EL AVANCE DE ROMA

Suroeste de la Dacia, 86 d. C.

Fusco, orgulloso y marcial, erguido sobre la grupa de su gran caballo negro, observaba el imparable avance de sus legiones por las llanuras y valles al norte del Danubio. Su plan era simple, pero preciso: recorrer con la máxima rapidez todo el territorio desde el gran río hasta alcanzar Sarmizegetusa, la capital de la Dacia, lo antes posible y allí tener el gran enfrentamiento contra los dacios; un pulso que él estaba persuadido de que no sería otra cosa que un largo y lento asedio donde esperaba rendir a los dacios por desesperación, hambre y sed. Nada ni nadie podía detener a seis legiones y cinco cohortes pretorianas. El emperador Domiciano estaría en ese momento inaugurando los juegos capitolinos. Sería perfecto que al César le llegara la noticia de una gran victoria durante la celebración de los mismos.

Llegaron pronto, a marchas forzadas, y sin oposición alguna, hasta las inmediaciones de la ciudad dacia de Tapae, antesala de la capital enemiga, rodeada de montañas de forma que sólo se podía acceder a ella desde el sur por un desfiladero rodeado de laderas pobladas por espesos bosques que extendían su manto de densa vegetación hasta el corazón mismo del valle.

—No pensará cruzar por ahí —dijo el veterano Nigrino a un nervioso Tetio Juliano, que parecía compartir su preocupación. Fusco iba en vanguardia, pero ellos, con el grueso del ejército, se encontraban en el centro de la gigantesca formación. Para su desesperación, ambos oficiales fueron testigos de cómo los arqueros y auxiliares que hacían las veces de exploradores se adentraban por orden de Fusco en la espesura del valle de Tapae.

—No lo sé —respondió Tetio Juliano arrugando la frente y protegiéndose los ojos con la palma de la mano para ver mejor—. Quizá se limite a enviar los exploradores —añadió, pero, poco después de que los arqueros y auxiliares de vanguardia hubieran desaparecido en el bosque, la V legión Alaudae, que tenía el privilegio por su historia y su leyenda de encabezar el ejército, se adentró, por orden directa de Fusco, por el estrecho camino que penetraba en las entrañas de aquel bosque.

—¿Con qué caballería de apoyo cuenta la V legión? —preguntó Nigrino que, una vez más, lamentó haber promovido que su joven sobrino fuera aceptado en aquella legendaria legión V.

—La habitual —respondió Tetio Juliano.

Nigrino bajó la mirada y sacudió la cabeza. Ciento veinte jinetes no serían nada si los dacios planteaban una emboscada en aquel mar de árboles. Y su hijo era uno de esos ciento veinte jinetes.

—Si Fusco quiere adentrarse allí dentro, al menos debería reorganizar las tropas y poner a todas las legiones juntas —añadió Nigrino sin preocuparse por controlar un tono de voz que claramente dejaba bien visible su más absoluta indignación por la forma en la que Fusco despreciaba al enemigo.

—Sin duda —respondió Juliano que, en silencio, meditaba adelantarse y transmitir precisamente esas dudas al propio Fusco. Sólo le detenía pensar que aquel maldito y engreído jefe del pretorio, con toda seguridad, despreciaría su consejo, pero… ¿y si fuera Nigrino el que se lo dijera? Era un buen veterano y muy experto. Quizá Fusco le escuchara.

Tras la primera legión avanzaban, como era costumbre de los ejércitos romanos en territorio controlado, los zapadores; luego una primera parte del bagaje con todo tipo de acémilas y carros con mercancías y víveres; a continuación el legatus al mando, en este caso Fusco con sus pretorianos; seguía el grueso de la caballería con los seiscientos jinetes de las cinco legiones que venían en retaguardia, la segunda parte del bagaje junto con las armas de artillería, catapultas y escorpiones, que Fusco había hecho traer para el asedio de Sarmizegetusa, los suboficiales y los portaestandartes, y sólo entonces avanzaban, totalmente desconectadas de la vanguardia, las cinco legiones restantes, es decir, el grueso del ejército, seguidas de cerca por la tercera y última parte del tren de carros y acémilas y un regimiento de auxiliares que cerraban el ejército.

—Fusco me desprecia y sabe que yo debería estar al mando, Nigrino —empezó Tetio Juliano con rapidez—, pero no tiene nada personal contra ti. Cualquier cosa que yo diga creerá que es fruto de mi despecho, pero de ti no puede pensar lo mismo y sabe que eres hombre experto en el combate. Aunque no lo diga, lo sabe. Ve a la vanguardia e intenta hacerle recapacitar.

Nigrino asintió y, sin dudarlo un segundo, pidió un caballo a uno de sus hombres. Se perdió galopando a toda velocidad en paralelo a los carros de víveres, los portaestandartes y las tropas auxiliares que les precedían. No había un instante que perder.

Los asesinos del emperador
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