del Ludus Magnus, un nuevo colegio de gladiadores que pienso construir pronto junto al nuevo gran anfiteatro Flavio. Ya sabes que estoy edificando el mayor anfiteatro del mundo.
—Todo el mundo habla de ello, augusto. Yo sólo soy un humilde servidor del emperador y el emperador me abruma con su confianza —respondió el lanista inclinándose ante Vespasiano.
—¿Acaso no te sientes merecedor de esa confianza? Sabes que te estoy muy agradecido.
Cayo se puso recto. El emperador se estaba refiriendo al momento en el que él intervino para proteger a su hijo menor, Domiciano, cuando los vitelianos querían matarle. Cayo miró por un instante al emperador y encontró un aprecio sincero que le reconfortó; de inmediato, bajó la mirada y respondió con seguridad.
—Estoy seguro de poder dirigir bien ese nuevo gran colegio de gladiadores, augusto. —Y enfatizó el término «augusto» para distinguir al emperador de sus hijos.
—Bien. Tus hombres luchan bien y espero que para cuando esté terminado el nuevo anfiteatro y el nuevo colegio aún luchen mejor, ¿está claro?
—Sí, emperador. —Ante el silencio que siguió el lanista se sintió en la obligación de hablar—. Luchan bien porque los entreno desde muy jóvenes, algunos incluso desde niños. Sólo así es posible que sean los mejores luego en la arena.
—¿Esos niños también se entrenan? —preguntó Vespasiano, que caminaba por la arena siempre seguido por Partenio y por el resto de la guardia pretoriana.
—Por supuesto, César —dijo el lanista, y señaló a los muchachos que, veloces, acudieron a presentarse muy firmes frente al emperador de Roma—. Son Marcio y Atilio. Huérfanos de la calle, pequeños, pero ya han matado a más de un hombre.
El emperador, incrédulo, miró al lanista primero y luego a los niños. Cayo se explicó y narró cómo habían rescatado a los niños de un combate mortal contra varios legionarios vitelianos en el año de la anarquía. Vespasiano asintió.
—Quiero ver cómo combaten —dijo el emperador.
El lanista se volvió hacia un samnita y un mirmillón y les ordenó que les entregaran las espadas pesadas a los niños. Para sorpresa del emperador, los dos jóvenes muchachos tomaron las armas con rapidez y las blandieron con desafiante destreza. Al momento estaban cruzando golpes rápidos certeros que, no obstante, el contrincante sabía leer, para los que preparaba su propia arma de forma defensiva para detener el filo del atacante. Estuvieron así un rato, hasta que el emperador vio cómo empezaban a sudar profundamente por el calor y el esfuerzo. Sin embargo, no bajaban en momento alguno el ritmo del combate.
—Es suficiente —dijo el emperador—. Quizá estos niños terminen combatiendo en la arena del nuevo anfiteatro.
—Eso espero, César.
El emperador vio cómo los muchachos devolvían las armas a los gladiadores y se alejaban de regreso a la esquina en la que se encontraban en un principio. Vespasiano los siguió con la mirada mientras volvía a hablar.
—Antes te he he dicho que tus hombres son los que mejor luchan, pero eso es sólo cierto por muy poco, lanista. Hay otros hombres que podrían optar a este puesto —se giró una vez más para encarar a Cayo—, pero en el pasado defendiste a mi hijo menor frente a los vitelianos y yo soy agradecido con los que me ayudan. Dirigir el nuevo colegio es también algo importante para mí. No me falles, Cayo.
—No lo haré, César.
—Bien.
El emperador, acompañado por su consejero imperial y rodeado por los guardias pretorianos, emprendió la marcha de regreso a palacio.
En la Domus Aurea
Domicia Longina recibió al emperador humillándose ante él, pero Vespasiano, que venía satisfecho por los asuntos que había resuelto aquella mañana, la cogió por los hombros y la levantó.
—¿Cómo está el pequeño? —preguntó. Domicia se volvió hacia la cuna, tomó al bebé en brazos y se lo ofreció al emperador. Vespasiano, con cierta torpeza pero con el amor de un abuelo, cogió al niño con cuidado.
—Ya sonríe —dijo.
—Está claro que le gusta el emperador de Roma —comentó Domicia de forma desenfadada.
Vespasiano era un abuelo feliz, la trataba bien y ella se sentía algo mejor desde el nacimiento de su hijo. La vida con Domiciano seguía siendo difícil, pero desde aquel inesperado embarazo y el posterior nacimiento, el segundo hijo del emperador parecía entretenerse por la noche más fuera de palacio que dentro, y eso le daba algo de paz. Así Domicia, por un tiempo, decidió olvidar su venganza por su primer marido asesinado por Domiciano. Quizá aún pudiera ser feliz en la vida. De lo que Domicia no estaba segura era de si estaba viviendo ya una nueva existencia de permanente sosiego o si los dioses sólo le estaban dando unos meses de tregua.
En la escuela de gladiadores
Marcio y Atilio recogían las armas y las guardaban en su sitio. Cepillaban bien los escudos, sacaban brillo a cada filo, barrían y pasaban el rastrillo por la arena. Todo lo hacían felices. Aquél había sido un día especial: no sólo habían disfrutado de la sesión habitual de adiestramiento en la que el lanista les permitía participar para ir adquiriendo la destreza del mejor de los gladiadores, sino que habían combatido frente al emperador de Roma. Aquella noche, Marcio y Atilio se colaron a hurtadillas en la cocina del colegio de lucha. Era arriesgado porque si el lanista se enteraba a buen seguro que los encerraría durante días en una de las pequeñas celdas de la escuela, y los tendría allí a pan y agua hasta que se cansara de oírlos pedir perdón. Pero Marcio y Atilio eran sigilosos y escurridizos como una leona en la selva, o eso decían de las leonas. Se hicieron con su botín, un ánfora pequeña de vino, y, en la oscuridad de su pequeño cubiculum bebieron juntos para celebrar aquel día tan especial.
Al día siguiente, con la cabeza embotada por la resaca, les costó aplicarse en las tareas de siempre, pero consiguieron hacerlo sin que nadie averiguara nada. La pequeña fechoría les unió aún más. Les recordaba a sus tiempos en las calles de Roma, subsistiendo de lo que robaban cada día y, con habilidad, decidieron repetirla ocasionalmente.
Nunca les pillaron.
—Vuelve a faltar vino —dijo el atriense, el jefe de los esclavos de la escuela de gladiadores al lanista.
Habían pasado meses desde la visita del emperador de Roma al colegio de gladiadores y Cayo tenía una intuición clara de quién estaba robando vino. Tanto Marcio como Atilio, al día siguiente de que el atriense, eficaz y buen observador, anunciara que faltaba un ánfora, trabajaban más despacio y con sueño, pero siempre cumpliendo con su trabajo. Eran robos ocasionales, bien realizados, sin que nadie oyera nada. Cuando el atriense montaba guardia toda la noche nunca pasaban, sólo cuando se relajaba.
—No importa —dijo el lanista.
El atriense, inclinándose levemente ante su amo, se retiró y lo dejó a solas. Cayo, el mejor preparador de gladiadores de Roma, sonrió en silencio en la penumbra de su habitación. Marcio y Atilio estaban robando, como habían hecho desde niños, pero mientras no les atraparan no haría nada. No entrenaba a niños miedosos o cobardes, sino a pequeños y audaces muchachos. Llegarían lejos en aquel mundo de la lucha; llegarían lejos. Sólo le preocupaba una cosa, y aquí la sonrisa de Cayo se desvaneció por completo: eran demasiado amigos. Demasiado.
En la Domus Aurea
Domiciano se cruzó con su padre, el emperador, en uno de los grandes atrios del palacio imperial. No era por casualidad. Hacía semanas que quería entrevistarse con su padre, pero éste no parecía tener tiempo para él. Vespasiano se detuvo.
—Mi hijo me mira con intensidad en los ojos —dijo Vespasiano.
—Es cierto… —iba a decir «padre», pero se lo pensó dos veces—. Es cierto, Imperator Caesar Augustus, hace días que deseo hablar con el emperador, pero el emperador está siempre muy ocupado para atenderme.
Vespasiano fue directo al grano.
—Pues aprovecha ahora, hijo. ¿Qué es lo que deseas?
Domiciano estuvo en silencio un instante. Lo había pensado decenas de veces y ahora que tenía la oportunidad parecía que no era tan sencillo. Pero se decidió. Lo que era justo era justo. Optó por ir también directo al grano.
—Mi hermano Tito es el jefe del pretorio y a él le confías decenas de misiones, pero yo, que también soy César, no recibo ninguna encomienda política o militar por parte del emperador. Creo…
—¿Qué crees, muchacho?
A Domiciano no se le escapó el apelativo que el emperador acababa de emplear para definirle. Por su parte, Vespasiano pensaba con rapidez a la par que examinaba el ceño fruncido de su hijo menor: repasaba el extraño suceso de la muerte de su hermano Sabino y la sorprendente supervivencia de su segundo hijo; o cómo todos los informes que tenía de senadores y legati que habían tratado con Domiciano desaconsejaban que le fuera otorgada ninguna capacidad militar, pues desconfiaban completamente de su competencia en ese ámbito. Las palabras de su hijo penetraron en su compleja red de pensamientos.
—Creo que es injusto que yo no reciba ningún cargo político o militar.
Vespasiano respondió con rapidez y con aplomo.
—Eres César y, por el momento, es mejor que sigas siendo eso, César. Hay ocasiones en la vida en que lo mejor que puede hacer un César es no hacer nada. Con eso me conformo.
El emperador reemprendió la marcha escoltado por su guardia pretoriana. Domiciano se quedó en aquel atrio mirando la guardia imperial, con el ceño aún más arrugado, meditando el alcance y el significado completo de la respuesta de su padre.