NO HACER NADA
Norte de Roma, residencia del emperador en territorio sabino
13 de septiembre de 81 d. C.
No hubo tiempo. Ocurrió lo inesperado, lo inimaginable. Un capricho de la Historia o, quizá, de los dioses: el emperador Tito Flavio Sabino Vespasiano, con sólo cuarenta y un años de edad, un hombre siempre fuerte, de poderosa salud, recio, en la plenitud de su vida, se derrumbó en uno de los amplios jardines de la villa de los Flavios en el territorio de los sabinos, al norte de Roma. Los esclavos le habían visto sudar con profusión durante toda la mañana y, pese al calor de aquel final del verano, cubrirse con un palludamentum excesivamente grueso. Se decía que los judíos habían lanzado una terrible maldición sobre Tito el mismo día que se incendió el Gran Templo sagrado de Jerusalén. ¿Había alcanzado al emperador finalmente aquella maldición de todo el pueblo judío por derruir su Gran Templo y robar todos sus tesoros o quizá era la maldición del sicario Simón el día de su ejecución o ambas a la vez?
Si hubiera habido amigos del emperador en la villa quizá los acontecimientos se hubieran desarrollado de forma diferente, pero Tito había acudido solo a su residencia del norte. Después de dos años intensísimos en los que había tenido que atender los desastres provocados por el Vesubio en Herculano y Pompeya y el caos creado en Roma tras el brutal incendio del centro de la ciudad, se sentía agotado y, con buen criterio, había decidido ir unos días a descansar a la villa del norte. Además, las obras del nuevo palacio que encargara su padre a Rabirius, el arquitecto imperial, en el centro de Roma continuaban sin terminar, así que un descanso en la villa al norte de la ciudad era la mejor opción para abandonar por unos días la vieja Domus Aurea. La villa estaba lo suficientemente cercana a Roma como para regresar con rapidez a la ciudad si su presencia se hacía necesaria pero, por otro lado, estaba lo bastante distante como para conseguir algo de tranquilidad y sosiego. De su consilium se había llevado consigo sólo a Partenio. No estaba Domicia, pues traerla habría implicado invitar a Domiciano; de lo contrario el escándalo habría sido ya demasiado grande como para controlarlo. Tampoco estaban otros amigos o simpatizantes del emperador.
Partenio ya había visto al César pálido al levantarse aquella mañana, pero, como los esclavos y los pretorianos que les escoltaban, el consejero imperial lo había atribuido al mismo cansancio por el que el emperador había buscado refugio en la antigua villa de sus padres. Cuando lo vio derrumbarse como un saco de trigo que arrojaran por la borda unos marineros en un muelle por haberse echado a perder durante la navegación, comprendió que algo grave estaba ocurriendo. Algo muy grave, porque si Tito Flavio Sabino Vespasiano caía enfermo ya no habría nada que detuviera el instinto mortífero de su joven hermano Domiciano.
El tribuno del pretorio, que ejercía sus funciones a modo de prefecto —pues Tito, después de haber sido el prefecto efectivo durante años, se había negado a nombrar a ningún otro oficial para ese cargo, y más después de la rebelión inicial de algunos pretorianos— se dirigió de inmediato a Partenio.
—¡Por Júpiter! ¿Qué hacemos?
Partenio se agachó junto al tembloroso cuerpo del emperador.
—Tiene convulsiones —dijo mientras ponía la palma de su mano sobre la frente del emperador, que permanecía en el suelo incapaz de articular una palabra— y está hirviendo. ¡Rápido, cogedlo y conducidlo a su habitación! Haz que salga un mensajero hacia Roma en busca de los médicos! ¡El emperador necesita de sus servicios lo antes posible!
El tribuno asintió y empezó a dar las órdenes necesarias a sus hombres. Partenio siguió a los pretorianos que conducían al emperador hacia su habitación cuando el tribuno lo abordó de nuevo.
—¿No deberíamos informar al hermano del emperador?
Partenio se detuvo y se dio la vuelta despacio.
—Sigue mis instrucciones al pie de la letra, tribuno —pronunció Partenio con solemnidad—: lo que necesita ahora el emperador es un buen médico; si es grave ya informaremos a su hermano.
—A mí me parece grave, consejero —insistió con estudiada impertinencia el tribuno.
Partenio comprendió que estaba ante uno de esos oficiales que despreciaban a cualquiera que no fuera militar; uno de esos oficiales dispuestos a cualquier cosa para ascender sin importarle ni las consecuencias ni la moral ni la justicia. Un hombre peligroso y que, ante el error del emperador de no haber nombrado un prefecto de la guardia pretoriana, estaba en ese instante sin control.
—¿Cómo te llamas, tribuno? —preguntó Partenio sorprendiendo al oficial que, instintivamente, dio un paso atrás. Como no responder sería de cobardes, el tribuno pronunció su nombre como quien lanza un desafío.
—Cornelio Fusco.
Partenio le miró con atención.
—Cornelio Fusco, cuando el emperador se restablezca le informaré con precisión del modo de actuar de cada uno de sus oficiales en estos momentos de su enfermedad. Ahora sal de mi vista y asegúrate de que vengan los médicos lo antes posible. —Y dio media vuelta dejando al tribuno plantado en medio del peristilo de la gran villa sabina de la familia Flavia.
Fusco miró al consejero imperial mientras se alejaba. Si no hacía lo que se le había ordenado y el consejero informaba al emperador Tito, su futuro en la guardia habría terminado, incluso podría ser acusado de traición; todo eso suponiendo que el emperador se recuperara. Fusco había visto a otros hombres caer derrumbados de ese modo tan brutal en campañas en Oriente; siempre era por fiebres y eran muy pocos los que se recuperaban cuando caían abatidos de esa forma tan contundente. Aquella enfermedad del emperador era una oportunidad, una oportunidad arriesgada, peligrosa, pero una gran posibilidad para hacerse amigo de quien, más pronto que tarde, sería el nuevo emperador de Roma. Junto a Fusco aguardaba un pretoriano preparado para salir a caballo en dirección a Roma con el mensaje que le indicara su superior. El tribuno Fusco se volvió hacia él y fue muy conciso.
—Ve a Roma y comunica a Tito Flavio Domiciano que su hermano, el emperador, está muy enfermo.
El pretoriano asintió, pero dudaba.
—¿Y le digo que traiga a los médicos, tribuno?
Fusco tomó la decisión más importante de su vida.
—No exactamente. Le dices que Partenio, el consejero imperial, considera necesaria la presencia de los médicos, le dices eso.
—Sí, tribuno.
Y marchó a toda velocidad en busca de su caballo.
Horas después, cuando Partenio fue informado de que Domiciano estaba a las puertas de la gran villa Flavia, contuvo la respiración al saberse traicionado, pero se controló. El emperador no había mejorado un ápice desde su desmayo y apenas había recobrado la conciencia más allá de un breve momento en que Partenio, aplicando sus limitados conocimientos médicos, aprovechó para que unas esclavas lo incorporaran levemente en el lecho y le dieran de beber. Si alguien suda mucho debe beber; hasta ahí llegaba. Lo suyo era tratar con el Senado o con reyes extranjeros o las intrigas entre diferentes servidores del Estado, por eso necesitaba a los médicos y con urgencia. Contra las fiebres, más allá de dar agua, no sabía cómo luchar.
—¿Han traído a los médicos también? —inquirió Partenio nervioso al pretoriano que acababa de regresar de Roma con el joven César.
—No, consejero. El César Domiciano ha venido solo.
Partenio asintió y, girando la mano derecha varias veces, indicó al pretoriano que abandonara aquella estancia. El consejero se llevó la mano izquierda a la sien. Estaban en una partida de dados y los suyos no habían sacado un buen número. Domiciano le reprocharía no haberle informado directamente. Si Tito no sobrevivía el nuevo emperador sería Domiciano con toda seguridad, pues no había legati lo suficientemente aventureros como para rebelarse contra la dinastía Flavia: el pueblo adoraba a los descendientes de Vespasiano que les habían regalado el gran anfiteatro, que habían velado por ellos tras el incendio de Roma, que tan generosos se habían mostrado con los supervivientes de Pompeya y Herculano, donde todos en Roma tenían familiares y amigos; una dinastía que, hasta la fecha, había defendido razonablemente bien las fronteras del Imperio. Domiciano heredaría todo ese legado y nadie intuiría lo que estaba pasando, lo profundo de aquel cambio. Partenio sabía que si quería contar aún con una sola posibilidad de supervivencia no podía interponerse ya a ninguna de las decisiones del joven César, recién llegado a la villa, a no ser que el emperador Tito se recuperara por sí solo y de forma rápida. Y allí estaba Domiciano, entrando por el vestíbulo del atrio.
—Parece que el emperador se encuentra indispuesto —dijo Domiciano caminando hacia él y mirándole fijamente.
—Así es, César —respondió Partenio levantándose de la sella e inclinándose ante él—. No debe de ser nada serio, pero estoy seguro que los médicos sabrán encontrar el modo más apropiado de restablecer la salud del emperador, que es la salud de Roma —continuó el consejero de forma conciliadora.
—Ah, pero ¿hay médicos en la villa? —preguntó Domiciano fingiendo cierto distanciamiento de la situación.
—Bueno, imagino —respondió Partenio— que el César habrá traído consigo a alguno de los médicos imperiales.
—Pues no —dijo Domiciano, que se sentó cómodamente en un solium junto al gran impluvium del atrio—. La forma en la que se expresó tu mensajero no me dio a entender que fuera algo grave y tú mismo has dicho que no es nada serio.
Partenio se supo atrapado por sus propias palabras. Uno es presa de lo que dice y completamente esclavo de lo que ha dicho, y más aún si lo ha hecho ante un César. Intentó buscar alguna salida. Sabía que la vida del emperador, de un buen emperador, estaba en juego. Era una partida a vida o muerte.
—Pero en todo caso la opinión de un médico sería bienvenida. Siempre saben más de estas cosas… —argumentó Partenio.
—Eso dicen, eso nos dicen ellos —le interrumpió el César—, pero de verdad Partenio, ¿tú crees que realmente saben tanto como dicen? Es algo que siempre me ha intrigado. Hasta qué punto son de fiar los médicos y a partir de dónde sólo nos engañan con sus patrañas. Es un tema interesante. Hablemos de ello y, por todos los dioses, como consejero quizá seas bueno, pero como anfitrión eres un absoluto desastre. ¿Es que no vas a ordenar que me traigan agua y algo de comer?
—Por supuesto, por supuesto, César —respondió Partenio, que lamentaba que el emperador no hubiera retirado el título a su hermano tras su rebelión de hacía unos meses; que continuara siendo César hacía todo aún más difícil en aquel momento.
Partenio hizo indicaciones a un esclavo que estaba tras él, frente al tablinium, para que fuera a las cocinas de la villa a por todo lo necesario y, acto seguido, se volvió hacia Domiciano para dar respuesta a su pregunta.
—Sí, con frecuencia nos encontramos a médicos charlatanes, pero los de la corte imperial son eficaces en sus servicios, siempre lo han sido. Estoy seguro de que una visita por parte de ellos podría beneficiar la salud del emperador. Por el contrario, retrasar esta visita…
—¿Insinúas acaso que no me preocupa la salud del emperador, Partenio?
El consejero tragó saliva, se inclinó y respondió en el tono más humilde y servil que pudo.
—No, por todos los dioses, yo nunca podría decir eso, nunca, jamás, César. No es eso, para nada, pero una visita…
—Me confundes por completo, Partenio, y sigo sin agua y sin comida. ¿Es que quieres irritarme? —El César se levantó de forma brusca—. ¿Tiene o no mi hermano algo serio?
Partenio sabía que si decía que no tenía nada grave el César nunca llamaría a los médicos, y que si, por el contrario, afirmaba que podía tener algo serio estaría contradiciendo sus palabras del principio de aquella entrevista y el César se lo echaría en cara, seguramente, enfurecido. No, no había salida.
—Soy torpe en estos asuntos, César —dijo Partenio al fin—. Quizá una visita del César a su hermano ayude a que el César tome la decisión más oportuna.
No podía hacer más, estaba dejando la vida del emperador en manos de su ambicioso y retorcido hermano pero no podía hacer más.
Domiciano echó un poco la cabeza hacia atrás y relajó las facciones de su rostro. Sin hacer caso ni al agua ni a la comida que acababan de traer dos nerviosos esclavos respondió con energía.
—Eso parece lo más sensato de cuanto has dicho desde que he llegado a la villa de mi familia, consejero. Vayamos a verlo.
Sin esperar ser guiado, Domiciano se condujo con habilidad por una villa en la que, en tiempos ya muy lejanos, él era un niño pequeño y jugaba con un hermano mayor que siempre era más rápido y más fuerte y más querido por todos.
El emperador yacía pálido y débil en su lecho. Partenio vio cómo Domiciano se acercaba hasta la cama y observaba el rostro blanquecido de su hermano con atención. Tito parecía dormir, respirando de forma entrecortada, inquieto, pero permanecía con los ojos cerrados, respirando. Domiciano se irguió de forma brusca y se volvió hacia el consejero imperial.
—Yo le veo perfectamente —sentenció—. El emperador lo único que necesita es algo de descanso. Eso es todo.
Partenio podía ver las gotas de sudor resbalando por la frente del emperador del mundo, pero ¿cómo se contradice a un César a punto de heredar el mayor de los imperios?
—Quizá… —se aventuró a decir Partenio con intención de volver a insistir en que la visita de uno de los médicos de palacio podría ser pertinente para confirmar el dictamen del César, pero Domiciano le interrumpió, como era de esperar, con rotundidad, sin posibilidad de apelación alguna.
—He dicho que el emperador está bien. No necesito la opinión de ningún médico para saber algo tan evidente.
Partenio calló y se inclinó ante el joven César. Alea iactaest, como habría dicho Julio César: la suerte del emperador Tito estaba echada. Domiciano había decidido emplear la misma estrategia para deshacerse de su hermano que ya utilizó para dejar morir a su propio hijo. Más de una vez había escuchado Partenio a Domicia Longina lamentarse de aquella deplorable actuación de su esposo. Ahora todo se repetía, pero con la vida del mismísimo emperador en juego. Sólo los dioses podrían salvar a Tito.
—Ahora puedes macharte, Partenio; no te necesito para nada. Cualquier esclava puede ocuparse de velar por si el emperador necesita algo.
Aquí el consejero dudó de nuevo. Una cosa era contradecir al joven César en lo referente al estado de salud del emperador, pero otra muy distinta era dejar a solas al emperador enfermo con su sucesor, en una habitación de aquella villa y sin testigos. Partenio permaneció clavado en el suelo, sin moverse. Quería ayudar al emperador Tito, a un buen emperador, que era lo mismo que ayudar a Roma y que ayudarse a sí mismo. Domiciano no pareció satisfecho ante la inacción del consejero imperial.
—¿No me has oído, Partenio? —insistió el César.
Partenio asintió pero contrapuso una frase a la petición de Domiciano.
—Tengo un gran aprecio personal por el emperador. Aunque sólo se trate de una fiebre pasajera, me sentiría mejor si se me permitiera permanecer a su lado durante su convalecencia.
Domiciano estuvo a punto de saltar de nuevo, airado, enfurecido, pero de pronto relajó los músculos de la cara y dibujó una de sus enigmáticas sonrisas en su rostro, que atemorizó si cabe aún más al atribulado consejero imperial.
—Por supuesto, por supuesto, Partenio; tu lealtad te honra. Si ése es tu deseo no veo problema alguno en que permanezcas junto al emperador de Roma.
Se volvió entonces hacia su hermano Tito, que seguía sudando en aquel lecho, se agachó hasta acercar sus labios a los oídos del emperador enfermo y musitó unas palabras inaudibles para Partenio pero claras que, aunque medio dormido, penetraron en la mente del emperador semiinconsciente.
—Yo cuidaré de Domicia, hermano, yo cuidaré de ella, querido hermano, a partir de ahora, yo solo cuidaré de Domicia. —El emperador se convulsionó de nuevo y Domiciano se separó de él sonriendo aún más; se volvió a incorporar, miró feliz al consejero y se despidió con un sosiego estudiado—. Se repondrá pronto; estoy seguro de ello.
Se alejó caminando, cruzó despacio la puerta de la habitación y desapareció. Partenio fijó entonces sus ojos en el emperador que, sorprendentemente recuperado de aquella nueva convulsión, acababa de abrir los ojos, quizá despertado por las palabras que le había dirigido su hermano al oído.
—¿Eras tú el que me ha hablado? —preguntó el emperador.
—No, mi señor —respondió Partenio—; ha sido el joven César.
Partenio se acercó al lecho; estaba claro que las palabras del César habían intranquilizado al emperador.
—Domiciano es… muy peligroso —dijo Tito desde su lecho con una voz débil; le costaba hablar—. Debes vigilarle… y vigilar que no maltrate a su esposa. —Se incorporó ligeramente y tomó por la toga a Partenio con una mano fría y sudada—, ¿me entiendes, Partenio… me entiendes?
—Sí, augusto —respondió con convicción, intentando calmar al emperador que, además de enfermo, parecía fuera de sí. Fuera por el agotamiento al que le había sometido la enfermedad o porque la respuesta de su consejero le había tranquilizado, el emperador se dejó caer de nuevo sobre el lecho. Fue entonces cuando empezó a toser y Partenio, impotente, observó que la tos sacudía todo su cuerpo.
A veinte pasos de la estancia donde convalecía el emperador, su hermano Domiciano, César y heredero del Imperio romano, departía entre susurros con el tribuno pretoriano que le había informado de la enfermedad de Tito.
—Vigila que el consejero no haga traer médicos —decía el joven César mirando de reojo hacia la puerta de la habitación donde Partenio velaba al soberano del mundo—. Yo voy a salir para Roma.
Guardó entonces silencio mientras examinaba la faz de aquel oficial pretoriano que, con sus actuaciones de aquel día, se había definido claramente como favorable a una sucesión en el trono imperial al facilitarle la información de la enfermedad del emperador. Domiciano ponderaba hasta qué punto podía fiarse de él; ya intentó en el pasado alzarse contra su hermano y todo terminó mal; había salvado la vida por poco, seguramente gracias a la intervención de los dioses que hicieron que el Vesubio enterrara dos grandes ciudades y así desviaron la atención del emperador de su persona hacia la tragedia acontecida al sur de Roma.
—¿Cómo te llamas, tribuno?
—Fusco, César. Cornelio Fusco es mi nombre; siempre al servicio del César.
Domiciano asintió. Era un tribuno joven, con ansias de poder; la herramienta perfecta dadas las circunstancias. Asintió de nuevo. Y el tribuno sabía que lo era. Bueno, quizá fuera ya el momento de volver a intentarlo. Su hermano estaba realmente débil y era improbable que sin ayuda de los dioses o de un buen médico sobreviviera a aquella noche.
—Bien, Fusco; vigila que no vengan médicos, pero dale agua o cualquier cosa que pida el consejero imperial. No hay que dar la impresión de que desatendemos el bienestar del emperador. Tito tiene muchos amigos en Roma, en el Senado, en el pueblo, pero le haremos dios muy pronto. —Domiciano se permitió una de sus sonrisas y el tribuno la imitó como un mono amaestrado. Domiciano borró entonces la mueca de su faz y siguió hablando serio—: Habrá dinero, Fusco, mucho dinero para todos los pretorianos si hay una sucesión en el Imperio; soy el único heredero y el Senado no se opondrá al relevo, aunque no sea su favorito, si tengo el apoyo de la guardia pretoriana. Fusco, ¿puedo contar con ese apoyo si prometo otorgar la paga extraordinaria acostumbrada por el ascenso al poder de un nuevo emperador?
—Eso sería 3 750 denarios para cada pretoriano, César —dijo Fusco con los ojos muy abiertos.
—Exacto —confirmó Domiciano, con sus propios ojos pequeños fijos en su interlocutor. Era mucho dinero; habría que esquilmar las arcas del Estado, pero ya se arreglaría ese asunto con alguna nueva guerra. Era la cantidad acostumbrada desde tiempos del divino Claudio. Comprar un imperio siempre es caro.
—Con esa cantidad se puede conseguir el apoyo de la guardia, creo que sí —dijo Fusco.
—«Creo que sí» no es suficiente, Fusco —interpuso Domiciano.
El tribuno se mesó la barbilla con su mano izquierda. Estaba inquieto. Era la oportunidad de su vida, pero ahora, llegado el momento crucial, dudaba. Si las cosas se torcían era la muerte segura, pero Domiciano ya estaba decidido. Ya no se podía detener aquello.
—Casperio Aeliano, junto conmigo, es el que más ascendente tiene sobre la guardia —continuó Fusco—. Todos se sumarán a cambio de ese dinero y de otras mejoras, y si tenemos a Casperio con nosotros tendremos a toda la guardia.
—Perfecto, entonces —concluyó Domiciano, para quien aquella conversación con un simple pretoriano ya se estaba dilatando en exceso—. Promete a Casperio todo lo necesario, una jefatura del pretorio y otra para ti; volveremos al viejo sistema de dos jefes del pretorio. Asegúrate su lealtad, eso es lo esencial; yo satisfaré todas tus promesas a Casperio y al resto de pretorianos cuando sea el nuevo emperador de Roma, ¿está claro?
Fusco, con los ojos inyectados de ambición y haciendo esfuerzos por no abrir la boca como un pasmarote asombrado, asintió con rotundidad.
—Está claro, César.
—Bien —dijo Domiciano—, entonces salgo para Roma para asumir el poder. Mañana por la mañana me presentaré ante el Senado en pleno para informar de la muerte del emperador, ¿lo has entendido, Fusco? —Este volvió a asentir, esta vez más despacio. Domiciano siguió dando las últimas instrucciones—. Si no es necesario lo mejor es no hacer nada. Si mi hermano deja este mundo en paz a lo largo de la noche, no hagas nada, pero si ves que su agonía se alarga… —Domiciano iba a sonreír, pero dudó porque no estaba seguro de que aquel oficial sintiera el mismo asco por el emperador que sentía él, así que se controló en esta ocasión—… si se alarga su agonía, es mejor ponerle fin y evitarle más sufrimiento, pero que no haya sangre, ¿me entiendes?
Fusco, muy, muy despacio, digiriendo el sentido último de aquellas palabras pronunciadas con tanta facilidad por el César, asintió una vez más.
Domiciano dio media vuelta y se encaminó hacia la salida de la villa de la dinastía Flavia al norte de la ciudad. Tenía un imperio que heredar. A sus espaldas dejaba el pasado. Ante él un futuro prometedor se abría inmenso, infinito, incontestable. Su hermano sería un dios pronto; él tendría que conformarse con ser el gobernante del mundo y, una vez más, su sonrisa extraña se apoderó de su faz mientras caminaba con paso firme en dirección a Roma.
—Llevabas razón, padre: hay ocasiones en que lo mejor que puede hacer un César es no hacer nada —pronunció Domiciano en voz baja, pues era sólo un mensaje para el reino de los muertos o allí donde fuera que estuvieran los emperadores deificados—. Nada de nada.
El emperador Tito sudaba con profusión y una esclava le secaba la frente y los brazos con paños frescos, pero era imposible controlar aquella fiebre. Además tosía con intensidad y le costaba hablar. Se había despertado, o eso parecía, pero apenas hablaba. Se quejaba constantemente de un dolor insufrible en el interior de su cabeza. No tenía fuerzas. Partenio salió un momento de la habitación con la idea de hacer un último intento por conseguir un médico, pero Fusco se interpuso en su camino.
—El César ha ordenado que permanezcas en la villa Flavia esta noche, consejero —dijo el tribuno sin margen a debate alguno. Partenio sabía identificar cuando un militar se sentía seguro y no había oído a nadie en su vida más seguro que Fusco en aquel momento. Todo debía de estar ya en marcha. Domiciano contaba con que su hermano no pasara de esa noche, ya fuera de un modo o de otro. Partenio decidió ahorrarse las palabras, dio media vuelta y retornó a la habitación. La esclava había salido a por más paños y agua fresca. El consejero se sentó en el lugar de la esclava y miró la tez pálida de un gran emperador consumido por una fiebre incontrolable y atormentado por aquel extraño dolor en el interior de su cabeza. No había nada que hacer. El mundo caminaba hacia su autodestrucción: el Imperio entero iba a quedar en manos de un loco, sólo que muy pocos los sabían. Y él, un impotente consejero imperial, estaba condenado a presenciarlo todo, si era afortunado, o a ser ejecutado si así le placía al nuevo emperador. Esto segundo parecía muy probable, pero Partenio no estaba ahora tan preocupado por sí mismo como por Roma en su conjunto. El, bajo emperadores locos y cuerdos, había trabajado toda la vida por preservar un mundo que ahora podía derrumbarse. Germanos, dacios y partos acechaban en las fronteras. Hacía falta un emperador hábil y fuerte y valiente, como Vespasiano o Tito, para mantener aquel mundo, pero si todo quedaba en manos de un insensato como Domiciano la caída de Roma se aceleraría. Partenio sabía que algún día llegaría ese funesto día en el que los bárbaros descenderían del norte hasta las costas del Mare Nostrum, pero nunca pensó en que él fuera a presenciar semejante debacle. Ahora hasta eso era posible. Quizá sólo por eso, quizá sólo por disfrutar viéndolo sufrir bajo su gobierno, Domiciano igual, sólo por ese retorcido placer, le respetaba la vida. Ese era el tipo de tortura rebuscada que le gustaba al joven César.
—Escucha… —era la voz del emperador Tito. Partenio se sacudió sus pensamientos y se acercó al lecho inclinándose sobre el enfermo—; escucha, Partenio… has sido un buen consejero… conmigo… con mi padre… sólo he cometido un error… [23] un error…
El emperador tragó la poca saliva que le quedaba; llevaba días agotado y aquella fiebre lo había exprimido como una uva pisoteada para extraer vino; no le quedaba ni sangre en las venas, o eso le parecía; cada palabra era un esfuerzo ímprobo; intuía que sólo tenía unos instantes; el corazón parecía pararse de cuando en cuando y sentía que la cabeza se le quedaba en blanco y aquel maldito dolor seguía allí dentro y no le venían las palabras, pero una idea permanecía fija en su mente.
—Has de detenerle, Partenio… has de detenerle… a Domiciano… ahora no podrás, pero algún día sí, algún día sí… estáte preparado, Partenio… Roma depende de ello… Domiciano… mi único error… pero tan grande… tan grande… tú me avisaste… Domicia me advirtió… Domicia… —Pero dejó de hablar y su boca quedó sin cerrar y los ojos abiertos miraban a un vacío inabarcable.
Partenio, el consejero imperial, cerró los ojos del emperador. La esclava llegó con paños limpios, pero ante la mirada del consejero se inclinó y, con cara asustada, dio media vuelta y desapareció por la puerta. Pronto entraría Fusco a comprobar que todo estaba como él y el nuevo emperador Domiciano deseaban. Así era. Partenio, sentado junto al cadáver de Tito, miraba al suelo. Había recibido una última orden de Tito. «Has de detenerle, has de detenerle…» Un último encargo del emperador que acababa de fallecer: detener a otro emperador. Un encargo imposible.