LA BATALLA DEL RIN
31 de marzo de 89 d.C.
Campamento general romano del emperador Domiciano
Al sur del Rin
El emperador llegó a las proximidades de Moguntiacum a la cabeza de seis cohortes pretorianas. Hacía un frío brutal y el viento mordía en las manos y en el rostro, pero Domiciano ignoró las inclemencias del tiempo y se concentró en cabalgar erguido y serio. Norbano, el procurador de Raetia, con dos legiones, y Lapio Máximo, el gobernador de Germania Inferior, con otras dos legiones, eran las fuerzas que se habían podido reunir con urgencia para respaldar al emperador contra las legiones XIV Gemina y XXI Rapax de Saturnino y sus hordas de germanos y catos. El emperador cabalgó por el vasto campamento levantado por sus legionarios leales hasta llegar a la tienda del praetorium. Justo frente a ella, Norbano y Lapio Máximo le esperaban perfectamente uniformados, dispuestos para el combate. Domiciano desmontó de un salto y la agilidad imperial causó buenas sensaciones entre todos los oficiales presentes. Domiciano sabía que todos estarían pendientes de cualquier gesto suyo y era muy consciente de que no podía transmitir otra cosa que no fuera fuerza y decisión. Norbano y Lapio Máximo se hicieron a un lado para dejar pasar al emperador entre ellos dos y luego le siguieron al interior del praetorium.
—Hace un frío tremendo —dijo el César nada más entrar, no porque le preocupara, sino por comenzar una conversación que aún no tenía bien pensada y en la que no hacía falta presentaciones. Domiciano ya sabía quiénes eran aquellos hombres. Los había nombrado él mismo en el pasado reciente, por su supuesta lealtad y por su discreción al no exhibir grandes victorias ante el resto de patricios, oficiales y senadores de Roma. Ahora se vería si la lealtad era de verdad o no.
—Sí, César, mucho frío —respondió Norbano, que pese a ser de menor rango que Lapio Máximo parecía estar más predispuesto a departir con el emperador con soltura.
—Estamos a punto de entrar en la primavera —continuó el emperador—. ¿Nunca mejora el tiempo aquí?
—Debería mejorar, César —respondió Lapio Máximo—, pero este año el frío se ha alargado. El Rin sigue helado.
Domiciano miró a Lapio, que se había atrevido a decir algo que parecía relevante.
—Dices lo del río —continuó el emperador— como si eso fuera importante.
Lapio Máximo y Norbano se miraron entre sí. Ante las dudas del primero fue Norbano, al fin, el que se decidió a dar las explicaciones oportunas.
—No sabemos qué ocurre al norte del Rin: los catos de Germania, que están allí, aún no han cruzado a este lado para ponerse junto a Saturnino, pero mientras el río esté helado pueden hacerlo en cualquier momento, por eso nos viene mal este frío tan fuerte.
Tito Flavio Domiciano se sentó en una sella curulis que había dispuesta para él en el centro del praetorium. Por un momento había olvidado todo lo relativo a los catos. Era normal: los había dado por derrotados en su campaña pasada en Germania.
—Yo ya he derrotado a los catos en el pasado y si vuelven a intentar cruzar el río helado volveré a acabar con ellos.
Lapio Máximo y Norbano no tenían claro que aquello pudiera hacerse con sólo cuatro legiones, no si se necesitaban al menos dos de ellas para contener a Saturnino con la XIV y la XXI bajo su control.
—Necesitamos algo de tiempo —comentó Lapio Máximo.
—¿Tiempo? —inquirió el emperador.
—Necesitamos tiempo, César, para que las legiones del Danubio lleguen hasta aquí. Parece que las lluvias y la nieve han retrasado su avance. Los caminos están en mal estado.
Algunas calzadas de los pasos montañosos hacia el este están bloqueadas. Sin esas legiones…
—Esas legiones llegarán cuando tengan que llegar —replicó el emperador—. Si Saturnino nos da tiempo seremos más fuertes, pero, y aquí tengo una pregunta para vosotros dos, ¿va a ser Saturnino tan estúpido de esperar hasta que tengamos aquí tres o cuatro legiones más?
—No, César —respondió Norbano—. Seguramente sacará sus legiones de Moguntiacum lo antes posible, en cuanto sepa que los catos están cerca del Rin. Hemos observado una amplia sección al sur de la ciudad donde se han derribado todas las fortificaciones de la ribera del río. Debe de ser el lugar que Saturnino ha dispuesto para que los catos puedan cruzar de una orilla a otra sin más preocupación que la de no resbalar sobre el hielo.
El emperador asintió. Estaba anocheciendo y se encontraba cansado.
—¿Por qué no ha atacado antes Saturnino?
—Espera a los catos y… —Norbano se detuvo pero la mirada del emperador le conminó a terminar su frase—… y estoy convencido de que Saturnino desea que el emperador esté presente en el combate. Quiere demostrar que puede derrotarte en persona. Sería una muestra de fuerza que le acarrearía nuevos apoyos entre los legionarios y… en Roma.
Domiciano asintió. Le gustaba lo directo que era aquel procurador, incluso si le daba malas noticias. Necesitaba hombres recios y decididos en aquella campaña.
—¿Se sabe algo de Trajano y de la legión VII Gemina?
Lapio Máximo y Norbano volvieron a mirarse entre sí.
—No —respondió Máximo—. De hecho no sabíamos que la VII Gemina estuviera en camino.
—Pues lo está, lo está y debería haber llegado ya. —En voz baja el emperador masculló su rencor y su nerviosismo por lo apurado de la situación—. Los Trajano no parecen ser ya tan diligentes y leales como en el pasado.
A Lapio Máximo le pareció que aquella valoración no era la más correcta.
—La distancia con Legio, al noroeste de Hispania, es enorme. Seguro que el mal tiempo también le ha retenido…
El emperador le interrumpió, a la par que tomaba nota de que el respeto a Trajano seguía intacto entre los altos mandos de Germania.
—Yo también he sufrido el mal tiempo y mis pretorianos y yo ya estamos aquí.
Tanto Lapio Máximo como Norbano sabían que no era comparable trasladar las cohortes pretorianas que se movían sin casi impedimenta frente a una legión que llevaba acémilas de todo tipo, catapultas, infantería legionaria y tropas auxiliares. Si la orden hubiera sido traer la caballería de la VII era seguro que Trajano ya estaría allí desde días atrás, pero transportar una legión no era tarea fácil y menos con aquel tiempo. No obstante, ninguno de los dos osó añadir una palabra más sobre aquel asunto.
—Mañana al amanecer… —empezó de nuevo Domiciano, mirando al suelo, pensantivo—, sí, tengo la intución de que mañana al amanecer Saturnino sacará sus legiones. Ya sabrá que estoy aquí. Tiene lo que quiere.
—Le faltan los catos —apostilló Norbano.
—Eso es cierto —admitió el emperador—. Le faltan los catos. Veremos qué trae el nuevo día: si legiones del Danubio y de Hispania para nosotros o germanos aliados de Saturnino. Veremos de qué lado están los dioses. Veremos.
Levantó la mano derecha indicando que le dejaran solo. Lapio Máximo y Norbano salieron del praetorium. Dieron unos cuantos pasos hasta quedar lejos del alcance de los oídos imperiales y de los oídos de los pretorianos que custodiaban la tienda.
—¿Qué piensas? —preguntó Lapio Máximo a Norbano. El procurador de Raetia le miró encogiéndose de hombros.
—No sé. Si los catos llegan antes, esto se va poner muy mal, pero, por mi parte, yo permaneceré con el emperador hasta el final. La dinastía Flavia ha resistido muchas cosas. Vespasiano triunfó contra Vitelio, Tito doblegó a los judíos. Yo creo que los dioses están con ellos —y dio media vuelta, dejando a Lapio Máximo meditando sobre aquellas palabras. El viento volvió a arreciar y Máximo sintió la dentellada del frío en su rostro. Era el mismo maldito frío que mantenía el hielo sobre el Rin.
1 de abril de 89 d.C.
Moguntiacum, campamento general romano del rebelde Saturnino
Era la quarta vigilia y el sol aún estaba escondido en un horizonte negro, pero tan pronto como Lucio Antonio Saturnino recibió la noticia de que la guardia pretoriana había sido avistada entrando en el campamento de las legiones de Lapio Máximo y de Norbano, sin dudarlo, el César rebelde ordenó que la XIV Gemina y la XXI Rapax formaran ante las murallas de Moguntiacum. No pensaba esconderse. Sus objetivos no podían conseguirse resistiendo en un largo asedio. Eso sólo daría tiempo para que el emperador Domiciano reuniera a más y más legiones hasta desequilibrar la balanza por completo. No. Saturnino estaba persuadido de que un golpe rápido, antes de que Domiciano reuniera todas sus fuerzas, era su mejor arma.
—¡Por Júpiter! —exclamó Saturnino mientras se aseguraba de que su spatha estaba bien ceñida a su costado izquierdo en su punto justo para desenfundarla con rapidez en caso de necesidad—. ¿Se sabe algo de esos malditos catos?
Los oficiales de la XIV y de la XXI negaron con la cabeza. Los catos habían prometido llegar hacía días y aún no había señales de ellos. Por su parte, los legionarios de la XIV y la XXI habían derribado, siguiendo las órdenes de su líder, una amplia sección de las fortificaciones en la margen izquierda del Rin para facilitarles cruzar el gran río cuando llegaran a las cercanías de Moguntiacum.
—No pasa nada —aseveró Saturnino con firmeza—. Vendrán. Seguro que vendrán. Entre tanto, nos batiremos con las legiones de Domiciano. Es el momento de demostrar que vamos en serio. Será suficiente con que aguantemos su embestida inicial. Eso les bajará los humos y cuando los catos lleguen —cambió su semblante serio por una sonrisa amplia henchida de satisfacción—, entonces nos reiremos bien. Nos reiremos —repitió mientras montaba sobre un caballo y, escoltado por una turma de la XIV, se alejó cabalgando para situarse en el centro de la formación entre sus dos legiones.
Campamento general romano del emperador Domiciano
Fue Norbano quien despertó al emperador. Domiciano abrió los ojos e, instintivamente, sacó una daga de debajo de la almohada. Norbano dio un paso atrás. Sólo cuando el emperador vio que iba acompañado por dos miembros de su guardia pretoriana se tranquilizó.
—¡Por todos los dioses! ¿Qué ocurre?
Norbano se rehízo y dijo lo que había venido a decir.
—Saturnino ha sacado las legiones de la ciudad.
Domiciano se levantó de un salto. Fue directo a la mesa donde había un plano de la región circundante a Moguntiacum.
—¿Cómo las ha desplegado?
Norbano se aproximó a la mesa y dio sus explicaciones a la vez que señalaba con el dedo sobre el mapa.
—Las ha dispuesto frente a las fortificaciones de la ciudad, pero transversalmente al Rin. Así [35].
Domiciano miraba atento al tiempo que un esclavo le ceñía el paludamentum púrpura y otro le traía su spatha y el casco.
—Es decir que deja el río a la izquierda de su formación, de forma que si los catos llegan puedan incorporarse desde el norte a la batalla que se libre en ese momento —comentó el emperador. Norbano asintió—. Bien, en ese caso esto es lo que haremos. —En ese momento entró Lapio Máximo en la tienda imperial—. Lapio Máximo, con las dos legiones de Germania Inferior, formará a la izquierda de nuestra formación, en el extremo sur, mientras que tú, Norbano, dispondrás las dos legiones de Raetia y Noricum a la derecha, es decir, próximas al río. Yo estaré con las legiones del río. Si los catos hacen acto de presencia, haremos que éstas maniobren para encarar al enemigo que pueda atreverse a cruzar el Rin, mientras que Máximo tendrá que contener a Saturnino y sus hombres. ¿Está claro? —Clavó sus ojos en Lapio que asentía con rapidez—. Entre tanto, nosotros —miró de nuevo a Norbano— tendremos que detener a los germanos que desciendan del norte como sea; por todos los dioses, por Marte, por Júpiter Óptimo Máximo y por Minerva, tendremos que detenerlos como sea.
Norbano asintió y hubo un instante de silencio. Todo parecía estar claro, pero Lapio Máximo formuló una última pregunta.
—¿Y si los catos no aparecen?
Tito Flavio Domiciano emperador de Roma, sonrió con una mezcla peculiar de felicidad y odio.
—Entonces Norbano y yo desbordaremos a las legiones XIV y XXI aprovechando el hielo del Rin, les atacaremos por la espalda y no dejaremos de esas dos legiones ni huesos para los buitres.
Lapio Máximo saludó al emperador con voz rotunda y Norbano le imitó antes de que los tres salieran de la tienda.
—¡Ave, César!
—¡Ave, César!
Vanguardia germana, al norte del Rin
Una gigantesca sombra oscura reptaba al norte del Rin. Eran miles de guerreros altos, rubios en su mayoría, pelirrojos algunos y morenos los menos, armados con espadas y lanzas y utensilios de todo tipo y condición afilados y brillantes, cubiertos con sus sayos ajustados con hebillas. Sus príncipes caminaban al frente, pues nadie podía aventajarles en valor en una batalla y sabían que todos los de su tribu lucharían hasta la muerte por protegerles, ya que no había mayor deshonor entre aquellos germanos que avanzaban sobre las fronteras de Roma que salir de una batalla vivos si sus jefes habían muerto. Tras ellos venían millares de mujeres, esposas, niños y niñas, con espaldas y pechos a veces cubiertos con pieles y, en ocasiones, descubiertos, como retando al gélido viento de las montañas desde las que descendían. Las mujeres seguían a sus hombres seguras de que éstos iban a abrir una brecha, por fin, en la frontera del Rin, y de que pronto tendrían bajo sus pies tierra húmeda y fértil en un lugar donde el frío fuera más soportable y donde la vida fuese más fácil. Eran conscientes de que se avecinaba una gran batalla, pero todos estaban dispuestos a la lucha. Nada ni nadie les detendría. Era el momento de destruir aquella barrera. Los romanos luchaban entre sí y ellos, los catos, se aprovecharían de su debilidad y cruzarían por fin, para no volver atrás, el gran Rin en busca de un nuevo mundo, de un nuevo destino.
Duriora genti corpora, stricti artus, minax vultus et maior animi vigor. Multum, ut inter Germanos, rationis ac sollertiae: praeponere electos, audire praepositos, nosse ordines, intellegere occasiones, differre Impetus, disponere diem, vallare noctem, fortunam inter dubia, virtutem inter certa numerare, quodque rarissimum nec nisi ratione disciplinae concessum, plus reponere in duce quam in exercitu. Omne robur in pedite, quem super arma ferramentis quoque et copiis onerant: alios ad proelium iré videas, Chattos ad bellum.
[Son los de esta nación (los catos) de cuerpos más robustos y de miembros rehechos, y de aspecto feroz y de mayor vigor de ánimo. Tienen mucha industria y astucia pese a ser germanos porque dan los cargos a los mejores, obedecen a sus oficiales, guardan sus puestos, conocen las ocasiones, difieren el ímpetu, reparten el día, fortifícanse de noche, cuentan la fortuna entre las cosas dudosas y la virtud entre las seguras y ciertas, y lo que es más raro, y que no se alcanza sino por razón de la disciplina militar, hacen más fundamento en el líder que en el ejército. Toda su fuerza consiste en la infantería, la cual, además de las armas, lleva también su comida y los instrumentos de hierro para las obras militares. Los otros germanos parece que van a dar batalla pero los catos vienen a hacer guerra.] [36]
Unos días antes. Centro de la Galia,
vanguardia de la legión VII Gemina
Habían bordeado los Pirineos aproximándose al océano, y habían ascendido hacia el norte cruzando Aquitania, pero aún les faltaban muchas jornadas de viaje. Manió caminaba con el rostro serio a su lado y callaba, pero Longino, para mayor tormento de Trajano, puso palabras a lo evidente.
—¡Por Júpiter! ¡No llegaremos a tiempo! ¡Es imposible que lleguemos a tiempo!
Marco Ulpio Trajano marcaba el paso a seguir al frente de la VII legión Gemina, que sólo se detenía unas horas por la noche para descansar lo mínimo necesario para que bestias y hombres se recuperaran y luego reemprender la marcha al amanecer, pero aun así no era suficiente. No lo era. Las palabras de Longino hacían daño, pero era incuestionable que había que plantearse que a ese ritmo no se iba a poder cumplir con la orden imperial de llegar al Rin a tiempo de enfrentarse, junto al emperador, contra las legiones de Saturnino en Germania Superior. Además, había recibido correos indicando que el mal tiempo en el norte, en la región del Danubio, había detenido a los refuerzos del César. Trajano era cada día más consciente de que su legión, que ascendía desde el sur, podía ser clave en el enfrentamiento contra Saturnino.
Lucio Quieto se aproximó al legatus hispano. Era el nuevo jefe de la caballería, pero para dar ejemplo a los legionarios de infantería había optado por andar junto a Trajano, Manió y Longino para que los hombres mantuvieran el paso marcado por el gran legatus al mando de todos ellos.
—Se puede hacer algo —dijo Quieto en voz no muy alta. Acababa de ser nombrado jefe de la caballería de la VII y tenía miedo a decir algo inapropiado. Trajano se detuvo en seco y le miró con severidad.
—No me gustan los acertijos, Quieto. Si tienes algo que decir, adelante o calla y camina.
Quieto asintió y habló con rapidez.
—Estamos en territorio conquistado. No es probable que nos ataquen ni a nosotros ni a los carros de víveres y suministros o a los transportes con las catapultas; sin embargo, son estos carros los que más ralentizan nuestro ritmo. Si descabalgamos a toda la caballería y hacemos que se usen los caballos para cargar sólo lo estrictamente necesario para comer y beber los próximos días, podemos acelerar el avance y alcanzar nuestro objetivo a tiempo. Bastaría con dejar una cohorte o dos de escolta de las acémilas con el grueso de las provisiones, que vigilarían que éstas lleguen al norte, aunque unos días más tarde. También se podría aligerar un poco la carga de la infantería dejando que los caballos llevaran las armas de reserva. De esa forma las tropas acelerarían la marcha y estarían junto a Moguntiacum varios días antes que a la velocidad actual. Nadie podrá seguir cubriendo casi treinta millas por jornada con toda la carga militar por mucho más tiempo.
Trajano le miró con detenimiento un rato y luego miró a Manió y a Longino. Ambos asintieron. La idea parecía buena.
—De acuerdo —dijo Trajano—. Está anocheciendo. Quiero que durante la prima vigilia se organice todo para partir mañana en la hora prima dejando atrás las acémilas de carga.
No habló más y reemprendió la marcha. Quedaba algo de luz y se debía aprovechar. Quieto interpretó aquel silencio del legatus como un halago. La palma de la mano de Longino sobre su hombro le certificó que había hecho bien en decir lo que pensaba. Era una sensación extraña aquella de sentirse valorado, sin halagos inútiles, por los tribunos y por un legatus veterano y respetado por todos. Una sensación extraña y muy placentera.
Moguntiacum, vanguardia de las legiones XIV y XXI del ejército de Saturnino
Los legionarios de la XIV y la XXI avanzaron quinientos pasos hasta detenerse a una distancia prudencial de las tropas imperiales. Saturnino miró a su alrededor. Las dos legiones estaban en perfecta formación de ataque dispuestas una a su izquierda y la otra a su derecha, con cuatro cohortes avanzadas al resto cada una, lo que hacía un total de ocho cohortes de primera línea. A continuación, tres cohortes en cada caso por detrás en los intervalos que dejaban las primeras unidades y tres cohortes más de reserva por cada legión en la retaguardia. Veinte cohortes desplegadas para ganar un imperio. Saturnino ordenó entonces que las tropas auxiliares se adelantaran por entre los pasillos que dejaban las cohortes de primera línea. Eran los hombres destinados a abrir el combate arrojando flechas, piedras con hondas y jabalinas y luchando luego en una primera embestida hasta que fueran reemplazados por los legionarios regulares de las cuatro primeras cohortes de cada legión. Todo estaba dispuesto para la lucha. Los legionarios de la XIV y la XXI sabían que estaban en inferioridad numérica frente a las cuatro legiones de Raetia, Noricum y Germania Inferior y la guardia pretoriana del emperador, pero también estaban convencidos de que ya no había marcha atrás posible. Se habían alineado con Saturnino hasta el final. Si eran derrotados sólo les quedaba la muerte con suerte en el campo de batalla —si la diosa Fortuna no intercedía, en la cruz o en el anfiteatro Flavio—, pero si resultaban vencedores, y esto era lo que les mantenía firmes en sus posiciones, habrían estado desde el principio con el legatus que reemplazaría al emperador en el poder de Roma. Eso les llevaría a ser el centro del Imperio y a enormes recompensas. Quizá muchos de ellos fueran llamados a reemplazar la guardia pretoriana que ahora se disponía a combatir contra ellos. Sí, toda aquella locura era una apuesta muy arriesgada que pasaba porque los germanos llegaran al Rin y cruzaran el río por el meandro de aguas lentas que había permanecido congelado todo el invierno y donde ellos habían destruido las fortificaciones de la orilla que vigilaba el Imperio. Hasta que los catos emergieran de las profundidades del bosque del norte, ellos debían resistir. Resistir. Nunca era sencilla la victoria. Engullían su miedo en silencio. Miraban hacia el enemigo y apretaban las empuñaduras de sus armas.
Ejército imperial de Domiciano
Tito Flavio Domiciano, Imperator Caesar Augustus, tercero de la dinastía Flavia, miró al cielo. Seguía nublado pero el viento helado se había detenido. Montó sobre su caballo y cabalgó hasta la vanguardia de sus cuatro legiones dispuestas frente a las dos legiones enemigas. Doblaban en número a las tropas que le habían desafiado. La victoria estaba próxima. El César, seguido por sus cohortes de pretorianos, llegó junto a Lapio Máximo y Norbano en el centro de la vanguardia. Domiciano no dijo nada y se limitó a mirar al gobernador de Germania Inferior y al procurador de Raetia. Al momento, ambos ordenaban el avance de las legiones en formación de ataque: tropas auxiliares al frente, dieciséis cohortes por detrás, doce más a continuación en los intervalos de las dieciséis de vanguardia y, finalmente, otras doce de reserva. Cuarenta cohortes para defender una dinastía imperial. Domiciano observó el avance con la seguridad que da el saberse con mayor número de efectivos que el enemigo, y ya estaba a punto de sonreír y felicitarse por una rápida victoria cuando uno de los tribunos pretorianos señaló hacia el Rin sin atreverse a decir nada, pero el gesto no pasó desapercibido para el emperador de Roma: miles y miles de bárbaros se apiñaban al otro lado del río en lo que debía de ser el inmenso ejército de los catos, el mayor que aquellos germanos hubieran reunido nunca en decenios de luchas contra Roma. Y aquellos catos recordaron a todos los legionarios de la frontera a los temidos queruscos que derrotaron a las antiguas legiones del emperador Augusto, las que se adentraron más allá del Rin; aquélla era una historia de guerra y terror que aún perduraba en la mente de todos los legionarios que vigilaban las fronteras del norte, desde Raetia hasta Germania Inferior. Domiciano intentó calcular cuántos había, pero era tal la inmensidad de aquel ejército que aquélla se antojaba una tarea imposible para su vista cansada por las infinitas horas pasadas en la penumbra de las velas de la Domus Flavia.
—¿Cuántos? —preguntó el emperador a Norbano, que se acercaba sobre su caballo para consultar al emperador sobre la estrategia a seguir. Norbano se giró hacia el río y observó la descomunal formación de los catos que, por el momento, formaban al otro lado de las heladas aguas del Rin. Se tomó un tiempo antes de aventurar una cifra que, incluso en la apreciación más optimista, resultaría aterradora.
—¡Cincuenta mil, César! ¡Por todos los dioses, quizá más, muchos más!
El emperador se quedó inmóvil, tan quieto como las gélidas aguas del Rin. En un instante habían pasado de ser cuarenta mil contra veinte mil a ser cuarenta mil contra setenta u ochenta mil hombres, de doblar al enemigo a ser doblados en número por éstos. Tito Flavio Domiciano no parpadeaba. Norbano esperaba órdenes y lo mismo Lapio Máximo, que se había acercado hasta allí con él. El viento frío del norte se había detenido. Era como si todo permaneciera extrañamente en suspenso hasta que el emperador hablara. Ni a Lapio Máximo ni a Norbano ni al resto de oficiales pretorianos y de las legiones imperiales les hubiera parecido insensato ordenar una retirada organizada ahora que aún estaban a tiempo. Una retirada hacia el sur, donde reagruparse con las legiones del Danubio y con la VII Gemina de Trajano, cuando fuera que éstas llegaran, para poder hacer frente a aquella invasión germana apoyada por la XIV y la XXI de Saturnino, parecía la más idónea de las decisiones, pero Tito Flavio Domiciano estaba convencido de que retirarse equivalía a abdicar en favor de Saturnino. Y no le faltaba razón. Una retirada sería una muestra demasiado evidente de debilidad: otras legiones podrían pasarse al bando de Saturnino y entonces todo podía perderse. Allí no estaba en juego sólo la frontera del Rin y las provincias de Germania, sino todo el Imperio.
—Norbano —dijo el emperador.
—Sí, César.
—Seguiremos el plan marcado. Que las dos legiones de Raetia y Noricum giren hacia el río para enfrentarse a los catos junto con mi guardia pretoriana. Lapio Máximo se las tendrá con la XIV y la XXI con las legiones de Germania Inferior. —El emperador tenía sumo cuidado en no mencionar nunca el nombre de Saturnino—. Esto es lo que teníamos planeado si los germanos venían y han venido. Seguiremos con el plan.
Tanto Lapio Máximo como Norbano tardaron unos instantes en reaccionar. Aquello no era lo que habían esperado, pero u obedecían o serían reemplazados en el mando por el emperador de inmediato y sustituidos, con seguridad, por alguno de los tribunos pretorianos, quienes, atendiendo a sus rostros serios e impenetrables, no parecían aturdidos por la presencia de aquel infinito ejército de germanos llegados desde todas las regiones ribereñas con el Rin. El gobernador de Germania Inferior y el procurador de Raetia saludaron al César con sus brazos extendidos y se dirigieron a sus posiciones para hacer maniobrar las legiones según las órdenes recibidas. Aquello era un suicidio. Una locura absoluta. Lapio Máximo y Norbano se alejaron en direcciones opuestas, pero ambos con el mismo pensamiento en la cabeza: quizá Saturnino tuviera razón y el emperador estaba completamente loco desde hacía años. Si era así, estaban en bando equivocado, pero ya era tarde para cambiar.
A la izquierda del ejército imperial
Lapio Máximo ordenó que los auxiliares se adelantaran y arrojaran sus lanzas, piedras y flechas sobre el enemigo. Las legiones rebeldes actuaron de forma similar. Fue un intercambio en que ambos infringieron numerosas bajas en el contrario, pero que no decidió nada. Máximo ordenó entonces a las cohortes de vanguardia, la segunda, cuarta y séptima de cada una de sus legiones, que avanzaran para enfrentarse con las tropas de Saturnino. Se trataba de los hombres más débiles, jóvenes e inexpertos. Nuevamente Saturnino respondió con la misma estrategia, adelantando sus cohortes de legionarios con menos experiencia en el combate. Máximo se dio cuenta de que era como luchar contra un espejo: dos legiones bien armadas luchando de forma ortodoxa en formación de triplex acies contra otras dos legiones empleadas con la misma destreza. Máximo mantenía en reserva la caballería, pero igual hacía Saturnino; el legatus imperial estaba seguro de que si ordenaba que los jinetes de sus legiones se incorporaran al combate, Saturnino haría lo mismo. Era un combate igualado que no conduciría a nada, por mucha sangre que se estuviera derramando en primera línea. Y aquello era grave, muy grave, porque Máximo estaba convencido de que si no conseguían doblegar a las legiones de Saturnino no habría nada que hacer aquella fría mañana en Germania Superior, pues estaba persuadido, como lo estaban todos, de que los catos, una vez cruzaran el río, arrasarían las dos legiones de Raetia y Noricum, llevándose consigo a su procurador y al mismísimo emperador y su guardia pretoriana. La superioridad numérica de los germanos era incontestable. Necesitaban más tropas, más legiones, pero las del Danubio habían tardado demasiado tiempo en reorganizar la frontera y en superar los pasos nevados para poder llegar a Germania, y de la legión VII de Trajano no se tenía noticia alguna. Todo estaba perdido, perdido.
—Las cohortes de primera línea están agotadas, gobernador —dijo uno de los tribunos.
Lapio Máximo asintió. No hacían falta más explicaciones. Las legiones de frontera funcionaban prácticamente solas. Las cohortes segunda, cuarta y séptima eran reemplazadas por la tercera, quinta y novena, quedando cuatro cohortes, las mejores, de reserva, pero todo era inútil porque Saturnino estaba ordenando el mismo reemplazo. Máximo miró entonces hacia el norte, a su flanco derecho: las legiones de Raetia habían maniobrado para encarar a los germanos que empezaban a cruzar el helado Rin. El emperador, en la retaguardia, protegido por sus pretorianos, daba las órdenes en aquel flanco. Los catos eran decenas de miles, un ejército inmenso que cubría todo el horizonte en la margen norte del Rin. Un enemigo demasiado grande, inabarcable, invencible.
Vanguardia germana, al norte del Rin
Los germanos que se adentraban en la superficie helada del Rin llevaban los cabellos largos, sin cortar desde que nacieran, o eso se decía, y lo mismo sus barbas pobladísimas y lacias y sucias. Y sin embargo, contrariamente a lo que la imagen de aquellos peludos guerreros pudiera sugerir, se trataba de los más jóvenes, pues entre los catos se había instalado la costumbre de que sólo los que habían dado muerte a un enemigo en combate podían afeitarse el pelo o la barba. Así, los jóvenes se veían obligados a soportar la humillación de dejarse crecer el pelo sin límite hasta que redimieran la vergüenza de no haber matado a ningún enemigo. Pero los catos no eran inclementes, y por eso les cedían a estos jóvenes recios y barbudos la primera posición en el ataque en cualquier batalla, para que tuvieran la primera oportunidad de ennoblecer su existencia.
Y los jóvenes lo agradecían entregándose a la primera línea de combate con una predisposición brutal, demoledora.
Avanzaban sobre el gélido hielo del Rin con sus espadas desenvainadas aullando con furia ensordecedora.
Vanguardia de las legiones de Raetia y Noricum del ejército imperial de Domiciano, al sur del Rin
Los auxiliares de las legiones de Raetia y Noricum cargaron sus arcos, mientras que los que se habían especializado en arrojar lanzas asían las jabalinas con fuerza mientras tragaban saliva y desafiaban el frío del río helado. Los malditos germanos avanzaban en tropel contra ellos. Todos estaban atentos a las órdenes de los oficiales. Albergaban la esperanza de que unas cuantas andanadas de flechas y lanzas enfriarían los ánimos de aquel vasto ejército que descendía del norte con la rabia de los que están dispuestos a todo.
Vanguardia germana, sobre el río Rin
Caminaban rápido pero pisando con tiento para no resbalar, haciendo que en cada paso la planta completa de sus pies descansara sobre el hielo. Preferían combatir en tierra firme, al otro lado del río, pero si la batalla inicial comenzaba sobre el mismísimo Rin no serían ellos los que retrocederían. Si el firme era resbaladizo, lo sería para todos. Llovieron entonces las flechas de los romanos. Caían con la densidad de una lluvia poderosa, pero hicieron uso de los escudos para protegerse y siguieron avanzando. Antes de anochecer podrían, por fin, afeitarse la barba y pasear orgullosos ante el resto de los hombres y mujeres de su pueblo.
Retaguardia de las legiones de Raetia. Guardia pretoriana
El emperador no despegaba su mirada del helado Rin. Mantenía los labios cerrados y apretados en una fina línea por la que apenas circulaba la sangre. Por los orificios de su nariz el aire emergía transformado en un vapor blanco que se elevaba hacia un cielo repleto de nubes. Su caballo negro permanecía tan inmóvil como el propio emperador. Cualquiera podría haber pensado que se trataba de una estatua ecuestre de Tito Flavio Domiciano helada por el frío de Germania. Norbano se acercó con su propio caballo.
—Los auxiliares no están consiguiendo detener el avance de los germanos. Van a conseguir cruzar el río.
El emperador permanecía quieto, sin reaccionar. Norbano inspiró y espiró aire varias veces, hasta rodearse de ese vapor blanco que emergía de los pulmones de todos sus hombres. Era aquella una mañana para morir. Norbano había albergado grandes esperanzas en su futuro hasta que los catos habían henchido el amanecer con su ejército sin fin. Una hora antes todo era posible; ahora el emperador parecía abrumado, incapaz de decidir nada. Norbano miró de nuevo hacia el Rin. Tendría que asumir el mando. Iba a alejarse y ordenar que las primeras cohortes se adentraran en el río helado cuando Domiciano le habló con una serenidad extraña.
—No hagas nada, Norbano. Que las legiones permanezcan donde están. —Se giró hacia los tribunos pretorianos y les habló con energía—. ¡Por Júpiter, a mí la guardia!
Azuzó a su caballo negro y echó a galopar hacia el frente sorteando la posición de las cohortes de las legiones de Raetia. Tras él, la caballería pretoriana primero y, a paso rápido, las cohortes de infantería pretoriana, avanzaban para encontrarse con su destino.
Retaguardia germana, al norte del Rin
Los príncipes germanos se adelantaron unos pasos. No daban crédito a sus ojos, pero el paludamentum púrpura y aquella caballería pretoriana no dejaba lugar a dudas: el emperador en persona se situaba al frente de su ejército. Aquello les pareció admirable, digno de respeto, pues no podían dejar de apreciar la gallardía que encerraba aquella maniobra. El emperador estaba intentando, en lo que ellos interpretaban como una acción desesperada, insuflar ánimos a unos romanos que estaban en claras condiciones de desventaja, pues ellos, los catos, les doblaban en número y seguramente en ganas. Eran demasiados años sufriendo ataques de Roma y por fin, aquella mañana, iban a ajustar las cuentas por las derrotas del pasado, por los miles de compatriotas muertos o esclavizados u obligados a luchar como gladiadores en los anfiteatros romanos. Hoy iban a poner fin a todo eso y además iban a hacerlo ensartando la cabeza del emperador en una de sus lanzas, que luego podrían exhibir en cada nuevo combate a medida que avanzaran hacia el sur, si es que los romanos volvían a atreverse a presentar un nuevo ejército frente a ellos. Los príncipes germanos se miraron entre sí y asintieron. Tomaron varios jarros de cebada destilada que tenían dispuestos allí mismo, para ingerir antes de entrar en combate, y bebieron a gusto hasta que sus labios quedaron rodeados por aquella espuma blanca que tanto les satisfacía. Sólo entonces ordenaron que el grueso de su ejército, con los veteranos al frente, se pusiera en marcha para apoyar a los jóvenes que tan valerosamente habían resistido las andanadas de lanzas y flechas de las tropas auxiliares enemigas. Incluso ellos mismos, como jefes de clan, pusieron sus pies sobre el río y echaron a andar para aniquilar el poder imperial de Roma en Germania… en el mundo.
Vanguardia romana de las legiones de Raetia, al sur del Rin
Tito Flavio Domiciano se había situado en la vanguardia de las dos legiones de Raetia y Noricum que encaraban el río. Las tropas auxiliares se replegaban tras las cohortes de vanguardia perseguidas de cerca por aquellas bestias con barba que lideraban el ataque germano, pero todo aquello no era esencial y lo que realmente le importaba estaba teniendo lugar: los germanos habían ordenado que el grueso de sus tropas se adentrara en el río helado. El emperador de Roma miró al cielo: seguía nublado pero el sol se intuía brillante tras unas nubes menos grises que al amanecer y el viento gélido se había detenido. Se volvió hacia sus tropas.
—¡Legionarios de Roma, legionarios del Imperio! ¡Los germanos se ciernen sobre nosotros como una plaga de destrucción, pero Roma no caerá bajo su yugo de locura! ¡Vosotros estáis aquí para detenerlos, para perpetuar en el tiempo el poder infinito de Roma, un poder que emana directamente de los dioses que nos protegen! ¡Y yo os digo, yo os digo! —Miró a cielo y miró al río y miró a las decenas de miles de catos que avanzaban sobre el río cubriendo el blanco del hielo con sus siluetas oscuras henchidas de furia—. ¡Yo os digo que Júpiter y Marte y Neptuno y Minerva e Isis y todos los dioses están conmigo porque yo soy un dios en la Tierra, porque el emperador de Roma está ungido por los mismos dioses a los que rezáis cada día, porque yo mismo soy un dios entre vosotros, soy vuestro Dominus, vuestro señor, pero también soy vuestro Deus, vuestro dios! —Alzó los brazos blandiendo en la derecha su spatha resplandeciente y gritando sin parar—. Dominus et Deus! Dominus et Deus! Dominus et Deus!
Y los pretorianos, encendidos por el discurso de su emperador, corearon sin dudarlo un instante aquel himno extraño que el emperador había entonado aquella mañana en que todos estaban convencidos de que caminaban directos hacia el Hades.
—Dominus et Deus! Dominus et Deus! Dominus et Deus!
Y los legionarios de vanguardia de las cohortes de Raetia y Noricum, ateridos no ya por el frío —pues éste, aunque nadie pareciera haber reparado en ello, había aflojado— sino petrificados por el pánico ante aquel ejército al que sabían que no podrían contener, se aferraron a aquel cántico como los cristianos hacían con sus rezos en la arena del anfiteatro Flavio cuando se los arrojaba indefensos contra las fieras hambrientas traídas desde todos los confines del Imperio.
—Dominus et Deus! Dominus et Deus! Dominus et Deus!
El emperador miró entonces al río como si realmente de un dios se tratara, como si con su mirada pudiera fundir un ejército entero de enemigos invencibles y, justo en ese instante, ocurrió algo insospechado, la auténtica obra de un dios entre los dioses: el Rin rompió su silencio de meses y abrió su boca en el centro de su cauce en forma de una gigantesca grieta que se abría y se abría sin tener fin. Y Tito Flavio Domiciano desmontó de su caballo y, rodeado por los mejores soldados de su guardia pretoriana, avanzó hacia la ribera misma del río sonriendo malévolamente, asintiendo para sí, confirmando la inmensa felicidad de sus pensamientos: lo sabía, lo sabía, él lo sabía. El río se abría, y es que ningún río helado, ni siquiera el Rin, podía resistir tanto peso, no cuando el tiempo está cambiando y el sol está emergiendo de entre las nubes. Y habló para sí mismo, en voz baja, en un susurro de palabras solemnes que pronunciaba convencido de que realmente era un dios entre los hombres.
—Sois muchos, germanos.
Sonreía y sonreía mientras veía cómo las turbulentas y gélidas aguas del Rin fagocitaban a decenas, centenares, miles de guerreros catos incapaces de hacer nada para evitar el desastre absoluto.
—Sois muchos, germanos: sois demasiados, demasiados para el pobre río Rin —y lanzó la más tenebrosa de las carcajadas, que resonó por encima de los gritos de pavor de sus enemigos, aprisionados por el hielo y las aguas cada vez más bravas de un río inmenso que despertaba a la vida después de meses de quietud total en aquel meandro junto a la fortaleza de Moguntiacum. Domiciano puso los brazos en jarra mientras lo observaba todo, disfrutando de su gran victoria, al tiempo que los pretorianos se ocupaban de dar muerte a los pocos germanos que, nadando entre el hielo resquebrajado, habían conseguido alcanzar la orilla sur del río. A los pretorianos se unieron los legionarios de las cohortes de vanguardia de Raetia, que, completamente alucinados, asistían a aquel espectáculo envueltos en la lujuria de la victoria absoluta frente al miedo aterrador que habían sentido hacía tan sólo unos instantes.
Norbano llegó entonces junto al emperador y se acercó despacio. No sabía bien qué decir. Lapio Máximo tenía dificultades para detener el empuje de las cohortes más veteranas de la XIV y la XXI, pero el espectáculo de las decenas de miles de germanos ahogándose en el Rin era tan absorbente que apenas podía articular palabras. Fue el emperador quien, al sentir su presencia, se volvió hacia él y habló con la voz cambiada, como si ya no fuera el mismo que había llegado a Germania unos días antes.
—¿Has visto, Norbano, lo has visto bien?
Norbano iba a asentir, iba a decir que sí, que el río se había abierto en dos y se tragaba a los germanos impidiendo que éstos se sumaran a las tropas de Saturnino, pero fue el propio emperador el que se dio respuesta a sí mismo y sólo entonces Norbano comprendió la transformación que se había obrado en la persona del emperador.
—Los dioses me obedecen, Norbano, los dioses me obedecen. Neptuno, el dios de las aguas, ha obedecido mis órdenes, Norbano, y ha abierto al río en dos. Los dioses me obedecen.
Se volvió para admirar el resultado de su gran poder: un ejército de decenas de miles de hombres destrozado sin apenas entrar en combate. Norbano tardó aún un rato en atreverse a entregar el mensaje que le había llevado junto al emperador, pero incluso si éste se consideraba un dios, incluso si en efecto lo era, ese dios tendría que atender el otro flanco de la batalla cuyo resultado aún quedaba por definir.
—Lapio Máximo, César, necesita nuestra ayuda: pese a lo igualado que ha estado el combate todo este tiempo en ese sector, ahora la XIV y la XXI están a punto de desbordarle.
Tito Flavio Domiciano se volvió hacia Norbano colérico. El procurador de Raetia sabía que aquel comentario, que manchaba la tremenda victoria que se acababa de conseguir en el Rin, iba a molestar al emperador, pero, en cualquier caso, era un mensaje destinado a asegurar que lo conseguido en el río no se perdiera ahora frente a las murallas de Moguntiacum por falta de rapidez en asistir a las legiones de Máximo. Pero las palabras del emperador le aclararon el origen de la rabia imperial.
—¡Nunca, Norbano, nunca!, ¿me oyes bien? ¡Nunca, Norbano, ni tú ni nadie, vuelvas a dirigirte a mí como César!
Norbano asintió, pero no entendía qué otro título aún más insigne que el de César podría usar para dirigirse al emperador. Domiciano se lo aclaró de inmediato, sin gritar, volviendo a emplear una voz extraña a la par que serena que helaba las venas de quien la escuchaba.
—A partir de ahora, Norbano, todos se dirigirán a mí como Dominus et Deus. ¿Está claro, procurador? Dominus et Deus.
Norbano asintió y saludó al César con el brazo extendido y repitiendo aquellas mismas palabras.
—¡Ave, Dominus et Deus!
En respuesta a aquel saludo, el emperador sustituyó la cólera de su semblante por una nueva sonrisa cargada de satisfacción y de seguridad.
—Vayamos ahora a asistir a Máximo. Quiero la cabeza de Saturnino clavada en un pilum antes del anochecer.
Las órdenes se transmitieron con rapidez, y excepto cuatro cohortes que quedaron de vigilancia junto al río para terminar con cualquier germano que aún pudiera emerger, medio muerto y medio helado, de las frías aguas ya en movimiento del Rin, el resto de las dos legiones de Raetia y Noricum maniobró hacia su izquierda para incorporarse desde la retaguardia a la batalla que se libraba frente a las murallas de Moguntiacum, donde Saturnino parecía haber conseguido, por fin, deshacer la balanza en aquel combate entre dos legiones imperiales, por un lado, y la XIV y la XXI rebeldes, por otro.
Las legiones imperiales de Germania Inferior frente al ejército rebelde
Instantes antes del deshielo del Rin
Lapio Máximo observó cómo la XXI Rapax estaba desbordando su flanco izquierdo y envió a la caballería para evitar el desastre, a lo que Saturnino, una vez más, respondió imitando la maniobra. Ambas caballerías se neutralizaron sin que su lucha hubiera variado el hecho de que la XXI se estaba imponiendo por su furia a las fuerzas desplazadas por Máximo desde Germania Inferior. Miró el gobernador entonces hacia su derecha: necesitaba ayuda de Norbano y del propio emperador para defender ese flanco, pero las legiones de Raetia y Noricum estaban empezando a repeler el ataque brutal de decenas de miles de catos que estaban cruzando el Rin. Era el fin de todo. Lapio Máximo se ajustó el casco y escupió en el suelo. Avanzó una veintena de pasos hasta situarse con el primus pilus de la I cohorte de la legión. Era el momento de hacer entrar en combate las mejores cohortes que había guardado en reserva: la primera, la de los hombres más expertos; la sexta, la de los mejores hombres jóvenes y la octava y la décima, formadas por veteranos que habían demostrado su valía en el pasado reciente.
—Vamos allá, por Júpiter —ordenó Máximo al primus pilus sin elevar la voz.
Sus instrucciones se difundieron haciendo sonar los buccinatores de retaguardia y las cohortes de reserva avanzaron al encuentro de los veteranos de la XIV y la XXI.
El choque en la llanura delante de las fortificaciones de Moguntiacum fue bestial. Los legionarios de la XIV y la XXI combatían con el fervor de quien se ve ganando la batalla. Los veteranos de Germania Inferior sentían que luchaban por su supervivencia. Como siempre, el empuje de los que se creen victoriosos fue superior. Un pilum rasgó la piel del brazo izquierdo de Lapio Máximo.
—¡Por todos los dioses! —aulló—. ¡Mantened las posiciones, mantened las posiciones!
Pero los hombres retrocedían y retrocedían… En ese momento, de pronto, se incorporaban al combate jinetes provenientes de las legiones que habían estado protegiendo el Rin. Máximo se había retirado unos pasos de la primera línea para que un médico le vendara la herida. Miró hacia el río: el agua se movía; el hielo se había partido y miles de germanos se ahogaban en sus turbulentas y gélidas aguas mientras que el grueso de las legiones de Raetia y Noricum, apoyado por la caballería y la infantería de las cohortes pretorianas, maniobraba para apoyar a los legionarios de Germania Inferior. Máximo apartó al médico que aún estaba curándole la herida y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Los germanos se hunden en el Rin! ¡Los germanos se hunden en el Rin! ¡Vienen refuerzos! ¡Vienen refuerzos! ¡Mantened todas las posiciones, por Júpiter! ¡Mantened las posiciones!
Y allí donde antes el fuelle de los legionarios de Germania Inferior estaba aflojando y retrocedía, de pronto, impulsados por las excelentes noticias que llegaban del Rin, resurgieron fuerzas y los veteranos legionarios leales al emperador contraatacaron contra las primeras líneas de la XIV y la XXI, que, de forma inversa, se vieron sumidos en la confusión y en el temor por lo que se oía por todas partes: el Rin se había descongelado y los germanos no podían cruzar. No podían cruzar. Estaban solos. Solos.
Retaguardia de las legiones XIV y XXI
Saturnino miró al río. Guardaba silencio. Habían tenido la victoria muy cerca, sumamente cerca. Ahora las tornas cambiaban, pero era un militar que pensaba con rapidez. No todo estaba perdido. No todo.
—Que se replieguen de forma ordenada —dijo a sus tribunos—; nos haremos fuertes en Moguntiacum.
No estaba todo perdido. El Rin se deshelaba, pero eso era el principio de la primavera. Con el buen tiempo, los catos podrían encontrar formas de cruzar el gran río de otro modo, con barcazas, poco a poco, en cualquier otro punto de la frontera. Lo que necesitaban los catos era tiempo para rehacerse. Tiempo. Y él iba a dárselo. Si se hacía fuerte en Moguntiacum, cuyas fortificaciones podían resistir un largo asedio, eso daría tiempo a que los germanos se rehicieran del desastre del río y se lanzaran aún con más saña contra la frontera de Roma para vengar a sus guerreros ahogados. Sólo tenía que resistir en Moguntiacum unos meses, manteniendo allí, rodeándole, a las legiones de Germania Inferior, Raetía y Noricum. Sin éstas y sin las legiones de Germania Superior que estarían con él atrincheradas entre las murallas de la ciudad, la frontera del Rin estaría completamente desprotegida. Era sólo cuestión de meses, quizá aún menos tiempo, que los catos y otros pueblos germanos se aprovecharan de las circunstancias, de una Roma sumida en una confusa guerra civil, para atacar de nuevo. El emperador podría traer legiones del Danubio, pero tampoco podría dejarlo sin protección mucho tiempo, incluso si, como habían informado los últimos correos imperiales propagandísticos que Domiciano había enviado a todas las legiones del Imperio, se había firmado un tratado de paz con el siempre imprevisible Decébalo. Y cuanto más tiempo se alargara aquel asedio, más nervioso se pondrían en el Senado. Todo era posible. Todo. Había que resistir. Los tribunos le miraban inquisitivos.
—Resistiremos hasta que los catos se rehagan —les respondió Saturnino—. Cruzarán el río en otro punto en poco tiempo y el emperador volverá a estar en inferioridad. La victoria final será nuestra.
Los tribunos de la XIV y la XXI asintieron, pero no lo hicieron ya con la rotundidad de unos oficiales plenamente convencidos.
cum ipsa dimicationis hora resolutas repente Rhenurn transituras ad Antonium copias barbarorum inhibuisset.
[Al deshelarse súbitamente el río Rin en el mismo momento del combate (Domiciano) contuvo a las tropas bárbaras que se disponían a cruzarlo para unirse a Antonio (Saturnino).]
suetonio, Vitae Caesarum, «Vita Domitiani», VI [37]