LA LLEGADA DE LONGINO

Itálica, sur de Hispania

Marzo de 70 d. C.

Cneo Pompeyo Longino era un superviviente. Su familia, años atrás, tras la derrota sufrida por César, se desperdigó por diferentes puntos del Imperio. El abuelo de Longino encontró un lugar donde rehacer sus vidas en la lejana Augusta Treverorum, capital de la provincia gala de Bélgica. Y todo fue bien hasta que, en medio de la rebelión de los bátavos, el padre de Longino cayó en combate. Con su madre también fallecida, y pese a estar a sus dieciocho años en edad de unirse ya al ejército, el padre del muchacho, en su lecho de muerte, le conminó a ir al sur, a la ciudad de Itálica, donde la familia de un tal Trajano le daría acogida.

—Ve al sur, hijo —las palabras de su padre aún estaban fuertemente grabadas en su memoria mientras el joven Longino entraba en la ciudad de Itálica—; Trajano es un buen hombre. Combatí con él en Oriente bajo el mando del gran Corbulón. Le escribí nada más iniciarse la revuelta de los bátavos. El está en Jerusalén, con el César Tito —le costaba hablar—; el correo se ha retrasado, pero ha confirmado que serás bienvenido en su ciudad. Tiene un hijo de tu edad, quizá os hagáis amigos. Bajo la protección de los Trajano estarás bien, muchacho. Yo… —la herida de flecha le dolía cada vez más; el médico había desistido de extraerla y la punta le corroía las entrañas—; allí estarás bien. —Y cerró los ojos.

Longino llegó a Itálica al final del invierno. La ciudad no era muy grande, pero sí mayor que su lejana Augusta Treverorum. Viajaba acompañado por un esclavo leal a su padre al que había enviado por delante para anunciar su llegada a los Trajano. Era lo correcto. Quería causar buena impresión. Por eso no le sorprendió que un grupo de jinetes saliera a su encuentro a las puertas de la ciudad amurallada. Un hombre joven como él se adelantó y cabalgó hasta ponerse frente a su caballo.

—Soy Trajano, Marco Ulpio Trajano. Mi padre está en la guerra de Oriente, pero hemos recibido una carta suya. —Trajano hijo contemplaba a aquel romano que venía del norte: era alto como él y fuerte y… hermoso; pese al polvo del camino, Trajano quedó prendado de inmediato de la vitalidad de aquel joven de Augusta Treverorum—. Eres bienvenido a Itálica.

Trajano lo condujo por la ciudad hasta las termas.

—Lo mejor será que te quites el polvo del Imperio de tu piel antes de ir a casa —le dijo mientras desmontaban de los caballos.

—Por todos los dioses, ésa es una gran idea.

Los dos muchachos entraron sin más compañía en el interior de las termas de Itálica. El veterano esclavo de Longino y los jinetes de Trajano hijo quedaron en el exterior a la espera de que regresaran.

Longino se fue desnudando para entrar en el caldarium y Trajano le imitó. La primera impresión fue confirmada con rapidez: Longino exhibía unos brazos musculados y perfectos en proporción, ligeramente cubiertos de vello, pero no en exceso, y sus piernas eran poderosas, con unos gemelos torneados. Su piel estaba ligeramente tostada por el sol, pero sin exceso, y su cabello negro era recio, fuerte. Sólo había suciedad y polvo que reducían el impacto de la hermosura del recién llegado, pero los vapores primero del caldarium y luego el agua templada del tepidarium y la fría del frigidarium eliminaron ese problema con rapidez. Una vez bañados, se sentaron ambos bajo el sol de Itálica para quitarse el agua que aún corría en gotas frescas por su piel con las strigiles.

—Ahora iremos a casa y comeremos bien. Debes de estar hambriento —dijo Trajano.

—Lo estoy y mucho. —Longino se sentía a gusto con aquel joven de su misma edad. «Quizá os hagáis amigos», había dicho su padre. Quizá fuera así.

—Vamos afuera —dijo Trajano una vez que habían vuelto a vestirse—. Nuestra casa es una villa fuera del recinto amurallado. De momento hay paz en la Baetica y allí se está bien.

—Uno de los pocos sitios pacíficos del Imperio hoy día —comentó Longino.

—Sí. —Y tras un instante de silencio Trajano añadió unas palabras—: Siento lo de tu padre y lo de los bátavos.

Longino no respondió pero Trajano, acertadamente, interpretó que su nuevo amigo agradecía el comentario pero que no deseaba hablar más de ese asunto. Le pareció razonable. Si su padre muriera en Oriente, él tampoco querría hablar del tema en mucho tiempo.

—¿Qué se puede hacer aquí para divertirse? —preguntó Longino para cambiar de conversación y terminar con un silencio que empezaba a hacerse incómodo.

—Bueno —empezó Trajano—, tenemos un teatro… —Observó que Longino no parecía muy interesado por asistir a una representación; imaginó entonces a qué se refería y le dolió, pero tenía que aceptar que muy pocos eran como él—. Tenemos también una casa, dentro de la ciudad, con mujeres venidas de África, algunas muy hermosas —Trajano vio que Longino asentía—, pero a mí lo que realmente más me gusta es cazar.

Para sorpresa y satisfacción de Trajano, los ojos de Longino se iluminaron.

—A mí también me encanta cazar —confirmó con palabras el recién llegado—, pero ¿cazáis aquí en el sur?

—Hay ciervos y jabalíes, muchos, en la sierra —dijo Trajano exultante señalando hacia el norte—, pero lo más excitante para mí es intentar cazar un lince.

—¿Un lince? Creo que nunca he visto uno.

—Son como leones, bastante más pequeños pero muy listos; se esconden con mucha habilidad. Hay que cazarlos siempre contra el viento. Si te huelen no los verás nunca.

—¿Y has cazado muchos?

La pregunta de Longino iba sin mala intención, pero a Trajano le costó dar la respuesta.

—No… no he cazado aún ninguno… son muy listos… es muy difícil. —De nuevo, el silencio incómodo regresó mientras cabalgaban bajo el sol de la tarde en dirección a su casa; Trajano tuvo una idea—: Pero llevo meses detrás de uno que se oculta tras esas colinas. Ha cazado varias ovejas de los rebaños de la ciudad, pero pocos se atreven a adentrarse en las colinas por miedo al lince. No son muy grandes, eso es cierto, pero tienen unas garras tremendas y pueden desgarrarte la piel con un par de zarpazos rápidos. Si quieres podemos intentar cazarlo entre los dos. Así sería más fácil —Longino estaba mirando las colinas con atención, examinando el terreno—, a no ser que te dé miedo, claro.

El recién llegado se echó a reír.

—Los Longino del norte no tenemos miedo a nada.

Trajano le acompañó en la risa.

—Entonces está hecho: lo cazaremos entre los dos.

Continuaron cabalgando seguidos de cerca por el esclavo de Longino y la pequeña escolta de Trajano hijo.

Los asesinos del emperador
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