UNA CARTA DE SABINO
VITELLIVS
Cesárea, costa de Siria
Junio de 69 d. C.
La guerra había proseguido bien en Judea. Era el momento de lanzarse sobre Jerusalén, pero entonces llegó la carta de Sabino. Vespasiano reconoció el sello de su hermano en aquel papiro plegado y se retiró unos pasos para leerlo tranquilo.
Eso sí, las miradas de Tito, su hijo mayor, y de sus altos oficiales, entre ellos Trajano, que sabían que se trataba de un mensaje de Roma, le observaban atentos.
Vespasiano desplegó el papiro y empezó a leer en silencio:
Querido hermano:
La situación en Roma es muy grave. Otón, como temíamos, no resistió el empuje de las legiones del Rin que controla Vitelio. Parece ser que en particular la fuerza de la I Germánica y la XXI Rapax decantó la balanza en la batalla de Bediacrum, que fue la definitiva. Pero adelanto acontecimientos. He de precisar que Otón ofreció un buen pacto a Vitelio. Era consciente de la inferioridad militar de las legiones del sur y le ofreció ser nombrado oficialmente su sucesor, pero Vitelio no parecía dispuesto a esperar para acceder al principado, toda vez que veía que era el más fuerte. Tras una serie de batallas en las que las fuerzas de Otón fueron derrotadas, las tropas de uno y otro se encontraron en Bediacrum. Esto fue en abril. Vitelio contaba con hasta siete legiones expertas en combate, mientras que Otón apenas pudo defenderse con la I Adiutrix, la guardia pretoriana y algunas fuerzas auxiliares. La derrota de Otón fue absoluta, pero él salió con vida y hay que reconocerle dignidad en su final. Muchos seguidores suyos y también muchos senadores le conminaron a seguir defendiéndose contra Vitelio. Pocos en el Senado auguraban nada bueno por parte de éste, pero Otón decidió que alargar la guerra sólo perjudicaba a Roma y se suicidó. Fue un fin honorable para alguien que apenas estuvo tres meses como emperador, pero, querido hermano, todo lo que nos temíamos de Vitelio se ha confirmado y en los peores términos posibles: en pocos días ha dilapidado el tesoro imperial con festines que no dan tregua, empezando al alba y continuando todo el día y toda la noche. Los prestamistas y proveedores de toda condición que han reclamado cobrar el dinero que se les debe han sido ejecutados, y eso es sólo el principio. No me importa dejar constancia de todo esto por escrito. Mi vida, como la de todos los senadores que mostramos nuestra crítica a sus actuaciones, está en constante peligro. Es cierto que el Senado, forzado por la presencia de las legiones de Vitelio alrededor de Roma, le reconoció como emperador, pero él mismo sabe que en nuestro fuero interno muy pocos le reconocen como un merecido gobernante del Imperio. En su desfachatez, se autoproclamó Pontifex Maximus en el nefasto día del triste aniversario de la batalla de Alia. Algunos piensan que es una desafortunada coincidencia, pero la mayoría estamos persuadidos de que lo ha hecho a conciencia, como si quisiera enviar un mensaje al Senado y al pueblo: los galos saquearon hace siglos Roma tras derrotarnos en el río Alia y ahora es él el que se dispone a saquear la ciudad. Ha ordenado ya la ejecución de todos los que lleven su nombre o el de su hijo para evitar que quieran proclamarse parientes suyos, y pronto empezará directamente con los senadores.
Hermano, sé que el Senado, el pueblo entero, busca no ya un nuevo emperador, sino un auténtico libertador de este tirano que sólo sobrevive porque sus legiones rodean la ciudad. Aquí he de hacer unos apuntes importantes que no quiero que se me olviden: la guardia pretoriana de Nerón, que luego se rebeló contra Galba y que finalmente apoyó a Otón, fue licenciada por Vitelio y vaga por el norte de Italia sin líder, al igual que los legionarios que sobrevivieron a la matanza de Bediacrum. Son hombres con ansia de venganza que sólo esperan que alguien reconduzca su odio contra un objetivo claro. Y están las legiones del Danubio, que se han mantenido neutrales todo este tiempo, pero que sienten el aliento de los dados, sármatas y roxolanos en su cogote y no se atreven a abandonar sus posiciones mientras miran con perplejidad a una Roma que no les dice qué deben hacer y no les envía suministros para mantener esa endeble frontera. Hermano, debemos alzarnos ahora. Tu nombre está en boca de todos. Has conseguido someter a los judíos, reduciendo su rebelión general a tan sólo ya las ciudades de Jerusalén y Masada, reconquistando toda Judea y devolviendo el control de Siria y todo el Oriente a Roma. No hay nadie más con tu carisma y, no lo negaré, muchos no pueden evitar pensar en tus legiones. Y es que para casi todos, sólo tú, con las legiones de Oriente y de Egipto, dispones de las tropas necesarias para acabar con Vitelio. Si consigues el apoyo de las legiones del Danubio y de las tropas derrotadas de Otón del norte de Italia, Roma se rendirá a tus pies, feliz por ser liberada del pesado yugo de la locura y la tiranía de Vitelio. Marco Antonio Primo, en el Danubio, estaría dispuesto a apoyar una rebelión contra Vitelio que estuviera dirigida por ti. Él podría iniciar el avance sobre Roma a la espera de la llegada de tus legiones.
Querido hermano, estamos a finales de mayo. Espero que antes del final de junio, o incluso antes, esta carta esté en tus manos y puedas actuar con rapidez. Sin poder consultarte más ni esperar a tu respuesta, voy a proponer que el Senado vote a tu favor y te proclame emperador. No sé si lo conseguiré. Cada día siento que me vigilan más los legionarios de Vitelio, que parecen tener oídos y ojos por todas partes. Además, la votación en el Senado se hará pública y eso supondrá que su ira se desatará contra nosotros, pero no me importa morir si con ello consigo la liberación de Roma. He ordenado que se proteja a tu hijo Domiciano en todo momento y que, llegado lo peor, se le oculte hasta que Roma esté por fin en tu poder.
Me despido de ti, hermano. Quizá no tenga ya nunca la oportunidad de volver a estrechar tu mano o compartir una copa de vino contigo. Sea como sea, ruego a todos los dioses que te protejan y que te den fuerza y clarividencia en estos meses de locura e incertidumbre absoluta. Estoy completamente convencido de que tu fortaleza y tu honor salvarán Roma. Te escribo dirigiéndome a ti como gobernador de Siria y legatus augusti, pero espero que cuando pises Roma lo hagas ya como emperador.
Que los dioses velen por ti,
TITO FLAVIO SABINO, senador de Roma
Vespasiano plegó el papiro y se volvió hacia su hijo Tito.
Este comprendió su mirada y se acercó despacio. Su padre le habló al oído.
—Parece que tu tío piensa igual que tú, hijo. Nos alzaremos contra Vitelio. Voy a escribir a Marco Antonio Primo para asegurarme el apoyo de las legiones del Danubio, pero antes he de saber si tú te sientes capaz de terminar la guerra contra los judíos. —Le miró a la cara—. ¿Crees que podrás conquistar Jerusalén? Piénsalo bien antes de responder, hijo, porque necesito, necesitamos, esa victoria. Incluso si derrotamos a Vitelio, necesitaremos la conquista de Jerusalén, una victoria absoluta, total, completa, para asentar nuestro poder en Roma sin discusiones. Piensa bien tu respuesta, hijo, porque yo no voy a alzarme para ser otro Galba u otro Otón que dure sólo unos meses como emperador. Si nos lanzamos contra Vitelio ha de ser para inaugurar una nueva dinastía, y una dinastía debe cimentarse sobre algo heroico. Jerusalén nos puede dar eso y más. —Apretó los labios antes de completar su intenso discurso, susurrado a los oídos de su hijo para hacerle partícipe de su gran idea—. Nerón dilapidó el tesoro imperial; Galba fue asesinado en gran medida por no disponer de dinero para pagar a los pretorianos y no querer endeudarse más para hacerlo; Otón no dispuso de tiempo suficiente para recuperar las finanzas imperiales y Vitelio ha terminado por gastar lo poco que quedaba, incluso lo que no tenía, como hizo Nerón en sus últimos años de reinado. Tito, sin oro no podré durar como emperador mucho tiempo: necesito, necesitamos, oro para los nuevos pretorianos, para las legiones del Danubio y para las de Egipto y Siria que nos ayudarán en nuestro ascenso; oro para satisfacer todas las deudas y calmar al Senado, y oro, por encima de todo, hijo, para entretener al pueblo de Roma. Pero Tito, el oro sale de las minas de Hispania o de Britania demasiado despacio, demasiado lentamente, y nosotros lo vamos a necesitar mucho antes, rápido, ya mismo. Para fortuna nuestra, ese oro está aquí mismo, muy cerca, en la ciudad de Jerusalén, sólo que protegido por tres perímetros de murallas infranqueables defendidas por miles de judíos armados dispuestos a morir antes que a ceder su ciudad y su tesoro. Hijo, tienes que entender esto, tienes que comprenderlo, tienes que entender lo que supone Jerusalén en esta compleja partida en la lucha por el poder del Imperio. —Vespasiano paró un instante para recuperar el aliento, miró fijamente a su hijo y prosiguió en voz baja—: Necesitamos el tesoro de los judíos, hijo: con el tesoro que guardan en su Gran Templo tendremos el oro que necesitamos para asegurar nuestro control de Roma y del Imperio, así que piénsalo bien antes de responder, porque si crees que no vas a poder con Jerusalén y hacerte con el oro de su Templo, tendremos que hacer las cosas de otra forma, cediendo todo el control a Primo en el norte y al gobernador de Egipto en el sur. Pero si tú me dices que sí podrás conquistar Jerusalén, yo me ocuparé de Egipto, desde allí controlaré el flujo de grano a Roma y luego me uniré a Primo para entrar en la urbe antes de un año. El asedio de Jerusalén va a ser duro y los judíos resistirán meses, eso no lo dudo, pero no dispongo de esos meses. Tu tío lo ha dejado claro en su carta: el Senado necesita ver que me pongo en acción de inmediato, así que yo necesito saber ahora, hijo, si podrás conquistar Jerusalén. Respóndeme a esa pregunta, porque del resto me ocupare yo: de Egipto, del Danubio, de Roma. Necesito saber tu respuesta, dime, Tito —sin poder evitarlo, sin darse cuenta hasta que las palabras ya habían sido pronunciadas, levantó el tono de voz de forma que todos pudieron oír bien aquella pregunta—: ¿podrás conquistar Jerusalén?
Vespasiano, incómodo al ver que se le había escapado el control de la situación y que había puesto a su hijo ante una disyuntiva difícil, le puso la mano sobre el hombro y repitió la pregunta en un tono más conciliador.
—¿Crees que podrás conquistar esa ciudad, hijo?
Tito inspiró profundamente, como no lo había hecho en años. Miró a su padre y respondió con decisión.
—Jerusalén habrá caído antes de un año, o no me consideraré digno de ser miembro de la familia Flavia.
Tito Flavio Sabino Vespasiano apretó el hombro de su hijo.
—Bien, muchacho, bien —dijo, y la gran rueda de la historia del mundo empezó a girar.