UN VIEJO SENADOR

Roma

20 de agosto de 96 d.C.

Marco Coceyo Nerva, senador de Roma, dos veces cónsul en el pasado reciente, dejó la carta que le había enviado Licinio Sura. Trajano no se levantaría contra ellos. No se mostraba propenso a colaborar, pero no iba a traicionarles ni a oponerse al Senado si el plan tenía éxito. Nerva se levantó y cruzó el atrio de su domus hasta llegar al pasillo que daba acceso a las cocinas. En cuanto las esclavas vieron entrar al amo, todas se quedaron quietas mirando al suelo e interrumpiendo sus tareas. Unas permanecieron sentadas alrededor de la gran mesa de piedra donde se preparaba verdura y se desplumaban varios pollos para la cena y otras quedaron en pie junto al gran lar donde ya hervía agua. Todas vieron la carta que su amo sostenía en la mano y tenían claro a qué se debía aquella visita. Nerva pasó entre ellas sin mirarlas. No era un hombre cruel con los sirvientes, pero le gustaba el orden y la disciplina. De hecho allí, en su casa, se le respetaba por su generosidad y se le obedecía por un cierto aprecio que los esclavos habían desarrollado hacia su señor. Nerva pensaba que con generosidad se podía conseguir muchas cosas en el corazón de los hombres, pero sabía que era importante mostrarse firme en ocasiones. Siempre buscaba un punto medio en todas sus decisiones y rara vez aceptaba posiciones radicales. Su conocida mesura le había valido el aprecio del resto de senadores y, llegado el momento clave, el día en que ya no se podían resistir por más tiempo las ejecuciones de los compañeros por orden de un emperador cada vez más errático, llegado el momento de acabar con la tiranía y de resolver el problema no ya sólo de Roma, sino de las fronteras del Imperio tras la larga inacción de Domiciano, llegado ese día, todos se volvieron hacia él.

—Eres el hombre indicado —le había dicho Licinio Sura antes de partir hacia el norte para asegurarse la colaboración o, al menos, la no oposición de Trajano, primero, y luego en Oriente de Nigrino—. Eres el hombre en quien todos confiamos ahora —insistió Sura, rodeado por una decena de senadores—. Todos sabemos que gobernarás buscando acuerdos, buscando lo que nos une y no lo que nos separa. Roma, todo el Imperio, necesita ahora más unidad que nunca. Una nueva guerra civil acabaría con todo, con todos.

Aquellas palabras retumbaban en la mente de Nerva como los martillos de Vulcano en su profunda forja en las profundidades del monte Etna en Sicilia. Se agachó junto al fuego del lar de la cocina y arrojó a sus llamas la carta de Licinio Sura. No podía dejar prueba alguna de las comunicaciones con el senador hispano. Nerva giró y volvió sobre sus pasos. Las esclavas reemprendieron sus actividades sin que nadie se atreviera a tocar aquel papiro que se consumía bajo la gran cacerola de agua hirviendo.

En el atrio, Nerva paseó entre las columnas, buscando la sombra en aquel caluroso mediodía de verano mientras repasaba el resto de las palabras de Licinio Sura antes de partir para su arriesgado viaje.

—Eres mesurado, Nerva, estás emparentado con la antigua dinastía Julio-Claudia y has servido dos veces como cónsul en la dinastía Flavia. Todo eso debe ayudar a aplacar a los pretorianos.

Nerva valoraba con frialdad aquellas palabras y así, con la lógica de la razón, parecían argumentos de fundamento: era cierto que su tía, por parte de madre, era la biznieta del divino Tiberio; por otro lado, también era verdad que Vespasiano le eligió para compartir el consulado en el año 71, junto con el padre de Trajano, justo tras acceder al poder, y que luego hasta el propio Domiciano, sólo seis años atrás, en 90, volvió a nombrarlo cónsul junto con él mismo. Sí, todo eso era cierto, pero también era verdad que la lista de senadores que habían ostentado el consulado y que habían sido recientemente ejecutados por Domiciano era cada vez más larga. El emperador sabía que si el Senado se rebelaba buscaría uno de esos antiguos cónsules para reemplazarle y, poco a poco, iba acabando con todos. Nerva se detuvo entre las sombras de las columnas de su atrio. No, él no había aceptado encabezar la rebelión contra Domiciano cuando el asesinato fuera efectivo por deseo de ser emperador, sino porque estaba convencido, como otros muchos, que o actuaban pronto o Domiciano no pararía hasta acabar con todos y cada uno de los senadores de Roma. Primero con los de rango consular, luego con el resto. Miró al centro del atrio y recordó cómo había asentido sin decir nada y cómo Licinio Sura le devolvió aquella respuesta saludándole con decisión.

—Parto al norte y me despido de un noble senador de Roma para volver pronto a este mismo sitio y saludar al emperador de todos.

¿Emperador? Marco Coceyo Nerva bajó la mirada. El impluvium estaba casi vacío. No llovía hacía días y los acueductos bajaban con poca agua. ¿Emperador de Roma? Sacudió la cabeza. Sólo había conseguido adelantar su ejecución. El golpe fracasaría. Licinio Sura aseguraba que Partenio se ocuparía de ejecutar el asesinato en palacio, pero Nerva no tenía esperanza en el éxito de la empresa, como no la tenía nadie, seguramente ni el propio Sura ni ningún otro de los participantes. Todos actuaban movidos por un terror que los impulsaba a no quedarse quietos. Nerva tenía sesenta y un años. Era mayor, se sentía mayor. El Imperio necesitaba gente más joven.

Los asesinos del emperador
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