UNA JOVEN PROSTITUTA
Roma, marzo de 97 d. C.
Seis meses después del asesinato
Partenio entró en el gran Ludus Magnus en busca de Marcio. Sabía que no se encontraba allí, como sabía que los gladiadores, por el momento, en medio del caos de la Roma de Nerva, habían permanecido en silencio ante las preguntas de los pretorianos de Norbano. Pero o el nuevo emperador terminaba por imponer orden o Norbano y los suyos acabarían averiguándolo todo.
Partenio sabía que tenía una deuda pendiente con Marcio y que éste, aunque hasta la fecha había permanecido callado y oculto —teniendo en cuenta que los pretorianos habían hecho correr el rumor de que quien confesara el nombre de todos los participantes en el asesinato de Domiciano sería perdonado incluso si había participado en el complot—, podría, al fin, decidir entregarse y colaborar con los pretorianos. Partenio estaba seguro de que aquélla era sólo una vil estratagema de Norbano, y que si alguien se iba de la lengua caería también bajo las implacables espadas pretorianas, pero el viejo consejero imperial no tenía tan claro que Marcio no fuera a creerse ese mensaje y temía que revelara los nombres de los que habían participado en la conjura, en particular, el suyo propio y, por qué no, el de la emperatriz. Todos estaban condenados a vivir bajo la sospecha constante de Norbano y del nuevo jefe del pretorio, Casperio, nombrado en sustitución de Petronio por un Nerva demasiado débil para oponerse a los deseos de los pretorianos. Y es que Norbano dudaba mucho de las acciones de Petronio el día del asesinato y no había dejado de presionar al nuevo emperador Nerva para que le reemplazara por el mucho más brutal Casperio, fiel aliado del propio Norbano.
En esos momentos, cualquier velada acusación, sin importar de dónde viniera, sería tomada en consideración por la guardia imperial que, por el momento, no parecía obedecer demasiado al nuevo emperador; más bien al contrario. La destitución de Petronio Segundo era un buen ejemplo de cómo estaban las cosas y de que, en Roma, los que realmente gobernaban no eran otros que los dos jefes del pretorio, Norbano y un Casperio recién reincorporado a la prefectura.
Por otro lado, tal y como había imaginado Partenio, nadie en el Ludus Magnus admitió saber nada en absoluto sobre el ya legendario Marcio. Por todas las tabernas de Roma sólo se hablaba de unos gladiadores que habían conseguido asesinar al emperador, eso sí, siempre eran comentarios pronunciados entre susurros por temor a que cualquier pretoriano pudiera oír esas conversaciones y pensar que quien las sostenía podía estar contento de lo ocurrido, o peor aún, directamente implicado. Y se hablaba del asunto entre el temor y la admiración: el temor a un imperio donde hasta el propio emperador podía sucumbir en un asesinato perpretado por un gladiador sin que la guardia imperial pudiera impedirlo, y la admiración por un guerrero, o guerreros, que, según la conversación, había o habían sobrevivido, consiguiendo, por el momento, burlar a los más de cinco mil pretorianos de la ciudad. Se cruzaban apuestas acerca de la superviviencia de los asesinos del emperador. Se pagaba mucho más al que apostaba por su vida. La casi segura muerte del gladiador o gladiadores ocultos se pagaba muy barato.
Partenio salió del Ludus Magnus sin haber averiguado nada relevante sobre el paradero de Marcio y se quedó mirando el gran anfiteatro Flavio. No sabía bien dónde buscar. Por otro lado, si a él le costaba dar con Marcio, también les costaría a los pretorianos. Eso era lo único bueno de todo aquello. Caminando, distraído, fue bordeando el magno anfiteatro y llegó a la entrada del Argiletum. Se encontraba al norte del foro, en el corazón de la ciudad, allí donde se levantaban las insulae más altas, de hasta diez alturas. Edificaciones inmensas de ladrillo cocido, separadas unas de las otras por muy estrechas calles atestadas de comerciantes, taberneros y artesanos. Era la entrada a la Subura, uno de los barrios más populosos de Roma y, a su vez, donde se concentraba un enorme número de prostitutas; más cuanto más se adentraba uno en las estrechas calles, pero Partenio se detuvo allí. Tenía la sensación de que alguien le había estado siguiendo. Una mujer que llevaba el pelo oculto bajo una capucha. El consejero estaba frente a una taberna y, en efecto, vio cómo se le aproximaba una joven vestida con una sucia túnica gris, embozada en una especie de stola de ínfima calidad que servía para ocultar el color de su pelo. Partenio imaginaba la causa de aquella prenda: las prostitutas solían teñirse el pelo de rubio o naranja para indicar su condición y su disponibilidad con rapidez, pero, si salían del barrio, podían optar por cubrirlo para no llamar tanto la atención. La muchacha se le acercó. Un grupo de clientes, ya alegres por el vino ingerido, salieron de la taberna y, entre cánticos y gritos se alejaron en dirección a la Subura, con toda seguridad para concluir la tarde satisfaciendo sus intensos apetitos carnales. Partenio hacía años que no sentía esas ansias, por eso, cuando la muchacha que le había seguido se decidió al fin a aproximarse, descubrir su pelo tintado de naranja y hablarle, el consejero imperial no se mostró muy atento a su ofrecimiento. No era extraño que alguna prostituta en necesidad saliera a buscar algún cliente en los alrededores de aquel barrio para ser así la primera en abordarle y adelantarse a toda la competencia. A Partenio, no obstante, le llamó la atención el hermoso rostro de la joven a la vez que su extraño acento extranjero que no supo dónde ubicar.
—Soy fellatrix y culara. El señor no encontrará nada mejor en la Subura. Y sólo por dos ases.
Era una oferta excelente: sexo oral, que las matronas romanas no practicaban, y sexo anal por el mismo precio de una relación convencional, y todo con una joven hermosa y, por lo que se podía adivinar en su rostro y su andar resuelto, sana. Lo primero que pensó Partenio es que debía de estar embarazada y había decidido reunir el máximo dinero posible ahora que podía para luego poder pagar un cubículo durante unos días para el parto y el tiempo necesario para recuperarse hasta que pudiera volver a trabajar. Partenio empezó a considerar la propuesta. Quizá fuera la última vez en su vida que pudiera yacer con una joven tan atractiva. Norbano y su nuevo aliado, el terrible Casperio, podían dar con los gladiadores antes que él, torturarles y pronto su nombre, Partenio, sería incluido en una lista de implicados en el asesinato del emperador. De ahí a la más horrible de las muertes sólo había un paso. En ese contexto no parecía tan insensato intentar procurarse algún momento de placer. La muchacha se le acercó aún más. Olía bien; se limpiaba con regularidad. La lascivia retornaba al viejo consejero. No pudo evitar sonreír mientras se tomaba la libertad de acariciar la faz de aquella joven que, por otro lado, le parecía tan familiar, cuando, de pronto, sintió algo punzante en su estómago. La voz de la muchacha le habló al oído, pero el tono dulce se tornó súbitamente áspero, amenazador.
—Marcio quiere su oro —dijo la prostituta mientras mantenía el afilado cuchillo en el vientre del consejero imperial.
Partenio separó su mano de la mejilla de la muchacha y, por fin, recordó dónde había visto ese rostro: luchando en la arena del circo. Aquella supuesta prostituta era la gladiatrix que había derrotado al gran tracio y, sin duda, una colaboradora de Marcio. El resucitado apetito sexual de Partenio se desvaneció con rapidez. El consejero inspiró profundamente antes de abrir la boca.
—Marcio tendrá su oro —respondió manteniendo un tono sereno, pero hablando con rapidez en un intento por conseguir que aquella gladiadora dejara de apretar tanto aquel cuchillo contra su vientre.
A su alrededor nadie parecía notar nada: sin duda sólo veían a un viejo lascivo regateando el precio de acostarse con una joven ramera. Si gritaba no tenía duda alguna de que el cuchillo le abriría las entrañas; para cuando llegara la ayuda, si llegaba, sería demasiado tarde.
—Marcio tendrá su oro a su debido tiempo. Llevo días buscándole para hablar con él de este y otros asuntos y explicárselo. Díselo tú, por Júpiter.
—No —respondió la joven, pero separó el cuchillo del vientre de Partenio, para alivio momentáneo del consejero y para posterior terror al oír las palabras que la joven luchadora decidió añadir—: Tú mismo se lo dirás. Sígueme y no intentes huir o será lo último que hagas en tu vida.
A Partenio no le hacía gracia tener que vérselas con un Marcio pendenciero en algún recóndito escondite en medio de la Subura de Roma; ése no era el tipo de entrevista que deseaba. El se conformaba con haber encontrado a alguien que pudiera hacerle llegar el mensaje a Marcio de que debía ser paciente, pero ya había visto luchar a aquella mujer varias veces y estaba bien persuadido de que lo más sensato era seguir sus instrucciones. Su vida era una continuada serie de órdenes recibidas. Sólo que ahora, en el tumulto de una Roma desgobernada, había pasado de recibir órdenes de un César a tener que seguir las instrucciones de una gladiatrix. El mundo estaba cambiando demasiado rápido para él, pero se dejó de reflexiones metafísicas y decidió concentrarse en la cuestión clave para él: su superviviencia y la del resto de conjurados. Y estaba el asunto de la deuda con Marcio. Una deuda en Roma era siempre algo malo que dejar pendiente. La condena en el marco jurídico romano podía concluir en muerte y no imaginaba que en el submundo del barrio más populoso y anárquico Roma fuera a ser muy diferente.
Caminaban por aquellas atestadas calles, rodeados de decenas de pequeños comercios donde los dueños gritaban desde los bajos de las grandes insulae sus mejores ofertas en un afán por conseguir el dinero necesario para pagar los elevados arriendos que costaba tener un espacio en aquel superpoblado centro del mundo. Partenio repasaba en su mente un caso reciente en el que un ciudadano no pudo satisfacer su deuda: el tribunal concluyó que, al ser varios los acreedores, el deudor debía ser troceado a partes iguales en función del número de éstos. No ayudó a recuperar el dinero, pero a los acreedores les entró una gran paz de ánimo, pues el deudor les había estado engañando durante meses. Y la sentencia se ejecutó. Quedaban dos gladiadores vivos de los participantes en el asesinato del emperador: el samnita y Marcio. ¿Era eso lo que tenían en mente aquellos luchadores de la arena? ¿Partirlo en dos? Partenio torció el gesto: para desgracia suya, en la Subura debían de ser bastante más creativos en la forma de matar.
La mujer se detuvo frente a una puerta sucia sobre la que pendía un farol rojo encendido pese a ser aún de día. Era el indicativo de que allí había sexo a precio asequible. La mujer golpeó la puerta con energía un par de veces y al instante se abrió. La gladiatrix se hizo a un lado indicando al consejero que pasara primero. Partenio tragó saliva y se adentró por un pasillo oscuro, mal iluminado por tres candiles de aceite colgados de un techo desvencijado. Se respiraba mal. Los que habitaban aquel lugar no creían en la ventilación y además había un hedor fuerte a fluidos humanos de diversa índole que la mente de Partenio procuró mantener alejados de su imaginación. A ambos lados del estrecho corredor se veían cubicula, en unos casos vacíos y en otros habitados o bien por mujeres solas o bien por parejas que gemían; los hombres de verdad, ellas con el artificio de la experiencia.
—Hacia arriba —se oyó decir a la gladiatrix con autoridad mientras le señalaba una escalera de madera que ascendía por el interior de aquel edificio.
A Partenio no le hacía gracia tener que ir subiendo por dentro de una Insula, pero la mirada firme de su acompañante, que volvía a blandir aquel cuchillo sin ocultarlo ya bajo la túnica, no dejaba mucho margen para la negociación. Partenio empezó a subir por las escaleras. Lo único que mejoró fue el aire. Como era habitual, sólo había ventanas cerradas con alabastro traslúcido en la primera planta, mientras que en las demás las ventanas estaban abiertas y permitían la ventilación. Eso hacía más agradable el aire en comparación con el lupanar de la planta baja, pero sólo en verano. Era de suponer que en invierno los vecinos de las plantas superiores pasarían mucho frío. Eso hacía que se usaran múltiples braseros para calentarse que, rodeados de tanta madera, propiciaban los incendios. Siguieron ascendiendo. Partenio vio los cubos que, según la ley, debían contener el agua necesaria para usarse en caso de que se desatara algún pequeño fuego en una de las plantas del edificio, pero estaban vacíos. Era evidente, por el tremendo estado de abandono de la propia escalera, que crujía como una bestia herida, de las paredes y de todo cuanto podía observar, que en aquel edificio hacía mucho tiempo que no entraban ni los aquarii para subir agua, ni los scoparii para barrer y limpiar. Tampoco había visto Partenio a nadie que pudiera actuar como uno de los ostiarii, los porteros de la ínsula. Llegados a la cuarta planta ya no se veían prostitutas con el pelo teñido. Era evidente que a los clientes no les gustaba tampoco tener que subir y bajar muchas escaleras, pero por las puertas entreabiertas de las diferentes viviendas no dejaban de oírse conversaciones, insultos, gritos de adultos y llantos de niños pequeños. Quinta planta. Cuanto más arriba, más pobreza. Siempre era así. Los más ricos vivían en sus magníficas domus individuales, los de clase media alta habitaban en las plantas bajas de insulae medianamente dignas y los más pobres en los pisos más altos de los edificios, allí donde no llegaban ni aguadores ni barrenderos y donde, en caso de incendio, era más difícil poder escapar. Pero como en Roma todo era caro —la vivienda hasta cuatro veces más cara que en otras ciudades del Imperio—, los minúsculos pisos se subarrendaban a inmigrantes recién llegados a la ciudad, parcelando la vivienda con mamparas y así, con el dinero de todos, se podía pagar a los ricos propietarios de aquellas colmenas donde vivía gran parte del más de un millón de habitantes de Roma.
—Sigue —insistió la gladíarix.
La escalera se estrechaba. De pronto algo pasó rozando el hombro del consejero imperial y éste se asustó. La luchadora sonrió. Una paloma; allí había muchas de ellas. Roma entera estaba infestada de las mismas y vivían en lo alto de los templos y en los desvanes de las insulae. Partenio comprendió que habían llegado al último piso. Se había descontado. No estaba seguro de si estaban en la sexta o la séptima planta. El techo de la habitación en la que entraron estaba inclinado: era el tejado. Había grietas por donde se colaría el agua durante las tormentas y el viento y el frío, pero que ahora dejaban pasar decenas de brillantes haces de luz. Pero el fondo de la sala estaba oscuro. Partenio, conminado por la gladiatrix, se aproximó hacia esa esquina oscura. Seguía sin ver nada hasta que, de pronto, unos ojos resplandecieron en la negrura absoluta, pero unos ojos bajos, a la altura del muslo de un hombre, que aparecían vigilantes y amenazadores. No se asemejaban a los ojos de ningún hombre que Partenio hubiera visto antes. No parecían ojos humanos. Se oyó entonces un rugido y, como el cancerbero del inframundo, un gigantesco perro negro emergió con su silueta portentosa de la nada. Partenio se quedó petrificado. La mujer, con paso tranquilo, le adelantó por la derecha y presentó su mano desnuda al animal que primero la olfateó, dejó de rugir y, por fin, la lamió con dulzura.
—Es aquí —dijo la gladiadora y señaló una última puerta que, una vez que la vista se acostumbraba a la oscuridad, se hizo visible tras el gran perro negro. Partenio asintió, dio unos pasos y entró en el último cubículo de aquel desván en aquella Insula en las entrañas de la Subura de Roma. No le sorprendió encontrar a Marcio tendido sobre un improvisado camastro de heno acompañado, sentado en una esquina, apoyado en la pared, por el samnita. Marcio no se anduvo con rodeos.
—Queremos nuestro oro —dijo con voz serena pero que Partenio sabía que no debía menospreciar. Ya se adivinaba una rabia poderosa bajo aquel aparente autocontrol. Habían pasado meses desde la muerte del emperador y no habían cobrado lo acordado.
—Hay menos dinero de lo esperado en el tesoro imperial. Domiciano dilapidó casi todo el tesoro en fiestas o pagando al rey Decébalo de la Dacia para retenerlo al norte del Danubio. Nerva, el nuevo emperador, aún no confía lo suficiente en mí como para permitirme accceso libre al tesoro, y luego están los pretorianos, que son los que lo controlan todo. Los jefes del pretorio, Norbano y Casperio, me vigilan. —Partenio hablaba con rapidez en un intento por apaciguar al terrible gladiador de Roma y al samnita, y también buscando calmarse él mismo en el arrullo de sus palabras—. Nerva ha nombrado una comisión especial para buscar nuevos ingresos: se están fundiendo las estatuas de oro y bronce del emperador Domiciano y se están vendiendo gran parte de sus propiedades, que han sido confiscadas para el tesoro público tras la damnatio memoriae que ha emitido el Senado, pero Nerva ha tenido que pagar casi cuatro mil denarios a los pretorianos por el ascenso de un nuevo emperador… Necesito tiempo…
Marcio se levantó y se acercó despacio al consejero imperial.
—Los pretorianos que no han cumplido con su trabajo de proteger a un emperador cobran su dinero y yo que he cumplido con lo que se me pidió no tengo recompensa. No entiendo tu mundo, consejero imperial; sólo sé que con esas normas no resistiréis mucho tiempo a no ser que venga alguien que las cambie e imponga orden. Pero todo eso no me importa; no es asunto mío cómo gobernáis esta ciudad de locos o todo vuestro maldito Imperio. Lo único que me interesa es que me prometiste todo el oro del mundo y sólo tengo las manos vacías. Como tú dices, Nerva no controla nada de nada. Los pretorianos nos buscan por toda la ciudad y más tarde o más temprano darán con nosotros. Danos nuestro oro y nos marcharemos.
—Dame unos días más y veré lo que puedo reunir… —empezó a decir Partenio.
Marcio le cogió por la túnica y lo levantó del suelo; el samnita desenfundó su espada.
—Yo digo que lo matemos aquí y ahora —dijo el samnita con decisión—. Este viejo no va a pagar nunca.
Marcio sacudió la cabeza y arrojó al viejo consejero contra una pared. Partenio dio con sus huesos en el suelo. Pensó que se había roto algo, pero sólo era dolor y unos rasguños que, eso sí, tardarían semanas en curar. Sonrió. ¿Iba a caso a vivir tanto tiempo?
—Me prometiste oro y no tenemos nada —insistió Marcio.
Partenio se rebeló y mientras se levantaba con dificultad, apoyándose en la pared contra la que había sido arrojado, para sorpresa de todos, encaró a su agresivo interlocutor.
—Has conseguido tu venganza, tu ansiada venganza —dijo con voz silbante, como el susurro de una serpiente—. Anhelabas dar muerte al emperador y el emperador está muerto. Ya tienes algo que sólo yo podía darte y te lo he dado. Así que no me digas que estás con las manos vacías.
Marcio callaba, pensando que había parte de razón en las palabras del consejero. Incluso si al final no había sido su espada la que dio muerte al emperador, no era menos cierto que haber podido contribuir a su muerte y presenciarla en directo había supuesto un enorme descanso para su atormentada existencia. Desde el 18 de septiembre sentía que el lémur de su viejo amigo Atilio debía sentirse a su vez más en paz con el mundo. Y sí, eso era algo, era mucho, pero la realidad que le rodeaba era acuciante: necesitaba algo de oro para poder sobrevivir en el largo viaje que tenía pensado emprender en busca de la libertad absoluta, pues estaba Alana y había iniciado todo aquello para sacarla a ella, y él, de aquella maldita ciudad. La voz del consejero volvió a oírse entre las sombras de aquel cubículo angosto.
—Dame hasta las kalendae de diciembre. Si entonces no has recibido tu oro, no te molestes en buscarme porque ya estaré muerto. Norbano sospecha de mí y del anterior jefe del pretorio, al que han depuesto forzando a Nerva a nombrar, de nuevo, a Casperio. Sé que pronto ambos pedirán nuestras cabezas al emperador y éste no dispone de la fuerza suficiente para defendernos. Si no recibes tu oro para la fecha que te digo, lo mejor que puedes hacer es encontrar la forma de escapar de Roma lo antes posible. Por todos los dioses, quiero pagarte, soy hombre de palabra. Podría decirte que no fuiste tú ni ninguno de tus hombres los que matasteis al emperador. Fue la emperatriz, pero lo esencial para mí es que sin vosotros, sin vuestra lucha, sin vuestro esfuerzo, sin vuestra sangre, eso tampoco habría sido posible. Y lo básico es que Domiciano está muerto. El Imperio aún tiene una oportunidad y con esa oportunidad puede venir vuestro oro. Dame el tiempo que pido y, si no vuelvo con oro, corre y no pares de correr hasta alejarte de esta ciudad, hasta escapar de los dominios de Roma, porque Casperio y Norbano te buscarán hasta en los últimos confines del Imperio.
El samnita mantenía su espada desenfundada. No parecía muy satisfecho con las promesas de aquel viejo. Marcio tampoco, pero miró de reojo hacia Alana, que permanecía en la puerta vigilando, atenta a lo que allí se decía, al tiempo que observaba que no se acercara nadie hasta el escondrijo más profundo de aquel desván. Marcio sabía que un poco de oro les facilitaría mucho el camino hacia el norte.
—Esperaré hasta las kalendae, pero de octubre, no de diciembre. A partir de ese día, si no te han matado los pretorianos, seré yo quien les haga el trabajo sucio —dijo Marcio al fin.
El samnita carraspeó mostrando su desacuerdo, pero no añadió nada y se volvió hacia la pared con su enfado. Partenio se encaminó hacia la puerta, asintió un par de veces, no pensó que fuera momento de regatear por un par de meses más o menos de tiempo y salió. La mujer no le acompañó, sino que se quedó allí quieta. Marcio salió tras el consejero y se puso al lado de la gladiadora. Partenio caminó rápido en busca de la escalera para salir lo antes posible de aquel lugar. Y, a medida que descendía, aceleraba aún más el paso como quien busca la salida del infierno.
Junto a su amo, en lo alto de aquel angosto edificio atestado de miseria, el gran perro negro ladró un par de veces. Una joven prostituta que había subido hasta allí para descansar sin el agobio de los clientes más impacientes asomó por un cubículo de la penúltima planta. La muchacha miró hacia donde estaba el animal en lo alto de las escaleras del desván y en seguida quedó embriagada, como les pasaba a todas, por el hermoso cuerpo del amo de aquel perro; absorta, se quedó admirando apreciativamente los músculos de aquel luchador de Roma hasta que su mirada se cruzó con los ojos de Alana, que estaba al otro lado del perro. La joven prostituta bajó entonces muy rápidamente la mirada y se escondió de nuevo en su cubículo asustada como no lo había estado nunca antes por aquellos ojos de fuego de la gladiatrix. Si había algo que una mujer sabía reconocer en aquel barrio eran los celos.
Partenio, por fin, aterrizó en la superficie de la ciudad para encontrarse rodeado por la absoluta indiferencia de una muchedumbre que buscaba comida, dinero, vino o mujeres en medio del olor penetrante de las miles de personas que transitaban un barrio donde el propio Julio César vivió durante años. A Partenio le parecía imposible que el divino Julio pudiera haber pisado aquellas mismas calles. Pero Roma era el lugar de los imposibles, como imposible se le antojaba ahora sobrevivir. Y no le quedaban ideas. Estaba agotado, exhausto, cansado de todo. Roma se lo iba a llevar por delante: era cuestión de días. No sería ni el primero ni el último; Roma lo engullía todo y todo lo digería. Sonrió cínicamente. Los pretorianos podían indigestársele y eso supondría el principio del fin, sólo que él no lo vería. Pensó en huir, pero esos mismos malditos pretorianos ya vigilaban todas las puertas de la ciudad. No. Sólo quedaba participar en la lenta agonía del Imperio y ser parte del festín de los depredadores que esperaban al norte del Rin y el Danubio. Nerva era incapaz, demasiado débil. Ahí habían errado. Se necesitaba a alguien capaz de dominar a los pretorianos, mandar sobre las legiones y derrotar a los bárbaros; una combinación imposible. Partenio se acordó de Corbulón, de Agrícola, de Manió. Los Césares habían acabado con todos. No quedaba ningún patricio romano capaz de reescribir el destino del Imperio.