COLUMNAS, SOMBRAS Y ESPEJOS
18 de septiembre de 96 d. C.
Hipódromo de la Domus Flavio, hora sexta
No había reja que protegiera el palacio de la gran cloaca de desagüe instalada en el hipódromo. El curator escribió un informe sobre el asunto que presentó a Partenio y éste pensó en mencionar el tema al emperador, pero nunca encontró el momento y para cuando pudo comentarlo al viejo consejero le parecía ya más interesante que aquella reja no existiera. Por eso los hombres de Marcio pudieron deslizarse por la amplia abertura y salir arrastrándose por el suelo sin necesidad de forzar ningún hierro.
Los sagittarii, siguiendo las órdenes de Marcio, fueron los primeros en salir. Los pretorianos se encontraban agrupados justo en el extremo opuesto del hipódromo para evitar el hedor que emergía precisamente de aquella alcantarilla. Eso facilitó que, uno a uno, pudieran salir todos los gladiadores de las entrañas de Roma. A partir de ahí, Marcio ya sólo indicaba al resto qué hacer por señas. Avanzaron despacio, ocultándose cada uno tras una columna. Marcio observaba con especial atención las sombras que estaban a punto de desaparecer. El sol estaba llegando a lo más alto del cielo: era el momento. Miró hacia los guardias. De pronto llegó un alto oficial y se dirigió al grupo con tono nervioso. No se entendían bien las palabras pero era evidente que el oficial estaba enfadado. Había algo que no estaba como esperaba. Marcio levantó la mano para que todos se detuvieran. Estaban a menos de cincuenta pasos de los pretorianos. Por fin reconoció el paludamentum rojo del recién llegado: era uno de los jefes del pretorio. Mal asunto. O bueno. Si acababan con uno de sus jefes, el resto de pretorianos estaría aún más confundido por aquel ataque. Marcio miró a los sagittarii, estaba a punto de indicarles que apuntaran hacia el jefe del pretorio pero este último, terminada su discusión con sus subordinados, se alejaba de ellos y se encaminaba hacia el centro del gran hipódromo alejándose de todos ellos. No se detenía, no se detenía hasta que sí, al fin, a más de ciento cincuenta pasos, justo en el centro mismo del gran recinto, el jefe del pretorio, solo, se detuvo. Estaba demasiado lejos. Los sagittarii podían errar, en particular Spurius, y si había algo que no podían permitirse era desperdiciar ni una sola flecha. Por el contrario, los pretorianos estaban reunidos, apelotonados a tan sólo cincuenta pasos de ellos. Cualquier flecha que arrojaran los sagittarii alcanzaría a alguno de ellos, matando o hiriendo. Marcio no dudó y señaló hacia el grupo de pretorianos. Spurius asintió y tensó su arco. El sagittarius más joven le imitó. Luego Marcio miró al dimachaerius que Marcio había incorporado al grupo por ser experto en el lanzamiento de cuchillos, quizá no tanto como Alana, pero muy bueno. La idea era abatir a media docena de pretorianos antes de emerger de entre las columnas. Eso dejaría la lucha muy igualada: unos quince contra doce. Ese era un combate del que se podía salir victorioso, y más contando con el factor sorpresa. Quedaría el asunto del jefe del pretorio.
Las sombras desaparecieron. El sol cabalgaba en lo alto del cielo. Era la hora sexta. Marcio cerró su puño con fuerza. Era la señal y los sagittarii, con la precisión del adiestramiento y la lucha de años, arrojaron sus dardos. Los dos primeros se clavaron en el cuello de dos pretorianos y éstos, sin poder gritar, agarrándose con las manos a las flechas que les impedían aullar su dolor, cayeron de rodillas primero y luego de bruces contra el suelo. Sus compañeros se volvieron buscando el origen de las flechas, pero, cuando aún estaban desorientados, llovieron otras dos flechas y otras dos más, y de pronto un cuchillo se clavó en la frente de otro de los guardias. Sólo una flecha erró el tiro, de forma que había cinco pretorianos alcanzados, dos muertos, dos heridos graves y uno que no dejaba de gritar con un dardo clavado en su brazo derecho. Otro pretoriano había caído con una daga clavada en su frente. A partir de aquí, los pretorianos, dirigidos por el tribuno al mando, reaccionaron: se cubrieron con sus escudos ovalados, poderosos y, en formación, avanzaron hacia las columnas desde las que llovían las flechas.
Norbano, que había presenciado atónito aquel ataque, se dirigió corriendo contra aquellos malditos que les habían sorprendido. A cada paso maldecía a Petronio y juraba para sí mismo que, cuando estuviera resuelto todo aquello, lo crucificaría para escarnio de todos los traidores de palacio.
—¡Formación de ataque! —ordenó Marcio.
Dos tracios, dos mirmillones, un samnita, un secutar, un hoplomachus, el dimachaerius y el propio Marcio constituyeron una formación compacta que avanzaba por el hipódromo, protegiéndose con sus diferentes escudos, al encuentro de los pretorianos que, como espejos, actuaban de la misma forma. Sólo quedó libre de la formación el provocator, pues Marcio le había indicado con la mano que detuviera al jefe del pretorio que venía por la retaguardia. También quedaron entre las columnas los dos sagittarii para que desde allí, con sus flechas, molestaran el avance de la formación de pretorianos; sus dardos ya no eran mortales, pues todos chocaban contra los escudos de la guardia imperial, pero, eso sí, conseguían que los pretorianos apenas pudieran mirar a través de los escudos por miedo a recibir un dardo mortal y así, medio cegados en su avance, se toparon, sin casi poder preveerlo, contra la formación de gladiadores. Estos, nada más chocar los escudos de los unos con los otros, transformaron el encuentro en una brutal lucha cuerpo a cuerpo. Al principio, los pretorianos, bien guarnecidos tras sus escudos, resistían con cierto orden el empuje de los golpes de los gladiadores, pero Marcio se agachó y pinchó por debajo de uno de los escudos a uno de los pretorianos, al tribuno, que aulló y se quedó quieto mientras los otros pretorianos seguían intentando avanzar. La formación se quebró; se abrió una brecha y por ella los mirmillones que estaban junto a Marcio se abrieron camino hiriendo a dos guardias más. Los pretorianos, no obstante, superada la sorpresa inicial y conscientes de que allí, aunque no supieran bien contra quién luchaban, se combatía a muerte, sacaron de sus entrañas la rabia que tenían dormida, la garra de veteranos guerreros del norte y, vociferando, escupiendo y dando mandobles furiosos, empezaron a herir a sus enemigos. El secutar fue el primero de los atacantes en caer atravesado por ambos lados, pecho y espalda, por sendos gladios imperiales. Luego uno de los mirmillones, demasiado crecido, pensando que aquélla parecía una empresa fácil, tropezó con uno de los pretorianos caídos y otro soldado imperial no dudó en aprovechar la ocasión para segarle el cuello.
En el centro del hipódromo, el provocatar recibió a un iracundo jefe del pretorio que intentó tumbarlo de un golpe seco con su espada de guerra, pero, hábil, detuvo la spatha de su enemigo con su escudo.
—¿Quiénes sois? ¡Por Marte! —gritó Norbano mientras volvía a lanzar otro golpe a su contricante cuyo rostro, escondido tras un casco enrejado, permanecía oculto a sus ojos—. ¿Quién os envía? ¿Quién os envía?
El provocatar no había venido a conversar. Se agachó cubriéndose con el escudo. Norbano perdió el equilibrio al no encontrar la oposición esperada y el gladiador, al tiempo que se erguía de nuevo, golpeó con saña la cabeza del jefe del pretorio. El casco detuvo la espada del provocatar, pero Norbano quedó aturdido, a gatas, a la espera de recibir el golpe definitivo. El gladiador oyó la voz de Marcio a su espalda y se giró. Sus compañeros necesitaban ayuda. Se volvió de nuevo hacia el jefe del pretorio, pero éste estaba tendido en el suelo y un hilillo de sangre fluía desde el interior del casco. En otro momento, el provocatar se habría arrodillado y habría rematado al oficial pretoriano, pero aquél era un combate repleto de urgencias, de forma que se olvidó del jefe del pretorio y marchó corriendo para reforzar a sus compañeros.
Norbano se llevó lentamente la mano al casco. Quería quitárselo pero no podía. Le habían tumbado de un solo golpe. Quería saber si su herida era mortal, pero no pudo averiguarlo. Sus ojos se cerraron y perdió el sentido.
En el otro extremo del hipódromo la lucha había continuado de forma encarnizada. Ya sólo quedaban seis pretorianos en pie, dos de ellos heridos, pero habían caído también un tracio, el hoplomachus y el sagittarius más joven. La llegada del provocator sorprendió a los pretorianos supervivientes, de forma que el gladiador, por la espalda, pudo abatir a un soldado más de los que estaban sanos y rematar a otro de los heridos. Se reintrodujo entonces en la lucha el dimachaerius en un estúpido afán por terminar con aquello más rápido de lo que era posible y los pretorianos supervivientes aprovecharon su carencia de protecciones y escudo para hundirle dos espadas en un hombro y en el vientre.
—¡Alarma, alarma! —gritó al fin uno de los cuatro pretorianos que aún seguían en pie, mientras retrocedía junto con sus compañeros.
Todo había sido tan rápido que hasta ese instante ninguno de los pretorianos había tenido la idea tan siquiera de solicitar ayuda. Pero el hipódromo estaba hundido en la ladera sobre la que se levantaba el palacio imperial, y los pórticos con sus decenas de columnas ahogaron aquellos gritos desesperados de la guardia imperial sin que llegaran a oídos del resto de compañeros, alejados a su vez de aquel lugar por Petronio Segundo. Sin embargo, los gritos atemorizaron a los gladiadores y, en el apresuramiento por hacer callar a los pretorianos; el mirmillo que acompañaba a Marcio, una vez más, repitió el error del diamachaerius y se adelantó al resto, lo que aprovecharon de nuevo los soldados del emperador para herirle primero y matarlo después no ya con las espadas, sino hundiendo la esquina de uno de los escudos en su garganta una vez que había sido abatido y yacía indefenso en el suelo. La contienda ya había dejado de parecerse a combate alguno y todo valía. Marcio miró a Spurius, y éste comprendió la mirada y cargó su arco con una nueva flecha, pero otro de los pretorianos arrojó un pilum que había cogido del suelo —al retroceder habían llegado hasta el lugar donde se encontraba todo el armamento de la guardia apostada en aquel recinto—. La lanza atravesó al veterano arquero del Ludus Magnus partiendo su pecho y éste cayó sobre el suelo del hipódromo de la Domus Flavia. Marcio se acercó a él mientras dejaba en manos del tracio, el samnita y el provocator la ejecución de los tres pretorianos supervivientes que, intentando imitar a sus compañeros de armas, buscaban pila que arrojar a sus enemigos, pero para cuando sus manos se hacían con las lanzas ya era demasiado tarde. Demasiado tarde. Los gladiadores les rebanaron el cuello con la rabia mortífera de quien ha combatido bajo la mirada de aquellos guardias y oído sus risas mientras cruzaban apuestas.
—Acaba con el emperador. Acaba con ese maldito… —dijo Spurius, el viejo sagittarius, mientras agonizaba. Marcio asintió mientras veía cómo el arquero, que antaño matara a varios de los vitelianos que iban a asesinarle, dejaba de respirar. Se levantó y miró a su alrededor: el hipódromo era un mar de cadáveres y sangre. En pie quedaban tres gladiadores más y él mismo. No eran muchos, pero habían conseguido hacerse con el hipódromo. Miró entonces hacia una de las esquinas, la más próxima al suroeste. Allí, tal y como le había explicado Partenio, debían encontrar el pasadizo que conducía a la cámara de la emperatriz.
Marcio ascendía por aquel estrecho túnel cubierto de sangre enemiga. El combate en el hipódromo había sido mucho más brutal de lo que había imaginado nunca. Fue rápido, como decían que era la guerra que él no conocía, y los pretorianos luchaban sin exhibirse, buscando simplemente la muerte del adversario de la forma más rápida posible. Ocho muertos. Marcio sacudió la cabeza mientras proseguía su avance. Habían encontrado muchos más pretorianos de lo que les prometieron. ¿Habría más fallos en aquel disparatado plan? Había perdido ocho hombres; sólo quedaban cuatro. Cuatro gladiadores contra el resto de la guardia imperial. Aquello era una locura mayor de lo que había pensado nunca. Podía detenerse, dar marcha atrás, aprovechar que el hipódromo aún estaría desprotegido y escapar por las alcantarillas, pero el emperador seguiría vivo y todo habría sido una enorme locura para nada. Además, Domiciano lanzaría a todos sus pretorianos en su busca. No habría un rincón seguro para él en toda Roma y sellarían las puertas de la ciudad con decenas de pretorianos armados. Roma sería como una gran cárcel a la espera de ser atrapado y ejecutado en la arena de la forma más horrible que la retorcida mente del emperador pudiera concebir. No, tenía que seguir. Era lo único que podía hacerse, que debía hacerse. Le faltaba el aliento. La lucha primero, los nervios constantes, ahora el pasadizo estrecho y sin aire. Debía seguir. Oía la respiración pesada del samnita, el provocator y el tracio a su espalda. Quizá aquellos hombres que le seguían dudaban como él, pero le seguían; eso era lo esencial. De su ayuda podía depender todo. Tenían que seguir. Él, Marcio, por encima de todo y de todos, él debía seguir. Se lo debía a Atilio, se lo debía a aquella infausta tarde en el anfiteatro Flavio cuando parte de su vida terminó y su existencia se convirtió en un vacío largo, profundo y sin sentido. Pensó en Alana. Sólo ella le había devuelto a la vida. Por ella estaba allí también. Se veía una luz al fondo. Alguien había abierto la puerta del final del pasadizo. Para cambiar el destino de los dos y si por ella, si por Atilio, tenía que terminar de ascender por ese pasadizo y matar al emperador, eso sería lo que haría. La luz le cegó en el tramo final del pasadizo, pero hacia la luz caminaba, hacia la luz… O moriría en el intento. Moriría luchando…
La mirada de nervio puro y odio pulido por el tiempo de la emperatriz de Roma les recibió al final del pasadizo.
—¡Por ahí! ¡Rápido! —les dijo aquella mujer nada más aparecieron por la puerta del túnel. Los cuatro gladiadores cruzaron la estancia de la emperatriz a toda velocidad. Marcio llegó junto a las puertas que daban acceso a la cámara del emperador. Se oían golpes, ruidos, gemidos. Se luchaba al otro lado de aquellas puertas. Marcio miró de nuevo a la emperatriz.
—¡Entrad de una vez! ¡Por todos los dioses, entrad y acabad con esto de una vez para siempre! —gritó Domicia Longina.
Marcio dejó de mirar a aquella mujer, abrió las puertas con dos poderosas patadas y analizó con el vértigo de la guerra, porque aquello era una guerra, la imagen que se encontró al otro lado: dos hombres flacos, uno viejo y otro más joven, con el rostro aterrado, estaban junto a una gran puerta contra la que golpeaban desde el exterior varios hombres más, sin duda, pretorianos. La mirada de Marcio se dirigió entonces hacia el objetivo de aquel extraño día de lucha sin cuartel.
Junto a un gran lecho, en pie, con sangre en las manos, vociferando a los dos únicos pretorianos que se encontraban en la habitación, estaba Tito Flavio Domiciano, emperador de Roma, Dominus et Deus. Marcio se acercó hacia él despacio. Nunca lo había visto tan de cerca.
—¿Tú también? —preguntó el emperador ignorando al gladiador que se le acercaba, mirando por encima de su hombro y dirigiéndose a la emperatriz.
—También, Dominus et Deus—respondió la mujer a espaldas de Marcio, pero el gladiador de gladiadores estaba concentrado en los dos pretorianos que protegían al emperador, quien, por su parte, seguía con su mirada fija en la emperatriz, a la que dirigió una nueva pregunta.
—¿Desde cuándo? —Como la emperatriz no respondía, el emperador aulló con fuerza—. ¡Quiero saber desde cuándo!
La emperatriz hablaba y el emperador hablaba, hablaban, hablaban, mientras Marcio vigilaba los movimientos de los pretorianos. El samnita estaba a su lado y, tras ellos, el tracio y el provocator. Marcio se percata de que hay alguien arrodillado a los pies del emperador: está herido, con sangre saliendo por las cuencas de sus ojos; no es un pretoriano y no parece importante. Los soldados imperiales del exterior vuelven a arremeter contra la puerta de la cámara y ésta cruje pero, por el momento, resiste. Marcio sabe que cuenta con sólo unos momentos para terminar lo que habían empezado en aquella maldita hora sexta de aquel sangriento 18 de septiembre.