LA EMPERATRIZ DE ROMA

DOMITIA [47]

Roma, 27 de octubre de 97 d. C.

Domus Flavia

Domicia Longina ladeó ligeramente la cabeza para que la ornatriz pudiera peinarla mejor. La muchacha se esmeraba por hacerlo con el máximo cuidado para no dar tirones a su ama. La emperatriz no era proclive a hablar mucho con sus esclavos en la intimidad, y aquella mañana tampoco fue una excepción. Así, en el silencio compartido, las dos oyeron los gritos desgarrados que trepaban por las paredes del palacio imperial. A la esclava le temblaban algo las manos pero tuvo el suficiente autocontrol para evitar que ese hecho interfiriera en sus labores. La emperatriz, por su parte, permanecía sorprendentemente inalterable. Su regia calma insufló una buena dosis de paz en el ánimo de la esclava.

Domicia Longina, augusta, ladeó ligeramente la cabeza. El cepillo resbalaba firme por su larga cabellera oscura que acababan de tintar para ocultar el pelo gris que el sufrimiento, la soledad y el odio habían hecho brotar de forma profusa. Los gritos seguían allí. La emperatriz sabía que la guardia pretoriana se había rebelado contra Nerva y que éste no había podido hacer nada para controlarlos, pese a que, en un acto de nobleza que le honraba, había hecho todo lo posible por interponerse entre los pretorianos y sus víctimas. Luego Nerva había salido y hasta la emperatriz habían llegado murmuraciones sobre la adopción por parte del emperador de un sucesor, de un legatus hispano. Aquello parecía increíble, pero, en cualquier caso, eran sucesos que a la emperatriz se le antojaban como de otro mundo.

En su propio mundo, mucho más pequeño pero también mucho más inmediato, Casperio y Norbano buscaban a los asesinos del emperador Domiciano, un crimen que había quedado sin resolver, tapado por el nombramiento apresurado de Nerva por parte del Senado, pero que los pretorianos no olvidaban. Domiciano había sido asesinado como un perro en el propio palacio imperial y los pretorianos, encabezados por Norbano y Casperio, querían saberlo todo, absolutamente todo de aquel 18 de septiembre del año pasado. Una de las esclavas había informado a Domicia de que los pretorianos habían detenido a Petronio, anterior jefe del pretorio, a Partenio, a Máximo y a Estéfano, quizá a más. Los gritos empezaron el día anterior con la hora secunda y siguieron durante toda la jornada y la noche. Era sólo cuestión de tiempo que en medio del dolor de la tortura alguno de los apresados, incapaz de resistir más, diera a los pretorianos más nombres: en particular, el de los gladiadores que escaparon y, sobre todo, el suyo propio, Domicia Longina. Ella apuñaló al César. Ahora las consecuencias de sus actos caminaban lenta pero inexorablemente hacia la puerta de su cámara. Con su nombre, los pretorianos cerrarían el círculo. Petronio, Partenio y Estéfano eran hombres valientes, pero el dolor transforma a todos. Máximo era un liberto de mente simple, pero leal. Era posible que Máximo muriera sin desvelar nada; Estéfano quedó cegado por el emperador y era difícil estar seguro de cuánto sabía con certeza. Petronio llegó cuando todo había terminado.

Quedaba Partenio. ¿Sería capaz aquel viejo consejero imperial de resisitir la tortura?

Domicia Longina ladeó la cabeza hacia el lado contrario y la esclava se situó también en su otro costado para seguir peinándola. Los gritos cesaron. Era ya la hora tertia. Un haz tenue de luz se filtraba por la ventana de su cámara. La tortura había concluido. Los pretorianos tenían ya todo lo que necesitaban. Pronto se oirían las pesadas sandalias de la guardia imperial aproximándose a su habitación.

—¡Ay! —exclamó a la emperatriz—. ¡Ten cuidado!

—Lo siento, augusta —se disculpó la esclava.

El silencio que había seguido a los gritos había puesto aún más nerviosa a la ornatriz, pero se controló y se esmeró por seguir peinando a su ama aún con más cuidado. Fue entonces cuando empezaron a oír los pasos de los pretorianos que se acercaban. Domicia Longina levantó su mano derecha y la esclava se quedó quieta. Las dos mujeres escucharon con atención. Los pasos venían del pasadizo que empezaba entre los dos grandes peristilos porticados. Eran varios pretorianos. Domicia frunció el ceño. ¿Cuántos pretorianos considerarían Casperio y Norbano que serían necesarios para prenderla? Su orgullo se engrandeció al percibir que eran al menos una docena los que se acercaban. ¿Tan temible era? La emperatriz de Roma sonrió lacónicamente. Prefería esta visita mil veces a las turbadoras entradas nocturnas de su antiguo esposo borracho y loco con la lascivia saciada tras haber torturado a Flavia Julia o a la pobre Domitila, o, peor, con la lujuria aún insatisfecha en busca no ya de sexo, en su estado poco podía hacer él, sino de insultar, humillar, golpear… Los pretorianos traerían golpes y tortura y dolor, pero, al menos, por una vez en su vida, los golpes habrían valido la pena, cada uno de ellos, hasta el más nimio, sería el resultado de la bendición de saber que Tito Flavio Domiciano estaba muerto y mil veces muerto por los siglos de los siglos. ¿Qué sería de Domitila? Lo último que había llegado hasta ella es que estaba demasiado enferma como para regresar a Roma de su forzado destierro. Nerva había enviado un mensajero para invitarla a volver, pero éste había regresado solo. Domicia sabía que Domitila no viviría mucho más. Demasiado dolor. Llamaron a la puerta y la esclava dio un respingo.

—Tranquila —dijo la emperatriz—. Es a mí a quien buscan. Sepárate.

Y la esclava, lentamente, con lágrimas en los ojos, dio varios pasos hacia atrás, con la mano aún en alto, apretando el cepillo con el que había estado peinando a su ama; una ama seria, fría, pero siempre correcta, una ama a la que había visto sufrir lo indecible sin que nunca luego lo pagara con los esclavos. No era justo lo que venían a hacerle. No era justo, pero ella no era nadie, no era nada. No podía hacer nada, más que callar y mirar al suelo.

—Adelante —dijo Domicia Longina con voz poderosa, firme, decidida.

Los pretorianos abrieron las dos hojas de la entrada y Norbano entró en la cámara. Miró entonces hacia atrás y los pretorianos que le acompañaron volvieron a cerrar las puertas. La esclava siguió retrocediendo, aún con su mano en alto, asiendo el cepillo con tanta fuerza que sus dedos delgados empezaron a quedarse blanquecinos por la falta de riego. Norbano la ignoró y dio cinco pasos grandes hasta situarse frente a la que hasta hacía sólo unos meses era la emperatriz del mundo romano. Domicia Longina le encaró con la elegancia de quien ha sido patricia de Roma desde su nacimiento, con la altivez de quien ha sido emperatriz y con la fuerza de quien se siente noble por dentro y por fuera.

—¿Y bien, Norbano? ¿Por qué se me molesta en mi habitación?

El pretoriano no respondió de forma inmediata. Estaba serio a la par que satisfecho. Domicia consideró que aquélla debía de ser una mezcla razonable de sentimientos para quien había querido vengar la muerte de Domiciano y había conseguido pasar todo un día y toda una noche torturando a varios de los conjurados. Ahora era el turno de ella.

—La emperatriz sabrá que hemos arrestado a varios de los asesinos del emperador Domiciano.

Domicia Longina pensó en añadir que para ello se habían rebelado contra el actual emperador, pero tampoco quería excederse en su desafío. La tortura iba a destrozarla. Necesitaba ahorrar energías. Se limitó a asentir en silencio.

—Los hemos torturado para obtener los nombres del resto de conjurados.

La emperatriz volvió a asentir. La esclava, por fin, bajó la mano con el cepillo y siguió llorando sin decir nada, sin emitir el más mínimo ruido.

—Lo sé, Norbano —confirmó Domicia Longina.

—La emperatriz estará satisfecha al saber que hemos dado muerte a todos los apresados y que hemos obtenido de ellos el nombre de un conjurado que nos faltaba. Alguien fundamental en el complot contra el anterior emperador. Se trata de quien apuñaló al emperador Domiciano.

Domicia volvió a asentir al tiempo que se daba la vuelta para mirarse al espejo y ocupar sus manos en acariciarse el pelo, como si comprobara si el cepillado había sido adecuado.

—Supongo que ahora procederéis a detener a esa última persona de la conjura —dijo Domicia Longina sin dejar de mirarse en el espejo a la vez que lo usaba para observar la expresión seria de Norbano.

—Sí, eso es lo que procede.

Siguió un largo silencio. Domicia pensó en levantarse y salir con el pretoriano. Parecía que Norbano quería hacer aquello con un mínimo de dignidad. Era toda una vida como esposa de Domiciano. Seguramente era a ese hecho al que se debía aquel acto de respeto último por parte de aquel pretoriano que, por otro lado, no dudaría en ejecutarla en unos instantes. Domicia Longina, en efecto, se levantó con la lentitud de quien sabe que cada gesto, cada movimiento que hace, es el último de su vida. Iba a decir la frase que tenía pensada, nada espectacular, sólo lo justo: «Estoy dispuesta», pero cuando Domicia Longina estaba a punto de hablar, Norbano se anticipó.

—Cogeremos a ese maldito gladiador, a ese miserable de Marcio, antes de que acabe el mes. Lo juro por todos los dioses, augusta.

Domicia Longina se quedó inmóvil, tan petrificada como la esclava que asistía como testigo mudo a aquella escena con los ojos abiertos de par en par sin parpadear desde hacía un buen rato, cuando las lágrimas decidieron secarse. Domicia meditó con mucha precisión sus siguientes palabras.

—¿Es eso lo que has venido a anunciarme, Norbano?

—Sí, mi augusta señora. He pensado que la emperatriz estaría satisfecha de saber que todos cuantos atacaron al emperador y a la augusta Domicia Longina aquel maldito día han sido o serán ejecutados próximamente. Siento haber irrumpido así en la habitación, pero pensé que sería de interés saber todo esto.

Domicia Longina lo miró fijamente y afirmó con la cabeza al tiempo que respondía al pretoriano.

—Has hecho bien, Norbano, has hecho bien.

Cogiéndose con las manos al respaldo del solium en el que había estado sentada, Domicia Longina aún tuvo la osadía de lanzar una pregunta más a un Norbano que se inclinaba y ya empezaba a darse media vuelta para salir de la cámara privada de la emperatriz.

—¿Y además de ese gladiador, los conjurados no han desvelado ningún otro nombre?

Norbano se detuvo. Se volvió de nuevo para encarar a la emperatriz.

—No, no nos han desvelado ningún nombre más.

Frunciendo el ceño, como cuando un hombre siente que algo se le escapa pero no está seguro de qué se trata, dio un paso al frente y, muy cerca de la emperatriz, completó la pregunta de su señora con otra pregunta.

—¿Acaso la augusta Domicia Longina sospecha de alguien más?

Domicia negó con la cabeza y subrayó su negativa con un poderoso monosílabo.

—No.

El pretoriano asintió, se llevó la mano al pecho —manteniendo, eso sí, el ceño fruncido— y, algo confuso, salió de la cámara de la emperatriz.

Domicia Longina, que se había levantado para hacer aquella última pregunta al jefe del pretorio, volvió a sentarse con parsimonia sorprendente en su solium y se dirigió a la esclava.

—Vamos, hazme el peinado alto, ese que sabes hacer tan bien.

Sus palabras sonaron como si allí no hubiera ocurrido nada.

En el exterior, un aturdido Norbano, ceño cruzado sobre su frente, seguía devanándose los sesos sobre la extraña actitud de la emperatriz. Habría esperado más alegría por parte de la esposa del emperador al saber que habían ajusticiado a muchos de los conjurados, y luego estaba esa peculiar pregunta sobre si no habían desvelado más nombres. Era cierto que Partenio al final, cuando tenía sus testículos en la boca, había dicho algo más sobre el emperador, pero no se le entendió bien. Era como si dijera una y otra vez «Domiciano Augusto, Augusto», o algo parecido, pero sin terminar de pronunciar bien; todos habían pensado que repetía el nombre del emperador asesinado Tito Flavio Domiciano Augusto, ¿o…? Era casi más como si dijera… como si hubiera dicho… Norbano se detuvo en seco y tras él su docena de pretorianos. Todos permanecieron quietos, detenidos en medio de aquel pasillo en el centro mismo del palacio imperial. ¿Domicia Augusta? Norbano se giró muy, muy despacio hacia el final del corredor, donde quedaba la cámara de Domicia Longina Augusta, pero de inmediato sacudió la cabeza. Estaba agotado. Imaginaba tonterías. Había cosas que una mujer no podía hacer. Era imposible, absurdo. Casperio se reiría de él si tan sólo se atreviera a sugerirlo: el poderoso Domiciano apuñalado por su pequeña y delgada esposa. Increíble. Si Domiciano hubiera muerto envenenado, quizá sí, pero así, apuñalado brutalmente, con una saña bestial propia sólo de un soldado o un gladiador, no podía ser; eso era trabajo de hombres y de hombres fuertes. Había que encontrar a ese maldito Marcio, a ese gladiador huido y crucificarlo en el foro, para ejemplo de todas las alimañas traidoras del Imperio. Norbano reemprendió la marcha con furia. Tenía trabajo pendiente.

Los asesinos del emperador
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