ALBA LONGA

Alba Longa, agosto de 91 d. C.

El emperador citó a sus cónsules de aquel año, Manió Acilio Glabrión y Marco Ulpio Trajano, en su hermosa villa privada levantada en Alba Longa. Los carros de los dos cónsules y de todo el séquito imperial avanzaron por la Via Appia hasta llegar a la bifurcación donde empezaba el camino que conducía directamente a aquella antiquísima población del tiempo de los desaparecidos reyes de Roma. Se decía que el emperador había hecho edificar allí su gran villa porque se sentía a gusto en un lugar que le conectaba con los reyes de antaño, como Tarquino el Soberbio, que mandara levantar el gran templo de Júpiter Latiaris en los montes Albanos, próximos a aquella ciudad.

La creciente locura del emperador aún no se había desatado de forma pública, pero todos los que estaban obligados a vivir próximos al César temían por sus vidas; incluso si no lo confesaban, temían por sí mismos. Domiciano daba cada vez más muestras de controlar cada día menos sus impulsos, y la imagen de un tirano caprichoso e imprevisible había empezado a permear en el ánimo de todos los que trataban directamente con él. Por eso, tanto Manió Acilio Glabrión como Trajano observaban con ojos inquietos la exhibición de lujo y poder que rezumaban todos los rincones de aquella impresionante villa: estatuas de los dioses Júpiter, Minerva e Isis por todas partes, aquellos con los que el emperador se afanaba más en identificarse, los miraban desafiantes desde cada esquina de los inmensos jardines que rodeaban el palacio que Domiciano había hecho levantar en aquella pequeña villa. Los ciudadanos de Alba Longa, no obstante, estaban encantados con el hecho de que el emperador hubiera elegido Alba Longa como lugar donde relajarse cuando el bullicio de Roma le resultaba excesivo. Era cierto que Domiciano, fiel a su costumbre, había expropiado de malas formas algunos terrenos y casas para construir todas las edificaciones que deseaba, pero pasados esos años de tensión las visitas del César traían grandes cantidades de oro y plata a la ciudad, además de que la villa del emperador precisaba todo tipo de productos agrícolas y de ganadería para satisfacer las fauces insaciables de sus cocinas, que no paraban de guisar en gigantescas cacerolas durante todos los días y las noches que el emperador permanecía con su séquito de familiares, senadores y altos funcionarios del Imperio. Y para colmo de felicidad de los ciudadanos de Alba Longa, el emperador había hecho levantar junto a su villa un anfiteatro de notables dimensiones donde podía seguir disfrutando de uno de sus entretenimientos favoritos, las luchas de gladiadores, incluso si se encontraba alejado de la gran Roma. No se trataba de un nuevo anfiteatro Flavio —aquella era una construcción irrepetible que había precisado de todo el oro del Templo de Jerusalén para financiarse—, pero sí era un edificio de dimensiones hercúleas para una pequeña ciudad como Alba Longa, pues al albergar hasta casi tres mil espectadores permitía que a los juegos circenses que el emperador organizaba para su divertimento personal pudiera acudir no sólo su séquito, sino todos los ciudadanos romanos de la población. ¿Qué más se podía pedir? Dinero y diversión a manos llenas. Los ciudadanos de Alba Longa se sentían señalados por los dioses. Y no iban desencaminados. A fin de cuentas, el emperador era su Dominus et Deus.

Aquel verano, Domiciano había decidido retirarse a su gran villa por lo insufriblemente lentas que le resultaban las obras de ampliación del anfiteatro Flavio. Para su desazón, éstas impedían la celebración de unos juegos circenses en condiciones.

—Me resulta doloroso no poder entrar en el gran anfiteatro que mi padre levantó, Apolodoro —le había dicho el emperador en tono grave a su nuevo joven arquitecto la víspera de salir de Roma—; me voy unos meses a Alba Longa y espero que a mi regreso tengas algo digno con lo que aplacar mi desasosiego sobre este punto.

Apolodoro dio la única respuesta que podía esperarse de él.

—El emperador estará satisfecho cuando regrese y vea la ampliación del gran anfiteatro Flavio, Dominus et Deus. —Se inclinó tanto como pudo.

Cuando se reincorporó de nuevo, el emperador ya no estaba ante él y el joven Apolodoro de Damasco se encontró solo en la gran Aula Regia de la Domus Flavia. Sabía que tenía que acelerar las obras como fuera. Como fuera. Partenio, el veterano consejero, había dado instrucciones de que los carros con piedra y mármol dieran penosos rodeos por las calles de Roma evitando las rutas más lógicas y directas hasta las obras del anfiteatro. A Apolodoro aquellos desvíos se le antojaban un engorro absurdo y, como fuera que el consejero Partenio también marchaba a Alba Longa, el joven arquitecto tuvo claro que no habría más rodeos para los carros de material.

Domiciano aún recordaba en su cabeza aquellas palabras intercambiadas con aquel nuevo arquitecto y suspiraba. Podría haberse quedado en Roma y acudir a juegos circenses organizados en los anfiteatros de las escuelas de gladiadores, sobre todo el del gran Ludus Magnus, junto al gran anfiteatro Flavio, pero hasta allí llegaba el molesto polvo que se desprendía de las obras, y si había algo que el emperador detestaba era el polvo sucio, llevado por un viento caprichoso que, con frecuencia, no era nada respetuoso para con quien regía el gigantesco Imperio de Roma. Domiciano decidió entonces consolarse unos meses con disfrutar de las luchas de gladiadores, venationes y otros juegos circenses en su modesto pero privado anfiteatro de Alba Longa. Hasta allí, hasta sus gradas, ordenó que se dirigieran todos. La excusa era que quería celebrar el nombramiento de sus nuevos cónsules, gobernadores y prefectos con un espectáculo deslumbrante en la arena.

Partenio, en pie justo detrás del emperador, en medio del gran palco imperial que Domiciano se había hecho construir para presidir los juegos en su pequeño gran anfiteatro privado de Alba Longa, miraba a un lado y otro con rapidez. El viejo consejero intuía una tarde llena de peligros para todos y, por encima de todo, para el propio Imperio. Cuando Casperio, el veterano jefe del pretorio, le había informado de que la corte imperial se trasladaba a la villa de Alba Longa por unos meses, así de pronto, sin aviso previo, Partenio supo que se trataba de un impulso del emperador, y eso era lo peor de todo. Cuando Domiciano se dejaba regir por sus impulsos cualquier catástrofe era posible. Las tensiones en el seno de la familia imperial eran brutales, las fronteras estaban aparentemente lejos de allí pero cercanas a un tiempo —pues si caían las legiones de los limes el Imperio estaba desprotegido hasta casi las puertas de Roma— y las fortificaciones avanzadas estaban siendo sometidas a ataques constantes, especialmente en el Danubio. Mientras tanto, el César parecía sólo moverse entre Roma y Alba Longa en busca de satisfacer sus más bajos instintos alejándose del polvo molesto de unas obras. Sí, Partenio estaba nervioso y, por ello, atento a cada movimiento del emperador y de todos los que les rodeaban en aquel palco justo antes de una velada con gladiadores y juegos circenses de, estaba seguro, desconocida factura.

Partenio siguió mirando a su alrededor. Junto al César estaba Domicia Longina, con el semblante serio y aire cansado, como si todo aquello no fuera con ella, sintiéndose indiferente o fingiendo indiferencia, en un intento sutil de herir la gruesa sensibilidad de su esposo al despreciar todo aquello que a él parecía interesarle. Y es que Domicia había rezado a todos los dioses de Roma porque el César no regresara vivo del Rin y, sin embargo, había retornado aún más fuerte, aún más cruel. Domicia, en el silencio de sus noches atrapada entre los muros de la Domus Flavia, renegaba de todos los dioses de Roma. Los cristianos prometían otro dios, mejor, más comprensivo, más próximo a los hombres, pero Domicia había llegado a sus propias conclusiones: no había dioses en el mundo, al menos no para ella, y si los había sólo se divertían con el sufrimiento de muchos y el solaz de muy pocos.

Tras el matrimonio imperial se sentaban, entre intrigados y curiosos, ajenos aún a ningún desastre en ciernes, Manió Acilio Glabrión y Marco Ulpio Trajano hijo, los cónsules de aquel año nombrados por Domiciano para proteger las fronteras del Imperio. A Partenio le pareció ver que Manió miraba al suelo con frecuencia y que apretaba los dientes como si estuviera incómodo, pero eran gestos muy controlados, casi imperceptibles y quizá no fueran más que imaginaciones suyas.

Trajano estaba acompañado por su padre, quien desde los tiempos de Vespasiano seguía gozando de la confianza de los Flavios y, como buen conocedor de las intrigas de palacio, había decidido acompañar a su hijo en aquel viaje a Alba Longa. Trajano padre sabía que su fuerte hijo no necesitaba de consejo en la frontera, rodeado de bárbaros de toda condición, pero allí, en el corazón del Imperio, presentía que su vástago aún era demasiado ingenuo o, peor aún, demasiado noble en un lugar, la corte del emperador Domiciano, donde la nobleza era un lujo demasiado ostentoso para exhibirse en público. Trajano hijo, por su parte, se sentía fuera de lugar, pues pensaba que lo apropiado para el Imperio era que se les hubiera permitido desplazarse hacia las fronteras lo antes posible para poner, si había ocasión, algo de orden frente a las razias de catos, germanos y dacios. En vez de esa rápida acción se habían visto arrastrados a Alba Longa para satisfacer al emperador. Manió Acilio Glabrión compartía la visión de su colega consular. Además, para Manió, presenciar los combates de gladiadores y otras exhibiciones circenses empezaba cada vez más a entrar en conflicto con sus convicciones más profundas, las cuales, prudente, siguiendo el consejo de Trajano hijo, se cuidaba de mantener lo más en secreto posible. Y con los cónsules estaban la joven Flavia Julia, siempre con el rostro triste, justo detrás de Domicia, y el ya viejo Estacio, el poeta de cámara del César, con el semblante serio, muy atento a cualquier mirada del emperador y, seguramente, con algún poema laudatorio que pudiera ser del agrado del Dominus et Deus del mundo en caso de necesidad.

Y tras todos ellos, en una esquina del gran palco, se encontraba la figura fuerte y recia, aunque algo consumida ya por la edad, del gran lanista de Roma. El emperador le había pagado bien por desplazar hasta Alba Longa a una veintena de sus mejores gladiadores, incluido el famoso Marcio, y a una gladiadora. Esta debía combatir contra otras mujeres entrenadas en otras escuelas de lucha de Roma y hacer las delicias de un público que aún no había presenciado combate alguno entre mujeres; sin embargo, Cayo, pese a tener la bolsa de dinero rebosante, compartía con el consejero imperial esa sensación extraña de estar en un lugar peligroso, pues allí, en aquel anfiteatro privado —daba igual que estuviera atestado de ciudadanos de Alba Longa—, el emperador se sentía en libertad plena y sus peticiones particulares podían llevarse a dimensiones imprevisibles. Eso podía implicar la muerte de más gladiadores de los estrictamente necesarios, lo que siempre era una gran pérdida, una grandísima pérdida económica. Así que el lanista decidió, con su prudencia natural, esperar al final de la velada para hacer cálculos sobre si realmente le saldría provechoso o no haber participado con sus luchadores en aquella tarde de circo en el anfiteatro privado del emperador.

Como era costumbre, primero vino el gran desfile con todos los gladiadores que debían combatir aquella tarde. Llegaron después, también antes de lo habitual, los regalos que el emperador distribuía con profusa generosidad entre el público asistente, en las acostumbradas bolas de madera huecas de donde los espectadores afortunados extraían una tablilla de madera o cerámica en la que había dibujado el regalo obtenido —siempre dibujado y no escrito, pues no eran tantos los que sabían leer—. Los agraciados exhibían sus vales, ya fueran canjeables por monedas de oro, jarras de vino, una vaca, una túnica nueva o una cesta de manzanas, levantándose y mostrando con orgullo sus premios imperiales a los que les rodeaban, con frecuencia amigos y familiares y, con también bastante frecuencia, enemigos envidiosos. El emperador aprovechó el momento de euforia entre el público asistente para levantarse y ser públicamente aclamado, aplaudido y vitoreado con la energía de unos ciudadanos que estaban rendidos a todos sus deseos. A Domiciano le sentaban bien aquellas auténticas duchas públicas de vítores de júbilo hacia su persona y, por un momento, por un breve instante que duró tan sólo un destello, se sintió feliz. Para alargar el relámpago de plenitud se giró y volvió sus ojos hacia Flavia Julia, su sobrina, sentada justo detrás de Domicia, y aquí todo se quebró un poco, porque su hermosísima sobrina, en lugar de devolverle la mirada con alegría, bajó los ojos hacia el suelo y evitó regalarle su mirada oscura y profunda, que tanto excitaba al César. Domiciano se sentó entonces de golpe y haciendo una señal a Casperio, su jefe del pretorio, ordenó que los juegos empezaran. Daba igual el desdén de su sobrina. Haría a Flavia Julia suya aquella noche, como tantas otras, eso sí, después de haber visto mucha sangre vertida en la arena y de haber comido y bebido hasta hartarse.

La tarde se inició con el combate de varias parejas de secutares, samnitas y provocatores. Domiciano, con cierta indiferencia, pero ante los aplausos de los espectadores, había permitido, para satisfacción del lanista, que se perdonara la vida a varios de los luchadores derrotados. Hasta que, por fin, entró en la arena el gran Marcio, temido y admirado a partes iguales por el público y por los propios gladiadores. Aquí tanto Manió como Trajano y su padre estiraron el cuello para ver bien el nuevo combate, pues la fama de Marcio había llegado a todos los rincones del Imperio y para el ánimo de aquellos cónsules, más guerreros que políticos, ver un buen combate era un pequeño aliciente en medio de aquel viaje al sur que más se les antojaba destierro que descanso, ávidos como estaban de hacerse con las riendas de las fronteras del norte.

Marcio se arrodilló ante la estatua de Némesis que había en un pequeño habitáculo en medio del pasillo que conducía a la arena de aquel anfiteatro, que hacía las veces de templo y, en ocasiones, de enfermería. Como acostumbraba permaneció así, arrodillado, rezando a los dioses para que le protegieran; había recuperado este hábito desde que Alana apareció en el colegio de gladiadores. El único ser vivo que se atrevía a acercarse a Marcio en un momento como ése, su perro grande, negro oscuro, un mastín inmenso con alguna mancha marrón sobre el lomo, permanecía sentado al lado de su amo, muy quieto, muy callado, atento a cualquier gesto de su señor.

Marcio se levantó, dio media vuelta y al salir del habitáculo se cruzó con la silueta joven, fuerte y alta del gladiador con el que debía combatir. No lo miró pero, como su perro, casi olió la adrenalina y su miedo pese a su estatura y a ser un guerrero tracio bien cubierto de protecciones y bien adiestrado. Sería un combate corto si no hacía caso a los requerimientos del lanista.

—¡Por Cástor y Pólux y todos los dioses de Roma, Marcio, tienes que alargar el combate como sea! —había insistido el veterano preparador de gladiadores con auténtica pasión—. ¡El emperador espera un gran combate, y si llegas a la arena y cercenas el cuello de tu enemigo en apenas tres o cuatro golpes rápidos se sentirá defraudado! Te aseguro, por tu propio bien, que en Roma puedes desatender los afectos de cualquiera, incluso de todo el pueblo de Roma cuando salgas a la arena, pero si hay alguien de quien no puedes olvidarte nunca es del emperador. —A punto estuvo el lanista de recordarle a Marcio la muerte de Atilio, exigida por el propio Domiciano, pero le pareció una crueldad innecesaria; Marcio le había escuchado—. ¡Por todos los dioses, Marcio! ¿Me harás caso esta vez, esta única vez?

—Si hay alguien de quien nunca me olvido es del emperador —había respondido Marcio con una gravedad inusual, pero sus palabras aún no daban respuesta a la petición del lanista, confundido por el tono extraño con el que Marcio había hablado.

Marcio se ajustaba el casco con el penacho simulando la larga aleta dorsal de un pez y las protecciones: primero la manica en el brazo derecho y la greba de bronce con la faz de una gorgona en la pierna izquierda. Terminó apretando bien el subligaculum y el balteus ancho. Durante años había ignorado de forma repetida y constante todas aquellas peticiones del lanista en cuanto a alargar los combates, pero, desde que Alana se encontraba entre ellos, Marcio había decidido, igual que había recuperado la costumbre de orar a Némesis, mostrarse más sensible a las palabras del preparador, seguramente porque había observado que, si lo hacía, el lanista, a su vez, se mostraba más generoso con la propia Alana, protegiéndola de los insultos o los ataques de otros luchadores. Era cierto que todos los gladiadores evitaban dirigirse a la gladiadora si ésta se encontraba cerca de Marcio, pero no la podía proteger siempre; sin embargo, la bien conocida e implacable disciplina del lanista llegaba a todos los rincones de la escuela de gladiadores, día y noche, y saberse protegida por ella era el mejor escudo para Alana. Si para ello Marcio tenía que ser sensible a las peticiones del lanista, lo sería.

—Alargaré el combate —había dicho al fin Marcio. El lanista suspiraba con algo de alivio.

De esa conversación hacía ya un rato. La oración a Némesis también había pasado. Ahora había llegado el momento de salir y, como hacía siempre, Marcio, el gladiador de gladiadores, se agachó un instante, justo allí donde terminaba el túnel, y acarició a su perro en la cabeza con su mano áspera, arañada por la sangre y por los combates de años y años. Sintió cómo aquel animal de poderosas fauces le lamía los dedos con lealtad infinita al tiempo que se sentaba, como en cada combate, en el borde del túnel de la Puerta de la Vida de aquel nuevo anfiteatro para ver cómo su amo luchaba y, como siempre, retornaba victorioso. Cachorro no contemplaba nunca otra posibilidad.

Trajano se había mostrado distante, incluso aburrido, durante el desfile inicial y durante toda la serie de combates previos, algo que su padre le recriminó en varias ocasiones, pero, como todos, sintió curiosidad por ver cómo luchaba el que por aquel entonces resultaba uno de los más admirados gladiadores. Trajano, en el fondo de su ser, como todos los soldados, como los pretorianos y como todos los oficiales de las legiones, despreciaba en silencio aquellos combates, que sentía más como una pantomima que como un combate auténtico. No morían tantos gladiadores en la arena, sino que muchas veces, como acababa de ocurrir aquella misma tarde, eran perdonados después de ser derrotados. En el campo de batalla no había lugar para el perdón. No, para Trajano ninguno de aquellos hombres tenía nada que ver con él o con su mundo.

—Lucha bien —dijo Manió.

—¿Quién? —preguntó Trajano.

—El tracio, el que lucha contra Marcio —precisó Manió sin dejar de mirar el combate; su espíritu guerrero, por un momento, había adormecido sus nuevas convicciones, que aborrecían de aquellas luchas—. Quizá estemos asistiendo a la primera vez que el mirmillo Marcio es derrotado.

Trajano analizó la lucha con atención. El tracio era, sin lugar a dudas, más corpulento, más alto y seguramente, más fuerte, pero también era más lento. Iba bien protegido hasta la cintura por dos gigantescas grebas, pero esas mismas protecciones le impedían ser más ágil en sus movimientos de ataque. Sí, golpeaba con fuerza el escudo del mirmillo con una pesadísima espada tracia curva, pero no era suficiente para herir a un muy hábil Marcio, que se mantenía a su alrededor a cierta distancia, a la defensiva, recibiendo golpes sin apenas contraatacar. Trajano no tardó en intuir que el mirmillo tenía tomada la medida de su contrincante desde el principio y que se limitaba a alargar un combate que, en cuanto decidiera, haría caer de su lado en un rápido contraataque. Entre tanto el público jaleaba al tracio; éste, ingenuo, se envalentonó y, creyendo que quizá sí, que quizá fuera a ser él el que por fin, después de más de treinta combates invicto, iba a conseguir doblegar al legendario Marcio, se aventuró a alargar su lluvia de golpes contra el escudo ya magullado del mirmillo, que retrocedía constantemente.

La arena del anfiteatro de Alba Longa era mucho más pequeña que la del gran anfiteatro Flavio de Roma y, casi sin darse cuenta, Marcio, al seguir aquella estrategia de no atacar durante un espacio del combate, se vio con su espalda próxima a una de las paredes del anfiteatro privado del emperador. Aquello no era inteligente, porque le reducía la posibilidad de moverse con libertad, de modo que lanzó un rápido ataque con dos estocadas que sorprendieron al confiado tracio hiriéndole en el hombro izquierdo descubierto, del que había alejado el escudo demasiado. Mientras el otro gladiador se recomponía, Marcio se situó en el lado opuesto, dejando que fuera ahora el tracio el que tuviera la pared a sus espaldas. El oponente, aunque goteando sangre por el brazo que sostenía el escudo, se sentía aún pleno de energía. El corte había sido superficial y, enrabietado, se lanzó con furia contra el experimentado mirmillo, que decidió, no obstante, que aquel combate debía terminar ya. Así, Marcio se hizo levemente a un lado y el tracio se abalanzó sobre nada, sobre puro aire, perdió el equilibrio y cayó al suelo de bruces, dejando su espalda desnuda descubierta. Marcio clavó entonces su espada en los ríñones del enemigo abatido hiriéndole de gravedad, pero aún no mortalmente. El tracio intentó levantarse, pero el dolor era muy grande y Marcio aprovechó la ocasión para volver a herirle, esta vez en el mismo hombro izquierdo pero por detrás. No quería matarlo. El tracio había luchado bien y el pueblo podría salvarlo si el imbécil dejaba de moverse y se quedaba tumbado, de modo que no tuviera que herirle más veces. Por fin el tracio, entre profundos aullidos de dolor, pareció haber entendido el mensaje y en lugar de incorporarse con violencia se limitó, no sin gran esfuerzo, a arrodillarse y esperar el veredicto de un público que no dejaba de gritar habet, hoc habet [lo tiene, lo tiene].

Trajano miró entonces a Manió.

—Parece que el mirmillo vuelve a ganar.

Manió sonrió, mostrando que no se tomaba a mal la sorna con la que su amigo y colega consular le hablaba después de que él hubiera alabado al tracio abatido. Trajano pensó en añadir que, en su opinión, el mirmillo podría haber acabado con el tracio en cualquier momento, pero pensó que ya estaba bien con dejar la broma allí.

El público aullaba mitte, mitte [déjalo ir], pues el tracio había combatido bien y con valor y estaba herido, lo que demostraba que no había rehuido en modo alguno la lucha, pero el emperador estaba cansado de tanta clemencia y quería empezar a ver algún cadáver arrastrado por Caronte y sus garfios inmisericordes. Domiciano se levantó con solemnidad y el silencio se apoderó de la multitud. Domicia le miraba con asco. Era tan horrible verle disfrutar con la muerte, daba igual de quién, era la muerte la que le hacía disfrutar. Domicia había tardado años en entenderlo, pero ahora ya lo veía con nitidez.

Desde la arena, Marcio veía a través del visor con rejilla de su casco de bronce cómo el emperador se levantaba. Era el mismo hombre que le ordenó atravesar con su espada la piel de su amigo Atilio y por un momento, por un instante, todo volvió a su ser: la amistad perdida, el odio infinito, el momento supremo en que su vida se partió en dos. Una vez más, el emperador indicó con un gesto el camino hacia la muerte. Como en el pasado, como en aquel fatídico momento en que tuvo que ejecutar a Atilio, Marcio se tomó unos segundos en los que la mirada fija del emperador parecía atravesar las protecciones de su casco, pero, al fin, empujó la espada como hizo en el pasado, en un pasado remoto y distante donde aún se sabía vivo. El tracio lanzó un grito ahogado y cayó sobre la arena de lado, empapándola con su sangre roja y espesa. Marcio echó a andar sin mirar atrás y se adentró por el túnel oscuro cuya boca abierta le esperaba para regresar a su mundo sin vida. Sin embargo, lejos ya de las miradas de un público enfervorecido por aquel espectáculo de muerte, Marcio recibió, como siempre desde hacía ocho años, los lametones cargados de lealtad ciega de su perro negro y marrón, enorme y fiero, que lo acompañó sumiso mientras se retiraba por entre un grupo de mujeres nerviosas que esgrimían espadas, escudos y yelmos, la mayoría con algo de torpeza y todas entre nerviosas y aterradas. Marcio se detuvo ante la última de aquellas nuevas guerreras y, rompiendo su costumbre ancestral de años de silencio, le dijo unas palabras.

—Que los dioses te protejan —dijo, y Alana asintió entre agradecida y sorprendida para luego ver cómo el gladiador de gladiadores se alejaba en silencio, camino de la estancia que se había habilitado para lavarse después de los combates. Esto es, si regresabas vivo, o viva, de ellos.

Hos ínterfremitus novosque luxus spectandi levis effugitvoluptas: stat sexus, rudis insáusque ferri, ut pugnas capit improbus viriles!

[En medio de tanta excitación y lujos extraños el placer de los juegos se desvanece con rapidez: ¡Aparecen entonces mujeres, mal entrenadas en el uso de la espada, atreviéndose a luchar en combates de hombres!] [38]

ESTACIO, Silvae, i, 6, 51-54

Fue entonces cuando la llamaron. Alana siguió a sus compañeras y las tres parejas de gladiadoras emergieron a la arena del anfiteatro privado del César en Alba Longa. La reacción inicial del público fue de sorpresa y de silencio. Mientras que de éste se pasaba a un poderoso murmullo, el veterano lanista se levantó de su asiento y caminó despacio pero seguro hasta situarse junto al emperador. Una vez que una docena de trompetas hicieron callar al confundido público, Cayo, el preparador de gladiadores, proyectó su voz hacia todos los rincones del anfiteatro.

—¡Ciudadanos de Alba Longa! ¡Ciudadanos de Alba Longa! ¡El César, en un magnánimo gesto de su generosidad para con vuestra ciudad y sus habitantes, os hace partícipes de un nuevo juego circense, un juego nunca antes visto fuera de las arenas de los anfiteatros de entrenamiento! ¡Ciudadanos de Alba Longa, ciudadanos del Imperio de Roma! ¡Hoy asistiréis a las primeras luchas entre gladiadoras, entre mujeres entrenadas en los mejores colegios de lucha, para vuestro deleite y entretenimiento! ¡Ciudadanos de Alba Longa! ¡Esta tarde, ante vosotros, tres parejas de gladiadoras combatirán en la arena del anfiteatro y lo harán a muerte!

Con ese anuncio, el lanista se giró para recibir un asentimiento de aprobación por parte del emperador, lo que le permitió volver de nuevo a su sitio y tomar asiento. Mientras, en la arena, las tres parejas de gladiadoras se acercaron, tal y como se las había instruido, al palco imperial para saludar al César de la forma acostumbrada.

—¡Ave, César, morituri te salutant! —dijeron las seis luchadoras al unísono.

El César se levantó, algo nada habitual en él, en señal de aceptación de aquel juramento. El gesto del emperador hizo que el público se tomara en serio aquellos combates y que no reparara tanto en si los yelmos eran demasiado grandes para algunas luchadoras o en si tenían menor destreza en el manejo de las armas que los gladiadores que acababan de presenciar. Eran mujeres y combatían a muerte. Era nuevo, era entretenido, divertido. Era el César regalándose, regalándoles algo nuevo. Estaban contentos, exultantes, intrigados. Pero el sol se ocultaba en poniente y la luz languidecía. El César hizo una señal a Casperio y el jefe de la guardia pretoriana, de inmediato, ordenó que se encendieran decenas de antorchas por toda la empalizada que rodeaba la arena del anfiteatro. Así, a la luz del fuego incandescente que las envolvía, las gladiadoras entrenadas por Roma empezaron sus combates. En un extremo luchaban dos germanas entre sí, altas, rubias y fuertes, mientras que en otro lado de la arena combatían una esclava de Britania con una guerrera númida de oscura piel. En el centro, Alana blandía la espada larga y curva propia de los dacios —de nada hubiera importado que ella les hubiera hecho entender que no era dacia sino sármata— contra una tercera germana, aún más rubia y más alta que sus dos compatriotas del otro extremo. En la grada, la gente comía pan y queso y compartía jarras de vino que escanciaban con generosidad mientras se oían los golpes metálicos de las armas de las luchadoras combatiendo entre sí. En el palco imperial el emperador miraba de reojo a su esposa.

—¿Qué le parece este combate a la emperatriz de Roma? —preguntó el emperador entre curioso y divertido.

Domicia intuyó que aquel despliegue de locura era idea del emperador, pero seguramente una idea con la que molestarla, con la que herirla en su amor propio al tener que ver a aquellas mujeres humilladas, forzadas a luchar, torpemente unas, con más destreza otras, por su supervivencia. Era una exhibición más de poder de su odiado marido. Domicia sacó las uñas con habilidad.

—Me parece un espectáculo apasionante, César.

Domiciano apretó los labios. Había esperado incomodar a la emperatriz, pero por lo visto nada de eso iba a conseguirse con aquella pantomima. Eso sí, el pueblo parecía entretenido.

En la arena, una de las germanas hirió en el brazo a su contrincante y ésta dejó caer el escudo. Así, al quedar desprotegida, recibió un segundo corte en el brazo que sostenía la espada, lo que hizo que también soltara el arma y cayera de rodillas, abrazándose en un intento por contener la hemorragia de ambas heridas. La germana victoriosa se acercó despacio por la espalda de la luchadora herida y, tal como le habían enseñado sus preparadores, miró al César en un vano intento por encontrar una señal de clemencia, pero el lanista, tal y como había requerido el emperador, había anunciado combates a muerte y a muerte debían ser. Sin levantarse el emperador, sin prestar atención a algunos pañuelos que se mostraban tímidamente en las gradas, indicó con su mano que la guerrera derrotada debía morir. La germana victoriosa rugió su rabia y su desesperación como una leona en celo y se abalanzó sobre su contricante herida para hundirle la espada en su cuerpo y extraerla, sacando también de ella la vida.

La gente, centrada como estaba en el desenlace de este combate, no pudo disfrutar de cómo la númida de África había aprovechado un descuido de su contrincante britana para pasear el filo de su espada por el cuello de la misma y degollarla, en una acción que no dejó lugar para la intervención del emperador. La figura de Caronte emergió del túnel con sendos garfios dispuestos a retirar los cadáveres de las dos gladiadoras muertas, mientras las vencedoras se retiraban, agotadas, sudorosas y aún asustadas, entre vítores y aplausos.

Mientras, en el centro de la arena, seguían combatiendo a muerte la gigantesca germana, armada con una pesada espada y protegida por un poderoso escudo, contra la guerrera supuestamente dacia que esgrimía con movimentos rápidos una espada curva buscando el momento de descuido de su contrincante para herirla de muerte. La piel de Alana, empapada en sudor, brillaba hermosa bajo los reflejos de las antorchas.

En el palco imperial, Domicia Longina se volvió hacia atrás para dirigirse al lanista.

—¿Cuál de las dos ha sido entrenada en tu colegio, lanista?

El preparador se levantó de inmediato para responder a la emperatriz.

—La dacia, augusta señora. —Como comprendió que aquello quizá no fuera suficiente para identificar a la luchadora en cuestión, añadió—: La que esgrime la espada curva. Esa, augusta, ha sido adiestrada en el Ludus Magnus.

—Bien, sea entonces, por Juno —continuó la emperatriz; ¿no quería su marido luchas de gladiadoras? Pues todos debían disfrutar de ellas—; apuesto cien denarios por la guerrera dacia, si es que alguien quiere aceptar mi apuesta, claro —concluyó de forma desafiante, mirando a todos los miembros del palco y teniendo especial cuidado en bajar la mirada hasta posarla sobre los perplejos ojos del emperador.

Domiciano estaba a punto de aceptar la apuesta, el reto que había lanzado su esposa, pues le irritaba el desparpajo y la comodidad con que Domicia parecía moverse en aquella situación que él había diseñado con tiento para ponerlos a todos nerviosos. Pero a su espalda se oyó la voz grave de un hombre mayor aceptando la apuesta de la emperatriz.

—Yo, augusta, acepto la apuesta.

Domiciano se topó con la figura del viejo Trajano en pie, inclinándose ante la emperatriz y ante el Dominus et Deus, también ante el emperador como muestra de respeto. Un grito rasgó la tarde, casi ya noche, de Alba Longa. La germana acababa de herir en un hombro a Alana y ésta había puesto una rodilla en tierra mientras se protegía con el escudo de una larga tanda de nuevos golpes de aquella enemiga gigantesca, que parecía decidida a rematarla en ese mismo instante.

Marcio oyó aquel grito y dejó de lavarse. Echó a correr abandonando la sala de descanso de los gladiadores y, veloz, seguido de cerca por su fiel perro, ascendió por todo el túnel hasta alcanzar la boca del mismo para poder contemplar una escena que había intuido pero que había esperado no tener que ver. Alana, herida, se mal defendía de un impetuoso ataque de aquella guerrera germana cuyos brazos eran casi el doble de largos que los de ella. Había sido un emparejamiento a todas luces injusto por lo desigual de las contendientes, pero Marcio había albergado esperanzas, confiado en la agilidad de movimientos de Alana, aunque ahora todo parecía indicar que no volvería a ver a aquella muchacha con vida. Le supo mal, se sintió horrible, y se sorprendió, por encima de todas las cosas, de reencontrarse de nuevo con esos sentimientos cuando creía, desde hacía años, que estaba muerto por dentro; pero lo que más le encolerizaba fue darse cuenta de lo que sentía en un momento y en una circunstancia donde no podía hacer nada, donde no podía intervenir. Qué absurdamente ciego había estado. Alana tenía que arreglárselas sola, tenía que hacerlo. Marcio se puso de cuclillas junto a su perro y empezó, inconscientemente, a acariciarlo mientras cerraba los ojos y esperaba el desenlace de aquella locura.

Alana sentía el dolor punzante de la herida recibida, pero, sin saber bien por qué, aún se sentía fuerte. Los golpes llovían incesantes sobre su escudo y cada vez con más violencia. Si retiraba el escudo para levantarse, la germana la heriría de muerte, pero, desde su posición agachada, Alana vio las piernas protegidas de su contricante: protegidas por delante con sendas grebas de bronce, pero con la carne blanca descubierta por detrás. Hacia allí dirigió con habilidad el filo cortante de su larga espada dacia, cuya curvatura utilizó como una guadaña mortal que segara no trigo sino piernas. La germana aulló al sentir los dos gemelos lacerados cortados en dos y, concretamente, al partirse uno de los tendones, la luchadora del norte del mundo se vio incapaz de sostenerse en pie y cayó derrumbada para sorpresa de todos, del público, de la emperatriz, del emperador, de Trajano padre, que tanto dinero acababa de perder, del propio lanista, que había dado por perdida a aquella luchadora, y del mismísimo Marcio que, ante el griterío del público, abrió los ojos para ser testigo de cómo Alana se levantaba y hería de muerte en el pecho a su contricante, que en vano intentaba arrodillarse para pedir clemencia. Alana podía haber esperado la decisión del emperador antes de ese nuevo golpe, pero la sármata no olvidaba con facilidad cuando alguien había intentado matarla con saña. No obstante, al fin, antes de dar el golpe de gracia, miró hacia el César. El emperador confirmó con un gesto la resolución mortal del combate y Alana ejecutó a quien había estado a punto de matarla cortándole el cuello de un modo poco ortodoxo. A fin de cuentas, pensaba el público, tampoco podía esperarse que unas mujeres supieran cumplir de modo preciso con todo el ritual de unas luchas que nunca habían sido destinadas para ellas.

—Creo que acabo de ganar una gran cantidad de dinero, esposo —dijo Domicia en voz alta, mirando hacia un Trajano padre que se volvía a alzar y a inclinarse ante la emperatriz, en señal de que reconocía su derrota y de que pronto pagaría la cantidad convenida.

Domiciano se limitó a fingir una sonrisa distraída, casi indiferente, pues su mente ya cavilaba cuáles serían las reacciones al nuevo número que tenía preparado para finalizar la noche.

Por detrás, Trajano hijo hablaba en voz baja con su padre.

—Ha sido una apuesta inconveniente, padre, demasiado impulsiva.

Su padre lo miró como quien mira aún a un niño.

—No, hijo, ha sido una apuesta muy adecuada. Presentí que la dacia era más ágil y que se revolvería, y acabamos de perder una apuesta con la emperatriz. Eso siempre es bueno. Lo malo es ganarla, eso sí sería inconveniente. Además no importa perder dinero con la hija de un viejo amigo —explicó Trajano padre con la mirada perdida en el recuerdo del veterano Corbulón, el padre de Domicia, y una antigua promesa, pero pronto volvió a centrarse en el mundo real que les rodeaba—.Y aún podría haber sido mejor si hubiéramos perdido la apuesta con el emperador, pero contra éste, hijo, es mejor no apostar nunca.

Trajano, con semblante serio, asintió una sola vez, pero fue suficiente para asegurar a su padre que había entendido el mensaje.

Por delante, en primera fila, la emperatriz conversaba algo más animada con Flavia Julia sobre la destreza de esa gladiadora. La joven Flavia siempre se sorprendía de que Domicia no le mostrara rencor ni en público ni en privado por ser la amante de su esposo. En cierta forma notaba que la emperatriz sentía lástima por ella, y podía entenderla bien. Domiciano, por su parte, miraba a Casperio para que ordenara que el siguiente número circense empezara lo antes posible, en cuanto terminaran de retirar el cadáver de la última germana muerta, al tiempo que su mente se debatía en pergeñar alguna forma para acabar con aquella gladiadora dacia con la que tanto parecía haberse encariñado su esposa. Asentía para sí en silencio, un silencio mortífero. Esa gladiadora dacia debía morir, pero debería hacerlo en público, en un nuevo combate, frente a otro enemigo, y, por supuesto, delante de su esposa y de la forma más humillante que pudiera ocurrírsele. Sí, el destino de aquella maldita luchadora estaba sellado por la voluntad inflexible del emperador de Roma. Domiciano se volvió entonces hacia la emperatriz y, por fin, mostró una amplia sonrisa mientras hablaba, una sonrisa, no obstante, que no confundió a su esposa.

—Una gran luchadora esa guerrera dacia, sí, augusta esposa, una gran guerrera.

Domicia sonrió exteriormente, pero por dentro lamentó que aquella guerrera fuera a morir por haberle hecho ganar una apuesta. La mirada de su marido no dejaba margen. Lo mejor que podía hacer aquella pobre muchacha era disfrutar de los pocos días, semanas o meses que le quedaran de vida.

Alana permanecía tumbada sobre una mesa de piedra fría. El hombro sangraba pero el médico estaba conteniendo la hemorragia con la mano mientras esperaba que le trajeran todo lo necesario para coser la herida. Era un trabajador concienzudo y había lavado los bordes del corte con agua pese al rictus de dolor de una guerrera que le sorprendió por su capacidad de mantenerse callada en medio de aquella tortura, necesaría, pero tortura a fin de cuentas. El lanista lo había organizado todo para llevar a Alba Longa a su médico de confianza, un notable chirurgus, para asegurarse así de traerse de vuelta a Roma el mayor número posible de gladiadores. Un mal médico podía suponer un desastre económico, y si había algo de lo que el lanista estaba seguro era de que el emperador no se habría preocupado en tener un buen médico para gladiadores en su gran villa del sur.

Marcio estaba en pie, justo detrás del chirurgus, observando con atención lo que ocurría.

—¿Se pondrá bien? —preguntó el veterano gladiador.

El médico se giró y se sorprendió de ver allí al gladiador de gladiadores. La última vez que Marcio le había preguntado algo así, o, para ser más exactos, la última vez que Marcio le había preguntado algo, fue cuando le trajo aquel cachorro que luego creció a su lado y que ahora le seguía siempre fiel. El médico asintió mientras se volvía para empezar a coser la herida de Alana.

—No es una herida profunda. La he limpiado bien. Es joven y es fuerte —completó el chirurgus sin dejar de atender a su trabajo—; creo que sobrevivirá, sí.

La muchacha cerró los ojos cuando el médico clavó la aguja por primera vez en su piel rasgada. Marcio se sentó en una esquina y la vio sollozar con gemidos ahogados, pero sin gritar. Nunca pensó que una mujer pudiera ser fuerte. Recordó a alguna de las patricias con las que se acostó cuando Atilio aún estaba vivo. Una mujer podía ser hermosa sí, pero fuerte no. Pero Alana era las dos cosas a la vez.

La arena, una vez retirados los últimos cadáveres de las gladiadoras muertas, estaba de nuevo llenándose de otros seres humanos dispuestos para el entretenimiento imperial.

—No van armados, mi señor —dijo Estacio, que llevaba detrás del emperador toda la velada sin atreverse a decir nada, pero que pensó que era momento de romper su silencio. De hecho, el emperador le tenía siempre próximo para que hablara, para que recitara versos, para decir cosas ocurrentes. Estacio nunca se sentía a gusto ante los juegos de gladiadores y sus múltiples variantes, pero sabía fingir como nadie un muy realista interés por todo lo que acontecía en la arena.

—No van a luchar, Estacio; sólo van a morir —dijo el emperador sin mirarle, pero contento de que alguien hubiera subrayado el hecho de que aquellos hombres iban sin armas.

Estacio se sintió satisfecho de no haber enojado el creciente mal humor de su señor y de no percibir en las palabras del emperador el veneno con el que cada vez más frecuentemente se dirigía a la emperatriz o a diferentes servidores del Estado.

—Son cristianos —anunció Domiciano y se puso en pie y se volvió hacia el resto del palco—, cristianos que van a morir ante nosotros por su ateísmo.

Domiciano los observó a todos. Su esposa parecía indiferente, aunque exhaló un pequeño suspiro de compleja interpretación; Partenio bajó la mirada, recogiéndose en sus enigmáticos pensamientos; Trajano padre y Trajano hijo, cónsul de Roma, se limitaban a observar; el colega consular de Trajano hijo, Manió Acilio Glabrión, no obstante, se movía inquieto en su asiento. Domiciano miró entonces a Partenio, pero éste seguía mirando al suelo. Recordó el último diálogo que había tenido con su consejero imperial antes de los nombramientos consulares de aquel año.

—Manió Acilio Glabrión y el joven Trajano son leales al emperador y buenos legati —había asegurado Partenio al defender aquellos nombramientos—. Y el Imperio necesita buenos líderes en las fronteras. Harán más fuertes al emperador.

Domiciano no dijo nada acerca del nombramiento de Trajano, pero sí repuso un comentario hostil hacia Manió Acilio Glabrión.

—Me han dicho que Manió Acilio, el gran Acilio Glabrión descendiente del vencedor de las Termopilas, querido Partenio, se ha hecho cristiano.

Domiciano vio cómo entonces Partenio bajaba la mirada antes de responderle sin suficiente convencimiento.

—No hay pruebas sobre ese respecto, Dominus et Deus.

—No, no las hay —concedió Domiciano entonces—, pero quizá debamos comprobarlo antes de enviar a un cristiano a comandar varias legiones en una de las fronteras del Imperio, ¿no crees, Partenio?

El consejero hizo entonces lo único que se podía esperar de él: callar e inclinarse ante el emperador. Como luego se hicieron efectivos los nombramientos a los pocos días y el emperador no había vuelto sobre el tema, Partenio, que ahora en Alba Longa estaba enrabietado consigo mismo por su torpeza, inexcusable después de tantos años, había concluido, erróneamente, que Domiciano había olvidado aquel espinoso asunto. En ese momento, con la arena de aquel anfiteatro privado poblada por una treintena de supuestos cristianos, con hombres y mujeres y niños, familias enteras desarmadas esperando su triste destino, Partenio comprendía la enormidad de su error. Sin quererlo había acercado a Manió Acilio Glabrión a aquella terrible prueba de aquella tarde que empezaba ya a atragantársele al consejero imperial. Si él no hubiera propuesto a Manió Acilio para cónsul, quizá su supuesto ateísmo hubiera pasado más desapercibido. Ahora todo dependía de si, en efecto, Manió Acilio sentía o no simpatías reales por los cristianos y de su reacción ante el baño de sangre que iba a producirse en unos instantes.

Domiciano volvió a mirar a Casperio, que actuaba claramente todo el tiempo a modo de improvisado editor de aquellos juegos, y el jefe de la guardia pretoriana hizo un par de señales. Al momento se abrió una puerta en el extremo opuesto a la boca del túnel de la Puerta de la Vida por donde habían salido antes los gladiadores y luego los cristianos, y por esa nueva puerta emergieron una docena de leones y leonas que, por su forma de rugir, tenían en sus entrañas la punzante sensación del hambre.

El emperador no miraba la arena. Sólo le interesaba la reacción de uno de sus cónsules. Manió Acilio Glabrión, por el momento, se limitaba a mirar el coso con cierta tensión en sus ojos, pero cuando se oyeron los primeros gritos de dolor de alguna de las pobres víctimas de aquel nuevo entretenimiento imperial —o forma de justicia, según lo consideraban muchos romanos— bajó la mirada y tragó saliva.

—Les hemos ofrecido armas, Estacio —dijo el emperador retomando la intervención anterior del poeta—, pero estos cristianos las han desechado. Su loco ateísmo les nubla la razón. Prefieren morir así, sin luchar. —Domiciano hablaba de pie, de espaldas a la arena, mirando a sus cónsules—. ¿Alguien me puede explicar por qué hace eso un hombre, por qué no lucha y deja que las fieras maten a sus mujeres y a sus hijos sin protegerse? ¿Es así como los cristianos protegen a los suyos? Porque si es así, no creo que alguien así nos valga de mucho en las fronteras del Imperio.

Los gritos en la arena proseguían y eran envueltos por los vítores de un público que disfrutaba con aquel espeluznante espectáculo de sangre y sufrimiento sin límites. Por encima de todos los aullidos destacó el de una mujer cristiana que imploraba ayuda a su dios mientras veía cómo un león destrozaba con sus fauces a un niño, seguramente su hijo, de sólo un par de años. En el palco imperial nadie respondió al emperador, pero Domiciano no se dio por satisfecho y se aproximó despacio, seguido de cerca por Casperio y cuatro pretorianos más que siempre le cubrían las espaldas incluso allí, rodeado por su esposa, familia y consejeros, hasta situarse al lado de sus cónsules. Era evidente que el emperador quería sentarse y Trajano padre, atento, se levantó y dejó vacío un asiento que Domiciano aprovechó para ponerse cómodo junto a sus más altos oficiales de aquel año.

—Yo creo que están locos —continuó el emperador, ahora sí mirando la arena donde las fieras seguían en su festín de carne. Habían dado muerte a más de la mitad de los cristianos condenados, para mayor tortura y dolor de los que aún sobrevivían—. Pero me interesa saber lo que piensan mis cónsules sobre el asunto de los cristianos.

Trajano padre miró entonces fijamente a su hijo, invitándole a dar una respuesta con rapidez. Había que evitar cualquier sospecha. Manió debía apañárselas por su cuenta. Aquí, con el emperador respaldado por su guardia pretoriana, cada uno debía desenvolverse por sí solo. Trajano cónsul asintió casi inadvertidamente a su padre y tomó la palabra.

—Lo indicado es que los ciudadanos de Roma adoren a sus dioses —dijo con decisión; no era mucho, pero pareció suficiente.

Otro asunto era lo que la mente de Trajano elucubraba sin palabras: estaba claro que el ateísmo propugnado por judíos y cristianos, en su pertinaz negativa a adorar a los emperadores de Roma, era una forma de atentar contra el Estado, pero, y aquí su boca permaneció prudentemente sellada, ¿hasta qué punto era inteligente o necesario sacrificar a mujeres y niños e incluso a hombres que, a fin de cuentas, se negaban a luchar? Por lo poco que él sabía de los cristianos, éstos parecían admirar esas actitudes en sus correligionarios y después de tantos como se habían sacrificado en Roma, primero por Nerón y ahora por Domiciano, cada vez había más. No, Trajano no tenía claro cuál podría ser la mejor estrategia para controlar esas dos religiones perniciosas para Roma, pero no podía evitar sentir un gran desapego hacia ese espectáculo donde hasta mujeres y niños eran arrojados a unas fieras contra las que no podían hacer nada. Su mente estaba confusa, pero sus palabras supieron no dejar entrever esa maraña de pensamientos ante la inquisitiva mirada del emperador de Roma.

—¿Y qué piensa mi otro cónsul? —insistió Domiciano mirando ahora sólo a Manió. El silencio en el palco contrastaba con los gritos de la arena y la jauría de aplausos, carcajadas y aclamaciones que descendían hasta la gran explanada del anfiteatro de un público entregado al emperador en la ciudad de Alba Longa.

—Yo creo… —empezó dubitativo al fin Manió Acilio Glabrión—, yo creo que es excesivo arrojar a hombres y mujeres desarmados contra las fieras. No tienen ninguna oportunidad.

—Ah, ah —dijo el emperador, que se levantó entre sorprendido y preocupado—; sin armas, claro. Ya he dicho que se las he ofrecido pero no las han querido, pero quizá mi querido cónsul Manió Acilio Glabrión no confía en la palabra de su emperador.

Manió quiso intervenir con rapidez para precisar que él no había dicho eso, pero Domiciano le dio la espalda y se acercó al borde del palco con el pilum que acababa de coger a uno de sus pretorianos. Mirando de nuevo a Manió, arrojó el arma a la arena y continuó respondiendo a su cada vez más nervioso cónsul:

—Pues mira, Manió, allá va, allá va, un arma para tus cristianos.

Ni a Partenio ni a la emperatriz ni a ninguno de los Trajano se les escapó que el emperador acababa de emplear el posesivo luis [tus] al referirse a los cristianos, insinuando una muy posible relación entre ellos y el cónsul. Pero, de pronto, algo ocurrió en la arena que los distrajo a todos.

Uno de los cristianos aún supervivientes había tomado el pilum y, situado frente a una mujer y un niño, lo blandía con valentía contra las fieras que querían acercárseles. Domiciano apretó los labios incómodo. Manió, como todos los del palco, se levantó para ver. El cristiano no parecía muy fuerte pero, sin duda, el ansia por la supervivencia se convierte en una fuente inagotable de resistencia, de forma que cuando una de las leonas se abalanzó sobre él acertó a clavar la punta del pilum en el cuello y a herir de gravedad a la fiera, que retrocedía dolorida y nerviosa. No obstante, el cristiano nada pudo hacer para evitar que otra de las fieras aprovechara aquel ataque para lanzarse sobre la mujer y el niño desprotegidos y los derribara destrozándoles primero parte del cuerpo con un zarpazo para luego empezar a morderlos mientras chillaban en medio de su agonía. El cristiano se revolvió entonces y, estupefacto, se quedó sin capacidad de reacción. La leona herida retornó y acortó el dolor de aquel hombre de un zarpazo certero que le destrozó la espalda y de un mordisco en el cuello que le partió la yugular. Aquel cristiano había tenido un último momento de furia antes de morir para deleite de un público que agradecía con grandes aplausos que el emperador hubiera arrojado aquella lanza que tanta distracción les había dado. Manió, sin embargo, cabizbajo, tragaba saliva.

—Al final uno de ellos ha tenido un destello de cierto valor —dijo el emperador retomando la palabra una vez que el episodio del cristiano había concluido; ya no quedaban más condenados con vida en la arena que pudieran distraer a su audiencia cautiva en el palco imperial—. Pero ¿sabéis lo que pienso yo? —Guardó un breve silencio retórico y, con habilidad, supo ganarse la atención de todos, algunos movidos por el odio o la tensión y el resto por innata curiosidad—. Yo creo que lo que nos diferencia a los unos y a los otros es eso, precisamente, el valor: los cristianos, aparte de ateos, son unos cobardes incapaces de luchar, mientras que los romanos no; los romanos somos valerosos y luchamos con una energía fuera de lo común. Por eso tenemos el Imperio que tenemos y por eso mandamos sobre todos los pueblos desde la húmeda Britania hasta las desérticas tierras de Parda, desde el Rin y el Danubio hasta Cartago o Alejandría. Por eso somos los más fuertes. —Nadie más que Estacio asentía, y eso irritó al César—. ¿Acaso ninguno de vosotros me cree? Pues yo estoy seguro de ello. Seguro de ello y os lo voy a probar. A ver, Manió Acilio Glabrión, en pie. —Se volvió hacia Casperio—, que retiren los despojos y las fieras. —Miró de nuevo a Manió—. Eres mi cónsul y un cónsul está justo por debajo del emperador. Mis cónsules son los brazos del emperador en las fronteras del Imperio y yo digo que mis brazos son más fuertes que las fieras contra las que han luchado los cristianos. Acabamos de ver cómo uno de esos malditos cristianos ni siquiera ha podido con un par de fieras para salvar a su mujer y a su hijo. Yo digo que los romanos no somos así y lo voy a demostrar. Manió Acilio Glabrión va a descender ahora mismo a la arena y va a luchar contra una fiera. Como no es un cristiano sino un cónsul de Roma, va a acabar con ella sin mayor problema, ¿verdad que sí, Manió Acilio Glabrión?

Y ante los rostros desencajados de todos los presentes, excepto los de Casperio y los del resto de miembros de la guardia pretoriana, el emperador añadió unas últimas palabras:

—Siempre te has jactado ante todos, Manió, de que eres descendiente de aquel gran general que derrotó al rey Antíoco III en las Termopilas, contra el que sólo pudieron también los Escipiones. A lo mejor mi cónsul es un nuevo Escipión el Africano y no lo sabíamos. Así que ésta, Manió Acilio Glabrión, es tu oportunidad, tu gran oportunidad para demostrar tu auténtica valía y para mostrar a todos los presentes y a todos los ciudadanos de Alba Longa cuán diferente es un cónsul de Roma en comparación con esos miserables ateos cristianos —y mirando entonces a Casperio, dando la espalda a todos y sentándose en su asiento junto a una asqueada emperatriz y un abrumado Estacio, sentenció—. Que le den un pilum y que le bajen a la arena de inmediato.

Partenio se pasó la palma de su mano derecha por el cogote y por toda la cabeza. Flavia Julia, que no podía evitar sentir simpatía por aquel noble cónsul que era conducido por los pretorianos fuera del palco, empezó a sollozar, y sus lágrimas impregnadas del silencio del resto enervaron aún más a un emperador que dio dos órdenes precisas. Manió, no obstante, caminaba rodeado por los pretorianos con la mirada desafiante.

—¡Vino, quiero más vino y bien dulce! —Luego, mirando a Estacio—: ¡Y tú, poeta, gánate de una vez el alimento que te doy y recítanos algo mientras lo organizan todo! Pero vigila que sea algo que me anime.

Estacio se levantó y abrió la boca un par de veces mientras se pasaba la lengua por los labios en un intento por generar la saliva suficiente para proyectar su voz con energía, pues sabía que lo importante para el César no era que le escuchara él, sino que todos los allí reunidos en aquel palco imperial oyeran también sus versos, pues Domiciano sabía que, como no podía ser de otra forma, serían versos de alabanza hacia su persona. Estacio se pasó entonces una mano por la boca. No estaba seguro de qué recitar, pero al fin optó por un poema que ensalzaba el gran palacio del emperador, la inmensa Domus Flavia de Roma que estaba a punto de ser terminada por el arquitecto Rabirius mientras se culminaba a su vez la ampliación del anfiteatro Flavio por parte de Apolodoro.

—Una silva, César, Dominus et Deus, una silva sobre el gran palacio del César en Roma para ilustrar a los habitantes de Alba Longa y que sean así conocedores de la riqueza y del poder de quien nos gobierna a todos. Dice así.

Estacio se levantó para declamar su poema mirando al público de los graderíos:

Tectum augustum, ingens, non centum insigne columnis, sed quantae superos caelumque Atlante remisso sustentare queant. Stupet hoc vicina Tonantis regia, tequeparí laetantur sede locaturn numina. Nec magnurnproperes excedere caelum: tantapatet moles effusaeque Impetus aulae liberior, campi multumque ampkxus operti aetheros, et tantum domino minor; Me penates implet et ingenti genio iuvat…

[Un monumento augusto, ingente, no marcado por cien columnas, sino por tantas cuantas podrían sustentar a los dioses y al cielo si Atlante remitiera sus esfuerzos. La morada vecina del Tonante se halla asombrada, y se gozan los dioses de verte a ti (el César Domiciano) instalado en mansión semejante. Pero no te apresures a exceder las alturas de los cielos: es tan vasto el palacio, y más libre el impulso ascendente de su área, que abarcan muchas tierras y otro tanto de aéreos espacios, mas es menor tan sólo que su amo: él llena la morada y con su genio ingente le da vida… ] [39]

Pero la arena estaba ya razonablemente limpia, y el emperador, ávido de ver morir a Manió. En la explanada del anfiteatro de Alba Longa sólo quedaban algunos despojos humanos repartidos por aquella llanura artificial, silenciosa y manchada de sangre humana. Las fieras habían sido encerradas. El palco imperial estaba mudo y hasta el pueblo calló al ver la figura insólita de un cónsul romano avanzando, solo, por encima de la arena de un anfiteatro. Nadie recordaba una imagen así: un cónsul de Roma armado con un pilum en la arena. En el silencio, la voz de Estacio, bien modulada, marcando los ritmos correctos de su métrica, destacaba desplegando todas sus palabras huecas por encima de la vanidad de un emperador paranoico y por encima de los ánimos abrumados de cuantos le rodeaban en aquel palco imperial, con excepción, por supuesto, de su guardia pretoriana. Casperio asistía con el rostro impasible a cuanto acontecía, concentrado tan sólo en estar dispuesto para servir al César, el emperador que mejor pagaba a la guardia pretoriana.

Domiciano levantó su mano y Estacio calló en seco, deteniéndose justo antes de enumerar todos los mármoles exóticos que decoraban las incontables columnas de la gran Domus Flavia.

—Suficiente, Estacio, suficiente —dijo el emperador con autoridad—. Buenos versos los tuyos, pero ahora tenemos que asistir a otra poesía: la lucha de un cónsul contra una fiera. Yo también escribo poemas, pero… de otro tipo. Con mis cónsules, con su fuerza. —Volvió su mirada hacia los asombrados ojos de todos; luego decidió añadir una pincelada de misericordia—: No os preocupéis, no os preocupéis ninguno —y mirando a Flavia Julia—, ninguna. Nadie debe preocuparse. —De nuevo alzó sus ojos hacia todos los reunidos en aquel palco—. El César sólo busca que su cónsul, sobre el que pesa la sospecha de cristianismo, limpie con su fuerza semejante duda.

Dio una palmada y la puerta por donde se habían recogido las fieras volvió a abrirse, esta vez para dar paso a un gigantesco oso pardo traído desde las remotas tierras del norte de Hispania.

Todos contuvieron la respiración, esto es, todos menos el emperador, que aprovechó el momento para llevarse a la boca la nueva copa de bronce repleta del licor dulce que tanto le agradaba y que un veloz esclavo había traído con celeridad.

En la arena, Manió Acilio Glabrión observó cómo el pesado animal caminaba con lentitud bordeando el óvalo de la explanada del anfiteatro. Era obvio que el animal se sentía incómodo y anhelaba el cobijo de la empalizada y el muro que se levantaba tras ella. El público empezó a gritar y eso enervó aún más a la bestia, que empezó a buscar algo o alguien contra lo que arremeter. Los nervios traicionaron a Manió: se movió dando un par de pasos hacia atrás, lo que captó de inmediato la atención del gran oso pardo.

—Muy valiente no parece nuestro cónsul —dijo el emperador con media sonrisa en su boca sintiendo a sus espaldas el sufrimiento de Flavia Julia, la incomodidad de Domicia, el asombro de Partenio, el miedo de todos.

En ese preciso instante, cuando el oso, a la carrera, enfilaba contra Manió, éste levantó el pilum, tensó el brazo, apuntó bien, porque sabía que no habría una segunda oportunidad y arrojó con toda su fuerza, pero también con toda su destreza, la lanza contra la fiera. Impresionante. El público aulló ante la hazaña. El pilum se clavó entre los ojos del oso, rompiendo su cráneo y entrando en su cerebro de forma que el animal cayó abatido de golpe, rodando por la inercia de su carrera pero ya muerto. Manió, intacto, caminaba por la arena entre los vítores de unos espectadores entregados. Flavia Julia transformó su sollozo ahogado en lágrimas de felicidad, pero el emperador, con semblante serio, miró a Casperio y éste comprendió el mensaje de su líder. El jefe del pretorio hizo una indicación a los pretorianos que custodiaban las puertas del túnel de las fieras y éstos rápidamente las abrieron de nuevo. Uno de los leones que había estado devorando cristianos apareció sobre la explanada. Las puertas volvieron a cerrarse. Partenio intentó interceder.

—El cónsul ha derrotado al gran oso pardo, augusto, Dominus et Deus —dijo en voz baja—. Es suficiente para demostrar que los romanos son mejores que los cristianos, para demostrar que el lado romano del cónsul es el que prevalece, Dominus et Deus.

Pero Domiciano levantó su mano izquierda con desdén y Partenio se retiró. Fue Domicia entonces la que intervino.

—¿Cuántas fieras ha de matar Manió para que te quedes satisfecho?

Domiciano la miró serio.

—Las que considere necesarias.

Entre tanto el león se había situado en medio del óvalo del anfiteatro de Alba Longa. Manió estaba intentado extraer el pilum de la cabeza del oso abatido, pero no podía; los pila no podían extraerse así como así de un enemigo o de un escudo, de esa forma cuando se clavaban en las armas defensivas del enemigo éstos tenían que terminar arrojando sus escudos y quedaban aún más desprotegidos. Ese ardid romano, no obstante, se volvía ahora en contra de un cada vez más desesperado Manió. Trajano hijo fue a levantarse, pero su padre le cogió por el brazo y se levantó él en su lugar para dirigirse al emperador.

—Dominus et Deus, el cónsul quizá podría disponer de un arma —se aventuró a decir un Trajano padre muy nervioso.

Domiciano se volvió hacia él y le miró medio cerrando los ojos. Había esperado que muchos de aquel palco intercedieran por Manió pero no el veterano de los Trajano; estaba claro que ya no se podía confiar en nadie, en nadie. Partenio volvió a aproximarse al emperador: había visto en las palabras de Trajano padre una posibilidad.

—El público no entenderá que el cónsul deba enfrentarse desarmado, Dominus et Deus —dijo el consejero con rapidez, de nuevo en voz baja y retirándose enseguida de la proximidad del emperador.

Domiciano miraba a todos los del palco imperial con desprecio. Todos estaban en su contra, todos. Quizá el lanista era el único que no, y sabía callarse; tampoco Estacio, el siempre débil pero leal Estacio. El resto se conjuraba contra él, maquinaban cómo destruirle. Todos en su contra. Sólo tenía al pueblo, al pueblo de Roma a su lado. En eso era en lo único que había estado acertado Partenio. No podía perder su apoyo. Miró de nuevo a Casperio y le señaló el pilum de otro de los preteríanos del palco. Casperio asintió, tomó el arma del soldado y la arrojó con fuerza hacia el centro del óvalo, pero de forma que cayera sin clavarse en el suelo, o, como en el caso de la lanza del oso, habría resultado de nuevo inservible para el cónsul. Manió Acilio Glabrión corrió hacia el pilum y se hizo con el arma. El león se movía despacio. No tenía ya mucha hambre. Había ingerido el tórax y los brazos de un hombre grande hacía unos minutos, pero le ponía nervioso toda aquella gente y los gritos y las llamas de las antorchas que rodeaban la arena; luego estaba aquel hombre moviéndose cerca de él. No tenía ganas de luchar pero si aquel hombre se acercaba arremetería contra él con toda su furia.

Manió se aproximó despacio. Lo ideal era repetir un lanzamiento similar, pero el león empezó a moverse de forma extraña, imprevisible, en rápidos acelerones, de un lado a otro, rugiendo y amenazando con sus gigantescas garras. Cuando Manió lo tuvo a tiro y estaba a punto de lanzar, la bestia volvió a moverse y a cambiar de posición y el cónsul se vio obligado a retroceder y a buscar de nuevo una posición desde la que arrojar la lanza. En esta ocasión, al recular, Manió no vio un despojo humano que quedaba en el suelo de la arena, un resto de uno de los pobres cristianos que habían sido sacrificados hacía un rato, y tropezó y cayó hacia atrás, momento en que el león, sin dudarlo, aprovechó para abalanzarse sobre él. Ya no hubo tiempo para arrojar la lanza y Manió, tumbado en el suelo, con la fiera cerniéndose sobre él con sus garras por delante, buscó la forma de clavar el pilum en el cuello del animal y lo consiguió, al tiempo que intentó zafarse del ataque de la bestia girando sobre sí mismo, rodando por el suelo. Pero fue inevitable que una de las monstruosas garras le arañara la espalda y sintió entonces el punzante dolor de la piel rasgada. Gateó como pudo para alejarse del león que, herido y aún más enfurecido que antes, lanzaba zarpazos, ciego de dolor, con brutalidad desconocida a su alrededor. Manió se incorporó, pero sangraba profusamente por la espalda y por una pierna. Un segundo zarpazo, durante su improvisada huida de la fiera, le había alcanzado en la pierna derecha. El cónsul sintió que no la podía apoyar y, una vez más perdió el equilibrio y se derrumbó en la arena cayendo sobre su propio charco de sangre. La fiera, poco a poco, fue moviéndose menos, hasta quedar tumbada en un extremo del óvalo, rugiendo de dolor pero incapaz de moverse. En sus esfuerzos por quitarse la lanza, sólo había hecho que moverla con fuerza y ésta había rasgado aún más su cuello causando mayores destrozos, un tremendo desgarro por donde se le escapaba la vida a un león que parecía imbatible pero que, sin embargo, había caído derribado por un cónsul de Roma. Y Manió volvía a gatear, retirándose hacia la empalizada, a cuatro patas, como un perro. El público le jaleaba y todo el anfiteatro se cubrió de pañuelos blancos y de pulgares que pedían clemencia al emperador ante la bravura sin par de aquel cónsul de Roma.

Pero Domiciano se mantenía serio, y cuando estaba a punto de mirar a Casperio para que se abrieran de nuevo las puertas del túnel de las fieras para que saliera una tercera bestia que, sin lugar a dudas, sólo haría que rematar al cónsul herido, Trajano hijo se zafó de la mano recia de su padre, que intentaba por todos los medios mantener a su hijo al margen de todo lo que estaba ocurriendo. Se levantó y, sin consultar a nadie, antes de que Casperio o de que otro pretoriano pudiera reaccionar, saltó por encima de la barandilla del palco y se descolgó con la habilidad del guerrero para dejarse caer en la arena y, corriendo, llegar junto a su amigo herido para asistirle. Hizo que éste pasara un brazo alrededor de su cuello, lo levantó y lo ayudó a retirarse de la arena antes de que volvieran a salir nuevas fieras. Domiciano, emperador de Roma, colérico, rojo de ira, se levantó despacio, e iba a dar nuevas órdenes a Casperio cuando Partenio volvió a acercarse y dejó caer sobre el emperador un torrente irrefrenable de palabras.

—Trajano es leal al emperador; los Trajano siempre han sido leales al emperador; lo fueron con su padre, el divino Vespasiano, y con su hermano y lo son ahora con el Dominus et Deus del mundo. La lucha ha sido noble: el cónsul ha vencido a las dos fieras; el emperador es fuerte porque sus cónsules son fuertes; el emperador gobierna el mundo porque tiene cónsules que pueden con las mismísimas fieras; todo ha sido para bien, ha sido una gran tarde.

Domiciano, inmóvil, escuchaba la retahila de palabras de Partenio debatiéndose entre arrojarlo de su lado o escucharlo hasta el final. Mientras tanto, en la arena, Trajano hijo ya había conducido a Manió hasta la Puerta del túnel de la Vida, pero ésta, custodiada por media docena de pretorianos, permanecía cerrada a la espera de que el emperador dictaminara qué debía hacerse: si abrir ésta o, una vez más, el túnel de las fieras. Trajano miró hacia los guardias pretorianos, pero éstos, impasibles, no hacían nada.

—¡Abrid las puertas, por todos los dioses, abrid las puertas! —les espetó Trajano iracundo, empapado de la sangre de su amigo herido.

Los pretorianos permanecían como estatuas, fijas sus miradas en el jefe del pretorio quien, a su vez, se concentraba en mirar a un emperador que, en pie, seguía escuchando los susurros del consejero imperial. El público seguía aclamando a los cónsules de la arena, mientras que Domicia, Flavia Julia y Trajano padre se contenían para no gritar al emperador. El lanista, impasible, lo contemplaba todo con la boca ligeramente abierta, pero en perfecto silencio, y Estacio miraba al suelo y sacudía la cabeza sin parar. Manió sentía que le faltaba el aire y se concentraba en mantenerse en pie junto a Trajano hijo.

—El emperador es fuerte porque sus cónsules pueden con las fieras —continuaba Partenio que había descubierto que sus palabras, al menos, paralizaban a Domiciano y eso, después de una tarde en que sólo había hecho locuras, ya era algo—; el público aclama a los cónsules del emperador, que es como aclamar al emperador mismo, pues los cónsules son los brazos del César en las fronteras del mundo. Los Trajano son leales. El emperador necesita a Trajano y a Manió en las fronteras del Imperio. Leales vigilantes del Imperio. El César será sabio si les aclama delante de todo el pueblo de Alba Longa. Será sabio y fuerte e invencible; si condena ahora a los cónsules a ser devorados por las fieras, nadie lo entenderá, nadie lo entenderá… Puede que semejante sentencia fuera el acto de un dios, pero el pueblo de Alba Longa, el pueblo de Roma, son sólo hombres, sólo hombres y no lo entenderán, el Dominus et Deus tiene que hablar a su pueblo con acciones más sencillas, actos que su pueblo entienda…

Las palabras se acabaron en la garganta seca del consejero imperial y no dijo más. Tito Flavio Domiciano, emperador de Roma, alzó los brazos y el público calló de inmediato. El Dominus et Deus iba a hablar. Tito Flavio Domiciano proyectó entonces su modulada voz hacia todos los espectadores del anfiteatro de Alba Longa.

—¡El emperador es fuerte porque sus cónsules son fuertes! ¡Tan fuertes que pueden con las mismas fieras! —Por detrás, Partenio, haciendo una larga serie de reverencias, se retiraba sintiendo cómo un sudor frío resbalaba por sus sienes; nunca había sentido la muerte tan de cerca, tan próxima. El emperador seguía hablando al pueblo allí congregado—. ¡Estos cónsules son mis brazos y con estos brazos vigilamos las fronteras del mundo romano! —Se giró hacia Casperio y le dio una orden en un tono más relajado—: Que abran la Puerta de la Vida y que los cónsules salgan de la arena. Por hoy es suficiente.

Y la puerta se abrió y Trajano siguió conduciendo al malherido Manió Acilio por el angosto túnel hacia el lugar donde el médico de gladiadores seguía entretenido en curar a diferentes luchadores que se habían herido aquella tarde.

Y en el exterior, el pueblo aclamaba al emperador de Roma y éste, entre cansado y disgustado, pues la tarde no había concluido exactamente como él quería, se alejó del palco imperial rodeado por Casperio y una veintena de pretorianos sin tan siquiera mirar atrás. Desaparecido el emperador, todos, sin saberlo, suspiraron aliviados. Todos menos Flavia Julia, preocupada porque intuía que la visita nocturna del emperador, de especial mal humor, no tardaría mucho rato en realizarse y sería más violenta de lo acostumbrado. Todos se fueron levantando: Estacio, Partenio, la emperatriz Domicia, Trajano padre y otros acompañantes fueron saliendo de aquel palco, mientras que el lanista, que siempre acostumbraba a salir de los anfiteatros el último, pues odiaba las enormes aglomeraciones de gente en los túneles de los vomitorios de aquellas grandes construcciones, se quedaba allí sentado, llevándose los dedos de la mano izquierda a los labios, ponderando con detenimiento todo lo que allí había ocurrido aquella tarde. Su conclusión fue muy precisa: el emperador se había vuelto completamente loco. La cuestión no era ya si Manió Acilio el cónsul sobreviviría a las heridas del león, sino saber cuántos de los que había aquella tarde en el palco imperial sobrevivirían a la locura del emperador en los próximos años. Y él, Cayo, el lanista del Ludus Magnus, de Roma, se incluía a sí mismo entre las posibles víctimas. Se incluía.

En los pasadizos del anfiteatro de Alba Longa, Trajano hijo, mientras esperaba que el médico curara a su amigo Manió, observó cómo los gladiadores se retiraban. Caminaban algo encogidos, cansados, agotados por las luchas y los nervios. Sólo uno caminaba recto, justo detrás de una de las gladiadoras. Era Marcio, alto y fuerte, erguido y orgulloso. Cuando pasaron junto a él, Marcio giró la cabeza y le dedicó una mirada a Trajano hijo. No había rabia en aquellos ojos, al menos no rabia hacia él. De hecho, el cónsul sintió que había visto aquella mirada alguna vez, en otro tiempo, hacía muchos años, pero no acertó a reconocer ni el momento ni el lugar en que antaño cruzara su mirada con aquellos ojos que parecían observarle por un instante desde un pasado ya demasiado lejano.

Marcio continuó caminando detrás de Alana. Había querido mirar a aquel cónsul porque le pareció valiente su intervención para salvar a un amigo. Hubo un tiempo en el que él, Marcio, también arriesgó su vida para salvar a un amigo. Entonces él y Atilio eran niños. No entendía por qué le había venido a la memoria aquel día en la Subura, cuando Atilio y él robaron unas manzanas y casi mueren los dos a manos de un frutero salvaje.

No entendía bien por qué se acordaba ahora de todo eso.

Durante el consulado de [Manió Acilio] Glabrión, Domiciano ordenó que le acompañara a su villa de Alba [Longa] para asistir al festival de las Juvenalia y le obligó a que luchara contra un león.

DION CASIO, LXVII, 14

Profuit ergo nihil misero quod comminus ursos Figebat Nurnidas Altana nudas harena Uenator.

[De nada le sirvió, por tanto, al desgraciado (Manió Acilio Glabrión) cazar a pecho descubierto en la arena albana y traspasar osos númidas en lucha cuerpo a cuerpo.]

JUVENAL, Satvrae, 4, 99-101

during his consulship and before his banishment, Glabrio was forced by Domitian to fight with a lion and two bears in the amphitheatre adjoining the emperor’s villa at Albanum.

[Durante su consulado y antes de su destierro, (Manió Acilio) Glabrión fue obligado por Domiciano a luchar contra un león y dos osos en el anfiteatro que se levantaba junto a la villa imperial del emperador en Alba Longa.]

Catholic Encyclopedia [[40]]

Los asesinos del emperador
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