LA INAUGURACIÓN DEL ANFITEATRO FLAVIO

Roma, 80 d.C.

El anfiteatro Flavio se alzaba desafiante y orgulloso en el corazón de Roma. Tras el desastre de Pompeya y Herculano, un enorme incendio había destrozado las entrañas de la urbe, pero, como protegido por los mismísmos dioses, el nuevo y gigantesco anfiteatro había quedado fuera del alcance de las llamas. Y como fuera que el anfiteatro Flavio estaba ligado a la nueva dinastía imperial, Tito decidió presentar al pueblo el hecho de que el incendio se hubiera detenido ante sus ciclópeos muros como una señal inequívoca de que los dioses, tras azotar Italia con graves desastres, habían decidido legitimar, por fin, la nueva serie de emperadores de la familia Flavia.

Habían hecho falta diez años de constantes trabajos para poder inaugurar aquella mole de piedra. El mayor anfiteatro del mundo se erigía en tres grandes plantas exteriores, que, a su vez, se subdividían en el interior en más pisos donde el pueblo encontraba acomodo, más próximo o más alejado a la arena, de acuerdo a su clase social: el emperador y los senadores en un primer nivel; los oficiales de la guardia pretoriana, del ejército y de otros cuerpos armados y los diferentes servidores del Estado en un segundo nivel; los soldados y los ciudadanos en general en el tercero; más arriba los pobres y los esclavos y, finalmente, en el último piso, las mujeres, con excepción de las sacerdotisas vestales o de las mujeres de la familia imperial que, por supuesto, estaban en el primer nivel.

Cada uno de los tres pisos exteriores se asentaba sobre ochenta arcos y en cada arco se alzaba hermosa una estatua [21]. El público se arracimaba por centenares, por miles, en cada una de las setenta y seis puertas que daban acceso al gigantesco recinto. Nadie lo había visto por dentro excepto el divino Vespasiano o el emperador Tito, su guardia y los trabajadores. Estos últimos, con sus relatos sobre la grandiosidad del edificio en tabernas y otros antros de aún menor dignidad, pero no por ello menos populares, habían contribuido a encender la curiosidad del vulgo hasta límites insospechados. No cabía tanta gente como en el circo Máximo, eso era cierto, pero era una obra más imponente en su aspecto exterior por su infinita altura y porque, además, en su interior iban a poder presenciarse los más terribles, a la par que audaces, combates de gladiadores, bestiarii y ejecuciones de todo tipo. Las carreras del circo suministraban grandes dosis de emoción y, con frecuencia, sangre, pero el gran anfiteatro Flavio estaba destinado a proporcionar siempre emoción, siempre sangre, siempre espectáculos inimaginados.

Ochenta arcos y, en ellos, setenta y seis puertas para el pueblo. Así, quedaban cuatro arcos más para cuatro puertas especiales: una destinada para uso particular del emperador y su familia, otra para las vírgenes vestales y los principales sacerdotes y, por fin, la Puerta de la Vida y la Puerta de la Muerte, que conducían directamente hasta la mismísima arena del centro del edificio. Por la Puerta de la Vida saldrían los gladiadores a luchar y por la Puerta de la Muerte serían retirados los cadáveres de los gladiadores muertos o de los presos ejecutados.

El emperador Tito entró acompañado por su joven hija Flavia Julia, de dieciséis años. La joven era fruto de un matrimonio previo del emperador, que terminó en divorcio cuando Furnilla, la madre, pareció estar conectada con los que conjuraban contra Nerón. En su momento Tito aceptó el consejo de su padre Vespasiano de divorciarse de Furnilla, para evitar verse acosado por Nerón, igual que había aceptado la sugerencia de su padre al ordenar el regreso de su extranjera concubina Berenice a Oriente. La madre de Flavia Julia murió, pero Tito, fallecido ya Nerón y olvidado éste por todos, se hizo cargo del cuidado y educación de su hija con auténtico fervor paterno. Y ahora que era él el César, se hacía acompañar por Flavia Julia a todas partes.

Así, el público jaleó la entrada de un emperador cuya popularidad estaba creciendo desde que ascendiera al trono apenas unos meses atrás, incluso pese a los desastres recientes. Sus visitas a Pompeya y el continuo flujo de ayuda en forma de alimentos, bebida y todo tipo de enseres que había organizado el emperador con destino a Pompeya y Herculano, junto con las labores de reconstrucción de los barrios incendiados en Roma, no habían hecho sino fortalecer ante los ojos del pueblo la imagen de un emperador magnánimo y clemente para con los que sufrían el azote de unos dioses caprichosos y crueles. Además Tito, su emperador, era otro dios, o, al menos, como su padre ya divinizado, en camino de serlo. El emperador los cuidaba, les curaba las heridas infligidas por la injusticia de los otros dioses. Y él, ahora, les iba a entretener con aquel gigantesco anfiteatro. ¿Qué más podía pedirse? Aquel edificio ciclópeo era el cimiento no de un simple entretenimiento, sino la base de toda una nueva dinastía, la Flavia, tal y como había planeado su padre Vespasiano; una nueva dinastía que así se aseguraba con hondas raíces no ya en las entrañas de la ciudad sino entre los sentimientos más profundos del pueblo de Roma.

El emperador se situó junto a su joven hija en el centro del gran podio y saludó a todos los rincones del anfiteatro. El público aullaba con fuerza.

—¡César! ¡César! ¡César!

Tras el emperador y su hija, poco a poco, fueron incorporándose al palco varios pretorianos que, discretamente, se apostaron a los lados. Seguidamente salieron Domiciano y su esposa Domicia Longina, siempre querida por el pueblo por su hermosura y por su discreción; el maestro de ceremonias, varios senadores prominentes, favorecidos por el emperador, entre los que destacaba Trajano padre y su hijo, y una esclava que llevaba de la mano a una pequeña y atemorizada niña de ocho años, Flavia Domitila III, hija de la fallecida hija de Vespasiano del mismo nombre y, por tanto, sobrina del emperador. A la niña le asustaba el griterío y tanta gente y las historias que se contaban de lo que debía de ocurrir en aquel lugar. Domiciano, mientras su hermano Tito seguía saludando al pueblo que no dejaba de aclamarle, miró primero a Flavia Julia, la adolescente hija del emperador, y luego posó sus ojos sobre la tímida figura de la pequeña Domitila. Ambas eran hermosas. No importaba que la una fuera una jovencísima mujer y la otra sólo una pequeña niña: la hermosura de la hija de Tito y de la hija de su hermana eran sobresalientes. Sonrió. A Domiciano le gustaba la belleza. Miró a su esposa. Domicia había sido tan guapa, tan guapa… y aún lo era. Lo era y mucho, pero siempre tan arisca, con tanto rencor en sus venas. Fría, gélida en la cama. Ella no le miraba, sino que mantenía sus ojos perdidos en la arena del anfiteatro.

En medio de tanta nobleza, Cayo, el veterano lanista, se movía con cierta incomodidad, pero tenía el privilegio de estar en el palco imperial, toda vez que era el preparador de gran parte de los gladiadores que iban a combatir durante los cien días que debían durar los juegos inaugurales del nuevo anfiteatro. Se sentó al fondo, buscando un lugar discreto donde pasar lo más desapercibido posible. Había puesto a Prisco y Vero entre los luchadores de aquella jornada. Tenía la esperanza de que no le defraudaran. El emperador quería el mejor de los espectáculos y el lanista estaba convencido de que cualquier fallo despertaría la ira imperial. No, no estaba tranquilo.

Por su parte, Domicia Longina sintió la gélida mirada de su esposo de igual forma que había percibido la lascivia que iluminaba las pupilas de su marido instantes atrás, cuando éste observaba a Flavia Julia y a la pequeña Domitila. Tenía que hablar con Tito. Tenía que hacerle ver que Domiciano no podía quedar sin castigo por su conjura de hacía unas semanas. Domiciano, como las bestias, sólo entendía el castigo como forma de control. Sin castigo, su pérfida mente cabalgaría desbocada.

El emperador se inclinó por la barandilla del podio para comprobar las protecciones.

—Ahí están —dijo a su hija Flavia Julia, señalando los grandes colmillos de elefante que emergían desde el muro de protección que rodeaba la arena—. ¿Lo ves? Además de un muro están esos colmillos, desde los que han colgado esas redes que ves. De esa forma ningún animal puede saltar y escapar de la arena. Ninguno. —Se volvió hacia atrás en busca de Rabirius, el arquitecto imperial que había participado en el diseño del gigantesco recinto—. ¿No es así, Rabirius?

El arquitecto se levantó de su butaca y asintió.

—Por supuesto, César. Además hay una barra de bronce por encima del muro protector, que está sujeta pero gira sobre sí misma si se toca. De esta forma, si una fiera intenta asirse a la misma, la barra girará, la bestia resbalará y la caída la devolverá a la arena. Y para completar las protecciones hay un foso, sobre todo para detener la furia de los elefantes. Entre el foso, el muro, la barra y las redes con los colmillos gigantes, es imposible que ningún animal o ser humano pueda escapar de la arena. —El arquitecto miró sonriendo de forma tranquilizadora a la joven hija del emperador—. La noble Flavia Julia puede estar segura en el podio. En este anfiteatro a la arena sólo se entra, o se sale de ella, por la Puerta de la Vida o por la Puerta de la Muerte.

El emperador asintió satisfecho por la explicación y las palabras de Rabirius. El arquitecto suspiró aliviado y volvió a sentarse en su asiento.

—Estamos en mundos distintos —continuó el emperador, poniendo su brazo protector sobre el hombro de su joven hija—. Mundos distintos: la arena del anfiteatro y la familia imperial. Mundos diferentes. Nunca se cruzan. Nosotros gobernamos sobre ellos. Nosotros les observamos. Ellos nos entretienen. Si luchan bien les premiamos, si no les castigamos, pero ellos siempre en su mundo y nosotros en el nuestro. Siempre ha sido así y siempre será así.

El lanista escuchó la explicación final del César. Era sencilla, pero ajustada. Eso sí, dejaba de lado las visitas nocturnas de algunas patricias a las celdas de los gladiadores más famosos, pero quizá aquél no era un asunto conveniente para explicar a la joven hija del emperador. En ese momento las cosas empezaron a torcerse un poco: Tito parecía algo aburrido con el espéctaculo de las fieras. Muchas se limitaban a buscar el abrigo del muro, como si quisieran esconderse. Estaban aterrorizadas. Tito se giró entonces al maestro de ceremonias.

—Quiero ver al bestiarius que ha adiestrado a estas fieras.

El maestro de ceremonias asintió, se volvió hacia un pretoriano y, al poco tiempo, en medio de la arena, mientras las fieras permanecían asustadas en el otro extremo, armado con un látigo, apareció el entrenador de aquellos animales que se negaban a luchar entre ellos.

—Este es, augusto —dijo en voz baja el maestro de ceremonias.

El emperador asintió y se limitó a mirar al pretoriano que tenía a su derecha. El público no dejaba de abuchear al bestiarius, que, nervioso, callaba y miraba de reojo a sus fieras, que seguían sin luchar entre ellas. El pretoriano interpretó bien la mirada del emperador, no dudó en esgrimir su gladio y, antes de que el entrenador de las bestias pudiera reaccionar y para gran satisfacción del público, le atravesó el pecho de parte a parte.

—Espero que no haya más fallos durante el resto de la jornada —dijo el emperador al maestro de ceremonias quien, cabizbajo, asentía una y otra vez.

Más atrás Cayo, el lanista, permaneció en silencio mientras asimilaba que estar invitado en aquel palco no era ya nada tan magnífico. Pero mantuvo la serenidad: sus hombres era buenos luchadores y, en especial, Prisco y Vero, ya famosos por otros combates, estaban llamados a dar un gran espectáculo. En cualquier caso decidió aceptar de buen grado la copa de vino que le ofrecía un esclavo. Era un vino excelente y no estaba seguro de cuántas copas podría beber en su vida, así que decidió aferrarse al deleite que le ofrecía el presente inmediato. Qué tranquilos estaban cuando Roma fue saqueada por los vitelianos y todos se olvidaron de ellos, de la escuela de gladiadores. El vino era realmente bueno. Apuró la copa y pidió más.

Mientras se abrían las puertas por las que las fieras asustadas escapaban, el emperador miró una vez más a su derecha y otro pretoriano se acercó de inmediato.

—Que vengan los Trajano —dijo, y el pretoriano fue en su busca.

Tito sabía que el veterano Trajano, gobernador de Siria, llevaba tiempo queriendo hablar con él. Se temía lo que quería y por eso había retrasado escucharle, pero recordaba las palabras de su padre, al tiempo que tenía presente también la gran lealtad de Trajano en la campaña de Judea y comprendía que se merecía ser escuchado. Otra cosa sería concederle aquello que fuera a pedir.

Mientras tanto, en la arena, se retiró el cuerpo del bestiarius abatido por el pretoriano de la guardia imperial. El resto de bestiarii, congregados en la Puerta de la Muerte, habían sido testigos del fatal desenlace de su colega y tomaban buena nota de lo ocurrido, en particular un joven preparador de animales de nombre Carpophorus, un hombre corpulento y extraño que apenas hablaba con el resto.

Los animales cobardes del primer bestiarius fueron sustituidos por otros más fieros, más salvajes, que apenas habían sido entrenados y en los que todos pusieron sus esperanzas para satisfacer el ansia de sangre del pueblo de Roma. El problema sería cómo sacar de la arena luego a las fieras que sobrevivieran. Los bestiarii acordaron informar a los pretorianos.

Los doscientos pretorianos caminaban a marchas forzadas por el centro de Roma. Habían dejado atrás los castra praetaria, cruzando por debajo del gran acueducto Aqua Marcia, y avanzaban sin bajar un ápice la velocidad marcada por Fusco, el tribuno pretoriano al mando, mientras descendían por el Vicus Patriáus en dirección al gran anfiteatro. Fusco sabía que tenían que llegar a la hora indicada. Podrían haber estado antes del inicio de los juegos si los bestiarii hubieran sabido planificar mejor las cosas, pero, por otro lado, entrar ahora en el anfiteatro, con todo el público ya en sus asientos, sería mucho más sencillo. Luego, una vez conseguido su objetivo, se quedarían allí.

—¡Vamos, vamos, vamos! ¡Por Marte, espero que sepáis comportaros ante el emperador! ¡Vamos, vamos, vamos!

Tenían una misión extraña. Fusco no estaba seguro de que todo fuera a salir bien, pero quería sobrevivir. En la mirada de Domiciano el día de la muerte de Vespasiano había percibido posibilidades. Domiciano se rebeló demasiado pronto y fue descubierto, pero el emperador Tito había sido clemente y no lo ejecutó; Domiciano volvería a intentarlo: aquella mirada no dejaba lugar a dudas. Fusco quería estar preparado para cuando fuera el momento adecuado. De lo contrario nunca pasaría de tribuno y él tenía grandes aspiraciones. Muy grandes.

Las nuevas fieras habían mejorado algo el espectáculo. Mientras un león destrozaba con sus zarpas a una cebra que agonizaba en medio de la arena, se acercaron al emperador Trajano padre y su hijo. Tito ignoró la presencia del hijo y miró directamente a los ojos al veterano gobernador de Siria.

—Querías hablar conmigo, Trajano. Te escucho.

—El César es muy generoso con su tiempo. —El clamor del público, que admiraba cómo un elefante era capaz de mantener a varios leones a raya blandiendo sus gigantescos y afilados colmillos con rabia salvaje, interrumpió al gobernador de Siria; en cuanto el público calló, Trajano padre retomó la palabra. Tito miraba hacia la arena, pero parecía escucharle—. He combatido durante muchos años, César, en diferentes guerras, sobre todo en Oriente, eso es cierto, al servicio de vuestro padre y antes al servicio de otros, pero siempre fiel al emperador, fiel a Roma. Mi lealtad, la lealtad de toda mi familia a la dinastía Flavia, ha sido probada en numerosas ocasiones. Me enorgullezco de haber combatido bajo el mando del propio emperador en la larga guerra de Judea…

—Y aquel interminable asedio de Jerusalén, ¿recuerdas? —El emperador dejó de mirar hacia la arena y se volvió hacia Trajano padre—. Aquél fue un asedio tremendo. Los judíos no parecían rendirse nunca… nunca…

Por un momento, Tito dejó de ser el emperador y parecía un simple veterano rememorando el pasado glorioso con otro veterano.

—Sin embargo, el emperador nos mantuvo a todos firmes con su tesón. Cuando las legiones caían en el desánimo, el valor y la fortaleza del emperador nos mantuvieron a todos unidos.

—Entonces no era emperador, sólo César, el legatus augusti, el enviado de mi padre.

—Nuestro legatus augusti, nuestro líder, nuestro César —completó Trajano padre con solemnidad, llevándose el puño al pecho y con voz que sonó sincera. El emperador asintió pero se detuvo y sacudió la cabeza.

—Sé lo que me quieres pedir, pero no puedo permitirme el lujo de prescindir de buenos aliados en el gobierno del Imperio justo ahora que he accedido al trono. No puedo dejarte marchar, Trajano.

—Por supuesto, César, lo entiendo, y si no tuviera una solución para ese asunto no vendría a importunarte con los desvarios de un viejo guerrero como yo, pero tengo cincuenta años y mis energías no son ya las de un joven legatus. Yo apenas valgo para mucho más que no sea ver crecer a mi pequeña nieta Matidia, de doce años. En cambio mi hijo, aquí presente, ha estado conmigo durante todos estos años en Oriente, tiene veintiocho años y es fuerte como yo lo era en la guerra de Judea. Más fuerte si cabe, y tan leal como yo. Ha servido bien en Siria.

—Dices que eres mayor, pero te las arreglaste bien para detener a los partos hace poco tiempo —replicó el emperador, aún negándose a mirar al joven Trajano.

—Y me costó mucho, César. Mi hijo, no obstante, ayudó mucho, muchísimo, entonces. Es en él, en su fuerza, en la que debéis apoyaros ahora.

El emperador calló. Los vítores del público enardecido por las gestas de unos animales o por la agonía de otros, ascendían o descendían, según los acontecimientos brutales que se vivían en la arena.

—¿Qué quieres?

Tito no quería doblegarse, pero aquél era un senador poderoso que le había servido bien siempre y era la primera vez que aquel hombre le pedía algo.

—Sólo quiero retirarme a mi vieja Itálica, en Hispania, y descansar alejado de Roma. No quiero poder, sólo descanso. Estar con mi hija, con mi esposa, con mi nieta. Eso es todo. Mi hijo me podrá reemplazar en cualquier misión en donde el emperador precise de un hombre fuerte, inteligente y leal sin límites.

Por primera vez, el emperador Tito miró al joven Trajano. Encontró una mirada limpia, sin traiciones, pero con secretos. Eso le incomodó; aunque un hombre que es del todo transparente es siempre poco hombre. Un auténtico líder necesita de sus pequeños espacios ocultos, donde esconder su dolor, su vergüenza, sus humillaciones si las ha sufrido. Pero aun entre esas sombras se leía lealtad. Eso era lo esencial.

—Sea, Trajano —dijo el emperador y Trajano padre se inclinó—. Pero si tu hijo me falla en lo más mínimo será devuelto a Hispania y esperaré que te presentes en Roma a reemplazarle de inmediato, ¿está claro, por Júpiter?

—Muy claro, César. El César es generoso, muy generoso.

El emperador levantó la mano derecha indicando que la conversación había terminado. Trajano padre y Trajano hijo se alejaron de los asientos de Tito y su hija. Cuando ambos se sentaron de nuevo en su lugar, el joven Trajano murmuró unas palabras en el oído de su padre.

—No te fallaré.

El veterano gobernador de Siria sonrió levemente.

—Lo sé, hijo, lo sé. —Le miró un instante—. Tito es un buen emperador. Con él no tendrás problemas. Por eso me retiro ahora. Otra cosa sería si…

Miró hacia el hermano del emperador. Domiciano se había sentado junto a la aterrorizada sobrina del emperador e intentaba consolarla acariciándole las mejillas con el dorso de la mano. Trajano hijo miró hacia donde miraba su padre. No hicieron falta más palabras y era mejor así, mucho mejor. Había cosas que convenía dejar en silencio y más en medio del palco imperial en el gran anfiteatro Flavio.

Habían terminado las escenas de caza y era hora de retirar las fieras, pero no todas parecían querer volver a sus jaulas, dispuestas bajo el podio imperial, o regresar a su encierro en los nichos ocultos tras el laberinto de pasadizos de la Puerta de la Vida.

—¿Cómo van a volver a sus jaulas, padre? —preguntó la joven Flavia Julia. El emperador sonrió.

—No lo sé, hija, pero no te preocupes; al menos, al fin han sacado unas fieras salvajes de verdad.

Miró al maestro de ceremonias, que se levantó enseguida para aportar una detallada explicación que pudiera satifacer la curiosidad del emperador y de su hija.

—La mayoría de los animales salvajes están exhaustos por luchar entre ellos o contra los bestiarii y muchas fieras tienen sed. Hemos trabajado en la forma de devolverlas a sus celdas: decenas de esclavos están poniendo ahora mismo grandes cuencos con agua en todas las jaulas. La mayoría de los animales regresará para beber. En cuanto lo hagan, otros esclavos, o los propios bestiarii, cerrarán las jaulas —concluyó el maestro inclinándose ante la joven hija del emperador.

Flavia Julia miraba hacia la arena. En efecto, la mayor parte de las fieras parecía retirarse sin oponer resistencia, seguramente en busca del agua que había comentado el maestro de ceremonias, pero varias leonas y leopardos se mantenían en la arena, pegados a las paredes, rugiendo y sin hacer ademán alguno de querer regresar a sus jaulas.

—¿Y con éstos qué harán?

—Ya habrán pensado en ello, hija —respondió Tito, y miró al maestro de ceremonias buscando confirmación.

—En efecto, César, en efecto. Los bestiarii… —dudó en acabar la frase, pero la mirada adusta del emperador le conminó a no entretenerse— …los bestiarii han pedido ayuda a la guardia pretoriana, augusto.

En ese momento se cerraron las jaulas de debajo del podio y las de los pasadizos de la Puerta de la Vida, aunque una docena de fieras seguían en la arena. Pero entonces, por la misma Puerta de la Vida emergieron decenas, hasta casi dos centenares de pretorianos armados con pila y sus pesados escudos rectangulares cóncavos. Nada más entrar en la arena giraron hacia la derecha, estableciendo una larga formación en línea y quedando frente a las fieras que estaban sueltas. Fusco, el tribuno al mando, empezó a dar órdenes.

¡Pila! —exclamó, y los pretorianos esgrimieron sus lanzas amenazadoramente contra las fieras, aunque eso no sería suficiente para protegerse de un ataque de los animales— ¡Escudos!

Pusieron sus escudos por delante, todos muy pegados, de forma que era como si las fieras se encontraran con una pared muy cerrada, sin fisura alguna, por la que sólo asomaban afiladas lanzas que, lentamente, se aproximaban hacia ellas. Los pretorianos maniobraban de forma que ahora dejaban libre la Puerta de la Vida, para que las fieras tuvieran un lugar por donde huir. Pese a todo un leopardo se arrojó contra el muro de escudos, pero fue repelido por las lanzas pretorianas y herido en el vientre y en el hocico. El público aplaudió la destreza de la guardia imperial. Tito asintió complacido. Era importante mostrar que la guardia pretoriana era valiente y eficaz en el combate, fuera cual fuese el enemigo. Las heridas del leopardo fueron suficiente advertencia para el resto de fieras y, poco a poco, todas fueron regresando a sus jaulas por la Puerta de la Vida. En poco tiempo la arena quedó sin animales salvajes y los esclavos pudieron entrar tranquilos y disponerlo todo para la siguiente atracción de la tarde. No obstante, como el montaje del nuevo escenario, con montañas construidas por carpinteros sobre complejos armazones de piedra para representar un bosque donde unos soldados iban a ser emboscados por un enemigo salvaje, requería tiempo y era, por encima de todo, aburrido para el público congregado en el anfiteatro, el maestro de ceremonias había dispuesto que media arena quedara libre para los andabatae. Estos guerreros, cubiertos con cascos sin visera, de forma que no podían ver nada, armados con espadas y caminando torpemente, a ciegas, empezaron a emerger por la Puerta de la Vida y el público aulló satisfecho. La espera hasta el siguiente entretenimiento sería distraída.

En el palco imperial, Flavia Julia se retiró del lado de su padre para buscar algo que comer y beber. Tito se quedó a solas, pero sólo un instante, porque Domicia Longina, aprovechando que Domiciano, su marido, también se había acercado a las grandes bandejas de apetitosa comida que acababan de sacar los esclavos del palco, se aproximó al emperador.

—Un edificio impresionante —dijo Domicia. Esta aún recordaba el consejo de Antonia Cenis de no enfrentarse nunca a Domiciano, pero desde el episodio de la muerte de su hijo, que ella atribuía en gran medida a la inacción de éste con su cruel negativa a llamar a los médicos, Domicia había decidido saltarse cualquier norma de prudencia y apostar fuerte por la venganza absoluta.

Tito miró hacia las gigantescas gradas, luego hacia a la arena y, finalmente, a la propia Domicia.

—En efecto, lo es. Un gran edificio.

—Digno de una dinastía —añadió Domicia—. El divino Vespasiano debe de sentirse feliz viendo todo esto.

—Seguramente, seguramente, Domicia.

Tito sabía que, tras esas palabras, Domicia buscaba algo más. La esposa de su hermano se acercó más y le habló al oído.

—¿Veré esta noche al emperador de Roma? —susurró la mujer con la voz más insisuante que pudo. Era diestra en ese ardid.

Tito sonrió. Asintió y no dijo nada más. Desde que aceptara seguir el consejo de su padre y mandara a Berenice, su concubina oriental, de regreso a su país para evitar hacerse impopular ante el pueblo, Tito había iniciado una pasional relación con su cuñada. Era una dulce venganza tras el intento de rebelión de Domiciano. Su hermano, por el momento, o bien no se había dado cuenta o bien les dejaba hacer. En cualquier caso, Tito se sentía seguro: como emperador dominaba a la guardia pretoriana, de la que había sido jefe del pretorio durante todo el reinado de su padre; y aún más desde la purga que había realizado tras el intento de rebelión de unos meses atrás. Era imposible que Domiciano pudiera sorprenderle. Tito se sentía fuerte, sano, invulnerable.

Domicia se separó y fue hacia las bandejas de comida. Se cruzó con un esclavo que había hecho una selección de los mejores manjares en una bandeja de bronce para acercarlos hasta el emperador.

Marcio y Atilio no combatían en la inauguración del anfiteatro Flavio. Tenían ya diecinueve años, y ganas y fuerza para hacerlo no les faltaba, pero el lanista había seleccionado sólo a veteranos, encabezados por los temibles Prisco y Vero. Marcio y Atilio comprendían que aquél era un día demasiado señalado como para sacar a novatos como ellos a la arena, pero tenían esperanzas en poder demostrar su valía a lo largo de las innumerables jornadas que seguirían a aquel primer día del anfiteatro Flavio.

Atilio se quedó admirando cómo Prisco y Vero y el resto se preparaban para salir a luchar, pero Marcio decidió asomarse al gran pasillo de la Puerta de la Vida por su cuenta para ver lo que ocurría en la arena y vio cómo salían los andabatae, apretujándose unos contra otros en el pasadizo que daba acceso a la gran explanada ovalada, hasta que una veintena de esclavos, con palos ahorquillados, les empujaron por el cuello o por la espalda para que continuaran andando. Algunos tropezaban y caían al suelo, pero los esclavos les levantaban con rapidez. Al llegar a la salida, justo antes de entrar en la arena, otro esclavo les entregaba una espada a cada uno, una espada recta, recia y terminada en punta como la de un mirmillo. Atilio llegó entonces junto a Marcio y ambos se rieron al verlos. Eran tan torpes y se les veía tan asustados… Eran lo peor de lo peor. Los andabatae eran condenados a muerte a los que se les daba una última oportunidad, aunque más que una oportunidad era una forma de conseguir más espectáculo a precio barato.

—Allá van —dijo Atilio señalando hacia la arena.

Se asomaron desde la Puerta de la Vida con la curiosidad de su juventud. Aún no se estrenarían como gladiadores aquel día. La inauguración del anfiteatro Flavio era algo demasiado importante como para que pudieran debutar en la arena, pero el lanista les había permitido asisitir a las luchas desde los pasadizos de la Puerta de la Vida como premio a su concentración en los combates de adiestramiento en el colegio de gladiadores.

Marcio miraba a los andabatae en medio de la parte de la arena que quedaba libre de los trabajos de los esclavos que estaban montando el complejo escenario para la siguiente recreación de una batalla. Los pobres condenados tenían que batirse a ciegas, los unos contra los otros, hasta que sólo quedase uno o dos en pie y, al final, esperar haber entretenido lo suficiente al populacho como para que éste se apiadara de ellos y pidiera su libertad. Así, los andabatae, con sus cascos atados con correas de cuero al cuello, de modo que no podían quitárselo aunque lo intentaran, empezaron a blandir sus armas con furia, presas del pánico, hacia delante, girando sobre sí mismos, intentando herir a otros sin ser a su vez heridos por un contrario. La gente reía viendo cómo daban tumbos a ciegas, cómo cortaban el aire con las espadas temblorosas y jaleaban cuando alguno alcanzaba a cortar un brazo o una pierna de otro enemigo igual de ciego que él mismo. De pronto uno acertó a rebanar el cuello de otro luchador, el degollado soltó la espada, se arrodilló y, llevándose las manos al cuello, intentó, sin conseguirlo, quitarse el casco en un vano intento por poder respirar, pero el aire se le iba, se le iba. Otro tropezó sobre el cadáver del degollado y cayó al suelo. Uno, Nonio de nombre, más astuto, empezó a moverse de cuclillas, lo que le hacía librarse de la mayor parte de los mandobles de sus enemigos, mientras él, por su parte, acertaba a herir en piernas y costados de varios gladiadores con sus cascos ciegos. Ajeno a los esfuerzos de Nonio por sobrevivir, el público estaba encantado porque podía influir en la lucha aullando instrucciones a los andabatae.

—¡Lo tienes a tu derecha, a tu derecha, por Júpiter!

—¡No, imbécil!

—¡Por Marte, ataca ahora! ¡Adelante, lo tienes delante!

Las instrucciones no siempre eran correctas, sino que también había quien disfrutaba engañando a los andabatae, para hacer que dos chocaran o que uno tropezara con un cadáver u otro luchador herido que se arrastraba por la arena. Además se cruzaban apuestas y era conveniente conseguir que tu luchador siguiera en pie el máximo tiempo posible; si para ello había que confundir al resto, se le confundía. Pero al final, los andabatae no escuchaban a nadie, sino que, presos del pavor más absoluto, algunos llorando sin ser vistos, con las lágrimas bajo aquellos cascos que los atenazaban, esgrimían sus espadas por todas partes, con la saña que da la desesperación. Nonio, condenado a la arena por estafador, pensó que podría salir vivo de allí fingiendo y engañando como había hecho durante toda su vida. Así, cuando recibió un golpe no mortal —pues sólo se trataba de un rasguño en un hombro—, se dejó caer como si estuviera muerto. Lamentablemente para Nonio, aquellas tretas no valían en el anfiteatro Flavio.

Uno de los más temidos empleados de la arena salió entonces por la Puerta de la Muerte, cubierta su cara con una máscara de Caronte a través de la cual, como los actores de teatro, podía ver perfectamente lo que ocurría a su alrededor. Caronte se acercó a los caídos seguido por varios esclavos y fue señalando a cada uno de los posibles cadáveres. A continuación los esclavos, que portaban un brasero con fuego y hierros candentes, aproximaron uno de los hierros al brazo desnudo de los supuestos muertos. La mayoría permanecían inmóviles pese a ser marcados a fuego, pues eran sólo cadáveres, pero cuando uno de aquellos esclavos puso el hierro candente en el brazo de Nonio éste no pudo evitar lanzar el más terrible de los aullidos. El esclavo del hierro abrasador dio unos pasos atrás y dejó que otro temido empleado de la arena, éste con la máscara del dios Hermes, se arrodillara junto al que había fingido estar muerto. Hermes cortó las correas del casco de Nonio y tiró del mismo. Por un breve instante, el astuto estafador sintió el alivio del aire fresco en la piel de su rostro, pero de inmediato, cuando aún parpadeaba para intentar averiguar qué estaba pasando, Hermes dejó caer sobre la cabeza del condenado Nonio, que había intentado engañar a todos, un pesado martillo que se la destrozó. Entonces y sólo entonces, una vez que fue seguro que Nonio y el resto de aquellos miserables estaban muertos, Caronte les clavó unos gruesos ganchos y, ayudado por sus esclavos, arrastró los cadáveres por la arena hasta conducirlos a la Puerta de la Muerte, donde desaparecieron por los negros pasadizos que terminarían conduciendo los cuerpos de aquellos hombres forzados a luchar a ciegas hasta morir al spolarium. Allí, otro grupo de esclavos los despojarían de todo cuanto pudiera tener valor: armas, casco, si aún lo hubiera llevado puesto, y cualquier protección, para retirarse al fin y dejar que los carniceros del anfiteatro hicieran su trabajo con eficacia y rapidez. Estos últimos trocearían el cuerpo de Nonio y del resto de andabatae en varios pedazos sobre unas tarimas de piedra y entregarían los trozos de carne humana a los bestiarii para que éstos tuvieran comida que dar a las fieras. Carpophorus, el joven bestiarius, estaba siempre allí, seleccionando las piezas más jugosas para sus fieras favoritas. La sangre fluía libre por las piedras del spolarium hasta caer en un gran sumidero que escanciaba toda la muerte del anfiteatro Flavio en las cloacas que surcaban las entrañas mismas del pesado vientre de aquel edificio, diseñado para mostrar el poder omnipotente de Roma, hasta que la sangre se perdía en la Cloaca Máxima primero y, por fin, en un río Tíber que se teñía de rojo las largas tardes de juegos.

Domicia Longina regresó a su asiento tras su breve pero intensa conversación con el emperador, mientras que casi todo el mundo se arremolinaba alrededor de las bandejas de comida. Había hambre en el palco; tanta que no se había dado tiempo a que los esclavos distribuyeran la comida de forma que no se tuvieran que levantar todos. Sólo el emperador parecía lo suficientemente absorbido por el gran estreno del anfiteatro Flavio como para no correr en busca de la comida, aparte de que el esclavo con la bandeja de bronce ya estaba a su lado. Domicia encontraba aquella ansia por comer de la mayoría de los presentes en el palco, cuando menos, vulgar. Su propio esposo, Domiciano, cogía comida de las bandejas para él y para Flavia Julia y la pequeña Domitila. Las niñas parecían estar contentas a su lado. Y él también. El también. Domicia Longina apretó los labios y digirió la escena. Tenía que hablar con el emperador. Domiciano no se estaría mucho tiempo quieto sin hacer daño de algún modo, de alguna forma. No sólo se podía hacer daño al emperador con conjuras. Igual que ella y Tito le humillaban con su relación, Domiciano ya habría discernido que había otras formas de herir incluso más dolorosas, pero Tito, en su ingenuidad y en medio de su gran poder, como todo el que se mueve rodeado y protegido en todo momento, parecía incapaz de intuir la maldad de su enemigo, de su hermano. Hablaría con él, con Tito. Hablaría con él lo antes posible del asunto.

Domicia vio entonces que sólo unos pocos habían mostrado el suficiente autocontrol como para no levantarse de forma apresurada a por la comida: el lanista, atento a cómo actuaban sus gladiadores en la arena, el maestro de los juegos, siempre pendiente de que el emperador estuviera satisfecho con todo lo que se escenificaba para él y para el pueblo de Roma, y el gobernador de Siria y su hijo, los Trajano. Así se los conocía por toda Roma. El gobernador había servido siempre bien a los Flavios y, en especial a Tito en la guerra de Judea. Un senador poderoso, rico y, por lo que Tito había contado de él, valeroso en el campo de batalla. Su hijo, alto y fuerte y joven, pero ya maduro —debía de tener veinte y bastantes años, quizá como ella, quizá algo menos— miraba hacia la arena. Domicia se acercó a aquellos hombres. Recordaba que el gobernador de Siria quizá sirviera bajo el mando de su padre, el legatus augusti Corbulón, en los lejanos y agrios tiempos de Nerón.

—Parece que sois de los pocos que no tenéis hambre —dijo Domicia con una sonrisa.

Trajano padre se levantó y, de inmediato, le imitó su hijo. Estaban hablando con la cuñada del emperador, con la esposa del hermano del emperador.

—Las campañas militares le enseñan a uno a contener sus ansias —dijo Trajano padre.

Domicia asintió.

—Ojalá todo el mundo en Roma tuviera vuestra capacidad de contención, gobernador —dijo Domicia, y añadió un comentario sin mala intención, sólo por hacer conversación—: A mí todo esto me parece excesivo —dijo señalando las gradas del anfiteatro. Planteó una pregunta y nada más hacerlo lo lamentó, porque se dio cuenta de que había puesto en una situación difícil, sin pretenderlo, al gobernador de Siria—: ¿No creéis que todos estos juegos son algo excesivo, con esos pobres obligados a luchar a ciegas?

Trajano padre sonrió levemente, pero midió bien las palabras que usaba en su respuesta.

—Lo que es excesivo o no en Roma lo dictamina el emperador. Por mi parte, ésta es una obra imponente. —Pero evitó dar su opinión sobre unos combates entre hombres forzados a luchar a ciegas, confundidos y aterrados.

Domicia asintió. Comprendió en un instante cómo aquel hombre había podido pasar de ser un simple noble de una provincia hispana a todo un senador, legatus y hasta gobernador en medio de los tumultuosos años de guerras civiles. Si era igual de hábil en el campo de batalla que con las palabras, era normal que fuera apreciado por sus amigos y temido por sus enemigos.

—¿Es cierto que combatisteis en Oriente bajo el mando de mi padre? —preguntó Domicia en voz baja. Hablar de su padre había sido siempre un tema delicado y más cerca de un emperador. El hecho de que Corbulón, el padre de Domicia, se hubiera, aparentemente, rebelado contra Nerón siempre dejó una sombra de sospecha sobre las actuaciones de Domicia.

Trajano hijo miró a su padre con cierto nerviosismo, pero el hombre parecía relajado y es que el veterano gobernador de Siria supo leer en la mirada de Domicia Longina lo que había detrás de aquella pregunta: era una hija buscando saber algo de un padre que perdió de niña y del que nadie podía hablarle nunca; un padre que fue su amigo, un padre que le rogó que protegiera a su hija siempre que pudiera.

—Para mí fue un honor combatir bajo el mando del legatus Corbulón cuando era joven como mi hijo. El me enseñó casi todo lo que sé de estrategia militar. Un gran hombre de Roma y una lástima su destino.

Domicia sonrió, pero poco. Le habría gustado oír más, mucho más, pero entendía que el gobernador no quisiera extenderse. Por otro lado, le quedaba la eterna duda de si se trataba de palabras sinceras o de palabras pronunciadas con la habilidad de quien sabe decir lo que su interlocutor quiere oír en cada momento, pero entonces, en ese justo instante, el hijo del gobernador intervino, como si hubiera leído los pensamientos de la preciosa y atormentada Domicia.

—Mi padre siempre ha hablado muy bien del legatus Corbulón y siempre me lo ha puesto como ejemplo.

No dijo más el joven Trajano, pero Domicia le miró un momento y asintió. El hijo del gobernador había hablado con la frescura de la improvisación. No, no era probable que le estuvieran mintiendo. Domicia Longina se despidió con una sonrisa de aquellos dos hombres y volvió a su asiento. Por un rato, breve pero intenso, para ella no existió ni el anfiteatro Flavio, ni las maquinaciones constantes de su esposo, ni la plebe aullando a los luchadores de la arena. Por un breve tiempo, Domicia Longina cerró los ojos y recordó los dedos fuertes y recios de su padre acariciándole la mejilla los días previos antes de su partida hacia Oriente.

Y llegó el momento de los gladiadores profesionales. Marcio y Atilio se hicieron a un lado. Ya habían combatido algunas parejas, pero todos estaban esperando lo mismo y el momento acababa de llegar: allí estaba Prisco, un celta de la Galia, un esclavo que había sorprendido a su amo por su fortaleza y que fue comprado por el lanista del Ludus Magnus siguiendo su fino instinto, que le permitía detectar a los mejores luchadores incluso si éstos aún no habían sido entrenados; y Vero, un hombre libre de Moesia que se había hecho gladiador como único medio para conseguir fortuna y al que Cayo había adiestrado también durante los últimos años. Ambos salieron a la arena. Sí, Prisco y Vero eran sus mejores gladiadores: cosechaban decenas de victorias, apenas un par de missus cada uno —indultados por el pueblo por su destreza en el combate pese a haber sido derrotados— y ningún stans missus, indulto a ambos luchadores pese a que ninguno hubiera vencido. Esta última opción era muy rara y ningún luchador la consideraba como probable. Los gladiadores luchaban para conseguir la victoria o, en el peor de los casos, para batirse de la forma más digna y espectacular posible si veían que su adversario era mucho más poderoso, porque sólo mostrando valor más allá de su desesperación al sentirse inferiores podían conseguir que el público les perdonara cuando, al fin, el oponente les derrotara. Acontecía además que los missus de Prisco y Vero habían ocurrido en su primer año de combates, cuando eran más inexpertos en la arena. Desde entonces sus participaciones en cualquiera de los muñera [juegos gladiatorios] se contaban sólo por victorias, claro que nunca habían combatido el uno frente al otro. Su popularidad, por un lado, y el entrenarse en el mismo colegio de gladiadores, por otro, les había hecho sentir respeto primero el uno por el otro y, por fin, compartir noches de orgía con más de una patricia romana caprichosa y rica que podía permitirse yacer con los mejores luchadores de Roma. De ahí a la amistad quedaba poco camino que recorrer, por eso cuando se anunció que en la inauguración del gigantesco anfiteatro Flavio iban a enfrentarse el uno contra el otro, aquello se convirtió en el evento más esperado por todos los asistentes a aquella impresionante jornada de combates. Marcio y Atilio los vieron salir corriendo hasta situarse en el centro de la arena pero próximos al podio imperial, donde saludaron al César.

¡Ave, Caesar, morituri te salutanti [¡Ave, César, los que van a morir te saludan!]

Y Tito se levantó en señal de admiración por su larga lista de victorias. El árbitro se acercó entonces a los dos luchadores para indicarles que el combate debía iniciarse ya. Las apuestas se cruzaban en todas las gradas del anfiteatro. Unos apostaban por Prisco, el gran celta, mientras que otros confiaban más en la destreza de Vero de Moesia. Para dotar a la lucha de una igualdad absoluta, se había armado a los dos gladiadores como mirmillones, con sendos escudos rectangulares, grandes y cóncavos, cascos con visera rematados con un pez en lo alto, espadas largas, rectas, de doble filo con punta en el extremo, protecciones para el brazo derecho que blandía el arma y grebas en ambas piernas. El árbitro dio un par de pasos atrás y el combate comenzó.

El silencio se apoderó de las gradas. Sólo se oía el chasquido metálico de las espadas chocando entre sí o golpeando los pesados escudos. Los primeros instantes fueron de tanteo, pero pronto Prisco se lanzó al ataque de forma brutal. Vero resistió los embites a la defensiva durante un rato hasta que, de pronto, lanzó su propio ataque con enorme furia sorprendiendo a Prisco que, no obstante, consiguió detener el avance de su contrincante. Las apuestas subían en las gradas. Todos dejaron de comer en el palco imperial. El emperador se levantó para seguir mejor el combate. El lanista restregó los dientes superiores contra las mandíbulas inferiores en un intento por masticar su nerviosismo sin llamar la atención de los patricios que le rodeaban. Sabía que hoy iba a perder a uno de sus mejores gladiadores, pero esperaba que, al menos, el emperador quedara satisfecho; le gustaba acariciar la idea de poder pasar aún muchos días bebiendo buen vino.

Los combatientes se separaron unos pasos el uno del otro. Necesitaban recuperar el resuello. El árbitro, juez del enfrentamiento, permaneció atento a que no hicieran nada prohibido, pero Prisco y Vero eran profesionales. Se estaban jugando la vida, pero de acuerdo con las normas. Prisco reinició la lucha. Vero volvió a defenderse. Prisco rozó con su espada el hombro protegido de su oponente. Vero aulló, pero la herida era superficial, aunque suficiente para que manara algo de sangre por su antebrazo y tiñera de rojo la arena que pisaba. El público bramó de júbilo. Sus héroes estaban luchando a muerte, con pasión, con entrega; no se podía pedir más. Vero se agachó evitando un nuevo golpe y acertó a herir a Prisco justo por encima de la greba de la pierna derecha. También un corte superficial, pero más sangre sobre la arena, más furia, más ansia, más aullidos de un público encendido y unas apuestas que volvían a subir. De nuevo se retiraron unos pasos el uno del otro y de nuevo retomaron el combate y así en dos ocasiones más, en tres. El sol se ponía por el oeste y Prisco y Vero seguían combatiendo, luchando sin tregua, golpe a golpe. El público podía oírlos resoplando en busca de aire. Las viseras de sus cascos no parecían dejar suficiente ventilación para los combatientes, pero no había un momento de reposo suficientemente largo como para quitarse el casco y recuperar bien el aliento. En ese momento el emperador levantó el brazo y el árbitro, siempre atento a cualquier gesto del César, detuvo la lucha.

—¡Que les den de comer y de beber! —ordenó Tito.

Era algo del todo inusual. No era que no se hubiera hecho nunca, pero era muy poco frecuente. Sin embargo, a todos les pareció una gran idea. Si Prisco y Vero tenían unos momentos de alivio, retomarían la lucha con la fiereza del principio. De inmediato unos esclavos sacaron agua fresca en sendas jarras y algo de fruta y carne seca de cerdo para los dos gladiadores. Tanto Prisco como Vero se quitaron los cascos, bebieron primero y luego comieron algo de carne y fruta a grandes bocados, con ansia, mirándose mutuamente, vigilándose, estudiándose. El juez hizo un gesto y los esclavos se llevaron la comida y el agua. Prisco y Vero se ciñeron los casos de nuevo y retomaron el combate con una nueva y brutal serie de golpes que habría derribado a cualquier otro luchador que no fueran ellos. El júbilo se apoderó del público. El pueblo de Roma aclamaba a los dos luchadores y al César que les regalaba aquel combate sin par.

Curn traheret Priscus, traheret certamina Venus,

esset et aequalis Mars utriusque diu,

missio saepe uiris magno clamore petita est;

sed Caesar legi paruit ipse suae;

lex erat, addigitumposita concurrereparma:

quod licuit, lances donaque saepe dedit.

[Prolongando el combate Prisco, prolongándolo Vero y

estando igualado el valor de ambos durante mucho tiempo,

se pidió reiteradamente y a grandes voces que se licenciase a los

dos combatientes; pero el César mismo se atuvo a su propia norma:

la norma era luchar, dejando los escudos, hasta que uno de ellos

levantase el dedo. Sólo hizo lo permitido: les dio varias veces

fuentes con alimentos y regalos.] [22]

Los intercambios de golpes se sucedían con una velocidad pasmosa para un combate que ya duraba largo tiempo. Los dos gladiadores pugnaban como si acabara de iniciarse la lucha, hasta que poco a poco Vero fue perdiendo terreno. Le costaba mantener el mismo ímpetu en sus golpes con el hombro herido. El corte no había sido profundo pero perdía sangre y con ella se le escapaba la energía necesaria para detener los certeros mandobles de Prisco. Este último cojeaba por la herida en la pierna, pero parecía mantener todas sus fuerzas en los brazos, de forma que arremetió con furia contra Vero hasta derribarlo. Este, hábil incluso en la caída, rodó por el suelo para evitar que Prisco pudiera golpearle en el suelo, pero al girar sobre sí mismo perdió el escudo. Vero se levantó entonces, blandiendo la espada asida con las dos manos. Mejor así. Se sentía más fuerte. El juez callaba. Prisco vio cómo su compañero se le acercaba dispuesto a combatir sin escudo. Miró al emperador y éste asintió. Prisco arrojó entonces su escudo e, imitando a Vero, tomando la espada con las dos manos, volvió a entrar en combate.

El público rugió por el gesto de Prisco. El combate prosiguió así en igualdad de condiciones. Los golpes volvieron a ser brutales. Los gladiadores gemían de nuevo, respiraban con ansia, combatían con rabia, hasta que Prisco, por un instante sólo, pero suficiente ante alguien tan experto como Vero, perdió levemente el equilibrio por la cojera de su pierna derecha. Vero, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban después de tanta sangre perdida, asestó un espadazo bestial contra el arma de su oponente en ese momento, cuando éste se encontraba más atento a no caerse que a asir con la suficiente fuerza el arma. Así, la espada de Prisco voló por los aires y cayó a más de veinte pies de distancia; demasiado lejos para cogerla si Vero le atacaba. Las tornas habían cambiado. Todo parecía ahora perdido para Prisco, pero Vero, aun a sabiendas de que estaba exhausto, era hombre de honor y le devolvió el gesto que antes había tenido con él, de forma que arrojó su propia espada lejos, a otros veinte pies de distancia. Ambos gladiadores quedaron en pie, el uno frente al otro, sin escudos ni espadas, sangrando uno por el hombro y el otro por la pierna, rodeados de manchas de su propia savia roja repartida por la arena que pisaban. El juez, una vez más, dudaba. No hizo falta su intervención. Para sorpresa de todos y satisfacción absoluta del pueblo de Roma, Vero embistió a Prisco con su hombro sano. Ambos rodaron por el suelo. Se levantaron, se miraron. Prisco aceptó el nuevo reto y empezó un combate a puñetazos, sin tregua, sin descanso.

Una vez más el público del anfiteatro Flavio bramó como bestias salvajes. Aquellos gladiadores iban a luchar hasta el final, como fuera, con los puños, a mordiscos, a puntapiés, como hiciera falta, atentos sólo a una única norma: luchar siempre en igualdad de condiciones. La tenacidad empapada de tanta nobleza les admiró a todos. Los puñetazos no por no tener filo eran menos peligrosos. Vero no lo dudó y golpeó en dos ocasiones el muslo de la pierna herida de su contrincante, mientras que Prisco le devolvió aquel ardid con un poderoso puñetazo en su hombro sangrante. Los dos aullaron de dolor. Tuvieron que detenerse para recuperar el aliento. Estaban agotados, se miraban jadeantes mientras giraban sobre un punto imaginario en el centro de la arena del anfiteatro Flavio. Vero volvió a golpear a Prisco y éste cayó de rodillas, pero en su caída se abrazó a Vero y lo arrastró al suelo. Se revolvieron en la arena y continuaron pegándose, hasta que rodando quedaron separados por dos pasos de distancia el uno del otro: Prisco boca abajo, Vero mirando al cielo del mundo. Habían sangrado demasiado, estaban totalmente exhaustos. Prisco consiguió ponerse de rodillas. Vero intentó incorporarse pero parecía no poder conseguirlo, aun así rugió con rabia y se alzó de nuevo, sentado primero y luego en pie. Prisco hizo lo propio. Tambaleantes se volvieron a encarar el uno contra el otro y, una vez más, intercambiaron varios puñetazos que surcaron el aire sin alcanzar su objetivo, hasta que el puño de Prisco impactó en el mentón de Vero y éste volvió a caer. Desde el suelo, Vero trabó con las piernas a Prisco y le derribó también, aprovechando para darle un puntapié en la herida de la pierna derecha. Los dos se retorcieron de dolor sobre la arena. El juez del combate, el público, el emperador, todos contemplaron la escena atónitos. Y volvieron a levantarse y volvieron a golpearse y volvieron a caer de nuevo. Y así una y otra vez. La noche cayó sobre Roma y se encendieron miles de antorchas en el anfiteatro Flavio. Se les volvió a ofrecer comida pero ambos la rechazaron. Sólo querían combatir, estaban como cegados por la lucha misma, y seguían y seguían… El pueblo de Roma empezó a aclamarlos a los dos por igual, como habían hecho antes, pero ahora aún con más intensidad, con vítores en honor de ambos hasta que empezaron a pedir, desde las caveas inferiores de los ricos hasta las caveas más altas de los pobres, los libertos, los esclavos y las mujeres, la libertad para dos gladiadores que habían luchado como nunca antes se había visto Roma. Y el emperador Tito se levantó en el palco imperial alzando los brazos y el juez se interpuso entre Prisco y Vero y todo se detuvo.

Inuentus tamen est finis discriminis aequi:

pugnauere pares, subcubuere pares.

Misit utrique rudes et palmas Caesar utrique:

hoc pretium uirtus ingeniosa tulit.

Contigit hoc nullo nisi te sub principe, Caesar:

cum dúopugnarent, uictor uterquefuit.

[Se llegó al fin de un combate igualado:

lucharon iguales, se rindieron a la par.

El César envió a uno y a otro el bastón de la licencia,

y a uno y a otro las palmas de la victoria.

Tal fue el premio de su valor denodado.

Un hecho semejante no se había visto sino en tu reinado, oh César:

que luchando dos, quedaron vencedores ambos.]

Y el combate terminó. El emperador Tito estaba encantado con aquella lucha digna de la inauguración del más grande de los anfiteatros del mundo, satisfecho con los vítores del pueblo de Roma para los dos gladiadores así como a favor de él mismo, del emperador de Roma. Miró hacia detrás. Su hija Flavia Julia parecía fascinada, como el resto de los presentes en el palco. Los Trajano se levantaron y se inclinaron a modo de reconocimiento por el noble gesto del emperador al liberar a los dos gladiadores que tan sobresalientemente habían combatido; Domicia Longina le sonrió; el lanista, serio pero ya algo más tranquilo, también se inclinó y lo mismo hizo el mismísimo Domiciano, con una amplia sonrisa en el rostro.

Tito se sintió complacido y se volvió hacia el pueblo de Roma que no dejaba de aclamarle.

—¡César, César, César!

Domiciano, nada más girarse el emperador hacia el pueblo, borró su sonrisa del rostro y se sentó despacio. Su hermano acababa de conseguir una popularidad inmensa entre el populacho. Todo se complicaba. Pero no se derrumbó. El destino, la diosa Fortuna, siempre le había ayudado, como le ayudó a salvarse de los vitelianos en el pasado, como le ayudó a retrasar el castigo de su hermano al rebelarse contra él. La diosa Fortuna y Minerva, siempre Minerva, a la que se encomendaba a menudo, velarían por él. En algún momento, en algún descuido, en algún error de su hermano, tendría una oportunidad. Sólo necesitaba eso: una oportunidad. Eso sería suficiente. El clamor del pueblo de Roma era abrumador. Domiciano se permitió una nueva sonrisa. Bien. Siempre es más fácil derribar a alguien cuando se siente fuerte, tan fuerte que se cree invulnerable.

Domicia Longina observó los gestos de su marido y calló. Ocultó su preocupación tomando algo de fruta de una bandeja. El lanista, por su parte, permaneció sentado en su sitio. No tenía hambre. Sus luchadores habían satisfecho al emperador pero el emperador acababa de liberar a los dos. Era una pérdida enorme para su escuela de lucha. En su cabeza repasaba al resto de gladiadores de los que disponía. ¿Quiénes podrían reemplazar a Prisco y Vero? Tenía una idea, pero no estaba seguro. No estaba seguro.

En la Puerta de la Vida, Prisco y Vero fueron recibidos entre gritos de júbilo por el resto de gladiadores, que habían presenciado igual de admirados que el resto aquella épica lucha. Marcio y Atilio les vieron entrar, cubiertos de sangre y polvo y arena, blandiendo una rudis cada uno en la mano derecha, la espada de madera símbolo de su libertad recién adquirida. Marcio y Atilio se miraron un instante. Los dos lo tenían claro: querían, alguna vez, ser como aquellos dos hombres cuyos nombres no dejaban de resonar en las inalcanzables gradas del anfiteatro Flavio.

Los asesinos del emperador
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